Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 9 • noviembre 2002 • página 23
Sobre el libro de Joseph E. Stiglitz, El malestar en la globalización,
Taurus, Madrid 2002
«Por desgracia, es mucho más fácil destruir
una empresa que crear una nueva»
José Eugenio Stiglitz
Stiglitz critica duramente varias actuaciones del FMI, por no tener en cuenta las circunstancia concretas. Como los fenómenos sociales son emergentes (y no consecuencia directa de intenciones), en sus críticas subyace la paradojal convergencia de hecho entre los neoliberales y los «antiglobalizadores» (a medida que esta actitud reaccionaria cede paso a la búsqueda de otra globalización).
El libro de José Eugenio Stiglitz, El malestar en la globalización, se publicó este mismo año con extraordinario éxito mundial. Hace ya cuatro años que el Banco Mundial viene criticando la actuación del FMI. No sorprende entonces que Stiglitz, que además de Premio Nobel de Economía (2001) y asesor económico de Clinton, fue vicepresidente del BM, lo critique en su último libro. Lo que llama la atención es la dureza de sus críticas y el que incluyan los nombres y apellidos de los funcionarios responsables de los errores que señala. Seguramente la gravedad de los hechos denunciados y la autoridad y experiencia del denunciante, explican la satisfacción con la que el libro fue recibido en los sectores particularmente críticos con la globalización.
Los casos en los que se puede apreciar de manera más precisa las críticas de Stiglitz al FMI, son los de Tailandia y Rusia. En ambos casos el FMI promovió la rápida liberalización financiera, privatización de empresas, sostenimiento de los tipos de cambio y (en gran medida como consecuencia) elevación de los tipos de interés. El mantenimiento de un tipo de cambio artificial costó miles de millones de dólares y sirvió para que los inversores retiraran sus capitales y los enviaran al exterior (antes de que se produjera la inevitable devaluación). Las privatizaciones a tambor batiente favorecieron que muchas empresas estatales fueran prácticamente regaladas y los beneficiarios las liquidaran para enviar también el dinero al exterior. Se perdieron así muchos puestos de trabajo y además los altos intereses desencadenaron la carestía general. La economía fue gravemente dañada y se empobreció a la población.
¿Cómo explica Stiglitz las nefastas intervenciones del FMI? En pág. 168 dice: «Parte de la explicación de la magnitud de los fallos tiene que ver con la soberbia: a nadie le gusta admitir un error, especialmente un error de ese calibre y con esas consecuencias. Ni Fischer ni Summers, ni Rubin ni Camdessus, ni el FMI ni el Tesoro de EE.UU. deseaban concluir que sus políticas habían estado descaminadas. Se encastillaron en sus posiciones, a pesar de lo que a mi juicio era una evidencia abrumadora de su fracaso (cuando el FMI finalmente optó por defender los tipos de interés menores y revirtió su apoyo a la contracción fiscal en el Este asiático, alegó que lo hacía porque había llegado el momento, pero yo sugeriría que cambiaron de rumbo en parte por la presión pública)».
Y en pág. 80: «Quiero ser claro: todas estas críticas contra el FMI no significan que el dinero y el tiempo del FMI se desperdicien siempre. A veces el dinero ha ido a Gobiernos que aplican buenas políticas económicas –aunque no necesariamente porque el FMI las haya recomendado–. A veces el dinero ha mejorado las cosas. La condicionalidad en ocasiones ha desplazado el debate interior del país hacia vías que desembocan en mejoras políticas. Los rígidos calendarios que imponía el Fondo brotaron en parte de múltiples experiencias en las que los Gobiernos prometían hacer ciertas reformas pero, una vez que conseguían el dinero, no las hacían; a veces los calendarios estrictos ayudaron a forzar el ritmo de los cambios.»
Ya había dicho en el prólogo (pág. 18): «Creo que es importante abordar los problemas desapasionadamente, dejar la ideología a un lado y observar los hechos antes de concluir cuál es el mejor camino.» Y en pág. 193: «La sorpresa del colapso [de Rusia, agosto de 1998] no fue el colapso mismo sino el hecho de que efectivamente sorprendiera a algunos funcionarios del FMI, incluidos algunos de muy alto nivel. Realmente habían creído que su programa funcionaría.»
Está claro que Stiglitz atribuye incompetencia a los funcionarios del FMI, pero no intenciones perversas. El FMI intenta aplicar a rajatabla los «tres pilares» del Consenso de Washington: austeridad fiscal, privatización y liberalización de los mercados. Dice en pág. 81:
«Las políticas del Consenso de Washington fueron diseñadas para responder a problemas muy reales de América Latina, y tenían mucho sentido. En los años ochenta los Gobiernos de dichos países habían tenido a menudo grandes déficits. Las pérdidas en las ineficientes empresas públicas contribuyeron a dichos déficits. Aisladas de la competencia gracias a medidas proteccionistas, las empresas privadas ineficientes forzaron a los consumidores a pagar precios elevados. La política monetaria laxa hizo que la inflación se descontrolara. Los países no pueden mantener déficits abultados y el crecimiento sostenido no es posible con hiperinflación. Se necesita algún grado de disciplina fiscal. La mayoría de los países mejorarían si los Gobiernos se concentraran más en proveer servicios públicos esenciales que en administrar empresas que funcionarían mejor en el sector privado, y por eso la privatización es a menudo correcta.»
De modo que esas políticas en si mismas son correctas; pero su aplicación debe tener en cuenta las circunstancias concretas del país en el que se pretenden aplicar. Nos recuerda:
«Si los reformadores radicales hubieran mirado más allá de su estrecha visión económica, habrían comprobado que la historia enseña muy pocos o ningún final feliz de los experimentos de reformas radicales. Esto fue así desde la Revolución francesa de 1789 y la comuna de París de 1871, hasta la Revolución bolchevique en Rusia en 1917 y la Revolución Cultural china en los años sesenta y setenta (...)» «Los reformadores radicales emplearon de hecho estrategias bolcheviques, aunque recurrían a textos distintos. Los bolcheviques impusieron el comunismo a un país que no lo quería en los años que siguieron a 1917. Sostuvieron entonces que la forma de construir el socialismo era que los cuadros de la elite «lideraran» (a menudo un eufemismo por «obligaran») a las masas hacia el camino correcto, que no era necesariamente el camino que las masas preferían o pensaban que era el mejor. En la «nueva» revolución poscomunista, una elite, encabezada por burócratas internacionales, análogamente intentó forzar un cambio rápido sobre una población reticente.» (pág. 208)
«Caben pocas dudas de que las políticas del FMI y el Tesoro propiciaron un entorno que alimentó la probabilidad de una crisis, al estimular –y en algunos casos insistir en– un ritmo de liberalización financiera y de los mercados de capitales injustificablemente veloz. (...). De entrada, el FMI pareció diagnosticar mal el problema. Había manejado crisis en América Latina, provocadas por un gasto público desbocado y una política monetaria laxa que dieron lugar a enormes déficits y una elevada inflación (...). El Este asiático era vastamente diferente de América Latina –los Estados registraban superávits y la economía disfrutaba de una baja inflación, aunque las empresas estaban sumamente endeudadas.» (pág. 139)
Muestra repetidamente el fracaso de las «terapias de choque» y los éxitos de las políticas gradualistas. Con respecto al equilibrio presupuestario, lo considera un objetivo necesario (v.gr. en pág. 30 y 41). Pero también dice:
«Durante sesenta años ningún economista respetable ha creído que una economía que va hacia una recesión debe tener un presupuesto equilibrado.» (pág. 141)
Un país con déficit permanente va hacia la quiebra. Pero si mantiene su equilibrio presupuestario en condiciones normales, cuando la economía muestra signos de recesión, la prioridad es reactivarla mediante el gasto público, esperando recuperar el equilibrio presupuestario en el ejercicio siguiente.
El FMI apoya políticas liberales: libre comercio, libre mercado de capitales, &c. Pero:
«(...) los países occidentales (...) forzaron a los pobres a eliminar las barreras comerciales, pero ellos mantuvieron las suyas (...) Como presidente del Consejo de Asesores Económicos batallé duramente contra esta hipocresía, que no solo daña a las naciones en desarrollo sino que cuesta a los norteamericanos como consumidores y como contribuyentes por los costosos subsidios que deben financiar, miles de millones de dólares.» (pág. 31)
De modo que el mal no es el «liberalismo», sino la unilateralidad. El proteccionismo –la falta de liberalismo– del mundo rico, es el mayor daño que se ocasiona al mundo pobre. Y también perjudica a su propia población, porque le hace pagar más caro los productos «protegidos». Solo beneficia a unas pocas empresas. La reciente multa de la OMC a empresas norteamericanas, a favor de la UE, muestra que el proteccionismo perjudica también al primer mundo y da esperanza de que la liberalización se extienda efectivamente a los países del tercero abriéndoles los mercados europeo y norteamericano{1}.
Stiglitz dice con toda razón (pág. 277): «La ideología suministra las gafas a través de las cuales se ve la realidad; es un conjunto de creencias tan firmemente sostenidas que uno apenas requiere confirmación empírica».
En virtud de su ideología (que en esencia es aplicar medidas correctas de una manera incorrecta: sin timing adecuado ni conocimiento de las situaciones específicas) que favorece los intereses de la comunidad financiera, el FMI convenció y presionó a numerosos países para que las pusieran en práctica. ¿Lo logró? En Rusia si, porque coincidían con los intereses de la mafia gobernante. Stiglitz menciona otros casos como Etiopía (págs. 53, 59), Uganda (pág. 119), Botsuana (pág. 63, 64, 65, 66), Ghana (pág. 77), Corea del Sur (pág. 69, 127, 136, 156, 165), Países del Este asiático, especialmente Singapur (pág. 102), Malaisia (pág. 126, 160, 161, 162, 163) que resistieron de diferentes maneras y cosecharon éxitos en la medida en que aprovecharon los préstamos pero aplicaron sus propias políticas. Y los dos casos «estrella»: China (págs. 91, 92, 93, 95, 164, 322) y Polonia (pág. 200, 230). Así, dice:
«No es ninguna casualidad que los dos grandes países en desarrollo que escaparon de los azotes de la crisis económica global –la India y China– tuvieran ambas control de capitales. Mientras que los países del mundo subdesarrollado que liberalizaron sus mercados de capitales vieron caer sus rentas, la India creció a un ritmo superior al 5%, y China casi al 8%. Esto es aún más notable dada la desaceleración generalizada en el crecimiento de la economía, y particularmente en el comercio, durante ese período. China lo logró respetando las prescripciones de la ortodoxia económica.» (pág. 103)
«Los países en desarrollo de mas éxito, los del Este asiático, se abrieron al mundo de manera lenta y gradual. Estos países aprovecharon la globalización para expandir sus exportaciones, y como consecuencia crecieron más rápidamente. Pero desmantelaron sus barreras proteccionistas cuidadosa y sistemáticamente bajándolas solo cuando se creaban los nuevos empleos. Se aseguraron de que había capital disponible para la creación de nuevos empleos y empresas; y hasta adoptaron un protagonismo empresarial promoviendo nuevas empresas. China está ahora desmantelando sus barreras comerciales, veinte años después de haber iniciado su marcha hacia el mercado, un período durante el cual creció a gran velocidad.» (pág. 88)
Las críticas de Stiglitz a la ideología son reiteradas y comienzan ya en el prólogo (pág. 12):
«Creo que es importante abordar los problemas desapasionadamente, dejar las ideologías a un lado y observar los hechos antes de concluir cuál es el mejor camino.»
¿Se refiere solo al FMI? No: es evidente que se refiere a toda ideología (pues facilitan la integración de datos en una estructura; pero sin conocimiento específico y detallado, hay muchas probabilidades de que las estructuras aceptadas solo sean un dogma de fe). Creer que «no hay que preocuparse por el equilibrio presupuestario» (y que esto es «keynesianismo») es un disparate ideológico. Creer que el Estado debe poseer fábricas y dictar medidas proteccionistas, es para algunos una ideología progresista, cuando sería repetir hoy lo que hizo en 1664 Juan Bautista Colbert en la Francia de Luis XIV.
Otro dogmatismo consiste en atribuir creencias absurdas a otros, para poder combatirlas con facilidad, como hacía Don Quijote con los molinos de viento adjudicándoles el status de gigantes. Muchos dedican sus energía a combatir gigantes neoliberales cuyo objetivo sería jibarizar al Estado. No creo que haya un solo economista medianamente serio que se proponga semejante disparate. A mi juicio tiene toda la razón Stiglitz cuando dice:
«En países que han tenido grandes éxitos, en EE.UU. y el Este asiático, el Estado ha desempeñado esos papeles, y en la mayor parte de los casos lo ha hecho notablemente bien. Los Estados suministraron una educación de alta calidad a todos y aportaron el grueso de la infraestructura –incluida la infraestructura institucional, como el sistema legal, imprescindible para que los mercados funcionen eficazmente–. Regularon el sector financiero y lograron que los mercados de capital operaran más como se suponía que debían hacerlo; aportaron una red de seguridad para los pobres; promovieron la tecnología, de las telecomunicaciones a la agricultura, los motores de aviación y los radares.» (pág. 273)
Sin esas medidas la economía se asfixia. Es interesante observar que entre ellas figura, en primer lugar, la educación de alta calidad. Ya lo había adelantado en pág. 106: «Incontables estudios han probado que los países que, como los del este asiático, invierten en educación primaria, niñas incluidas, han mejorado». Stiglitz dice (pág. 30) que «en la última década del siglo XX, el número de pobres ha aumentado en casi cien millones», y en nota a pie de página muestra que este aumento es de 3% de 1990 a 1998. Como el aumento de población mundial en el mismo período es seguramente mayor de 3%, se podría decir que la pobreza aumento en términos absolutos, pero en términos relativos no aumentó o incluso disminuyó. Se acaba de publicar{2} un estudio de Xavier Sala, catedrático de la Universidad de Columbia, que asegura que en 1998 había 400 millones de pobres menos que en 1970 y que los aumentos de las diferencias se deben a que algunos países crecen más rápido que otros.
Y un detalle que no hay que pasar por alto (pág. 112): «(...) la reforma agraria precedió varios de los casos de desarrollo con éxito, como los de Corea y Taiwán.» Dijo con razón Guillermo de la Dehesa:
«Es más, a diferencia del capital físico, el capital humano, a través del conocimiento, tiende a tener rendimientos crecientes, ya que puede conservarse, aumentarse y transmitirse y puede ser utilizado simultáneamente por muchas personas sin que la utilización por unos excluya la de otros. Esto significa que los países que invierten en mayor medida en I+D pueden lograr crecer más rápido que los que no lo hacen.»{3}
Stiglitz habla (prólogo, pág. 11) del «modo en que la globalización ha sido gestionada». En pág. 247 dice que se «plantean problemáticos interrogantes sobre la manera en la que el Fondo enfoca el proceso de globalización...» Y finalmente, en pág. 291 menciona a los «Gobiernos que han «gestionado» la globalización durante cincuenta años». Se enfoca y se gestiona la globalización, tal como se hace con las riquezas petrolíferas, los terremotos, el agua de los mares o la rotación del sol. Nadie creó ni dirige o gobierna la globalización (aunque, en sus aspectos económicos, las decisiones del FMI –como las de los Gobiernos o de algunas grandes multinacionales– son importantes; pero si son erradas, no podrán ser duraderas). Por eso mismo no se puede ni es deseable luchar «contra» la globalización, pero sí se puede aprovecharla y reducir algunos de los inconvenientes no buscados que la acompañan. Como dice en pág. 269:
«Para algunos la solución es muy sencilla: abandonar la globalización. Pero esto no es factible ni deseable. Como apunté en el capítulo 1, la globalización también ha producido beneficios: el éxito del Este asiático se basó en la globalización, especialmente en las oportunidades del comercio y los mayores accesos a mercados y tecnologías. La globalización ha logrado mejoras en la salud y también una activa sociedad civil global que batalla por más democracia y más justicia social.»
Los automóviles causan accidentes, atascos y contaminación. Es razonable reducir estos inconvenientes no deseados; pero no lo sería «luchar contra el automóvil» (ni el avión, ni Internet, ni la ingeniería genética: luchar contra el progreso es un delirio reaccionario). Pero ¿es que la globalización solo tiene inconvenientes (como parece sugerir el título del libro)? Ya vimos que no; pero veamos además una larga cita de pág. 28:
«La apertura del comercio internacional ayudó a numerosos países a crecer mucho más rápidamente de lo que habrían podido en caso contrario. El comercio exterior fomenta el desarrollo cuando las exportaciones del país lo impulsan; el crecimiento propiciado por las exportaciones fue la clave de la política industrial que enriqueció a Asia y mejoró la suerte de millones de personas. Gracias a la globalización muchas personas viven hoy más tiempo y con un nivel de vida muy superior. [Luego dice algo que muestra que debemos ser prudentes en los juicios y tener en cuenta los cambios relativos.] Puede que para algunos en Occidente los empleos poco remunerados de Nike sean explotación, pero para multitudes en el mundo subdesarrollado trabajar en una fábrica es ampliamente preferible a permanecer en el campo y cultivar arroz.» «La globalización ha reducido la sensación de aislamiento experimentada en buena parte del mundo en desarrollo y ha brindado a muchas personas de esas naciones acceso a un conocimiento que hace un siglo ni siquiera estaba al alcance de los más ricos del planeta. Las propias protestas antiglobalización son resultado de esta mayor interconexión. Los vínculos entre los activistas de todo el mundo, en particular los forjados mediante Internet dieron lugar a la presión que desembocó en el tratado internacional sobre las minas antipersona –a pesar de la oposición de muchos gobiernos poderosos–. Lo han firmado 121 países desde 1997, y ha reducido la probabilidad de que niños y otras víctimas inocentes puedan ser mutilados por las minas. Análogamente, una bien orquestada presión forzó a la comunidad internacional a condonar la deuda de algunos de los países más pobres. Incluso aunque la globalización presente facetas negativas, a menudo ofrece beneficios; la apertura del mercado lácteo de Jamaica a las importaciones de EE.UU. en 1992 pudo perjudicar a los productores locales pero también significó que los niños pobres pudieran consumir leche más barata. Las nuevas empresas extranjeras pueden dañar a las empresas públicas protegidas, pero también fomentan la introducción de nuevas tecnologías, el acceso a nuevos mercados y la creación de nuevas industrias.» «La ayuda exterior, otro aspecto del mundo globalizado, aunque padece muchos defectos, a pesar de todo ha beneficiado a millones de personas, con frecuencia por vías que no han sido noticia: la guerrilla en Filipinas, cuando dejó las armas, tuvo puestos de trabajo gracias a proyectos financiados por el Banco Mundial; los proyectos de riego duplicaron sobradamente las rentas de los agricultores que accedieron así al agua; los proyectos educativos expandieron la alfabetización a las áreas rurales; en un puñado de países los proyectos contra el sida han expandido la expansión de esa letal enfermedad.»
Y en pág. 49: «Antes de que el BM, la OMS y otros unieran sus esfuerzos para combatir esta enfermedad, en África miles de personas quedaban ciegas por este mal evitable [la ceguera de río].» Así como muchos países han aceptado las ayudas pero no los «consejos», el FMI, aunque tardía e incompletamente, ha aceptado que cometió graves errores (ver, v.gr., pág. 167). Dice en pág. 32: «En el caso del sida la condena internacional fue tan firme que los laboratorios debieron retroceder y finalmente acordaron rebajar sus precios y vender los medicamentos al coste a finales de 2001». Y en pág. 46: «Es evidente que las calles no son el sitio para discutir cuestiones, formular políticas o anudar compromisos. Pero las protestas han hecho que funcionarios y economistas en todo el mundo reflexionen sobre las alternativas a las políticas del Consenso de Washington, en tanto que única y verdadera vía para el crecimiento y el desarrollo». Y, finalmente, en pág. 270:
«Como respuesta ha habido ya algunos cambios. La nueva ronda de negociaciones comerciales acordada en noviembre de 2001 en Doha, Qatar, calificada como «ronda de desarrollo», pretende no solo abrir más los mercados sino también rectificar algunos de los desequilibrios anteriores y el debate en Doha fue mucho más franco que en el pasado. El FMI y el BM han cambiado su retórica, se habla mucho más de la pobreza y, al menos en el BM, hay un intento sincero de cumplir con su compromiso de «poner al país en el asiento del conductor en sus programas en muchas naciones.»
El FMI cometió graves errores que le vienen siendo señalados desde hace cuatro años por otras instituciones como el BM, economistas como Jeffrey Sachs{4} y países como Japón (pág. 148). Aunque con dificultad, reconocen sus errores y los van corrigiendo. Y la presión de la opinión pública, aunque no siempre clara ni expresada de la manera adecuada, viene logrando éxitos. Todo esto demuestra que los errores y las malas políticas no son consustanciales a ningún «sistema»: son corregibles, y debemos perseverar para que así se haga (contrariamente a lo expresado, v.gr., por un economista de ATTAC, según el cual «no existe un capitalismo humanitario, el capitalismo es siempre depredador y no se cae solo. Al capitalismo hay que vencerlo (...)»{5}. Estas acciones son parte del campo da la política, cuya función define Stiglitz en pág. 308, en la línea de Isaiah Berlin: «Como las políticas alternativas afectan de modo desigual a los distintos grupos, el papel del proceso político –no de los burócratas internacionales– es resolver los dilemas.»
Tendemos a creer que con libertad política y sin intervención extranjera, todos los países podrían progresar. Los países más pobres sufren más el cáncer de a corrupción y el militarismo de algunos caudillos. Pero aún de los pocos en que esto no sucede, dice Stiglitz:
«Incluso los países que abandonaron el socialismo africano y lograron establecer gobiernos razonablemente honrados, equilibrar sus presupuestos y contener la inflación han comprobado que simplemente no son capaces de atraer inversores privados; sin esta inversión no pueden conseguir un desarrollo sostenible.» (pág. 30)
El capital es indispensable y suministrarlo, cuando los países no son atractivos para el capital privado, es la función del FMI y del BM. La relación capital/trabajador es el factor decisivo de la productividad y del nivel de salarios de los trabajadores. Es conocimiento concentrado en tanto que su fin es aumentar la productividad mediante introducción de tecnología. Y este proceso continuo, como señaló de la Dehesa, tiende a dar rendimientos crecientes, lo cual explica la espectacular mejora del nivel de vida de los trabajadores (desde fines del siglo XIX, pero con ritmo acelerado desde la segunda mitad del XX), cosa que en la época de Marx parecía imposible.
Un caso aparte: Argentina
Algunas consideraciones son similares a las ya consideradas. En pág. 44: «El colapso argentino en 2001 es uno de los más recientes fracasos [de los rescates del FMI] de los últimos años.» Es decir que, al parecer, el dinero del FMI se utilizó para mantener el peso artificialmente alto y permitir a los inversionistas el retiro de sus capitales (y también a todo el que tuviese dinero, bien o mal habido). Además dice cosas que parecen difíciles de comprender, como:
«Argentina demuestra los riesgos que conlleva la banca extranjera. En ese país, ante el colapso de 2001, la banca nacional había llegado a ser dominada por bancos extranjeros, y aunque estos proveen fácilmente de fondos a las multinacionales, y también a las grandes empresas del país, las pequeñas y medianas se quedaron sin capital (...) Y la falta de crecimiento –al que contribuyó la falta de financiación– fue clave en el colapso del país. En Argentina este problema era ampliamente reconocido; el Gobierno adoptó unas medidas tímidas para llenar la brecha del crédito. Pero la financiación pública no podía compensar el fallo del mercado.» (pág. 98)
Los bancos hacen negocios, y desde ese punto de vista, sería irrelevante que sean nacionales o extranjeros. Es cierto que la falta de financiación contribuyó a la falta de crecimiento; pero las «medidas tímidas» del gobierno ¿no se deberían a su carencia de fondos? En pág. 159 dice con mucha razón:
«A veces, como en América Latina, en Argentina, Brasil y muchos otros países durante los años setenta, las crisis son causadas por los Gobiernos despilfarradores. Que gastan por encima de sus posibilidades, y en esos casos el Gobierno deberá recortar el gasto o incrementar los impuestos –decisiones dolorosas, al menos en el sentido político–.»
La política de despilfarro empezó en 1945 con el proteccionismo y el emisionismo. Más adelante cesó el proteccionismo, y recién en 1991, al atar el peso al dólar, se cumplió con su objetivo de impedir la emisión arbitraria. Pero esa medida, desgraciadamente no fue acompañada por un severo control presupuestario y fiscal, sin los cuales no era viable. El despilfarro continuó: las empresas estatales siguieron teniendo hasta su privatización, tres a cuatro veces el personal necesario, continuaron las jubilaciones de privilegio (que beneficiaban a 9.263 ex funcionarios –algunos con solo dos meses de actuación– y costaron al Estado 223 millones de euros anuales){6}, cada diputado o senador podía tener 30 empleados a su servicio, &c. Junto a tanto despilfarro hubo una gigantesca evasión fiscal. Y a eso se agrega la anacrónica relación entre los gobiernos provinciales y el federal (los primeros gastan y solo el segundo recauda).
Stiglitz dice en pág. 167: «en enero de 2002 el FMI se apuntó otro fracaso; en parte la razón fue su insistencia, otra vez, en una política fiscal contractiva». Con las arcas vacías y enorme déficit, es difícil imaginar cómo se podría haber hecho una política expansiva, salvo dedicar los préstamos a expandir el crédito en vez de sostener el tipo de cambio. Los irresponsables pedían emisión; no la hizo el Banco Central, pero los diversos bonos y vales provinciales fueron emisiones de hecho, y dañaron mucho la economía. Y nos recuerda:
«La teoría económica elemental sostiene que la diferencia en los tipos de interés de los bonos en dólares y en rublos ha de reflejar la expectativa de una devaluación.» (pág. 189)
En Argentina había una gran diferencia entre los tipos de interés para préstamos tomados en dólares o en pesos, por lo que se puede decir que la devaluación estuvo anunciada dos años antes. Todo el que pedía préstamos para negocios o para comprarse la vivienda, lo tomaba en dólares, cuyo interés era mucho menor que en pesos. Pero cuando vino la devaluación, quisieron devolver pesos, no dólares. Quienes se quejan de los altos intereses no comprenden que el riesgo de prestar a un país cuya economía está en quiebra es enorme, y que hoy nadie quiere prestar a Argentina, a ningún interés. La cuestión no es reprochar a los inversores su avidez ni culpar a los que enviaron su dinero al exterior, sino crear las condiciones (como ya se dijo: económicas, jurídicas, legales y sociales) para que los intereses bajen y tanto argentinos como extranjeros tengan interés en invertir en Argentina.
Stiglitz dice algunas cosas que no se refieren a Argentina, pero creo que le vendrían como anillo al dedo. Así:
«Rusia es un país rico en recursos naturales. Si hacía lo que había que hacer, no necesitaba dinero del exterior; y si no lo hacía, no estaba claro que ningún dinero extranjero fuese a servir para mucho. En cualquier escenario la tesis de no entregar el dinero parecía convincente.» (pág. 191)
«El crecimiento solo llegará si Rusia crea un ambiente propicio para la inversión (...) Las regulaciones de toda suerte pueden dificultar la apertura de nuevos negocios.» (pág. 241)
«Por último, Rusia debe recaudar impuestos.» (pág. 242)
«En algunos asuntos –como en la necesidad de que los países vivan ajustándose a sus medios, y en los peligros de la hiperinflación– el acuerdo es generalizado.» (pág. 276)
«Por lo tanto, los países en desarrollo deben asumir la responsabilidad de su propio bienestar. Pueden administrar sus presupuestos de modo que consigan vivir por sus medios, por magra que esta idea resulte, y eliminar las barreras proteccionistas que derraman copiosos beneficios para unos pocos pero fuerzan a los consumidores a pagar precios altos. Pueden imponer estrictas regulaciones para protegerse de los especuladores foráneos o de los desmanes corporativos locales. Y lo más importante: los países en desarrollo necesitan Estados eficaces, con un poder judicial fuerte e independiente, responsabilidad democrática, apertura y transparencia, y quedar libres de la corrupción que ha asfixiado la eficacia del sector público y el crecimiento del privado.» (pág. 312)
Consideraciones adicionales
La cuestión fundamental no es lo que debería hacer el FMI, sino lo que deberán hacer los argentinos. Deberíamos aprender de quienes lo hicieron con éxito, a aprovechar préstamos, diseñar nuestra propia política y rechazar imposiciones. Pero, fuera de «oponerse» al FMI, dudo de que se haya diseñado esa política, y de que, si se hizo, se pueda aplicar debido a intereses creados contradictorios. No solo intereses abstractos, inaccesibles (como las multinacionales, el capital, &c.). Stiglitz escribió:
«La combinación de intereses sindicales y empresariales recurre a numerosas leyes comerciales, oficialmente conocidas como leyes comerciales justas, pero fuera de EE.UU. se las moteja de 'leyes comerciales injustas' para construir alambradas de espinos contra las importaciones.» (pág. 220)
Esa combinación de intereses tiene lugar también en Argentina. El proteccionismo, en la época de Perón (a quien La Fraternidad exigió carboneros en los trenes eléctricos) y ahora (800 empleados en la imprenta del Congreso, seguramente la más grande del mundo) es una «combinación de intereses sindicales y empresariales» que se opone a los intereses del conjunto de los ciudadanos.
La reforma del Estado es urgente, comenzando por la perversa relación entre las provincias y el Gobierno Federal. Y es urgente recaudar impuestos y controlar presupuestos y gastos. Argentina se encuentra enredada en trágicas paradojas. El país está paralizado por falta de dinero. La única fuente posible parece ser el FMI. La gente manifiesta su rechazo al FMI. Este posterga concretar el préstamo debido a la inestabilidad política. La inestabilidad se acentúa por el conflicto entre la Suprema Corte y el Poder Ejecutivo. La Suprema Corte quiere someter al Ejecutivo, obligando a levantar el corralito y los descuentos de 13% de sueldos y jubilaciones. Los que gritan contra el FMI y «que se vayan todos», exigen lo mismo que la Suprema Corte: este apoyo le da poder, acentúa la anarquía y aleja la posibilidad de préstamos.
Jurídicamente, las exigencias parecen inobjetables. Pero ¿cuáles serían sus consecuencias prácticas? Producirían la quiebra del sistema bancario, el ahogo casi total de la economía, y el caos político. Eso puede significar millones de muertos en poco tiempo.
Por otra parte, la pérdida de poder adquisitivo debida a la devaluación, es mayor de 13% y en la mayoría de los casos, mayor que lo retenido en el corralito. Si se sentara aquel precedente ¿no se podría avanzar en el mismo camino y pedir a la Suprema Corte la vuelta a la equivalencia peso-dólar? Esto sería absolutamente insostenible. Pero también lo es la apertura del corralito (sin apoyo financiero previo). Antes se habría «resuelto» imprimiendo más billetes. Pero además de los graves daños que ocasionaría a la economía, nos alejaría aún más de un préstamo del FMI (el único posible).
Se habla mucho de la «fuga de capitales» pero poco de la «fuga de cerebros», es decir, de personas formadas en ciencias, tecnologías, artes, o con valiosa experiencia de trabajo. Es una pérdida irreversible y mayor que la de capitales. Comenzó con la dictadura de Onganía y continuó aceleradamente con la de Videla, y después aún más, por falta de porvenir (es decir, de presente). Lo que se haga tendrá que incluir, con esfuerzo y perseverancia, una enorme labor educativa.
Tal vez tenga razón Stiglitz (en pág. 191): un país con tanta llanura fértil, con tanta agua dulce (material crítico, como hoy sabemos), con ganado, trigo, maíz, soja, frutales, minerales (incluyendo petróleo, boro y uranio)... puede desenvolverse con gran esfuerzo, pero, tal vez sin préstamos, y crear su propio capital.
Joaquín Estefanía y la «Enfermedad moral del capitalismo»
Dice Estefanía{7} que «Un fantasma recorre el mundo. El de la enfermedad moral del capitalismo, que arrasa su legitimidad.(...) El problema es tanto mayor por cuanto el capitalismo carece de alternativas». Y menciona, para ilustrar su afirmación, estafas de enorme magnitud como las de Nerón, Worldcom, Andersen, Vivendi y otras, así como las «implicaciones directas con el poder político al más alto nivel» (es decir: corrupción).
Los conceptos se definen por oposición. Cuando había (o creíamos que había) socialismo, este servía para definir al capitalismo, y viceversa. Pero como el capitalismo «carece de alternativa» no hay contra qué definirlo; tal vez por eso Marx usó la palabra capital, pero nunca capitalismo. Estefanía señala graves problemas de la sociedad, como también lo son el terrorismo y otras formas de violencia, el tráfico de drogas y la drogadicción, la corrupción en la Iglesia, la enfermedad, pobreza y hambre que afecta a buena parte de la humanidad. Los directivos de las empresas antes mencionadas tal vez tengan una «enfermedad moral», pero han cometido delitos que tienen calificación y sanción legal (y si no la tuvieran, señalarían una laguna que se debe corregir, en la ley, no en la moral). Para la sociedad, los problemas no son morales, sino políticos. Muchos se evitarían –o al menos serían menos probables– con transparencia y legislación adecuada. A la globalización cultural, informativa y económica, le falta aún la globalización política e institucional (v.gr., el Tribunal Penal Internacional). Las exhortaciones morales son completamente inútiles y además nadie está acreditado para ejercerlas (ni siquiera el clero, más inclinado a la cátedra que a predicar con el ejemplo).
Estefanía dice que «La dificultad consiste en guardar el equilibrio conveniente entre Estado y mercado». Es muy cierto, si se entiende el equilibrio no como cuantitativo, sino de jurisdicción. El Estado debe ejercer eficazmente sus funciones (mantenimiento del orden, defensa nacional, legislación, sanidad, instrucción pública, vialidad, &c.) y no entrometerse en la producción de bienes y servicios que la industria privada realiza con más eficacia. Con razón dijo Stglitz (pág. 82): «Los Estados de muchos países en desarrollo –y desarrollados– demasiado a menudo invierten mucha energía en hacer lo que no deberían hacer. Esto les distrae de sus labores más apropiadas. El problema no es tanto que la Administración sea demasiado grande como que no hace lo que debe. A los Estados, en líneas generales, no les corresponde manejar empresas siderúrgicas y suelen hacerlo fatal (...) Lo normal es que las empresas privadas competitivas realicen esa tarea más eficazmente».
Naun Minsburg, sobre colapso o contagio
Dice Minsburg{8} que «Argentina se encuentra inmersa en la más prolongada crisis de su historia (...) a la que ha sido deliberada y premeditadamente conducida». Ya vimos que Stiglitz se opone a las visiones conspirativas o paranoicas y da varias explicaciones de los errores del FMI, pero deja claro que (pág. 219): «Esta visión conspirativa concede a la gente del FMI y el Tesoro de EE.UU. más malevolencia y más sabiduría de las que a mi juicio tuvieron. Opino que ellos pensaron que las políticas que recomendaban tendrían éxito». Aunque el Banco Mundial desde hace años critica severamente las actuaciones del FMI, para Minsburg son la misma cosa, pues habla del «FMI y su «brazo derecho», el Banco Mundial».
Dice también que «La estrategia privatizadora fue establecida presuntamente para disminuir la deuda externa...» En mi opinión, la presunción no es acertada. Creo que la razón para privatizar es aumentar la eficiencia de las empresas; el beneficio inmediato sería cegar pozos sin fondo de déficits a cargo del Estado. Una de las razones para el mal desempeño de las empresas estatales argentinas es, como ya dijimos, que tenían tres a cuatro veces el personal necesario.
Varias de las críticas de Minsburg a las directrices del FMI son, a mi juicio, correctas. Pero no dice por qué se siguieron, en lugar de hacer como China y otros países que aprovecharon los préstamos pero diseñaron su propia política. Tampoco dice qué habría que haber hecho entonces, ni, lo que es aún más importante, qué habría que hacer ahora. No pasa de recomendar –con razón– lo que debe hacer el FMI: «volver a los Fines para los que fue constituido (...)». Pero ¿qué debe hacer Argentina?
P.S. [14 noviembre 2002]: Desde que escribí este artículo pasaron dos meses y medio. El 20 de septiembre apareció, en El País, «La recuperación argentina», de Stiglitz. A mi entender, confirma lo dicho antes. Además constata el inicio, todavía frágil, de la recuperación argentina. Aunque el futuro es aún incierto, afortunadamente no se han confirmado mis temores sobre un grave caos, y espero que se pueda evitar. En situación tan difícil y compleja, es obvio que el ministro Lavagna está manejando bien la economía argentina.
Notas
{1} «Multa récord de la OMC a EE.UU. por subvencionar ilegalmente sus exportaciones», El País, 31 de agosto de 2002.
{2} «Contra la pobreza, globalización», El País-Economía, 1º de septiembre de 2002.
{3} Guillermo de la Dehesa, «La educación y la formación lo son casi todo», El País, 25 de mayo de 2002.
{4} Jeffrey Sachs, «La crisis del este de Asia: y a continuación, ¿qué?», El País-Negocios, 15 de marzo de 1998.
{5} Artículo de Eduardo Tagliaferro, Página 12, 26 de agosto de 2002, citado en el Informe de Attac sobre el Foro Social Mundial en la Argentina, 28 de agosto de 2002.
{6} «El Gobierno de Argentina anuncia el fin de las pensiones de privilegio», El País, 16 de marzo de 2002.
{7} Joaquín Estefanía, «La enfermedad moral del capitalismo», El País-Domingo, 28 de julio de 2002.
{8} Naum Minsburg, «Colapso o contagio?», Correo de Información ATTAC, nº 153, 21 de agosto de 2002.