Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas • número 10 • diciembre 2002 • página 1
Se discuten cuatro filosofías críticas sobre la globalización: fin de la prehistoria de la humanidad del Diamat, choque de civilizaciones de Samuel Huntington, fin de la historia de Francisco Fukuyama y biocenosis de Gustavo Bueno
Dedicado a la memoria de
José Manuel Fernández Cepedal
Prólogo
«—Yo empecé como viajante. Vendí máquinas de coser, accesorios de automóvil, cepillos, equipos electrónicos. Dicen que sé vender cualquier cosa. Quisiera venderle algo a usted: Valhala, señor Beale. ¡Se ha entrometido con las fuerzas primitivas de la naturaleza, señor Beale, y yo no se lo tolero! ¿Está claro? ¡Usted cree que solamente ha impedido un negocio, pero ese no es el caso! ¡Los árabes se han llevado millones de dólares, mucho dinero de este país, y ahora tienen que devolverlo! Es el flujo y reflujo, es el ritmo de las mareas, es el equilibrio ecológico. Usted es un viejo que sólo piensa en términos de naciones y pueblos. No existen naciones, no existen pueblos, no hay rusos, no hay árabes, no existen terceros mundos, ni Occidente. Existe solamente un gran sistema de sistemas, un vasto y salvaje entretejido intercalado, multivariable, multinacional dominio de dólares. Petrodólares, electrodólares, marcos, yenes, libras, francos, y rublos, es el sistema internacional monetario, que determina la totalidad de la vida en este planeta. Ese es el orden natural de las cosas de hoy día. Esa es la estructura atómica y subatómica y universal que configura las cosas de hoy día. ¡Y usted se ha entrometido con las fuerzas primitivas de la naturaleza! ¡Y usted debe repararlo! ¿Me entiende usted señor Beale? Usted aparece en su pequeña pantalla de 21 pulgadas y grita sobre América y la Democracia. No existe América, no existe la democracia, sólo existe la IBM, la ITT, la AT&T, y DuPont, Dow, Union Carbide y Exxon. Esas son las naciones del mundo de hoy día. ¿De qué hablan los rusos en sus consejos de estado? ¿de Karl Marx? No. De sistemas de programación lineal, de teorías sobre estadística, de problemas económicos, y computan costos de sus transacciones e inversiones como hacemos nosotros. Ya no vivimos en un mundo de naciones e ideologías, señor Beale. El mundo es un colegio de corporaciones inexorablemente dirigido por los estatutos inmutables de los negocios. El mundo es un negocio, señor Beale. Lo ha sido desde que el hombre salió arrastrándose del barro, y nuestros hijos vivirán, señor Beale, para ver eso: un mundo perfecto en el que no habrá guerra ni hambre, opresión ni brutalidad; una vasta y ecuménica compañía asociada en la que todos los hombres trabajarán para servir a un beneficio común; en la que todos los hombres poseerán una cantidad de acciones; en la que se les cubrirán todas las necesidades, se les moderarán todas las ansiedades, y les divertirán para que no se aburran. Y le he elegido a usted, señor Beale, para predicar este evangelio.
—¿Por qué a mi?
—Porque sale usted en televisión, tonto.»
Este texto pertenece a la película de Sidney Lumet, Network, un mundo implacable, producida en el año 1976. Estremecedor por su retórica, la escena en la que aparece resulta inolvidable: la sala de juntas en penumbra, una gran mesa alargada iluminada por la tenue luz de lámparas azuladas individuales, casi como una biblioteca; un plano contrapicado desde un extremo de la mesa, y al otro extremo el cuerpo rechoncho e impresionante del señor Jensen, presidente de una cadena de televisión, gesticulando como un sacerdote, elevando los brazos al cielo y apuntando imperativamente con el dedo hacia el pobre y loco predicador John Beale, el «primer hombre que murió porque bajó su nivel de audiencia». Aquella película nos parecía entonces una cosa del futuro, una exageración, una licencia poética, un exabrupto. Pero ese discurso visto a la luz del fenómeno de la globalización podría entenderse como un pronóstico casi inapelable, una representación muy ajustada de nuestros tiempos, casi una profecía. Hay tres ideas fundamentales en el discurso del señor Jensen que sorprenden: en primer lugar, la idea de que no existen naciones, no existen pueblos, sólo existen megacorporaciones, sólo un vasto, multivariable y salvaje dominio de dólares; en segundo lugar, la idea del fin de las ideologías, no existen dos mundos enfrentados, el comunismo y el capitalismo, salvo en la apariencia; en tercer lugar, la idea del fin que persigue ese proyecto, un mundo perfecto en donde no habrá guerra ni hambre, todos los hombres tendrán cubiertas sus necesidades, moderadas sus ansiedades y se les divertirá para que no se aburran. Lo más curioso es que fue justamente cuando el loco de Beale comenzó a predicar este nuevo evangelio en televisión y abandonó el tono de denuncia y batalla política con el que había emocionado al público, cuando empezó a bajar estrepitosamente su nivel de audiencia. Lo más socorrido es interpretar el caso aduciendo que «la gente no quiere saber la verdad», pero también puede entenderse como una prueba de que ese discurso radical es tan impresionante como falso o confuso, que los estados, las ideologías, siguen teniendo un importante papel político, y que el público no se traga fácilmente tales reduccionismos.
El fenómeno de la globalización (o una de sus interpretaciones más usuales) está previsto explícitamente en esta película, en 1976, mucho antes de que se hiciera añicos el Muro de Berlín. El desencanto por la democracia, y por el comunismo, como dos formas diferentes de ofuscar a la gente, no pertenece sólo a esta época, y en cierto modo, la Guerra Fría en general y el desencanto por el proyecto soviético de la URSS, abrieron el camino para críticas ácratas radicales como esta y otras muchas. El comunismo se puso en tela de juicio. Al igual que el capitalismo, todos hacían guerra sucia, y utilizaban su ideología para legitimar sus acciones militares, su expansionismo imperial y su «espacio vital». El capitalismo utilizó la ideología de la democracia liberal para legitimarse, de la misma manera que el comunismo soviético utilizó la ideología marxista. Pero en sus batallas siempre pusieron por delante los planes de la realpolitik.
En cierto modo, el discurso sobre el fin de las ideologías vino a subrayar y corroborar el estado de ánimo derivado de esta especie de megapolítica. En 1973, Daniel Bell identificaba estas ideas con «la conciencia incipiente de que términos que definen sistemas sociales como capitalismo y socialismo pueden formar parte de un proceso social más integrador dentro de las rúbricas de industrialización y burocratización, e incluso que estas sociedades, como variantes de sistemas industriales, pueden estar convergiendo en el modelo de sus economías dentro de un nuevo tipo de sistema centralizado-descentralizado de planificación de mercado». Bell apuntaba cómo «algunos observadores han visto el alba de una nueva historia universal en el hecho de que todas las sociedades, por vez primera, estén creando fundamentos tecnológicos comunes. Naturalmente, las diversidades económicas, políticas y culturales –dice Bell– son aún demasiado grandes como para que estemos en disposición de contemplar una sociedad mundial única, al menos dentro del próximo siglo. Y, sin embargo, se están estableciendo fundamentos comunes, especialmente en el establecimiento de comunidades científicas internacionales, y se hacen públicas las aspiraciones comunes. El hilo común es la orientación al futuro y el reconocimiento de que los hombres tienen la posibilidad tecnológica y científica de controlar los cambios en sus vidas de forma consciente y mediante decisiones sociales. Pero tal control social –añade– no significa el «fin de la historia», el escapar, por así decirlo de la necesidad, como subrayan Hegel y Marx en la relación del hombre con la naturaleza, sino el comienzo de problemas más complicados por su amplitud de los que los hombres han afrontado hasta ahora. En todas estas actividades diversas, los temas fundamentales son racionalidad, planificación y previsión –en resumen, los signos distintivos de la edad tecnocrática» (Daniel Bell, El advenimiento de la sociedad postindustrial, pág. 399).
Bell considera que estos procesos han comenzado a partir del fin de la Segunda Guerra Mundial, precisamente, el momento en que el hombre pierde la inocencia definitivamente. La película El tercer hombre, de Carol Reed-Graham Greene, por ejemplo, daba cuenta de esta situación. En la Viena de la posguerra un hombre hace negocios sucios con penicilina adulterada, mueren a cientos, él tiene sus propios planes, «es la moda. Hombre, en estos tiempos nadie piensa en los seres humanos. Si no lo hacen los gobiernos, ¿por qué vamos a hacerlo nosotros? Hablan del pueblo y del proletariado y yo hablo de primos. Es lo mismo. Ellos tienen sus planes quinquenales y yo también». Su interés es hacer dinero. Desde lo alto de una noria en un parque de atracciones indica a su amigo Rollo Martins, anticuado moralista y escritor de novelas de vaqueros, cómo los transeúntes parecen minúsculos puntitos irrelevantes. «Si te dijera que podías conseguir veinte libras por cada mancha que se detuviera, ¿de verdad, me dirías que me quedara con mi dinero, sin una vacilación? ¿O calcularías de cuántas manchas podías prescindir sin problemas? Libres de impuestos, oye. Libres de impuestos. Es la única manera de ahorrar actualmente.» En la Segunda Guerra Mundial el hombre aprendió a matar a distancia, sin el comprometedor espectáculo de la sangre y la muerte. En la película de Stanley Kramer, Vencedores o vencidos. El juicio de Nüremberg, uno de los acusados explica a otro (que no puede creer que en los campos de concentración se hubiera ejecutado a tantas personas), cuántos presos se pueden ejecutar en la cámara de gas en una jornada laboral, si cada media hora se llenan los crematorios; el problema, advierte, no es matarlos, sino qué hacer después con los cadáveres.
El hombre moderno se ha convertido, como Apolo, en «el que hiere de lejos» para no oír el llanto de los niños, los gritos de las madres, el dolor de los hermanos, y el odio del pueblo destrozado. Porque hiere de lejos y además tiene razón. El hombre mata a distancia, las víctimas parecen puntitos y el mundo recuerda cada vez más a un gran parque de atracciones lleno de redundancias, en el que se «divierte a la gente para que no se aburra». En un parque de atracciones dividiremos a la gente en función de si les gusta la noria, la montaña rusa, o la cascada de agua, en función de sus apetencias, como ahora se asocian burgueses y proletarios a favor del Madrid o del Barça, tal vez en función de los precios de las atracciones; y se organizarán los que se sienten estafados, y quienes desean que bajen los precios del tiovivo, &c. Las diferencias étnicas han dejado paso a diferencias sociológicas, y éstas se han multiplicado hasta tal punto que han disuelto cualquier posible parámetro universal, sólo queda el sujeto consumidor. No es que las clases hayan desaparecido, que nadie se alarme, simplemente se han multiplicado al infinito.
El premio Nobel Joseph E. Stiglitz, hablando de las grandes instituciones encargadas de hacer real la globalización, el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, dice: «por lo general, los programas [de «erradicación de la pobreza» en el caso del BM, y de preservación de la «estabilidad global» en el caso del FMI] son dictados desde Washington y perfilados por breves misiones durante las cuales sus funcionarios escudriñan cifras en los ministerios de Hacienda y los bancos centrales, y se relajan en hoteles de cinco estrellas de las capitales [...] uno no puede conocer y amar un país si no se va al campo. No se debe ver el paro como sólo una estadística, un «conteo de cuerpos» económico, víctimas accidentales en la lucha contra la inflación o para garantizar que los bancos occidentales cobren. Los parados son personas, con familias, cuyas vidas resultan afectadas –a veces devastadas– por las políticas económicas que unos extraños recomiendan y, en el caso del FMI, efectivamente imponen. La guerra moderna de alta tecnología está diseñada para suprimir el contacto físico: arrojar bombas desde 50.000 pies logra que uno no «sienta» lo que hace. La administración económica moderna es similar: desde un hotel de lujo, uno puede forzar insensiblemente políticas sobre las cuales uno pensaría dos veces si conociera a las personas cuya vida va a destruir» (págs. 49-50).
Ernesto Sábato, que recuerda –como Bell– que esta especie de tecnocracia moderna de la razón económica proviene de la época de la Ilustración, dice que dos son los elementos que han configurado el mundo a partir del Renacimiento: el dinero, y la razón. Habría que añadir a estos dos elementos, un tercero: la fuerza, como recordaba Spinoza, porque los pactos, la razón económica, se sustentan necesariamente en el compromiso o la fuerza de obligar de un pacto. «Nadie puede, sin embargo, estar seguro de la fidelidad de otro, a menos que se añada otra cosa a su promesa; ya que, por derecho de naturaleza, todo el mundo puede actuar con fraude y nadie está obligado a observar los pactos, si no es por la esperanza de un bien mayor o por el miedo de un mayor mal» (Tratado teológico-político, pág. 337). De hecho, es precisamente en el Renacimiento cuando la pólvora se convierte en materia de discusión política, al tiempo que recibe ya las primeras críticas desgarradas con Don Quijote. La guerra es el principal motivo para la promoción de la investigación en ciencia y tecnología, lugar donde se fragua la nueva mentalidad práctica y experimental que lleva desde la «revolución preindustrial» a la revolución científica, ya desde entonces vinculada a las aspiraciones hegemónicas de los imperios emergentes. El espíritu absoluto galopa a caballo entre los ejércitos franceses y hace lo racional real mediante la espada. La democracia occidental y el liberalismo económico del FMI amplían sus horizontes con «bombas inteligentes» que buscan a la víctima debajo de la tierra, la encuentran y la revientan y la entierran de un sólo golpe, más barato, más económico, más racional.
Y es que los ejércitos modernos son una expresión purificada del hombre democrático y racional que hiere de lejos. Cada soldado está pertrechado con toda una serie de adelantos tecnológicos aprovechados de la manera más económica y eficaz posible, para que pueda sacar de ellos todo el rendimiento y conservarse vivo (recuérdense, por ejemplo, las raciones individuales que lanzaban los aviones aliados en Afganistán). Como dice Huntington, «Occidente conquistó el mundo, no por la superioridad de sus ideas, valores o religión (a los que se convirtieron pocos miembros de las otras civilizaciones), sino más bien por su superioridad en la aplicación de la violencia organizada. Los occidentales a menudo olvidan este hecho; los no occidentales, nunca» (El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial, pág. 58).
Razón, Dinero y Armamento son tres expresiones de un mismo proceso que disuelve todas las diferencias entre clases sociales («pues es quien hace iguales al duque y al ganadero»), suprime las diferencias nacionales y las fronteras (el Tesoro de Washington sintoniza mejor con los inversores de Hong Kong que con muchos ciudadanos norteamericanos), derrumba civilizaciones e ideologías y enreda a todos los hombres individualmente en un sistema de sistemas, en un «multivariable, multinacional dominio de dólares. Petrodólares, electrodólares, marcos, yens, libras, francos, y rublos, es el sistema internacional monetario, que determina la totalidad de la vida en este planeta. Ese es el orden natural de las cosas de hoy día. Esa es la estructura atómica y subatómica y universal que configura las cosas de hoy día».
Sobre la pertinencia de una filosofía de la globalización
¿Cabe hacer filosofía de la globalización? Si es así, ¿qué tipo de filosofía puede abordar críticamente la globalización? ¿Dónde quedarán ahora los discursos del pensamiento débil, de la desaparición de los grandes relatos? ¿No constituirán ellos mismos una particular forma de ejercer la crítica ácrata que hemos comentado? ¿Dónde están ahora todas aquellas reflexiones sobre la diferencia? ¿Qué ha significado la globalización como fenómeno histórico para la filosofía? La filosofía estaba muerta, o moribunda, llegó la globalización y renació. Con la caída de la Unión Soviética se decía que habían desaparecido definitivamente los grandes relatos y que lo que quedaba era pensar la diferencia, practicar el pensamiento débil, repensar la poesía. «El sueño de la razón produce monstruos». Esta frase se ha dicho muchas veces, pero ¿no podría entenderse acaso diciendo que con la caída de la URSS y el abandono de los grandes relatos, la razón, dormida, permitió la aparición de ese, para algunos, nuevo monstruo llamado Globalización? Parecía que con el fin de los grandes relatos, todo podría resolverse mediante el diálogo, la razón comunicativa. Sin embargo, con la caída de la URSS vino el masivo e internacional bombardeo de Irak, es decir, su inicio, porque estos bombardeos no han cesado todavía. (Es puro cinismo amenazar con bombardear Irak, cuando lo están haciendo sistemáticamente desde hace más de diez años: ¿cuándo conoceremos las verdaderas consecuencias de esta barbarie?) La globalización ha despertado a la filosofía y ha puesto en evidencia lo absurdo de los discursos tan de moda sobre el fin de la filosofía, el fin de la historia, el fin de los grandes relatos. Porque estamos ante el más grande de los grandes relatos conocidos por el hombre, no por eso menos pronosticado, como hemos visto, y no por eso más coherente, humano, deseable.
¿Pero se puede hablar de filosofía de la globalización? ¿Qué tiene que ver la globalización con la filosofía? Ante todo, advertimos, siguiendo a Gustavo Bueno, que la filosofía no es nada tampoco dicho genéricamente. Toda filosofía debe ser adjetivada: materialista, espiritualista, racionalista, mecanicista, monista, pluralista, &c. La globalización como fenómeno histórico ¿puede considerarse una idea filosófica, o más bien algo circunscrito en la esfera categorial de la economía, como parece desprenderse de las definiciones más al uso de este término, y como parece desprenderse del hecho de que quienes más hablan de ella son precisamente economistas?
Ante todo, es necesario advertir que con el fenómeno de la globalización se han puesto en juego no solamente elementos de la economía de los pueblos, naciones, clases sociales, o grupos étnicos, como bienes de consumo, aranceles, acuerdos multilaterales, instituciones internacionales, política económica, &c. Junto a ella, aparecen por doquier ideas filosóficas de extraordinaria importancia, como la Igualdad, la Democracia, la Libertad, la Justicia, la Ciencia, la Objetividad, Sociedad, Mundo, Universo, Imperio, Relativismo, Todo y Partes, Humanidad, Cultura, Civilización, &c. Estas ideas sugieren que la globalización es algo más que un fenómeno económico y que tras esa evidencia se esconden problemas filosóficos inevitables. Por tanto, cabe decir que el fenómeno de la globalización, esgrimido normalmente por el gremio de los economistas para referirse a la liberalización de los mercados financieros facilitada por el desarrollo de las nuevas tecnologías de la comunicación (internet sobre todo), va mucho más allá de esto, y no precisamente por la incorporación de todos los países o de todos los ciudadanos al mercado mundial, porque esto está muy lejos de ser cierto (los acuerdos del GATT para abrir aranceles no se aplican literalmente, hay restricciones al comercio de bienes agrícolas y sobre todo, la libre circulación que tanto se anima, no incluye a las personas, y cada vez será más difícil, si tenemos en cuenta las nuevas leyes que por ejemplo la Unión Europea está preparando al efecto. En este sentido cabría decir que antes de la Primera Guerra Mundial el mundo estaba más globalizado, porque no había restricciones para viajar entre países, como recuerda en sus memorias Stephan Zweig, al menos para que viajaran los occidentales a sus colonias. Tal vez se trata de la otra globalización, aquella que acabó definitivamente con la Segunda Guerra Mundial).
Precisamente la evidencia de esa contradicción entre el discurso teórico de un proyecto que está en marcha, y la realidad social y política internacional que pone de manifiesto lo contrario de lo que ese proyecto nematológico manifiesta, es la que pone en marcha la reflexión filosófica sobre la globalización. Porque no se trata, como se pretende, de que las intenciones sean buenas, y la realidad política y económica tozuda, pues las políticas económicas que llevan a cabo las instituciones internacionales encargadas de velar y promover ese proceso de globalización siguen caminos contrarios a los que ese mismo proyecto dice que busca. Cuando Stiglitz advierte por ejemplo que gran parte de las grandes dificultades de muchos países en vías de desarrollo o subdesarrollados se deben a las presiones y los planes impuestos por el FMI, no sólo dice que se equivocan los ejecutivos del FMI, sino que aplican esa política conscientemente, porque creen en ella, al margen de las consecuencias que tenga. Stiglitz advierte incluso que es falso el argumento esgrimido por Vargas Llosa, o el propio Soros, según el cual los países que no se benefician de la globalización lo deben solamente a su propia responsabilidad. En cierto modo el propio FMI aprueba los gobiernos corruptos (no a todos, evidentemente). La contradicción entre la ideología triunfalista y armonizante que se transluce del proyecto de globalización económica y la realidad económica y política de muchos países que se encuentran dentro de la superficie cubierta por la globalización no es entonces puramente circunstancial, como pretende en estos días Gorbachov, no se trata de reorientar el proyecto, es el proyecto el que más allá de su representación ideológica, va dando resultados evidentes en una dirección, aplicando unos planes político-económicos concretos, &c.
Pero, si la filosofía de la globalización no tiene un significado unívoco, estas contradicciones económicas y sociales también pueden entenderse de muchas maneras, cada una de las cuales corresponderá con un compromiso histórico diverso con el presente, con una filosofía.
Filosofía «inmersa» de la globalización
Ante todo, hablaremos de filosofía de la globalización en el sentido adjetivo inmerso, según la lectura del genitivo subjetivo de la expresión. Hablamos de la filosofía que ejercita la globalización como proyecto económico, político y social realmente existente. La filosofía de la globalización será el discurso correspondiente con el conjunto de planes y programas que las distintas instituciones y organismos internacionales establecen y aprueban, así como el conjunto de circunstancias históricas relevantes resultantes de esos planes y programas aprobados. La filosofía de la globalización será entonces entendida como el resultado del proyecto neoliberal elaborado por Tatcher y Reagan a lo largo de los años ochenta, en una estrategia global para acabar con el comunismo. Sus programas fueron incorporados plenamente a las instituciones internacionales, al Banco Mundial, que se sometió más lentamente, al FMI, y a la Ronda Uruguay en el contexto del Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio (GATT) que dio lugar, con el tratado de Marraquech firmado en 1994, a la Organización Mundial de Comercio (OMC) (para estos datos véase, por ejemplo, Susan George, Pongamos la OMC en su sitio, Icaria, Barcelona 2001). Privatización, Liberalización y Austeridad fiscal son los tres ejes de este gran proyecto, «los tres pilares del Consenso de Washington» (Stiglitz). La filosofía correspondiente puede organizarse en distintos niveles, al menos en dos: un nivel metafísico y otro gnoseológico.
Metafísicamente, el ideario principal que envuelve la filosofía de la globalización, como proyecto diríamos anglosajón entendido como «misión para la humanidad», es el de acabar con el comunismo, y por lo tanto se circunscribe al contexto de la Guerra Fría. El afán de acabar con el comunismo podía deberse precisamente al proyecto no sólo globalizador, sino también mundializador (en el sentido que le daremos a continuación), que encarnaba la URSS desde sus comienzos, y el comunismo como ideología (Tatcher solía referirse al proyecto de dominación mundial del comunismo como «la doctrina Bresniev»). Hay que advertir que entonces, a pesar de que según dijimos al principio, ya desde la Segunda Guerra Mundial existía un discurso crítico «ácrata» que no encontraba diferencias entre el proyecto comunista y el proyecto capitalista, lo cierto es que por ejemplo, estos aspectos del proyecto neoliberal tatcheriano son completamente opuestos al proyecto soviético y sólo se entienden si se supone que las diferencias entre los dos modelos son significativas.
En el plano gnoseológico, los argumentos a favor del liberalismo provienen todos ellos de la lógica racional del capital, economizar, reducir gastos, aumentar beneficios, mayores resultados con menores esfuerzos. Estos argumentos son sin embargo, tan eficaces en el comunismo como en el capitalismo, y tanto unos como otros se afanaban evidentemente por optimizar los recursos y conseguir los mejores resultados con el mínimo esfuerzo, esa racionalización fue una de las bases del proyecto soviético de la colectivización, la industrialización forzada y los planes de incorporación de la investigación científica a los proyectos sociales, e industriales del país. Cuando el señor Jensen le enseña esta verdad al señor Beale, éste lo encuentra revelador, pero no deja de ser sorprendente ¿por qué los soviéticos no iban a tener en cuenta estas cuestiones: eficacia, ahorro, beneficio? Lo que la audiencia estaba enseñándole a Beale y a la cadena de televisión es que las cuestiones ideológicas sólo aparentemente habían dejado de jugar su papel, salvo que insistamos en la imbecilidad general del público, algo que yo no haré.
Gnoseológicamente los argumentos que favorecen la opción de la privatización, y la liberalización, hubieron de ser considerados y valorados siempre en el proyecto comunista. De hecho, esos argumentos fueron también esgrimidos en la URSS para justificar el cambio. La glasnost, la transparencia, también era la reducción de gastos, evitando en lo posible la intermediación burocrática innecesaria en todos los ámbitos de la vida, que ralentizaban cualquier proyecto. Dice Gorbachov, por ejemplo, «un serio defecto del sistema político fue la estatización de la vida social. La regulación estatal se había extendido prácticamente a todas las actividades de la sociedad. La tendencia a la minuciosa planificación y al control centralizado de todos los aspectos de la vida encorsetó literalmente al país, frenó la iniciativa de las personas, de las organizaciones, de las colectividades. Eso dio origen, entre otras cosas, a una economía «paralela» que se aprovechaba de la incapacidad de los órganos estatales para satisfacer las necesidades de la población».
En cuanto a la realidad práctica de ese proyecto, encontramos no sólo la realización de una serie de instituciones internacionales encargadas de llevar adelante los proyectos de privatización, liberalización y austeridad fiscal, aplicados en multitud de países, como los países asiáticos, latinoamericanos, y africanos, con consecuencias conocidas, sino también el conjunto de estrategias militares que llevan adelante ese programa allí donde encuentra resistencia: Cuba, y su asfixiante bloqueo económico, hace muy poco Venezuela, que recibió un toque de atención particular, antes Yugoslavia, más atrás Irak, la campaña de Afganistán, Nicaragua, Chile, &c., &c. La OTAN y la ONU actúan ahora estableciendo los criterios de democracia y aplicando sus políticas militares con contundencia.
Dentro de este proceso y en el mismo campo material de la filosofía de la globalización en sentido subjetivo se encuentra el conjunto de los llamados movimientos «anti-globalización». Hay que decir, desde el plano en el que estamos analizando la filosofía de la globalización en sentido subjetivo, que todos estos movimientos sociales cumplen el papel de manifestar abiertamente, claramente, prácticamente, políticamente, su oposición al proyecto de globalización representado por ese modelo neoliberal inaugurado en los ochenta. Esa contradicción no es aparente, ni el resultado de pataletas juveniles callejeras, como se suele decir. Al contrario, ellos representan ni más ni menos que la otra cara del mismo proceso de globalización, es su propio engendro, independientemente de que estos movimientos hayan elaborado sus particulares argumentaciones nematológicas para justificar su lucha, ya sea en la forma de un neoanarquismo roussoniano, o en el ecologismo conservador, &c. Las protestas de Seattle, de Praga, de Génova, de Davos, de Barcelona, y todo el conjunto de pequeñas manifestaciones y movimientos son la otra cara de la misma filosofía de la globalización. Esta globalización lleva en su seno enemigos demasiado significativos para eludirlos con fáciles argumentos de salón, hacer escarnio de ellos y sacar ventajas ideológicas. Como tales, son la prueba de que la filosofía de la globalización en sentido subjetivo hace referencia a un proyecto esencialmente contradictorio.
Filosofía «centrada» de la globalización
La respuesta a estas contradicciones abre el camino de la filosofía crítica y permite remontar hacia la filosofía de la globalización en sentido objetivo, el análisis filosófico de la globalización realmente existente. No hablamos ya de la filosofía que sigue en su aplicación la globalización, suponiendo que la haya, sino de las distintas respuestas que las distintas filosofías pueden dar sobre ese conjunto de contradicciones materiales derivado del fenómeno de la globalización.
1. Filosofías que no pueden dar cuenta del fenómeno de la globalización
En primer lugar, la globalización como tal concepto supone que habrá que dejar de lado todos aquellos enfoques filosóficos que no pueden dar cuenta del fenómeno porque parten precisamente de su imposibilidad empírica. Estas doctrinas que con la globalización real adquieren un interés principalmente arqueológico, pueden ser también interesantes para la historia de la configuración de la globalización, si actuaron, por ejemplo, desviando la atención hacia otras cuestiones que han resultado ser superfluas. Así, por ejemplo, las doctrinas asociadas al relativismo cultural, científico, tecnológico e histórico quedarán demolidas por el fenómeno de la globalización. Nadie después de los juicios de Nüremberg podrá defender la soberanía y la independencia de las leyes de cada nación, sin someterse a los principios universales de los derechos humanos, y podrá ser denunciado por contravenirlos. Otra cosa es que en la práctica estos criterios no se apliquen universalmente (compárese la reacción internacional ante los actos de Israel y frente a Yugoslavia, por ejemplo), lo que no es más que otra prueba de las contradicciones inherentes al proyecto de globalización realmente existente.
El relativismo en teoría de la ciencia actúa como una trampa ideológica, como ha mostrado el affaire Sokal, por ejemplo (véase a este respecto, por ejemplo, Ziauddin Sardar, Thomas Kuhn and the Science Wars, Colección Postmodern Encounters, Icon Books UK, Londres 2000); y esto al margen de que la ciencia tenga una total dependencia del estado de la sociedad. Pero la globalización es una forma de vida para todos los hombres del planeta hoy gracias a las ciencias, y toda especulación sobre la verdad debe girar en torno a cómo se construye y si puede distinguirse entre verdad y eficacia, o si cabe aplicar el dictum: «verum est factum», pero no en torno a su existencia ontológica; no con relación a si la verdad pude entenderse como la imposición del más fuerte (al estilo de Trasímaco), entendiendo por más fuerte, por ejemplo, a la mayoría de la «comunidad científica». Al contrario, si alguien es más fuerte, entre otras razones, ello se debe precisamente al control de la ciencia. Al igual que en el descubrimiento de América, la idea del mundo esférico propició la realización de aquel proyecto (Bueno), ahora el estado de las ciencias ha propiciado la globalización. No vivirían seis mil millones de personas en el mundo actualmente si las ciencias se hubieran construido gnoseológicamente por el consenso y la convención (como demuestra, por ejemplo, el famoso caso Lysenko que aconteció en la URSS en los años 40 del siglo pasado).
Por otro lado, todas las filosofías postmodernas basadas en la idea de la desaparición de los «grandes relatos», el pensamiento débil de Vattimo, &c., no podrían ejercer como filosofía crítica del presente histórico porque han renunciado a entenderlo. Asistimos a la realización del gran relato de la razón, el último horizonte del ideal ilustrado; la razón está más despierta que nunca. Asimismo, la filosofía de la diferencia tendría serias dificultades para hacer frente críticamente al presente histórico. El mundo que vivimos es el mundo de la repetición. Sin él no podrían «malvivir» los seis mil millones de hombres, ni siquiera podrían vivir los dos mil millones que nos beneficiamos del resto. ¿Qué diferencias podemos reivindicar hoy en el mundo en que vivimos sin sonrojarnos? Diferencias de estilo, de gusto, de apetito, de interés, de formación, pero no culturales, y en cuanto a las diferencias sociales significativas, nadie pretenderá reivindicarlas como algo a conservar, salvo que se trate de aquellos que viven bien. En este sentido es muy interesante recordar los discursos del estilo de Ramonet o de David Landes que reivindican mejorar las condiciones del Tercer Mundo, para poder seguir viviendo en Occidente como vivimos. Landes dice, literalmente, «para seguir siendo ricos». Es necesario que hagamos soportable al menos, la pobreza a los pobres, si no queremos una «guerra social planetaria» (expresión de Ramonet).
Otra corriente filosófica que quedaría fuera del ámbito de las filosofías críticas sería la del llamado movimiento CTS, que tanto furor ha hecho en Latinoamérica; en la medida en que su fundamento se encuentra en el proyecto de resolver todas las contradicciones derivadas del desarrollo y universalización de las tecnologías en la sociedad a través del diálogo entre «iguales» en un contexto de democracia pura. En rigor, la globalización como fenómeno económico hace absolutamente inviable este tipo de soluciones, como lo pone de manifiesto la oleada de luchas violentas y respuestas desesperadas de la población que llevaron a la salvajada de Génova, y al abuso de autoridad más salvaje que se conoce en Occidente desde hace años, con encarcelamientos improcedentes en Praga, en Barcelona, &c. Aunque, aparentemente este pequeño escollo podría superarse con el desarrollo de las tecnologías y el perfeccionamiento de las sociedades hasta el punto en el que se pudieran sentar literalmente unos frente a otros, todos los implicados en cualquier acción tecnológica, lo cierto es que el concepto de interés como elemento de debate común tampoco sirve. Suponer que cada individuo es portador de un interés particular y respetable a la misma escala que cualquier otro es absurdo. Es necesario clasificar los intereses, distinguir los fines personales, de los planes generales en los que los individuos pueden estar personalmente comprometidos, &c. Atribuir un interés particular a cada individuo como fuente de debate y punto de llegada de cualquier conclusión es improcedente. Unido a ello debe considerarse la desastrosa disolución de los «ideales» democráticos en el contexto de la lucha antiterrorista internacional, un obstáculo nada circunstancial. Puente Ojea ha dicho en Ateísmo y religiosidad: «si el principio según el cual la vida política debe regirse siempre por la voluntad de las mayorías resultantes del sufragio universal prescinde de esa idea de hombre [como ente racional autónomo, capaz de darse su propia ley moral en cuanto norma universal superadora de todo particularismo], entonces cae en un pragmatismo autodestructor, pues esa voluntad mayoritaria sería un trasunto del mero agregado de intereses particularistas despojados por definición de toda pretensión de racionalidad universal.»
Las críticas que, a lo sumo, podrían ejercer estos modelos filosóficos que hemos considerado consistirían, por ejemplo, en negar la existencia de la globalización; no negarla como el movimiento antiglobalización porque se oponga a ella, sino porque considerará que es inexistente. Como es obvio, este tipo de enfoques contribuirían de modo quizá desinteresado a oscurecer la comprensión del fenómeno. En general, y haciendo uso del sistema del Materialismo Filosófico de Gustavo Bueno tal como aparece expuesto en su obra Ensayos materialistas, quizá podría decirse que todas las filosofías que han renunciado a la consideración explícita del «tercer género de materialidad» como materialidad opuesta e irreductible a las «materialidades segundogenéricas» y «primogenéricas», bien porque lo reduzcan al «segundo género» (intereses personales, diferencias culturales, relativismo, pensamiento débil), o al «primer género» (el movimiento CTS llevaría a cabo dos reducciones: una al «segundo género», los intereses personales sustituyen a la verdad, y de ahí al «primer género», por cuanto estos intereses se consideran inalienables, excreciones naturales de todo sujeto, y por tanto insuperables, irremontables si no es por la presión de la fuerza de la mayoría), son incapaces de erigirse en filosofías críticas del presente histórico de la globalización.
2. Filosofías críticas de la globalización
Serán filosofías críticas de la globalización en el sentido del genitivo objetivo aquellas que asumen la realidad diferenciada del «tercer género de materialidad», ya sea porque reducen los otros dos a él, o bien porque lo consideran independiente, porque es en este ámbito «terciogenérico» en el que tiene lugar realmente el proceso de globalización actualmente existente. Sin ánimo de ser exhaustivo, dentro de este apartado debemos distinguir al menos, en primer lugar, aquellas filosofías que llamaremos con Bueno, mundanistas, cosmistas, y las escuelas filosóficas acosmistas, materialistas en sentido filosófico estricto. Esta distinción se establece con el fin de encajar la diferencia que cabe establecer entre la globalización entendida como un proyecto histórico, y la mundialización; una distinción sobre la que ha insistido en diversas ocasiones Gustavo Bueno (véase su artículo «Mundialización y Globalización» en la revista El Catoblepas, nº 3, pág. 2). Aunque «mundialización» y «globalización» corresponden con el origen lingüístico de la expresión: inglés o francés (los franceses hablan normalmente, e indistintamente, de mundialización y globalización, como muestra por ejemplo Ramonet; Pierre Broué utiliza sistemáticamente el término «mundialización», allí donde los ingleses utilizarían «globalización»), esta distinción tiene un calado teórico mucho más importante de lo que se desprende de esta precisión de uso lingüístico y ayuda mucho a la comprensión del fenómeno.
A su vez, cada una de estas filosofías, cosmistas y acosmistas, podrá entenderse, al menos, de dos maneras distintas, atendiendo al modo, o también podríamos decir, al «ortograma» de la globalización. Nos referimos a la polémica tantas veces repetida, sobre si la «modernización» supone necesariamente una «occidentalización», o si son cosas no necesariamente iguales. Hablaremos así de modernización sin occidentalización, y de modernización como occidentalización. Huntington ha definido la occidentalización como la expresión de la sociedad organizada por democracias liberales, tal como define Fukuyama el fin de la historia, una definición emic que podemos utilizar para organizar las alternativas y que deriva seguramente de la contraposición entre comunismo y capitalismo. Habrá quien los identifica «a grandes rasgos», y quien los opone como «culturas irreconciliables», también quien considera entre ambos conjuntos importantes ámbitos de intersección. Esta contraposición adquiere actualmente un significado diferente ligado a la cuestión del choque de civilizaciones de Huntington.
Del cruce de estos cuatro parámetros resulta un sistema de cuatro filosofías críticas que abordan y dan una particular interpretación del fenómeno de la globalización:
Modo \ Alcance | Cosmistas | Acosmistas |
Modernización | A Fin de la prehistoria de la humanidad (Diamat) |
C Choque de civilizaciones (Huntington) |
Occidentalización | B Fin de la historia (Fukuyama) |
D Biocenosis (Gustavo Bueno) |
Nótese que este sistema no es completo, y podrían seguir añadiéndose filas, en función de otros modos posibles de ejercitarse la globalización que no sean necesariamente la modernización ligada a la idea de progreso «comunista», o la occidentalización liberal capitalista. Estos modelos corresponden más bien a lo ocurrido históricamente, y no tienen en cuenta otros proyectos de globalización que puedan darse en el futuro, así como tampoco se consideran proyectos utópicos o simplemente aberrantes que pueden estar alimentando y ofuscando la conciencia a miles de fieles de religiones fanáticas, &c. Por ejemplo, cuando se dice que la Iglesia ha realizado una globalización. En su intención sería cosmista, pero su modelo sería el de la confesión, no necesariamente la occidentalización o el progreso material. Otros proyectos de estilo roussoniano han sido desestimados por irracionales, la «vuelta a la naturaleza» predicada por cierto ecologismo estrecho, &c. En rigor, sólo el cuadro D, y en menor medida, como veremos, el C, supondrían la globalización como un proyecto histórico particular. Los cuadros A y B, y en gran medida el C, abundarían en la idea de que su modelo es, por así decir, definitivo.
Filosofías críticas cosmistas
de la globalización
En cierto modo, cabría decir que las filosofías comprometidas de algún modo con la tesis del fin de la historia, como la interpretación de Fukuyama, o algunas corrientes marxistas, fundamentalmente el llamado mecanicismo (también el Diamat de la doctrina oficial de la URSS), estarían reduciendo la mundialización a la globalización. Estas alternativas sin embargo se niegan a sí mismas en la medida en que sus propuestas fracasan en el plano de los acontecimientos históricos.
A
El marxismo, que encontraba en la realización del comunismo y la desaparición del estado el fin de la «prehistoria» de la humanidad, quedaría negado como proyecto histórico por el fracaso de la URSS, cuya premisa precisamente era el cumplimiento de la arenga del Manifiesto Comunista «¡Proletarios de todos los países, uníos!» Curiosamente, como ha sido muchas veces interpretado, y como el propio Marx parecía afirmar, el fin de la prehistoria es también el fin de la filosofía, en tanto que se realizaría plenamente en la historia (K. Axelos). La URSS interpretó libremente este argumento, bajo la idea de que en cierto modo la filosofía desaparecería con la desaparición de todas las contradicciones, al desaparecer la contradicción que genera todas las demás: «la lucha de clases». Como estas contradicciones no se resolvían, sino que se agudizaban en todos los frentes, una forma de hacerlas desaparecer era precisamente disolviéndolas, ocultándolas, usando sistemática y masivamente los medios de comunicación con este objetivo, reconstruyendo sistemáticamente la historia, como quiso hacer patente George Orwell en 1984.
En cierto sentido, la Unión Soviética significó la plataforma histórica verdadera de un proyecto globalizador histórico particular, pero visto siempre por ellos mismos –emic– como un proyecto llamado a universalizarse, como un proyecto que sólo circunstancialmente era globalizador, pero que esencialmente buscaba la mundialización y la disolución de las contradicciones de manera definitiva e irrevocable. En cierto sentido, cabe decir que el marxismo soviético constituyó, a través de la Tercera Internacional, una respuesta que pretendía ser definitiva a la globalización perpetrada por el desarrollo del capitalismo y la revolución industrial, pues Marx ya había entendido este modelo económico como un proyecto con tendencia universal, aunque suponía que su proyecto, una vez realizado, daría paso inevitablemente al socialismo. Es curioso leer, en el contexto de la globalización actualmente existente, textos como este de Marx y Engels, nada menos que de El manifiesto comunista:
«La necesidad de una venta cada vez más expandida de sus productos lanza a la burguesía a través de todo el orbe. Ésta debe establecerse, instalarse y entablar vinculaciones por doquier.
«En virtud de su explotación del mercado mundial, la burguesía ha dado una conformación cosmopolita a la producción y al consumo. Con gran pesar de los reaccionarios, ha sustraído el terreno de sustentación nacional bajo los pies de la industria. Las antiquísimas industrias nacionales han sido aniquiladas, y aún siguen siéndolo a diario. Son desplazadas por nuevas industrias, cuya instauración se convierte en una cuestión vital para todas las naciones civilizadas, por industrias que no elaboran ya materias primas locales, sino otras provenientes de las zonas más distantes, y cuyos productos no se consumen ya sólo en el propio país, sino, en forma simultánea, en todos los continentes. El lugar de las antiguas necesidades, satisfechas por los productos regionales, se ve ocupado por otras nuevas, que requieren los productos de los países y climas más remotos para su satisfacción. El sitio de la antigua autosuficiencia y aislamiento locales y nacionales se ve ocupado por un tráfico en todas direcciones, por una mutua dependencia general entre las naciones [...]
«Mediante el rápido mejoramiento de todos los instrumentos de producción y la infinita facilitación de las comunicaciones, la burguesía también arrastra hacia la civilización a las naciones más bárbaras. Los bajos precios de sus mercancías constituyen la artillería pesada con la cual demuele todas las murallas chinas, con la cual obliga a capitular a la más obcecada xenofobia de los bárbaros. Obliga a todas las naciones a apropiarse del modo de producción de la burguesía, si es que no quieren sucumbir; las obliga a instaurar en su propio seno lo que ha dado en llamarse la civilización, es decir, a convertirse en burguesas. En una palabra, crea un mundo a su propia imagen y semejanza.
«La burguesía ha sometido el campo a la dominación de la ciudad. Ha creado ciudades enormes, ha incrementado en alto grado el número de la población urbana con relación a la rural, sustrayendo así a una considerable parte de la población al idiotismo de la vida rural. Así como ha hecho depender al campo de la ciudad, también ha hecho depender a los países bárbaros y semibárbaros de los civilizados, a los pueblos campesinos de los pueblos burgueses, y al Oriente del Occidente.
«La burguesía va superando cada vez más la fragmentación de los medios de producción, de la propiedad y de la población. Ha aglomerado a la población, centralizado los medios de producción y concentrado la propiedad en pocas manos. La consecuencia necesaria de ello ha sido la centralización política. Provincias independientes, apenas aliadas y con intereses, leyes, gobiernos y aranceles diferentes, han sido comprimidas para formar una nación, un gobierno, una ley, un interés nacional de clase y una línea aduanera.
«En su dominación de clase apenas secular, la burguesía ha creado fuerzas productivas más masivas y colosales que todas las generaciones pasadas juntas. El sojuzgamiento de las fuerzas de la naturaleza, la maquinaria, la aplicación de la química a la industria y a la agricultura, la navegación de vapor, los ferrocarriles, los telégrafos eléctricos, la urbanización de continentes enteros, la navegabilización de los ríos, poblaciones íntegras como surgidas de la tierra, ¿qué siglo anterior sospechaba que dormitasen semejantes fuerzas productivas en el seno del trabajo social?»
El proyecto soviético se configuró con la conciencia de la responsabilidad de dar respuesta a esta globalización, y darle respuesta según las previsiones del marxismo, tal y como Trotski y Lenin determinaron la teoría de la revolución bolchevique. Pero las premisas del Materialismo Dialéctico, junto con las circunstancias históricas, los cambios de estrategia política, y el enfrentamiento con el mundo capitalista, modificaron el proyecto soviético, en dos aspectos: por un lado, moderaron en el ámbito de la realpolitik los proyectos de la Tercera Internacional, admitiendo de hecho la existencia de dos modelos antagónicos y coexistentes, dentro de la teoría del socialismo en un sólo país, que Stalin elaboró adecuadamente; pero en el aspecto teórico, la victoria final global era algo indiscutible e inevitable. El socialismo sería resultado de la agudización de las contradicciones en la sociedad capitalista. El materialismo dialéctico, cosmista y monista, corroboraba la idea de una mundialización definitiva, realización definitiva del socialismo, y fin de la historia de la lucha de clases. Pero durante sus setenta años de existencia no dejó de ser una globalización regional, aunque con pretensiones omnímodas.
La Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría pusieron de manifiesto la existencia de dos proyectos de globalización animados por dos imperios antagónicos, con fines opuestos e incompatibles, aunque se dirá que desgraciadamente utilizaron el mismo tipo de métodos, lo que poco a poco los hizo más indistinguibles. El intercambio incesante de métodos productivos, desarrollos tecnológicos y datos científicos, junto a la práctica del espionaje a escala mundial, el universal comercio de armas, &c., muestran cómo efectivamente los dos modelos coincidían en los métodos. El sustrato universal tecnológico y científico homogéneo de la globalización actual fue establecido por los dos proyectos antagónicos en todo el mundo. Esta es la razón que explica los argumentos que hemos comentado en la primera parte del artículo, las críticas a los dos grandes imperios por ejercer una misma forma de explotación y las mismas estrategias de dominación internacional.
Más allá, sin embargo, de las similitudes denunciadas por la crítica ácrata con la que iniciamos este artículo, necesitamos dar cuenta también del enfrentamiento entre estos modelos; no pudo vivir el mundo en un estado tan delirante durante tantos años, como para ejercer y comprometerse con cualquiera de estos modelos, sin que quepa atribuirles a ambos un sentido real, un significado histórico preciso alternativo. Es interesante comentar, en este sentido, el libro de Alexander Zinoviev, La caída del imperio del mal (ed. Bellaterra, 1999). Este filósofo disidente en la época soviética, aunque actual defensor del modelo derrumbado, analiza en el libro la caída de la URSS en 1991. Según Zinoviev este acontecimiento tuvo lugar por la acción traicionera de las elites de la perestroika, aprovechando la crisis (por otra parte, normal) de la sociedad soviética, y en un contexto internacional de Guerra Fría que no tenía, en principio, que haber derivado en la caída de la URSS, salvo por la acción positiva de esos traidores. Zinoviev parte del supuesto, hoy aceptado por analistas como Serguei Karamurza, del carácter específico «comunitario» de la sociedad rusa campesina, que llevó adelante la revolución comunista, y el comunismo realmente existente. En este sentido, el comunismo real adquirió las características cosmistas y monistas de la mentalidad rusa campesina. Karamurza lo ejemplifica contrastando la definición de los programas espaciales soviético y americano: los americanos hablaban de «espacio», los soviéticos de «cosmos». Esta diferencia terminológica mostraba también la diferente interpretación que sobre el universo manejarían los dos imperios: una abierta y contradictoria, la otra, uniforme y metafísica.
Importa advertir también, la defensa, por parte de Zinoviev, del verdadero alcance histórico-universal del comunismo soviético. No lo entiende tanto como un fenómeno político particular, separado digamos del cauce principal de la historia, cuanto como un fenómeno universal, en dos sentidos: en primer lugar, porque determinó de un modo u otro la política y la historia del mundo durante el siglo XX, y en segundo lugar, porque en su concepción anidaba la idea de una expansión universal y definitiva del comunismo como modo de vida alternativo para toda la humanidad. La mejor prueba de este doble carácter universal del proyecto soviético la encuentra Zinoviev en el anticomunismo radical de Occidente contra el que opone y construye su propia alternativa también de carácter universal, de la que deriva el actual proyecto de globalización.
De las cosas más interesantes que plantea el libro debemos referir su defensa de la viabilidad real económica, política e ideológica del modelo soviético; la tesis de que el comunismo soviético es contradictorio económica, política e ideológicamente con lo que llama Zinoviev, el occidentalismo, que representa hoy la globalización. Según Zinoviev, las armas ideológicas y la propaganda a lo largo de la Guerra Fría llegaron a seducir a las elites y al pueblo soviético con un modo de vida realmente incompatible con su proyecto, un modo de vida –el occidental–, que para sostenerse, a su vez, debía arruinar el proyecto comunista. Las elites creadas a partir del XX Congreso del PCUS en 1956 fomentaron la crisis, y un grupo de traidores al servicio de Occidente, le dieron fin.
Zinoviev apunta que la diferencia radical entre los dos proyectos enfrentados, consiste precisamente en cómo se articula la relación entre un país como la URSS y los países de su entorno, y la que EE.UU. establece con sus países satélite. En el fondo, se trata de dos modelos distintos de concepción del imperio. Tanto uno como otro se encuentran instalados sobre la idea de misión histórica, pero estas misiones son incompatibles. Según Zinoviev, Occidente argumenta su misión histórica con el fin de conservar su modo de vida (algo ratificado en autores como David Landes, o Ignacio Ramonet, cuando dice que la destrucción radical no interesa a nuestro modo de vida, y es lo que algunos autores cándidamente denuncian como el «doble rasero» de Occidente, un doble rasero sólo aparente).
La misión histórica de la URSS era más bien colectiva, según Zinoviev. Las relaciones internas del área económica de influencia de la URSS no se hicieron sobre los principios del «imperio depredador» (en palabras de Gustavo Bueno), sino en un criterio de «servicios recíprocos» (Zinoviev, pág. 62). La «consciencia de la gran misión histórica» arraigada en el Imperio comunista «justificaba todas las dificultades y desgracias que se abatían» sobre el pueblo ruso (pág. 65): «para una sociedad de tipo comunista esa conciencia no era un hecho casual, sino un factor indispensable en la vida de la sociedad, entendida como un organismo homogéneo. Una meta tan elevada daba un sentido histórico concreto a la existencia de la sociedad.» Y así, la introducción de medidas económicas destinadas a incorporar el modelo ideológico, político y económico de Occidente que suponía la perestroika, llevó a la destrucción del modelo soviético de forma irreversible, quedando por tanto toda su área de influencia sometida al proceso depredador del imperio occidental americano y europeo. Muchos desaprensivos dentro de la URSS, las multinacionales y los especuladores (como George Soros, que cuenta su experiencia en este área en su curioso libro La crisis del capitalismo global) se encargaron de hacer leña del árbol caído, y disolver sus astillas en el lodo.
Gorbachov (tal como haría Fukuyama) apunta, sin embargo, que la paulatina urbanización de las formas de vida soviéticas, la desaparición de la vida campesina como fenómeno sociológico significativo, la modernización social en definitiva, propiciada por el desarrollo tecnológico y productivo, significaron una occidentalización inevitable de la sociedad, hicieron ridículo el antagonismo con Occidente, y propiciaron el abandono del proyecto. «He llegado a la conclusión, dice Samir Amin, que el colapso de estos sistemas [comunistas] no fue el producto de una revolución democrática, sino únicamente la fase final de su desarrollo natural». También puede ser que Rusia haya optado por otro modelo de imperio regional con tácticas y estrategias típicamente depredadoras. Aunque está por ver si realmente el Imperio Soviético puede corresponder con la definición de «imperio generador»; muchos discutirían esta apreciación, con argumentos extraordinariamente interesantes que sólo han comenzado a conocerse en los últimos años (véase, por ejemplo, R. Kapuchinsky, El imperio, Anagrama, Barcelona 1994). Podrían tal vez distinguirse en el desarrollo de la URSS dos épocas correspondientes con dos formas de ejercer el imperio, una primera etapa, hasta la muerte de Stalin en 1953, generadora, y otra etapa, la de Jruchov y Bresniev, hasta la Perestroika de Gorbachov, pero que curiosamente habría continuado después de la caída del comunismo con Yeltsin y Putin, depredadora. En todo caso, si el modelo staliniano era generador, este tipo de imperio necesitó sacrificios que le dan ciento y raya a las estrategias depredadoras, y obligarían a no intercalar valoraciones morales a favor o en contra de ninguno de los modelos de imperio. El «archipiélago gulag», las hambrunas de los años treinta en Ucrania, las deportaciones, las purgas sistemáticas, han sido sustituidas por las prácticas de destrucción al estilo de Chechenia, pero son dos formas de gestionar los imperios.
B
1. La doctrina del «fin de la historia» tal como lo pronosticaba Francis Fukuyama, por motivos históricos, también habría de resultar liquidada con la destrucción suicida de las Torres Gemelas, y la aparición del Terrorismo Internacional (parece que él mismo lo reconoce en su último libro). Y no tanto porque esto suponga el debilitamiento del Imperio que Fukuyama representa, sino porque ha puesto en tela de juicio muchas de las aspiraciones de la democracia liberal. Algunos, como Michael Ignatieff (Director del Centr Carr de política sobre Derechos Humanos, perteneciente a la escuela de Estudios Gubernamentales John F. Kennedy, de Harvard), afirman ahora que el 11 de septiembre de 2001 acabó con la «era de los Derechos Humanos». Pero la tesis de Fukuyama consiste en identificar mundialización y globalización como un fenómeno único y encarnado definitivamente en EE.UU. y en las democracias capitalistas modernas: «el mundo económico enormemente productivo y dinámico creado por la tecnología avanzada y la organización racional del trabajo posee un enorme poder homogeneizador. Es capaz de enlazar físicamente distintas sociedades del mundo unas con otras por medio de la creación de mercados globales, y de crear aspiraciones y prácticas económicas paralelas en las sociedades más diversas. La fuerza de atracción de este mundo fomenta una predisposición muy fuerte en todas las sociedades humanas a participar en él, pero el éxito en esta participación exige la adopción de los principios del liberalismo económico. Esto constituye la victoria definitiva del vídeo» (Fukuyama, pág. 164).
Su conocida tesis del fin de la historia ofrece además el argumento de que modernización económica, y occidentalización es un resultado inevitable de toda sociedad: «aparte de tribus en vías de rápida desaparición en las selvas de Brasil o de Papúa Nueva Guinea, no hay una sola rama de la humanidad que no haya sido afectada por el mecanismo y que el nexo económico del consumismo moderno no haya en lazado con el resto de la humanidad. No es señal de provincianismo, sino de cosmopolitanismo reconocer que ha surgido en los últimos siglos algo así como una cultura realmente global, centrada en el crecimiento económico fomentado por la tecnología y en las relaciones sociales capitalistas necesarias para producirla y sostenerla» (Fukuyama, pág. 187). Con la expresión «mecanismo» interpreta Fukuyama el despliegue de la ciencia natural moderna y la orientación racionalista y universalizadora que comporta. La tesis de Fukuyama del fin de la historia, tal como aparece expresada en su libro El fin de la historia y el último hombre, ha recibido ya suficientes críticas, y desde muchos puntos de vista distintos.
En concreto, en relación con el fenómeno de la globalización, se alinean en su tesis hombres como Vargas Llosa, o Soros, Guillermo de la Dehesa, &c., en su contra, autores como José Luis Sampedro o en una línea ideológica muy diferente, el propio Huntington, por razones también distintas. Sin embargo, tanto Vargas Llosa, como Soros, Guillermo de la Dehesa, o el propio José Luis Sampedro abogan, por motivos bien diferentes, pero en este mismo contexto filosófico, por la necesidad de establecer un «gobierno mundial» que ponga freno a las aspiraciones a veces injustas de muchos estados, incluido EE.UU., &c. ¿Ingenuidad, falsa, o mala conciencia? Fukuyama argumenta que el fin de la historia lo manifiesta el hecho de que en nuestra sociedad se han disuelto definitivamente las contradicciones, según el criterio siguiente: «si las personas que viven en democracias liberales no expresan ningún descontento radical con sus vidas, podemos decir que el diálogo ha llegado a una conclusión final y definitiva» (pág. 199). Digamos que esta forma de vida es «completamente satisfactoria para los seres humanos en sus características más esenciales».
Como vemos, al igual que en el caso del comunismo soviético, en esta versión cosmista las contradicciones aparecen disueltas bajo la asfixiante manipulación de los medios de comunicación (lo que ha permitido recuperar con toda su vigencia el tema del «gran hermano» de 1984), y también por el hecho irrevocable de que estas contradicciones se han multiplicado y, diríamos, personalizado. Cada ciudadano, cada consumidor, vive personalmente contradicciones sociales, económicas e ideológicas más o menos relevantes (y contribuye a generar contradicciones sociales, económicas internacionales) que en la escala psicológica se disuelven casi totalmente a través del consumo (es muy interesante, en este sentido, el libro de Gustavo Bueno, Telebasura y democracia publicado recientemente en ediciones B, Barcelona 2002; concretamente el capítulo titulado también «Telebasura y democracia»).
2. Sin embargo, están los argumentos ya repetidos de Landes o de Ramonet, según los cuales, esa sociedad satisfecha se enfrenta de un modo cada vez más notable, insidioso, e inevitable, con contradicciones radicales que provienen del Tercer Mundo, y no de modo casual. Una de las tesis que defendemos en este artículo consiste precisamente en definir la globalización actualmente existente en el plano «macroeconómico», digamos, no tanto por lo que suele decirse, ampliación de los mercados, internacionalización de la producción, consumo, &c., por la caída de la URSS, o fenómenos históricos, institucionales o económicos especiales, sino por lo siguiente: porque se hace real lo que vaticinó de modo oscuro y tal vez no cierto del todo entonces, Lenin en su obra El imperialismo, última etapa del capitalismo, de 1914: el fenómeno de la globalización actualmente existente se debe definir por el hecho de que se pueden comprender y recorrer explícitamente las relaciones de causalidad entre la riqueza de unos países y la pobreza y miseria de otros. Como dice Fukuyama, puede que muchos países deban su particular estado de atraso a razones propias, culturales, climáticas, &c., en esto también insiste David Landes, pero todos estos factores han pasado a un segundo plano, y no pueden ser considerados actualmente como determinantes.
Dicho de otro modo, la globalización convierte a los países ricos en responsables directos de la situación de los países pobres, y hace real en el plano de la unidad geopolítica global del mundo actual derivada del desarrollo de las tecnologías, una contradicción radical, un holocausto cotidiano, como diría Foucault o Miguel Morey. Ni siquiera es necesario decir que esa contradicción es obra y gracia de la maldad de Occidente, tan sólo hace falta decir que, en virtud de su imparable desarrollo, Occidente se ha encontrado de bruces en la historia con una contradicción indisoluble e indigerible si no transforma sus propias estructuras. La propuesta de Fukuyama se mueve en la ambigüedad: sociedad metafísica única para argumentar el fin de la historia, unidad distributiva según la cual todos los individuos aspiran particularmente a satisfacer sus necesidades siempre crecientes; sociedades diferentes e independientes que en ese proceso van más «rápido» o más lentamente hacia ese final; por lo tanto, las contradicciones son aparentes. ¿Aparentes? ¿Quiere decir que no son relevantes a escala histórica? Estas contradicciones son insalvables, a juicio de los economistas, por más que «las «cosas buenas» de nuestra sociedad [sean] realmente satisfactorias para el hombre como hombre».
La tesis «macroeconómica» requiere, no obstante, un complemento «microeconómico» del que ya hemos comentado algún detalle. Resumiendo diremos que la característica que diferencia este proyecto de globalización de otros anteriores, como el que podría haber denunciado Marx en el siglo XIX y que alcanzó en los años veinte del siglo pasado su punto álgido, según Huntington, es la figura del consumidor como clase universal, no porque no haya otras, sino porque esta figura se recorta como resultante de la neutralización sistemática de cualquier adscripción social a cualquier tipo de clase, precisamente porque estas clases se han multiplicado al tiempo que han aumentado los bienes de consumo, las necesidades, los intereses, los gustos, una multiplicación que propicia y necesita vitalmente el propio sistema económico capitalista. La globalización contra la que luchaba Marx se caracterizó a esta escala por la presencia efectiva y real de dos clases antagónicas: la burguesía y el proletariado; la actual globalización se caracteriza por la disolución de toda clase con carácter social relevante, salvo la clase distributiva de todos los consumidores del mundo que se unen cada vez que aspiran a adquirir y adquieren de hecho cualquier producto globalizado. En La civilización en la encrucijada Radovan Richta había subrayado ya la presencia de este fenómeno de multiplicación y neutralización de las clases sociales antagónicas tradicionales hasta su actual disolución.
La identificación de mundialización y globalización, mediante la reducción ontológica de aquélla a ésta, significa elevar un proyecto de globalización realmente existente a la categoría de único proyecto posible, incompatible con cualquier otro, precisamente porque se considera «fin de la historia». No existen alternativas posibles, salvo que consideremos la mundialización como un proyecto esencialmente infinito (cabría decir que no puede ser un proyecto en absoluto), y la globalización como un proyecto histórico particular, incompatible con otros proyectos de globalización, prácticamente, existencialmente, por la fuerza de los hechos (o de las armas), pero no incompatible ontológicamente, esencialmente. En rigor, cabe decir que esos dos modelos cosmistas considerados agradecen el contexto histórico de la Guerra Fría. Dos proyectos incompatibles, irreductibles, destinados a vencer o morir, que convivieron y se sostuvieron mutuamente durante setenta años. Pero su intencionalidad no se corresponde con los acontecimientos históricos y la globalización actual poco tiene que ver con el modelo capitalista que se vendía en los escaparates del Este. El fin de la historia de Fukuyama corresponde más con el fin de la sociedad del bienestar tal como se concibió durante la Guerra Fría, que con la globalización realmente existente, que renunciará de buen grado a muchos de los ideales esgrimidos entonces contra el comunismo, para mantener los niveles de consumo y la «confianza de los inversores», lo que tampoco es circunstancial.
Filosofías críticas acosmistas
de la globalización
1. Reconocer la mundialización como un proyecto infinito supone entender la globalización actual como un fenómeno histórico particular en dialéctica con otros proyectos de globalización potencialmente existentes y en enfrentamiento constante. Entre las filosofías críticas acosmistas podría considerarse la tesis, por ejemplo, del choque de civilizaciones de Huntington, o la tesis que Gustavo Bueno expone en su libro España frente a Europa, de las «alternativas morfológicas» (pág. 425), concretamente, las referidas al orden moral. Sin embargo, hay que advertir una diferencia esencial entre ambas, por el hecho de que el modelo propuesto por Huntington se presenta como insuperable en la historia, un statu quo irreversible, salvo que entremos en una guerra de grandes dimensiones que sólo podría desembocar en el fin de toda civilización. Cualquier otra alternativa supone mantener las líneas de frontera prácticamente como están, con sus zonas calientes, &c. La tesis de Bueno se sitúa en el ámbito del occidentalismo entendiendo por ello que la globalización actual se mantiene sobre ese modelo, pero reconociendo precisamente su carácter histórico, singular, y por supuesto superable en sentidos difícilmente predecibles, aunque en esa historia las civilizaciones jueguen un papel determinante, como no podría ser de otro modo. Por tanto, la singularidad histórica del fenómeno de globalización actual puede entenderse al menos de dos maneras: de un modo que llamaremos idealista, cuando se supone que las civilizaciones marcan por así decir unas líneas de frontera insuperables, siendo esencialmente impermeables a la filtración significativa de contenidos culturales de otras civilizaciones, lo que convertiría la situación actual en una situación muy estable, tal como propone Huntington; o bien de un modo que consideraremos materialista, cuando se acepta que estas fronteras, aun siendo extraordinariamente significativas, son permeables, gracias a lo cual pueden considerarse estas civilizaciones en proceso de transformación y acercamiento constante.
Dentro de estos modos filosóficos críticos acosmistas, que interpretarían la globalización actual como un fenómeno esencialmente regional, las diversas opciones de interpretación se situarían entre los dos polos representados por las propuestas de Huntington y Bueno. La globalización puede ser vista, como suele hacer el liberalismo, como un proceso digamos inevitable, ligado al «progreso general de la humanidad» y con el cual el liberalismo justifica sus políticas «mecanicistas»; por ejemplo, cuando favorecen la privatización y encuentran viable que la acumulación de capital acabará más pronto o más tarde repercutiendo a su alrededor, mejorando las condiciones de vida y «modernizando» la sociedad. Esta es la política del FMI, aunque en muchas ocasiones los resultados esperados distan de los pronósticos teóricos. Se trata del argumento de la «filtración». Stiglitz dice que si se presiona a los gestores del FMI en temas como la «equidad» «muchos de sus partidarios replicarían que la mejor manera de ayudar a los pobres era conseguir que la economía creciera» (pág. 108), como si esto por sí sólo permitiera, en un proceso de «filtración», que todos antes o después –¿cuánto tiempo después?– recibieran beneficios. Diversos autores señalan estas contradicciones y constituyen un amplio conjunto de análisis contra el proceso de globalización actual. Vicenç Navarro, por ejemplo, en varios de sus libros en defensa de su particular interpretación del «estado del bienestar», ha insistido en la necesidad de remontar estas prácticas que resultan negativas no sólo para los países del llamado Tercer Mundo, sino también para países avanzados europeos, &c. Stiglitz ha señalado también cómo estas estrategias han generado las crisis del Este Asiático, y sus derivados. También ha subrayado cómo las críticas del FMI que aduce corrupción y mala gestión de los países que sufren la globalización no ayudan a entender estos fenómenos, sin tener en cuenta el factor del FMI: «yo pienso, dice Stiglitz, que la liberalización de la cuenta de capital fue el factor individual más importante que condujo a la crisis» (pág. 132). Esta liberalización vino impuesta por presiones del FMI. Vargas Llosa, siguiendo la voz del FMI, ha insistido en que los países que no han aprovechado la globalización como Argentina, y otros países africanos, &c., lo deben fundamentalmente a la mala gestión, al hecho de que los gobiernos son corruptos, &c. (Véase El País, «Abajo la ley de gravedad», sábado, 3 de Febrero de 2001.) La globalización o modernización no estaría ligada entonces necesariamente de manera directa y causal con los planes de algún imperio y podría darse al margen de ellos. Esta interpretación ha sido también argüida por el marxismo y aprovechada para justificar la transición de la etapa capitalista a otra socialista, según el criterio de la agudización de las contradicciones en el seno de la sociedad.
En el otro extremo encontraremos la opción que interpreta la globalización como la expresión fenoménica de un programa ligado a algún imperio particular emergente, lo que obligaría a definir causas y en su caso exigir políticamente responsabilidades, si es que ese imperio lo permitiera. (Curiosamente, en estos días nos enteramos de que EE.UU. ha rechazado lo que la periodista Lola Galán calificó como «el punto esencial de la declaración de la cumbre» de la FAO: «el derecho de todos los humanos a los alimentos». EE.UU. rechazó esta declaración «por temor a hipotéticas reclamaciones judiciales».)
Las dos alternativas con respecto al fenómeno de la globalización serán:
C. Que la globalización es un resultado independiente de los imperios, fruto del progreso humano.
D. Que la globalización es la expresión genuina de un imperio, en concreto del imperio anglosajón.
Llamaremos a la opción C, modernización sin occidentalización, y a la opción D, modernización con occidentalización, utilizando los conceptos de modernización y occidentalización tal como aparecen ejercitados en Huntington en su libro Choque de civilizaciones, Fukuyama, Zinoviev, y otros. Según esto, la interpretación D vendría asociada a la idea de que la globalización no supone solamente una modernización de las distintas «civilizaciones» en el sentido de Huntington, y afirmaría la tesis de que la globalización como modernización es consustancial a la occidentalización: liberalismo económico y democracia formal, es decir, un proyecto imperial.
Confrontación entre
las opciones C y D
2. Huntington se sitúa por tanto en la opción C. La modernización no supone necesariamente la occidentalización: «en muchos aspectos, dice, el mundo se está haciendo más moderno y menos occidental» (pág. 91). La tesis de Alexander Zinoviev según la cual aunque la URSS haya sido derrotada y hoy se abrace al libre mercado (ya ha entrado en la OMC y la UE ha reconocido a Rusia como una sociedad de mercado) nunca podrá identificarse con Occidente, está en la misma opción C.
Sin embargo, la tesis que defiende Gustavo Bueno en su libro España frente a Europa estaría más bien en la opción D, por cuanto identifica a los imperios universales como proyectos civilizatorios. No hay imperio sin civilización, ni civilización sin imperio. Como se sabe, Bueno distingue en este libro la existencia de dos modelos de imperio en sentido filosófico: depredador y generador. «Entendemos –dice– la idea de Imperio, como idea filosófica [...] como un sistema ilimitado (o delimitado por causas exteriores a cada Imperio, por ejemplo, por otros Imperios) de sociedades jerarquizadas, ya sea unilinealmente, ya sea multilinealmente, en torno a una sociedad política determinada. La clasificación más profunda que cabe establecer entre los Imperios así definidos es la que pone a un lado los Imperios depredadores y al otro los Imperios generadores [...] Un Imperio es depredador cuando por estructura tiende a mantener con las sociedades por él coordenadas unas relaciones de explotación en el aprovechamiento de sus recursos económicos o sociales tales que impidan el desarrollo político de esas sociedades, manteniéndolas en estado de salvajismo y, en el límite, destruyéndolas como tales. Un Imperio es generador cuando, por estructura, y sin perjuicio de las ineludibles operaciones de explotación colonialista, determina el desenvolvimiento social, económico, cultural y político de las sociedades colonizadas haciendo posible su transformación en sociedades políticas de pleno derecho. El Imperio inglés o el Imperio holandés de los siglos XVII a XIX podrían servir como ejemplos eminentes de Imperios depredadores (teoría del gobierno indirecto). El Imperio romano o el Imperio español serían los principales ejemplos de Imperios generadores» (pág. 465).
El modo de operar del imperio depredador consiste precisamente en evitar la fusión, manteniendo en lo posible las diferencias culturales (civilizatorias) pero imponiendo sus propias estrategias productivas y mercantiles que definen los fines de ese imperio. Como dice Samir Amin, «las prácticas de la dominación colonial han desempeñado un papel determinante en la creación de las realidades étnicas»...
Siguiendo la argumentación de Bueno sobre el concepto de Imperio depredador, la tesis de Huntington vendría a representar realmente la forma misma mediante la cual se expresa el Imperio Americano. No importa si eres árabe, hindú, chino, ruso o latino, lo importante es que comas McPollo y bebas Coca-Cola. Modernización sin occidentalización no sería tanto el resultado de la tenaz resistencia de las «civilizaciones» enfrentadas, como la misma estrategia del Imperio anglosajón definido, por ejemplo, a finales del siglo XIX, con la fórmula que proponía el senador republicado Albert J. Beveridge: «el comercio del mundo debe ser y será nuestro. Y lo tendremos como nuestra madre [Inglaterra] nos ha enseñado que debemos tenerlo. Estableceremos centros comerciales en todo el mundo, como puntos distribuidores de los productos americanos. Cubriremos el océano con nuestra marina mercante» (Irene Herner, Tarzán, el hombre mito, Sep Diana, México 1979, pág. 54; extractado de Leo Huberman, Los bienes terrenales del hombre, historia de la riqueza de las naciones, Buenos Aires, Merayo ediciones, 1969; pag. 319).
3. Por otra parte, las ideas que Bueno propone en su libro El mito de la cultura publicado en 1996 abundan en la opción que hemos llamado D y nos servirán para realizar la siguiente revisión crítica del libro de Huntington, un libro que antes de haber salido al mercado ya habría recibido, con esta obra de Bueno, una respuesta contundente y tal vez definitiva.
El fundamento de la tesis de Huntington, consiste en utilizar un concepto de cultura y de civilización determinado por aspectos intrasomáticos y acaso intersomáticos, dejando el aspecto extrasomático de la cultura objetiva, allí donde la globalización es más fácilmente identificable, como algo independiente y ajeno a las identidades culturales que determinan irrevocablemente el choque de civilizaciones. La tesis de Huntington, según la cual las civilizaciones no sólo no confluyen sino que chocan entre sí como si se tratara de una especie de tectónica de placas culturales con zonas calientes de conflicto en los lugares donde las civilizaciones se obstruyen mutuamente, entiende el sistema económico como algo totalmente independiente de la cultura de los pueblos, pues a pesar de que la gran mayoría han asumido la economía de mercado, las civilizaciones mantienen entre sí conflictos irresolubles cuyas causas derivan de principios mucho más espurios y abstractos, superestructurales: la identidad cultural, la religión, su modelo político y sus valores tradicionales, rasgos todos ellos intra e intersomáticos. Huntington sería, en palabras de Bueno, una víctima del mito de la cultura tal y como lo formula en su obra: «mediante el mito de la identidad cultural, distinta e irreductible, postulada para cada pueblo, nación o etnia, la común condición de los hombres que forman parte de esas etnias, naciones o pueblos, no ya en cuanto son hombres, sino en cuanto son copartícipes o herederos de tradiciones culturales comunes, quedará encubierta o eclipsada por el postulado de la irreductible identidad con sus culturas. Cada cultura, como sustancia en la cual se identifica un pueblo, o una nación o una etnia, pasará de este modo a desempeñar el papel que el tótem desempeñaba entre los pueblos salvajes. Desde este punto de vista, el mito de la cultura, revelaría, y paradójicamente, entre otras cosas, el salvajismo sui generis, refluyente, de la humanidad contemporánea» (Bueno, El mito de la cultura, pág. 28).
De hecho, Huntington llega a decir en su libro que «las civilizaciones son las últimas tribus humanas y el choque de civilizaciones es un conflicto tribal a escala planetaria» (pág. 247). Al establecer esta tesis, Huntington no solamente trata de representar la «refluencia del salvajismo», la «renuncia al universalismo» y la aceptación de la diversidad como la forma más segura de protegernos «contra la guerra mundial» (véase el último capítulo especialmente), sino también la permanencia megárica de las diferentes civilizaciones como entidades irreductibles. El tribalismo da la verdadera razón de los conflictos actuales, y en general de todos los conflictos bélicos: «las guerras entre clanes, tribus, grupos étnicos, comunidades religiosas y naciones han predominado en todas las épocas y en todas las civilizaciones, porque están enraizadas en las identidades de las personas» (pág. 302). Lo tribal, lo étnico, constituye una especie de universal histórico que permite explicar todos los conflictos, porque todo individuo es portador universal de una identidad cultural particular inalienable e insuperable (no sabemos si por nacimiento o por razones aún más mitológicas). Por tanto, la identidad cultural, religiosa, el credo compartido, &c., configura la esencia de cada civilización: «la religión es la principal característica definitoria de las civilizaciones» (pág. 304).
Huntington niega prácticamente cualquier papel a los aspectos extrasomáticos en la definición de civilización. De poco vale que el armamento con el que se amenazan entre sí las distintas «civilizaciones» esté construido sobre la base de los patrones de producción industrial elaborados desde la Revolución Industrial, y sujeto al sistema financiero internacional, o que las teorías científicas que determinan y perfeccionan estos aparatos sigan las líneas establecidas por la historia de la ciencia (en gran medida occidental). Y en general, de poco vale que la práctica totalidad de la cultura extrasomática que envuelve y relaciona los cuerpos entre sí a lo largo del mundo siga patrones universalmente admitidos. Todo el entramado económico, productivo, lúdico, industrial y de consumo, las fuerzas productivas y las relaciones de producción compartidas, no contribuyen a disolver de manera decisiva las tendencias radicales «étnicas» de los países. La identidad cultural se propone como una suerte de a priori inalienable e insuperable, y en ella encontramos la razón por la cual calificamos de idealista esta propuesta. Pero al margen de esto, la tesis de Huntington supone una desgraciada estrategia, entendida casi como un mal necesario: la única forma de mantener el dominio imperial actualmente, evitando la confrontación mundial, es mediante el fomento de la guerra tribal. En este sentido, justifica la alianza de EE.UU. con los muyaidin en la guerra contra la URSS (pág. 295), la guerra de Israel contra Palestina, y el apoyo de Occidente (pág. 301), la alianza con los bosnio-musulmanes contra «Serbia» o la guerra contra Irak; dando a entender que EE.UU. utilizó el sustrato de lucha entre civilizaciones (comunismo e islam) para, apoyando a estos últimos, acabar con su peor enemigo (que sin embargo, decía encarnar ideales universales y definitivos).
Hay, no obstante, flecos importantes en estas tesis de Huntington, que muestran hasta qué punto su tesis es una construcción forzada, no solamente porque mediante sus argumentos pueden llegar a justificarse todas esas alianzas estratégicas entre civilizaciones enemigas, &c., sino porque en algunos momentos tiene que reconocer, por ejemplo, los efectos disolventes de la «etnicidad» derivados del desarrollo económico y de la incorporación al sistema capitalista internacional de países pertenecientes a otras civilizaciones. Así ocurre, por ejemplo, cuando habla de Japón y de España (recuérdese que España es para Huntington un país perteneciente a la civilización latinoamericana, distinta de la «occidental», pero que ha renunciado a seguir esta senda para incorporarse a la civilización occidental europea y anglosajona): «el desarrollo económico también puede cambiar profundamente la cultura y estructura social de un país, como ocurrió en España entre comienzos de los años cincuenta y finales de los setenta, y quizá la riqueza económica hará de Japón una sociedad más orientada hacia el consumo al modo norteamericano». También reconoce esta posibilidad hablando de China: «el crecimiento económico está creando en el sur de China niveles de riqueza cada vez mayores, una burguesía dinámica, acumulaciones de poder económico no controladas por la administración y una clase media en rápida expansión. Además, los chinos están profundamente interesados en el mundo exterior desde el punto de vista del comercio, la inversión y la educación. Todo esto crea una base social para un movimiento hacia el pluralismo político» (pág. 284). En todo caso, advierte, «el resultado no sería una democracia occidental, sino posiblemente un sistema político más abierto y pluralista con el que los Estados Unidos, Japón y otros países podrían convivir más fácilmente que con una dictadura represiva.» Pero Huntington llega a reconocer esta misma situación en el caso de los países musulmanes: «el envejecimiento de esta generación hacia la tercera década del siglo XXI y el desarrollo económico de las sociedades musulmanas, si se dan y cuando se den, podrían llevar a una importante reducción de las propensiones musulmanas a la violencia y, por tanto, a un descenso generalizado en la frecuencia e intensidad de las guerras de línea de fractura» (pág. 318).
Por otro lado, llega a reconocer que la necesidad de buscar unos «atributos comunes de todas las civilizaciones que contribuyan a mantener en estado de equilibrio ese actual conflicto entre civilizaciones requiere «investigar lo que es común a la mayoría de las civilizaciones, pues, «de la común condición humana se deriva una moralidad mínima», &c. (pág. 382). Unido a ello, aparecen por doquier en el libro usos del término cultura que corresponden con lo que Bueno ha llamado la «cultura circunscrita», tal y como se observa en afirmaciones como esta: «en las guerras entre culturas, la cultura pierde», haciendo referencia a la destrucción de museos y bibliotecas llevada a cabo en la guerra civil de Yugoslavia. Todo ello, al tiempo que afirma que «la civilización occidental es valiosa, no porque sea universal, sino porque es única. Por consiguiente –continúa– la principal responsabilidad de los líderes occidentales no es intentar remodelar otras civilizaciones a imagen de Occidente, cosa que escapa a su poder en decadencia, sino preservar, proteger y renovar las cualidades únicas de la civilización occidental. Puesto que los Estados Unidos de América son el más poderoso país occidental, sobre él recae mayormente esta responsabilidad» (pág. 373). Estas proposiciones aparentemente incongruentes, pues por un lado se supone que las diferentes civilizaciones tienden a confluir con la occidental a través del desarrollo económico capitalista, y por otro se defiende la exclusividad de los valores occidentales como «únicos», están reproduciendo prácticamente el modelo de «imperio depredador» tal como lo define Bueno: respetar las distintas civilizaciones en la medida en que no pongan impedimentos al desarrollo de nuestro comercio internacional, por ello no debe importar demasiado el uso de la diplomacia, y el aliarse con civilizaciones contrarias si hay un enemigo común significativo que obstaculice nuestro comercio (la URSS, Yugoslavia, Irak, Cuba, Libia, Venezuela, &c.) En cualquier caso, y a mayor abundamiento, estos pactos contra natura (aparentes) suelen encerrar razones de peso: «aunque las consideraciones de la realpolitik en el ámbito de las civilizaciones pueden haber desempeñado algún papel a la hora de configurar las actitudes de los EE.UU., otros factores parecen haber sido más influyentes. En cualquier conflicto extranjero, los estadounidenses necesitan determinar cuáles son las fuerzas del bien y cuáles las del mal, y alinearse con las primeras» (pág. 347); con ello justifica el apoyo de EE.UU. a la Bosnia musulmana contra Serbia. (Lo sorprendente, en todo caso, es la facilidad con la que los buenos se convierten en malos: los muyaidin afganos, Sadam Husein, Noriega, Menem...)
El libro de Huntington es también el informe de un funcionario a su imperio advirtiendo de la amenaza que supone para su dominio internacional el hecho de que muchas de las regiones sometidas puedan poco a poco imponer condiciones más exigentes para la metrópoli, incluso, siguiendo sus propias estrategias comerciales.
4. Si negamos el principio de que la identidad cultural es algo heredado por los individuos reconociendo que un tal principio no tiene ningún tipo de soporte material, si comprendemos el efecto disolvente de la incorporación masiva de los distintos países al modo de producción y consumo capitalista, con lo que ello conlleva de disolución de las diferencias étnicas, la urbanización del campo, la incorporación del consumo y del individualismo burgués consiguiente, la tesis del choque de civilizaciones empieza a parecer más una pesadilla paranoide que, en todo caso, encubre procesos de geopolítica mucho más complejos. El choque de civilizaciones explica demasiado, y lo que no entra en sus categorías se entiende como casos particulares que confirman la regla. Es demasiado cómodo. Lo que no quiere decir, sin embargo, que el mero hecho del desarrollo económico capitalista y la conversión paulatina a la vida en ciudades lleve inevitablemente a la disolución de las civilizaciones y de los conflictos. Este tipo de conclusión resultaría de una simplista aplicación del materialismo histórico a los problemas derivados de la existencia de culturas enfrentadas y acaso incompatibles. Un tipo de conclusión a la que llega paradójicamente Huntington en algunas ocasiones, como hemos visto.
La globalización económica no deja intactas las culturas o civilizaciones, los valores, la religión, ni los principios morales y éticos de los distintos países. Todo se ve trastocado, mercantilizado, transfigurado por el efecto de racionalización del trabajo, la producción, los beneficios, el consumo, la eficiencia, &c. Pero a su vez, es necesario reconocer, como hace Bueno, la persistencia histórica de los imperios, acaso como «civilizaciones» resultantes, que no acaban de disolverse del todo: «lo que llamamos «Historia del Género Humano» puede, en cierto modo, considerarse como la enumeración de la docena escasa de los grandes Imperios Universales ya derrumbados pero cuyos escombros siguen flotando en el «océano antropológico» como acúmulos de humus sobre los cuales crecen los Imperios presentes, que en su día también se derrumbarán» (España frente a Europa, pág. 439). Pero esta circunstancia, lejos de ser necesariamente una amenaza, es el caldo de cultivo sobre el que sigue avanzando la historia. Sólo lo entenderá como amenaza el imperio que aspira a someterla y dominarla, e incluso, a acabar con la historia. Como dice Bueno, «el «encapsulamiento» de cada cultura nacional en su supuesta identidad propia es la reacción a una conciencia de debilidad que espera, con ayuda de terceras potencias, debilitar el poder de otras culturas que considera enemigas, y, de este modo, adormece su propia realidad» (pág. 215).
La persistencia de esos «acúmulos de humus» pueden transfigurar el modo de globalización capitalista, «occidentalista», dando lugar a situaciones acaso incomprensibles para los propios promotores de ese modo de globalización, como cuando Huntington atribuye a Japón una ciencia económica particular, configurada por su propia idiosincrasia cultural (esta afirmación es sin embargo, muy malintencionada, pues supone que va contra la ¿lógica? que, disminuyendo la tasa de paro hasta menos de un 5%, no se produzca una hiperinflacción. Stiglitz, o Vicenç Navarro dan otra explicación a este fenómeno, sin necesidad de salirse de los principios de la economía, &c.) En todo caso, la resistencia de las poblaciones de muchos países a las estrategias internacionales de la globalización económica, la liberalización, la privatización a gran escala, no se debe necesariamente a la cultura correspondiente, sino a razonamientos de política económica que no priman necesariamente el beneficio económico de los hombres de negocios, y que tienen en cuenta aspectos sociales y políticos incompatibles con la liberalización y la privatización económica. El argumento de la «identidad cultural» puede llegar a ser demasiado perverso, amén de falso.
En todo caso, a esas civilizaciones que sin perjuicio de su paulatina y clara desfiguración en una especie de cultura común, conservan todavía suficiente entidad, les corresponde participar en la transformación y reorientación del mundo por sendas inexploradas. Es más, si esas civilizaciones están en disposición de hacerlo (tal como teme Huntington), es porque han asumido e incorporado los medios necesarios para hacerlo, y por tanto son universales (Bueno las llama «sociedades industriales universales»). Pero esos mismos medios hacen de esas civilizaciones, muchas de ellas dotadas de larga tradición histórica, algo esencialmente nuevo, y aun poco definido. La identidad de los individuos no es previa a su vida en sociedad, no se nace con ella, por lo tanto, no se trata de un principio a-histórico, como pretenden ideólogos y políticos nacionalistas fanáticos. La identidad cultural del individuo se construye por la confluencia de los elementos que configuran la cultura objetiva extrasomática, e intersomática. Es imposible que la identidad de un chino como chino sea la misma hace dos mil años que la que pueda adquirir después de las transformaciones que el siglo XX ha producido en ese país, desde la guerra con Japón, la guerra civil, la revolución comunista, incluyendo la revolución cultural y la modernización de sus estructuras productivas, &c. (y no digamos la identidad de un iraquí del siglo XXI o de un palestino, &c.)
La ideología nacionalista puede apelar a esa identidad inamovible a través de programas de televisión, mensajes publicitarios, y todo tipo de estrategias de ocultación, pero todas estas intenciones ideológicas o propagandísticas no pueden frenar la incesante modificación de la identidad llevada a cabo por todos esos elementos objetivos, universales. Es en este sentido, en el que entendemos la «ley del desarrollo inverso de la evolución cultural» propuesta por Gustavo Bueno en su obra El mito de la cultura: «la Cultura, en cuanto todo complejo que reúne a todas las culturas humanas, tomada en su estado inicial, reconocible ya como humano, evoluciona de suerte que el grado de distribución (dispersivo) de sus «esferas» (o «culturas») disminuye en proporción inversa al incremento del grado de atribución (disociativa) constitutivo de sus categorías» (pág. 199). Es decir, que el conflicto histórico entre culturas y estados va generando una suerte de cultura universal común, caracterizada por la incorporación universal de muchos de los componentes culturales diferenciados; por «una «refundición» –dice Bueno– de las esferas de cultura individuales en una única esfera universal (si se prefiere: en la transformación de la «clase distributiva de las culturas» en una clase unitaria), simultánea a la disociación de las líneas divisivas del todo complejo en especialidades o círculos categoriales objetivos, desconectados mutuamente, es decir, inconmensurables». Entendiendo el límite de este proceso «no ya como un estado futuro –dice Bueno–, sino como un estado ampliamente realizado a lo largo de la historia. Especialmente en nuestro presente, como consecuencia de la unidad planetaria que ha venido produciéndose a partir sobre todo del colonialismo e imperialismo modernos. Una unidad que, por cierto, es difícil contemplar con ojos irenistas, dada su indefectible naturaleza conflictiva y polémica».
Bueno añade como corolario a esta ley la «limitación interna (dialéctica) de la propia idea de cultura». Se trata de reconocer que si las categorías objetivas o especialidades constitutivas de ese todo complejo llamado cultura universal resultante, «llegan a segregar enteramente las operaciones del homo faber» la ley de desarrollo inverso de la evolución cultural representa un proceso de «des-culturización» («al menos, dice, si seguimos llamando «cultura», en sentido antropológico, precisamente a aquellos sistemas de morfologías objetivas que no solamente están generados por el hombre sino que contienen intercalado al homo faber», &c.). Ahora bien, este corolario solo es válido en la medida en que todos los ámbitos de las acciones humanas pudieran quedar sometidos al rigor de las ciencias, un mundo en el que la psicología se convirtiera en una ciencia inapelable y todos los comportamientos humanos estuvieran previstos por las leyes científicas. Hay que decir que es a eso a lo que aspiran las estrategias del marketing y todas las disciplinas orientadas a la manipulación a través de los medios de comunicación de masas. En todo caso, se trata de un proceso indefinido en el que esos ámbitos categoriales aparecen además como irreductibles y contradictorios, pero universales.
En este contexto de sociedades industriales universales el conflicto bélico, el enfrentamiento y el choque adquieren un sentido distinto al que propone Huntington, permite abandonar el lastre de un prejuicio ineficaz, para dar cuenta sin embargo de la persistencia de patrones civilizatorios diversos que pugnan entre sí por destruir o conservar la hegemonía política ligada internamente al modo de producción industrial capitalista que representa la globalización y que todos los estados comparten. Apelar a Dios, a la civilización, a la cultura tradicional, a la identidad cultural se convierte en una estrategia propagandística que puede mostrarse muy eficaz, gracias al perfeccionamiento de las técnicas del marketing, para garantizar la cohesión social y el apoyo a las campañas militares del imperio, así como para definir el perfil de los enemigos.
5. En definitiva, estos argumentos se asientan en el principio de que la globalización, occidentalización y modernización del mundo y de los hombres no deja de ser un proyecto global sólo en el plano nematológico, ni siquiera diríamos intencional, pero un proyecto verdaderamente regional en el plano real. Y ello no sólo por una eventual imposibilidad «ontológica»: los hombres nacen y mueren, y ni aún siendo eternos hay por qué suponer que van a mantenerse fieles a un modelo de sociedad y civilizatorio uniforme. Sino porque el propio proyecto de globalización actual del mundo capitalista desarrollado se ve obligado, para llevar a delante sus planes, a aplicar ese famoso «doble rasero» que solo es doble rasero en apariencia, porque es su forma real de proceder. Suele decirse que el doble rasero es el que mantiene vivo el odio a Occidente; pero también es cierto que lo exige la propia estrategia del capitalismo. Y este es uno de los asuntos más sensibles y que deben ser considerados. Muchos reformistas, como Landes, Soros, o Ignacio Ramonet, Stiglitz, animan a las instituciones internacionales a cambiar su conducta con el fin de evitar una conflagración universal de los «pobres» contra los «ricos». Landes y Ramonet los animan a que se hagan ricos, en la creencia de que la modernización lleva inevitablemente a la occidentalización. Soros anima a la creación de un gobierno mundial, como Guillermo de la Dehesa, por ejemplo, en la creencia de que sólo así podremos seguir dominando el mundo y facilitando la modernización mediante la occidentalización en la forma de gobiernos, leyes, principios, o como llama Soros, la creación de la «sociedad abierta» que evite las atrocidades de los tecnócratas financieros que hicieron estragos contra los países asiáticos, o en la incorporación («transición») de los países comunistas al capitalismo. Pero la razón y el dinero no siempre bastan para la modernización, por eso las campañas militares contra Irak o Afganistán, Yugoslavia, se interpretan también como campañas civilizatorias del mundo libre, o incluso como guerras humanitarias.
La identificación de la globalización como estrategia imperialista dirigida por un conjunto particular de estados está en sintonía con gran parte de las críticas que este fenómeno está recibiendo por parte de autores como Susan George, en varios de sus libros, Chomsky, las tesis de Javier Martínez Peinado en su libro El capitalismo global, o en La globalización desde el sur de Martin Khor, y dan pleno sentido a la propuesta que Samir Amin ofrece en El capitalismo en la era de la globalización, nos referimos a lo que ha llamado la «regionalización policéntrica» entorno a países como Brasil, Sudáfrica, la India o China, &c. El monopolio tecnológico, el monopolio de los mercados financieros mundiales, de los recursos naturales del planeta (sobretodo a través de las patentes, como advierte Jeremy Rifkin en su interesante libro El siglo de las biotecnologías), de los medios de comunicación (como dejan claro los estudios de Chomsky, Ramonet, &c.; véase por ejemplo el libro de Fernando Quirós Fernández, Estructura internacional de la información, o también, Ramón Reig, El éxtasis cibernético), y el monopolio de las armas de destrucción masiva, convierten la tesis de Huntington en una especie de cortina de humo que trata de dar cuenta de la debilidad (a pesar de todo) del imperio.
El proyecto de globalización capitalista (en el que España participa cada día más disuelta en la Europa del Gran Capital, cada día más «globalizada»), junto con la presencia histórica de ese humus del que habla Bueno, heredero de los imperios desaparecidos, sin perjuicio de su posible reactivación en el presente o en el futuro, muestran hasta qué punto flaquea el discurso ideológico totalizador por el que abogan los políticos y mucha gente bienintencionada. Por ejemplo, los discursos de optimismo tecnológico, sea radical o suave, se sienten cegados por la idea de que modernización y unificación de todos los hombres es un hecho: la telépolis de Echeverría, la idea de una ciudad universal es buena prueba de ello y ya hicimos nuestra crítica particular en otro momento (véase Ábaco: ciudad, región, globalización, 1999). Decíamos entonces que esa «telépolis» corresponde a una especie de «nueva Ciudad de Dios», caracterizada por que en ella todos los «teleciudadanos» comparten un hardware y un software comunes, siguiendo la definición de ciudad propuesta por San Agustín: «aquella congregación de hombres que reconocen unas creencias comunes». Pero, como entonces, la nueva ciudad de Dios supone una «ciudad de los hombres», tal vez una Babilonia, un humus que amenaza, y perfila los límites regionales del proyecto tecnológico modernizador liberal capitalista; y lo alimenta con mano de obra barata y seleccionada naturalmente por las fronteras, sean naturales, el estrecho de Gibraltar, o los muros de contención que todavía estamos construyendo, vigilados por atentos policías y soldados. Estos argumentos son coherentes con la tesis harto defendida sobre la necesidad de un nuevo «gobierno mundial» como si este gobierno mundial pudiera ser distinto e imponer su ley contra el imperio realmente existente. Los argumentos a favor de un nuevo gobierno mundial se parecen mucho a los argumentos a favor de la creación de una nueva lengua mundial (el esperanto) destinada a resolver el problema de la imposición imperial de las lenguas; un proyecto tan idealista como inviable, cuando hay idiomas imponentes con cientos de millones de hablantes. El gobierno mundial basado en la razón necesita también el soporte digamos militar, y eso tiene nombre ya, no hay por qué inventar otro.
Y lo mismo cabe decir de los discursos optimistas «suaves», aquellos que abogan por una tecnología «humanizada» y no sometedora del hombre, que unen más claramente modernización y occidentalización con sus doctrinas sobre las transferencias de tecnologías y sobre la participación democrática en las decisiones tecnológicas, pues dan por sentado que sólo una sociedad liberal democrática capitalista tendrá, por una parte, los incentivos y la iniciativa para la modernización tecnológica, mediante lo que se llama el paradigma evolutivo de las tecnologías y de las empresas, y por otro, una sociedad «civil» consciente de sus intereses y capaz de negociar una implantación más humana de esa modernización. La tecnología sin democracia capitalista no sólo es imposible, sino indeseable. Igualmente, la tesis de Eco según la cual «la fuerza de la cultura podrá evitar el choque de civilizaciones» no sería más que una respuesta ilusoria a un falso problema: «en mis sueños más osados –dice Eco– veo la imagen de un ambiente académico en el que se puede hablar pacíficamente incluso de los problemas más insolubles de nuestro tiempo». Sueños osados, lástima del despertar.
Pero el problema planteado por esta doble contradicción, por un lado, la que media entre el proyecto imperialista occidental de la globalización, y la presencia objetiva de esas ruinas imperiales en forma de civilizaciones y, por otro, la que media entre el Norte y el Sur –en aumento creciente, como dice el informe sobre países menos desarrollados de la Conferencia de la ONU para el Comercio y el Desarrollo (UNCTAD)–, es cómo interpretar muchos de los fenómenos que el mundo está viviendo en estos momentos: terrorismo de estado, terrorismo internacional, disolución de las libertades civiles, los problemas de la inmigración en los países avanzados, las guerras postcoloniales, los nacionalismos emergentes, la etnicidad, el «debilitamiento» de los estados-nación, &c. Y es que no podemos prescindir de la presencia insidiosa de esos conflictos civilizatorios atizados por recuerdos borrosos y realidades insoportables; ruinas de imperios derrumbados y problemas reales con nombres y apellidos en esquelas multitudinarias sobre cuyas olas «surfean» los hombres de negocios y los funcionarios internacionales de traje y corbata, consumidores de McPollo, Coca-Cola, &c.; los burócratas que someten a la lógica del neoliberalismo y experimentan con los países como si fueran cobayas, y hieren de lejos.
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