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El Catoblepas
  El Catoblepasnúmero 10 • diciembre 2002 • página 20
cine

Entre dioses y bestias

Ignacio Castro Rey

Un recorrido por la antropología y la pasión poética de Pasolini a través de algunos de sus iconos cinematográficos, siempre oscilantes entre la vitalidad lírica y el tormento, entre la revolución, el lodo y la teología

Sobrevivimos: y es la confusión
De una vida que renace fuera de la razón.
«Súplica a mi madre».
Poesías en forma de rosa, P. P. Pasolini

Autorretrato 1946. Pier Paolo Pasolini (1922-1975)Autorretrato 1947. Pier Paolo Pasolini (1922-1975)Autorretrato 1965. Pier Paolo Pasolini (1922-1975)Como actor en El Decamerón. Pier Paolo Pasolini (1922-1975)

Griterío y hervir de multitudes, porquería recalentada al sol, hierba renegrida, jetas zumbonas de huesos machacados. Tal es el descarnado paisaje que Pasolini, saliendo al mismo tiempo del anonimato, derrama sobre la orgullosa Italia de comienzos de los sesenta. Como Buñuel, nunca dejará de ensayar una teología de los bajos fondos, de los arrabales, de los desposeídos. El gesto apocalíptico que nunca le abandonará proviene del enfrentamiento de la totalidad del orden urbano, con su derecha y su izquierda civilizadas, a la religión de las afueras, a un universo suburbano que, lejos de ser superado por los nuevos centros, pervive cargado de una enorme vitalidad. Después de un periodo de militancia comunista, cuando el desencanto de lo estrictamente político llega, los chicos de la calle, los delincuentes, los bajos fondos y sus monstruos emergen como un sucedáneo desesperado del viaje romántico a la policromía que ha sido tapada por la planificación neoindustrial.

Ciertamente, no habría que ver ante todo mugre, obscenidad y violencia en Ragazzi di vita, en sus estatuas engastadas en el fango de un sucio Tíber que desvaría, sino más bien al afán casi místico de un sentido que, en un gesto primitivamente cristiano, ha de descender al arroyo. En cierto modo adelantando el radicalismo de Foucault, pero tal vez más libre que él de prejuicios culturales, la homosexualidad es también en Pasolini una enseña que le permite traspasar el umbral de la sexualidad productiva. ¿Progreso, sociedad, producción? Simplemente, lo trágico es la ruptura definitiva de tal continuidad, la irrupción de lo sagrado en la vida diaria. Después del refugio inicial en un navío comunista, ¿cómo puede vivir un hombre sobre el que se ha posado la mirada de un dios?

I

La antropología que brota de esta mirada, con su inclinación a los valores telúricos de las civilizaciones pre-industriales, pronto lleva a Pasolini a viajar por los países pobres, a amar los países del Tercer Mundo con «un amor de campesino irreductible». Si ya de niño, soñador, se embriagaba con el atlas, la India, Marruecos, Siria y Turquía pasan después ante sus ojos como las gemas sueltas de un anillo roto por la apisonadora del Desarrollo. Para él es necesario remontarse a antes de la era industrial para reencontrar el hilo de una libertad que ha de ser peligrosa. Aunque, en un principio, ese «antes» no es esencialmente cronológico, no está físicamente perdido. De hecho, al llegar a Roma a finales de los años cuarenta, confiesa sentir una terrible nostalgia por la tierra cultivada y, a la vez, encontrar un eco de esa profundidad explorando la periferia de las zonas romanas, el mundo subproletario (tan denostado por Marx) y la malavita.

Más que la ideología de los radicales urbanos, es esa masa parda de desheredados, como un limbo, la que según él permite resistir al flamante poder permisivo que se ensaya en nuestras sociedades desde finales de los cincuenta. Tal «religión natural» (libre, pues Pasolini confiesa no haber sufrido ninguna presión familiar ni institucional) le enfrenta ciertamente al cristianismo oficial, pero ante todo al estilo laico del reciente poder de centro. En Scritti corsari dirá que ningún fascismo ha hecho tanto daño a la Italia profunda como el hedonismo consumista{1}

Se da en este viraje un enorme amor por la realidad, un amor alucinado, infantil y pragmático a la vez, aunque muchas veces será tomado por impúdico. Un amor religioso además, en la medida en que se basa, en cierta manera por analogía, en una suerte de enorme fetichismo sexual. Vale tal vez para los personajes de este primer periodo narrativo lo que Pasolini dijo del joven huésped-dios de Teorema: precisamente por excesivos, tienen una pureza y una humildad de animales. Con un realismo despiadado, que se entrega sin sentimentalismos al ritmo de una furiosa supervivencia, el poeta no oculta su fascinación por ese mundo elemental. Más tarde se llega a hablar de una «complicidad entre el subproletariado y Dios», pero es comprensible que de este materialismo sagrado la ortodoxia progresista, incluso de extrema izquierda, pronto no quiera saber nada. Más aún si ello incluye no poder formular veredicto excluyente alguno, ni siquiera sobre los jóvenes fascistas que practican un modo u otro de terrorismo{2}.

Tampoco se permite ser ligero Pasolini en el tema de la liberación sexual (en el terreno de esa moral, «el estudiante más evolucionado no está más avanzado que un cura de la vieja escuela»). Si Teorema propone un «evangelio de la sexualidad» lo hace, muy lejos de todo optimismo liberador, al precio de lo peor, la soledad y la locura, el incesto, la muerte. Nuestro autor dice simplemente no proponer soluciones y limitarse a una vía «experimental», pero en este punto una suerte de pesimismo freudiano no le abandona. Es necesario filtrar Eros con Thanatos, ya que fuera de las murallas ciudadanas de la sacrosanta razón comienza la desmesura, la «anomia» castigada por los dioses. Edipo mata a su madre, Medea a sus hijos, Julián ama en Porcile los cerdos y se hace devorar por ellos. Si tomamos como ejemplo a San Pablo, la de Medea es una suerte de conversión al revés, pues pasa de la integración al peligro de un exterior sin reglas. Confrontado a la «raza del espíritu» en el cosmos hierático de Medea, el racional y pragmático Jasón desencadenará una tragedia espantosa, como Occidente de hecho lo hace masivamente cuando tropieza con una civilización arcaica.

Lo que fascina en estas narraciones es la fulguración desmedida del amor, un amor que pervive fuera de toda protección social. La libertad que aparece en este periodo es monstruosa, pues obliga a vivir al margen de toda Ley. No obedece a ningún código y genera figuras inasumibles, una «epifanía del doble en nosotros», como dirá en el poema Endoxa, que al final puede llevar a la muerte{3}. No obstante, es imprescindible asumir ese riesgo, pues si la libertad ha de ser salvaje, el «castigo» tiene que existir, inscrito en las consecuencias de la acción. De este modo, en contra del marxismo canónico, la libertad no rompe con el hierro de la necesidad, sino que gira en torno a ella como en un suelo hipnótico, dentro de una espiral de destino que se desvela paso a paso, sin dejar nunca un ámbito inamovible.

La libertad no «se alcanza» en ningún momento, en un estadio feliz, de una vez por todas. Por el contrario, es un camino (una condena, había dicho Sartre) que no deja nunca de recorrerse, de buscarse. Al seguir el movimiento del hombre este esquema cíclico, sin ascenso ni progreso, podemos ver en Pasolini una versión asumida, querida, de la «obsesión de repetición» (Wiederholungszwang) de Freud. Existe la certeza de una imperfección constitutiva, no susceptible de mejora, en cuyo calvario se incuba el poder del hombre. Pasolini defiende esta infraestructura hierática, transpolítica, una prehistoria enterrada en el presente de la que la poesía y el cine han de dar cuenta.

II

En cuanto al estilo narrativo, llama la atención en primer lugar un interés por la expresión directa, por los dialectos del habla real, por el código local de la comunicación y la semiótica. A Pasolini le entusiasma, por ejemplo, el experimento en que el lingüista Jakobson hace decir a una actor «buenas noches» de cuarenta o cincuenta modos distintos, con todos los matices semánticos correspondientes. Se da en el poeta de Las cenizas de Gramsci un incondicional amor por lo vivo y popular, incluido el abigarramiento medieval y oriental, toda aquella mezcla que la purificación capitalista ha prohibido allí donde penetra, para empezar, en la Italia desarrollada{4}. Toda esa densidad antropológica, la posibilidad de una «barbarie» libre de nuestras convenciones, y por ello éticamente superior, fascina al autor de Porcile.

Esto es evidente en el dialecto friulano en el que escribe sus primeros poemas, en el argot de la «malavita» romana que llena Accatone o Mamma Roma, en esa constante aproximación carnal (a medias medieval, a medias tercermundista, a medias cristiana) a los parias de la tierra. En Trasumanar e organizzar (1971) habla de una abolida esperanza, para «desgraciados y fuertes, hermanos de los perros». Hay una obsesión ascética por la exclusión, por la marginalidad, por la pobreza donde bebe la verdad: «Cuando le digo que tengo la mentalidad de una animal herido, expulsado de la manada, no miento»{5}. Eso le lleva a ser solidario con el fracaso, con todas las minorías odiadas del mundo. Lleva incluso a una desesperada atracción por la figura del outsider delincuente, Robin Hood liberado de las trabas sociales. Obsesión que finalmente se volvería contra él y le costaría cara. ¿Se volvería realmente contra él? Si somos honestos, con esta distancia que dan 25 años, podríamos reconocer que su sórdida muerte en la playa de Ostia, dejando como herencia un cadáver desfigurado, no deja de hacerle honor a una vida en el filo, agrandando el halo misterioso con el que le recordamos{6}.

Aunque no precisamente napolitano, a Pasolini le fascina el lenguaje del cuerpo, de las caras, de la vida insignificante que apenas articula palabras. En sus cintas salta a primer plano la riqueza expresiva de un pueblo sumergido en la riada de la calle, en una vida rasgada. En este sentido, desde el comienzo, Roma es para Pasolini cualquier cosa menos un ciudad «católica». Escarbando como él lo hace en su subsuelo, es antes una ciudad epicúrea, estoica, heroica{7}. Puede seguir amando en ella el sucio Sur que es rechazado por la orgullosa prepotencia del Norte, incluso del nuevo norte hedonista, con rostro humano, que se ensaya en la sociedad de consumo. De ahí proviene, después de unos primeros trabajos de «obediencia estructuralista», esa sorprendente capacidad para atravesar antropológicamente las convenciones (cristianas, progresistas, urbanas), para ver detrás de su pompa. Pasolini retiene de la institución de la lengua, y de la liturgia cultural, el código que permite la fraternidad. Poco a poco, después de la primera ortodoxia marxista, llegará a sonreír ante cosas que antes le habrían sumergido en el estado más puro de ansiedad, de pasión, de furor incluso.

Descarnado, sin la protección de un aparato cultural del que abomina, llama a desconfiar de los parentescos, en la certeza de que no hay nada que haga más diferente que la simplicidad, un esquematismo a través del que emerge la violencia de lo nuevo. La complejidad apareja, la singularidad diversifica, dice, y eso también es el estilo, la simplicidad expresiva{8}. Lo que se refuerza, lógicamente, con una formación «autodidacta», propia de aquel que crea por necesidad, para darle forma a su vértigo y poder así sobrevivir en un mundo que nunca deja de ser elemental. Si antes se había hecho con la literatura, se asalta como un intruso el cine, sin mayores andamiajes formativos. Primero el cine (Eisenstein) bebe en la literatura, después se enrosca «sobre sí mismo». Pero para el director de Edipo Re se ha de crear, desde afuera, para poder existir, para rescatar una y otra vez el afuera constitutivo de la existencia.

En Accatone no sabía nada de cine y se ve obligado a inventar una técnica, que tenía que ser lo más elemental posible. Acentuado además por el hecho de confesar haber rodado siempre con mucha prisa por avidez de otras películas, la simplicidad se convirtió en severidad y la elementalidad en absoluto. Tanto ahí como en La ricotta (variante de Accatone como el «allegro» con respecto al «adagio») brillan casi sin concierto el humor, el ingenio romano, la crueldad y el egoísmo, el código popular. En estas dos cintas, en la sobriedad del paisaje, en la sencillez de los volúmenes, en la tosquedad de la iluminación, Masaccio y Morandi son los modelos.

Si, por otra parte, Pasolini no tiene nada que oponer al título de «barroco» es debido a que su estilo es evidentemente ecléctico, incorporando materiales de dialectos, música popular y clásica, referencias a la pintura, a la arquitectura y a las ciencias humanas. Encontramos una constante contraposición contrapuntística de lo sublime y lo trivial. Por ejemplo, entre la música de Bach y la realidad sórdida del subproletariado romano en Accatone. Ahora bien, a pesar de las apariencias, no hay nada de «pastiche» en todo este inmenso trabajo, pues una unidad ferviente, bárbara, recompone constantemente la unidad. Lo que crea en él el magma estilístico es una especie de fervor, de pasión que le empuja a apoderarse de cualquier material{9}. Estamos pues ante un espíritu unitario, ávido, que necesita bañarse en la diversidad, en lo que entrañe algún riesgo, para retornar una y otra vez a un único teorema en el que recrear una existencia insumisa. Se trata de descubrir continuamente una pobreza que acompañe a nuestra riqueza, de tal manera que una suma «bárbara» de fuerzas se conserve.

III

¿Es el cine de Pasolini una tentativa de «obra de arte total»? En primer lugar, la pasión por el cine le sirve para mantenerse en un nivel de cultura antropológica, alejándose de la superestructura normativa y encontrando un lenguaje sincrético, que comunique la tensión de la vitalidad. Escribe poemas desde que aprendió a escribir: «Hay cosas que únicamente se viven; o bien, si quisiéramos decirlas, habría sido preciso hacerlo en poesía»{10}. En esta mirada a ras de hierba, que nunca abandona, el paso de la literatura al cine no es más que un problema de cambio de técnica. El cine como contacto carnal y táctil con la realidad permite, exige ser totalmente autodidacta. Hace cine, dice, para vivir acorde con su filosofía, es decir, de acuerdo con un deseo de aferrarse a la piel de la realidad, sin la interrupción simbólica del sistema de los signos lingüísticos.

Siente fascinación por esa multiplicación de «presentes»{11} que es el cine, como una potenciación del perspectivismo de la vida. Si el lenguaje es un código, él intenta operar, a plena conciencia, a un nivel metalingüístico{12}, buscando tocar el grito, los intersticios del lenguaje articulado. Por otra parte, al menos en los años sesenta de Italia, el cine se le presenta menos lastrado culturalmente para intervenir en el presente (aunque justamente eso es lo que le achaca Calvino, tal voluntad de intervenir en el presente). Conservando toda la pasión de la literatura, el cine tiene una eficacia política de la que carece su fuente literaria.

El cine es, como noción primordial y arquetípica, un plano-secuencia continuo e infinito. Y lo que une cine y realidad es la muerte. Es absolutamente necesario morir porque, mientras estamos vivos, carecemos de sentido. La muerte realiza un rapidísimo montaje de nuestra vida{13}. Poco a poco, después de la muerte, conseguimos una imagen más misteriosa, menos anecdótica de una vida. Igual ocurre en el cine, donde el montaje completa como descifrable el sentido de lo vivido, como si ya hubiera ocurrido su muerte{14}. «La proposición fundamental expresada por lo más insignificante es: 'Yo soy', o 'Hay', o simplemente 'Ser'. Pero, ¿es natural ser? No, no me lo parece; al contrario, me parece que es portentoso, misterioso»{15}. De aquí arranca la fascinación por la profundidad diaria. Vulgar, sin duda, pero por lo mismo no burguesa, ni histórica.

Para Pasolini se trata de encontrar en el montaje la estructura mítica de lo real, un estilo rudo y monumental para volver incrustar en nuestro siglo, al decir de Moravia, como en los grandes frescos y relatos italianos del siglo XIII y XIV, las viejas preguntas sobre el amor, la muerte, la redención, la revolución, el mito, el milagro. Hacer cine es escribir sobre un papel que arde{16}. En contra de toda la corriente desacralizadora del progresismo insiste, ya en los 60, que la inspiración y la gracia existen. Pronto la obsesión pasoliniana es descubrir los seres y las cosas como ingenios cargados de sacralidad. En Accatone esta sacralidad estaba en estado puro. En Uccellacci e uccellini, una de sus películas favoritas, brilla con «una pureza enteramente franciscana».

IV

En contra del envaramiento de los profesionales, de su búsqueda de perfección y de su falso «naturalismo»{17}, Pasolini elige con frecuencia a sus actores entre sus amigos: F. Citti en Accatone, el joven camarero que capta para Mamma Roma, Welles en el episodio de La ricotta, el estudiante vasco que hace de Cristo en Il Vangelo secondo Mateo, Ninetto Davoli siempre que puede... Por otra parte, si el neorrealismo se sirve de planos largos para imitar la vida, él a su vez se esfuerza en reconstruirlo todo, en no reproducir naturalmente lo que pasa (hasta el punto de doblar sistemáticamente todas sus películas). De hecho, debido casi a su carácter, a una inflexión de espíritu que evita el juicio moral definitivo, por respeto a cierto misterio de la existencia, cree haber practicado intuitivamente la «distancia brechtiana». Aunque según él, en Brecht esa ambigüedad es sólo provisional, escapa a la existencia, se resuelve en la historia{18}. Al contrario, desde Accatone la suspensión es de carácter existencial. Podría definirse, en contra de toda la tradición moderna, burguesa y marxista, como la detención del juicio intelectual ante el misterio de la existencia.

En este sentido, como dice el cuervo de Uccellacci e uccellini, el tiempo de Brecht y de Rossellini ha terminado, pues no queda un valor ingenuamente político al que aferrarse. Lo que unifica por debajo a izquierda y derecha es el nuevo «fascismo» contra el mundo antropológico de la pobreza, contra los pueblos de la tierra, contra su mezcla y su constitutivo subdesarrollo. La llegada del poder del consumo, el «aggiornamento» del catolicismo al tiempo, la integración del partido comunista y la evolución de los acontecimientos en la URSS y en China, sumados al desencuentro con la extrema izquierda, impide las viejas esperanzas. Teorema y Porcile son de hecho parábolas sobre el fin de un mundo, fin que exige una arqueología del pasado para conservar una idea mítica de revolución, aunque todo ello dentro de una ironía atroz. Aunque colabora con Fellini (en los guiones de La dolce vita y Noches de Cabiria), pronto se aparta de su troupe de cómicos y clowns ambulantes.

A partir de El Evangelio según San Mateo se hace necesario abandonar el lenguaje «gramsciano» accesible a las masas. El canibalismo (Porcile), el sexo (Teorema), el sadismo (Salò) son sistemas semiológicos con los que se quiebra la articulación convencional del lenguaje. Además, el poeta cae en la cuenta de que poco a poco aquel mundo de los arrabales romanos ya no existe. Como en los peores tiempos del pasado, la noche italiana está sola, en manos de profesionales y asesinos: los intelectuales no saben nada de esto porque se resguardan en sus casas, gratificados por la «producción artificial de modernidad» que les sirve la televisión.

Sólo la tragedia permanece. Y en su opinión, los filmes de entonces, particularmente Accatone, se han hecho más hermosos. Sus ideas, dice mientras permanece inmerso en la violencia de Salò, siguen siendo válidas en el interior de una tragedia «fuera del tiempo». Vistas en forma retrospectiva, lo más realista de aquella películas era el magma, una cosa mal hecha y montada de una cierta manera. Si Salò es menos realista es porque necesita un punto de perfección formal que permita encerrar en una especie de estuche las cosas terribles. En efecto, como recordaba M. Maresca, Salò no progresa según un relato habitual, sino sobre la metáfora de los círculos infernales («Abandona toda esperanza»), para acceder continuamente, y no al final de una historia o de una argumentación, a la metáfora principal del poder{19}.

Ese procedimiento es el que da al pensamiento de Pasolini en este film tal fuerza insoportable. Desde las primeras imágenes, el horror se muestra ya con toda su capacidad aniquiladora en pleno rendimiento. Lo que ha intentado Pasolini es sustituir de forma automática en el relato de Sade la palabra Dios por la palabra Poder. Siguiendo a Marx, el sadismo proviene de la nueva relación del poder con el hombre, de la conversión del cuerpo en mercancía, en cosa. La industrialización ha sustituido a Sade por un sadismo mundial.

Salvo Laura Betti en el doblaje, ninguno de sus actores clásicos participa en el rodaje de Salò, como si quisiera apartarlos del horror de esta nueva transformación. ¿Le preocupa al escritor el peligro de ser entendido mal? No, dice, incluso en su violencia Salò es un misterio medieval, un auto sacramental. En este extremo, lo sagrado continúa, pero solamente como la exigencia incesante de la traición, la profanación. Judas, que es traidor al Hijo como éste lo es a la religión judía, repite de algún modo el gesto de Jesús: besa a una humanidad que, para ser salvada, ha de ser llevada antes al sacrificio.

Notas

{1} Pier Paolo Pasolini, Escritos corsarios, Monte Avila, Barcelona 1978, pág. 28.

{2} Ibíd., pág. 55.

{3} También el hijo de José recibe frecuentes acusaciones de estar endemoniado, de las que tiene que defenderse: «No tengo un demonio, sino que honro a mi Padre» (Jn. 8, 49).

{4} «Esta relación negativa con la 'cultura de los sentidos' es precisamente un elemento constitutivo del puritanismo (...) Aun el suave Baxter aconseja desconfiar del amigo más íntimo, y Bailey recomienda abiertamente no confiar en nadie y no comunicar a nadie nada que sea comprometedor para uno: Dios debe ser el único confidente del hombre. Del mismo modo, a diferencia del luteranismo, desapareció también la confesión privada (...) Bailey recomienda además imaginarse cada mañana, antes de mezclarse con la gente, que se entra en una selva virgen llena de peligros y pedir a Dios que nos dé 'el manto de la justicia y la prudencia'. Este mismo sentimiento se encuentra en todas las sectas ascéticas y determinó que muchos pietistas llevasen dentro del mundo un tipo de vida semejante al de los anacoretas (...) 'Maldito sea el hombre que se abandona a los hombres' (Jer., 17, 5)». Max Weber, La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Península, Barcelona 1994 (13ª ed.), pág. 127.

{5} Jean Duflot, Conversaciones con Pier Paolo Pasolini, Anagrama, Barcelona 1971, pág. 133.

{6} Quizás esto explique que siga sin herederos. A todas luces, su hipotética prolongación en Nanni Moretti es (a pesar del precioso homenaje de Caro diario) solamente un gesto de buenas intenciones.

{7} Jean Duflot, Conversaciones con Pier Paolo Pasolini, op. cit., pág. 56.

{8} Ibíd., pág. 121.

{9} Ibíd., pág. 140.

{10} Ibíd., pág. 10.

{11} Pier Paolo Pasolini, «Discurso sobre el plano secuencia o el cine como semiología de la realidad», Problemas del nuevo cine, Alianza, Madrid 1971, pág. 64.

{12} Jean Duflot, Conversaciones con Pier Paolo Pasolini, op. cit., pág. 114.

{13} Pier Paolo Pasolini, «Discurso sobre el plano-secuencia...», Problemas del nuevo cine, op. cit., pág. 68.

{14} Ibíd., pág. 75.

{15} Ibíd., pág. 71.

{16} Ibíd., pág. 72.

{17} «Mircea Eliade, en la Historia de las religiones, dice exactamente lo mismo: que la característica de las civilizaciones campesinas, de las civilizaciones sagradas por tanto, es no encontrar la naturaleza 'natural'. Me parece que en eso no he hecho más que redescubrir una cosa ya conocida». Jean Duflot, Conversaciones con Pier Paolo Pasolini, op. cit., pág. 100.

{18} Ibíd., pág. 169.

{19} Según el filósofo G. Agamben, el universo sadiano sería un antecedente significativo (literaria, filosófica, culturalmente) en un paisaje «biopolítico». En el momento en que la Revolución hace del nacimiento, de la vida desnuda, el fundamento de la soberanía y los derechos, Sade pone en escena el theatrum politicum, donde por medio de la sexualidad el propio ritmo fisiológico de los cuerpos se presenta como elemento político puro. El lugar político por excelencia son las mainsons, donde cualquier ciudadano puede convocar públicamente a cualquier otro para obligarle a satisfacer los propios deseos. El boudoir ha sustituido íntegramente a la cité, en una dimensión en que público y privado, nuda vida y existencia política (así como sádico y masoquista, víctima y verdugo) se intercambian los papeles. La importancia creciente del sadomasoquismo en la modernidad tendría entonces su raíz en este intercambio, puesto que en él la sexualidad consiste en hacer surgir el partner en la vida por completo despojada. El significado de Sade consiste en haber expuesto el sentido absolutamente político de la sexualidad y la vida fisiológica. Al igual que en los campos de concentración de nuestro siglo, el carácter totalitario de la organización de la vida en el castillo de Silling (más tarde evocada por Pasolini en Salò), con sus minuciosas reglamentaciones que no excluyen ningún aspecto de la fisiología, tiene su asiento en pensar una organización total y normalizada de la vida humana, desde la misma función digestiva. Giorgio Agamben, Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida, Pre-Textos, Valencia 1998, págs. 170-171.

 

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