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El Catoblepas, número 11, enero 2003
  El Catoblepasnúmero 11 • enero 2003 • página 3
Guía de Perplejos

De la inteligencia y la necedad

Alfonso Fernández Tresguerres

Se sugiere considerar la inteligencia no tanto como un conjunto de aptitudes,
sino de actitudes: ser inteligente o necio son, ante todo,
formas de comportarse y de actuar

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Hablamos de la inteligencia como si fuese automáticamente obvio a qué nos referimos, y, sin embargo, nadie sabe muy bien qué es. La historia de la filosofía, primero, y la de la psicología, después, abundan en intentos de acotarla y definirla, pero lo cierto es que las definiciones son casi tantas como filósofos y psicólogos se han ocupado del asunto. Mas tales definiciones de ningún modo pueden ser consideradas «variaciones sobre el mismo tema», esto es, un decir lo mismo con palabras distintas, sino que, por el contrario, ponen de relieve concepciones muy diferentes y a veces francamente contrapuestas. Desde quien la entiende principalmente como la capacidad de pensar en términos abstractos (Terman), hasta quien, como Wechsler, la concibe desde un punto de vista esencialmente práctico: «capacidad conjunta o global del individuo para actuar con una finalidad, para pensar racionalmente y para relacionarse de forma efectiva con el ambiente». En otros casos se la ha puesto en estrecha relación con la mayor o menor disposición para el aprendizaje, hasta el punto de identificarla prácticamente con éste (Köhler y Koffka), o con la mayor o menor efectividad a la hora de poner el pensamiento al servicio de las necesidades del presente (Stern). Otras veces se incluyen en ella tal cantidad de aptitudes que la inteligencia, finalmente, parece acabar siendo todo (o nada). Es el caso de Haggerty, quien la considera constituida por un conjunto de procesos mentales: sensación, percepción, asociación, imaginación, discernimiento, juicio, razonamiento...

Esta es la forma en que es interpretada por las «teorías factoriales», comenzando por la de Sperman, que la verá constituida por dos factores: el factor g o inteligencia general, básicamente heredada, y los factores s o habilidades específicas, que dependen primordialmente del ambiente y del aprendizaje, desarrollándose más o menos en cada individuo (la distinción de Catell y Horn entre inteligencia cristalizada e inteligencia fluida se corresponde bastante bien con la teoría de Sperman). Clásica es, asimismo, la teoría de Thurstone, en la que se señalan siete factores o aptitudes que pueden ser medidos mediante los tests: fluidez verbal, comprensión verbal, aptitud espacial, rapidez perceptiva, razonamiento lógico, aptitud numérica y memoria. Hasta llegar a la de Guilford, en la que se recogen nada menos que 120 factores distintos, es decir, que habría 120 formas diferentes de ser inteligente.

Otras teorías más que de factores prefieren hablar de distintos tipos de inteligencia. Ese es el caso de la teoría triádica, de Sternberg, quien distinguirá entre inteligencia contextual: encargada de la resolución de problemas cotidianos, haciendo posible la adaptación al ambiente, inteligencia intermedia: uso crítico de las distintas aptitudes o habilidades, e inteligencia componencial: mecanismos mentales que posibilitan el aprendizaje.

Así pues, en eso que llamamos «inteligencia» confluyen una serie de elementos que tienen que ver con el aprendizaje, la adaptación, la solución de problemas, el proponerse fines, la capacidad de valoración y autocrítica, &c. O si se quiere decir de otro modo: que no sabemos muy bien de qué estamos hablando. Al final, quién sabe si no tendremos que acogernos de nuevo a la definición operacional de Binet, según el cual, inteligencia es lo que mide un test de inteligencia.

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Y es que aunque no sabemos muy bien qué es la inteligencia, hemos creado, sin embargo, instrumentos para medirla. Como es sabido, uno de los primeros en intentarlo fue precisamente Binet (junto con Simon), el año 1905 (el primer test había sido diseñado por Catell, en 1889). El año 1916, Terman, en la Universidad de Stanford, modifica el test de Binet-Simon, que será conocido desde entonces como el test Stanford-Binet. La idea central de Binet es que la inteligencia del individuo vendría dada en función de su edad mental, en la medida en que ésta sea superior, inferior o igual a su edad cronológica, siendo normal el niño (el test de Binet estaba diseñado inicialmente para la detección de niños con diversos grados de retraso) cuya edad mental y cronológica coinciden, y lógicamente, aquél cuya edad mental sea superior o inferior a la cronológica, presentará diversos niveles de inteligencia superior o bien de retraso. De ahí surgirá la celebre fórmula, diseñada por Stern, para calcular el cociente o coeficiente intelectual (CI): CI= Edad Mental / Edad Cronológica x 100. Además del test de Binet (y sus modificaciones), existen otras importantes pruebas para niños, entre ellas el test de Weschler o los tests de Gessell. En cuanto a las pruebas para adultos, baste recordar la escala de inteligencia de Weschler-Bellavue o el test de matrices progresivas, de Raven.

Los problemas que plantean los tests de inteligencia son, como muchas veces se ha señalado, múltiples y diversos. En primer lugar, ni siquiera está claro qué es lo que miden, si la supuesta inteligencia del individuo (suponiendo que sepamos lo que es) o sus conocimientos y cultura, su preparación intelectual, que acaban confundiéndose con el CI. Parece bastante claro que en aquellas pruebas en las que se miden diversas aptitudes específicas (verbal, razonamiento, &c.), cabe esperar que el individuo más culto obtenga también puntuaciones más altas. Pero incluso en aquéllas (como el test de Matrices Progresivas 38 o el D 48) que se presentan de forma no verbal, y que consisten en establecer relaciones entre distintos elementos, no creo que el adiestramiento del individuo tenga una menor incidencia. Como principio general, me atrevería a afirmar que cualquier individuo, consumidor habitual de revistas de pasatiempos, es probable que obtenga en los tests de inteligencia puntuaciones relativamente altas, aunque, por lo demás, sea un perfecto estúpido. La prueba es la siguiente: si un individuo se dedica todos los días a la realización de un par de pruebas de inteligencia, ¿mejorará con el tiempo su CI, esto es, la puntuación que obtenga en los tests? Creo que resulta obvio que debemos responder en sentido afirmativo. Pero, ¿significa eso que ha «mejorado» su inteligencia o, simplemente, que ha aumentado su habilidad para la realización de determinadas tareas? Creo que huelga la respuesta. ¿Qué es, pues, lo que estamos midiendo cuando creemos medir la inteligencia? Por lo demás, se ha objetado que los tests presuponen la existencia de aptitudes constantes e inmutables en el individuo, o que la respuesta considerada correcta se halla rígidamente tipificada, de tal manera que una respuesta no convencional, novedosa u original, resulta automáticamente rechazada y penalizada; o dicho de otro modo, que los tests miden el pensamiento convergente, pero no el pensamiento divergente, creativo. Uno de los que con mayor ahínco ha criticado la eficacia de los tests de inteligencia es Sattler. Sus objeciones pueden resumirse en las siguientes: los tests no miden la inteligencia innata, sino que son cálculos aproximados de distintas habilidades; los CI cambian, y, además, los obtenidos en distintas pruebas no son intercambiables; finalmente, una batería de tests, por completa que sea, no dice todo lo que se puede decir de las aptitudes intelectuales de una persona.

Acaso por todo esto, desde un tiempo a esta parte, algunos (Coleman, Epstein...) han comenzado a dibujar un nuevo concepto de inteligencia: se trata de la llamada «inteligencia emocional», y han propuesto sustituir el concepto de cociente o coeficiente intelectual (CI) por el de cociente o coeficiente emocional (CE). A grandes rasgos se trata de lo siguiente: la inteligencia, más que con aspectos como a los que hasta ahora nos hemos referido, habría que relacionarla con capacidades tales como ser conscientes de nuestras emociones y sentimientos (autoconciencia), así como controlarlos (autocontrol), entender los sentimientos de los demás y ser capaz de «ponerse en su lugar» (empatía), soportar las frustraciones y las presiones, siendo tenaz y constante (motivación), ser apto para trabajar en equipo y relacionarse eficazmente con los otros (habilidad social).

Yo supongo que todas (o alguna) de esas disposiciones pueden ser admitidas, sin mayor inconveniente, como formas de comportamiento inteligente, y ni siquiera creo que los autores a los que hasta ahora nos hemos referido tuviesen especial interés en negarlo. Más aun: entiendo que muchas de esas habilidades, señaladas como propias de la inteligencia emocional, se hallan absolutamente presupuestas o incluidas en algunas de las teorías que anteriormente hemos examinado. Quiero decir con esto que no alcanzo a ver lo radicalmente novedoso de este nuevo planteamiento. Por otra parte, considero muy discutible que lo que llamamos «inteligencia» pueda ser cifrado exclusivamente en tales disposiciones emocionales, con exclusión (es de suponer) de otras aptitudes, y hasta el punto (supongo nuevamente) que el individuo que careciese de tal eficacia emocional no podría ser, en sentido estricto, considerado inteligente. ¿Acaso no está llena la historia de las artes y las ciencias, de la política y la filosofía, de individuos egocéntricos y egoístas, desadaptados y desequilibrados? ¿Diremos, pues, que no eran inteligentes y que sus creaciones, a veces absolutamente geniales, fueron el producto de una mente mediocre? Creo que se está confundiendo aquí el ser buena persona con el ser una persona inteligente. Sin duda, se puede ser las dos cosas a un tiempo, pero también lo uno sin lo otro. Quienes hablan de inteligencia emocional dan la impresión de confundir el equilibrio psíquico y la ética con la inteligencia. Y, después de todo, ni siquiera la ética, porque el concepto de «buena persona» no parece hallarse construido a partir de determinados parámetros éticos (que los defensores de la inteligencia emocional deberían hacer explícitos), sino sociales (y, al cabo, ideológicos): el individuo inteligente es aquél que trabaja eficazmente durante la semana, desempeña adecuadamente sus roles familiares y sociales, participando activamente en las actividades de la comunidad de vecinos y preparando, algún que otro fin de semana, una barbacoa para sus amigos en el jardín de su casa, es decir, el individuo satisfecho de su vida y de los tiempos y la sociedad que le ha tocado vivir, perfectamente adaptado a ella, feliz. Y yo sostengo (lo haré más adelante) que un individuo tal es la antítesis de un sujeto inteligente.

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No sabemos lo que es la inteligencia, pero, sin embargo, también nos hemos ocupado de estudiar cómo se desarrolla en el niño (Piaget, especialmente). Ahora bien, cuando hablamos del desarrollo de la inteligencia, y decimos (como dice Piaget) que el niño pasa por cuatro etapas (periodo de la inteligencia sensomotora, del pensamiento intuitivo, de las operaciones concretas y, por último, de las operaciones formales), ¿de qué estamos hablando? Es evidente que el niño, hasta una determinada edad, no es capaz de un pensamiento abstracto o simbólico, de proponer hipótesis o formular juicios hipotético-deductivos, pero, ¿la consecución de tales disposiciones constituye el desarrollo de la inteligencia o la adquisición de determinadas habilidades intelectuales? ¿Es lo mismo una cosa que otra? Todo individuo adulto «normal» (e incluso no tan normal, más bien habría que decir todo individuo no afecto de un grado importante de oligofrenia) es capaz de desplegar (en mayor o menor medida) un pensamiento de esas características. ¿Será eso la inteligencia? ¿Nos conformaremos, pues, con definir la inteligencia como «el conjunto de rasgos que caracterizan el pensamiento humano adulto»? Algo, por tanto, que poseen casi todos, del mismo modo que casi todos tienen dos manos con cinco dedos y pulgar oponible. No estoy seguro que sea de esto de lo que estamos hablando.

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Y sin saber lo que es la inteligencia, también hemos discutido profusamente acerca de si es heredada o adquirida. Naturalmente, no faltan argumentos y ejemplos (y contraejemplos) que avalen una u otra postura. Pero ya casi nadie defiende ni una posición genetista pura (según la cual nacemos con un CI que permanece constante e inalterado a lo largo de toda la vida) ni tampoco una posición ambientalista pura (que sostiene que la inteligencia del individuo es el resultado de un proceso de maduración que tiene lugar en un determinado contexto), sino que, finalmente, se ha acabado por llegar a una especie de consenso: influyen las dos cosas, tanto la herencia como el ambiente. Los estudios, en este aspecto, con gemelos son decisivos. Así, se ha comprobado que los gemelos homocigóticos tienen unos niveles de inteligencia más parecidos que los que encontramos en gemelos heterocigóticos, pese a lo cual, si son criados en ambientes distintos tales niveles difieren.

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Y asimismo, aunque no sepamos a ciencia cierta lo que es la inteligencia, nos hemos preguntado si puede una maquina ser inteligente. Los estudios sobre la llamada «inteligencia artificial» (IA) se inician hacia 1956, y en palabras de Marvin Minsky, uno de los primeros y principales investigadores, su objetivo es «la realización de sistemas informáticos con un comportamiento que en el ser humano calificamos como 'inteligente'». O, como dirá Winston, en 1984: «el estudio de las ideas que permiten a los ordenadores ser inteligentes». Con todo, los intentos de construir autómatas mecánicos capaces de manifestar comportamientos inteligentes son muy anteriores, remontándose, por lo menos, hasta R. Llul. Y fue Alan Turing quien por vez primera propone una forma concreta de determinar hasta qué punto una maquina puede ser considerada inteligente. Se trata del célebre «test de Turing»: básicamente, consiste en averiguar si un individuo, comunicándose únicamente a través de un teclado y una pantalla, puede distinguir a una máquina de una persona. Si no lo consigue, habría que concluir que la máquina es inteligente, aun cuando el mismo Turing considera que eso no la haría estar menos alejada del ser humano, al carecer, por ejemplo, de intencionalidad.

Posteriormente se ha distinguido entre IA débil e IA fuerte. Los defensores de la segunda (Jack Copeland, por ejemplo) sostienen que de un ordenador programado de un modo conveniente puede decirse, en sentido estricto, que posee habilidades cognitivas. Por el contrario, los partidarios de la IA débil tan sólo afirman la utilidad que para el estudio de la inteligencia humana presenta el conocimiento del modo de trabajar de las computadoras. Entre éstos, Searle, a partir del llamado experimento de la «habitación china», rechaza la ecuación mente / cerebro = programa / hardware (algo que parecen aceptar quienes defienden la idea de IA fuerte), porque: «Tener una mente es algo más que desarrollar un programa de computación. Y la razón es obvia. Las mentes tienen contenidos mentales. Tienen contenidos semánticos, así como tienen un nivel sintáctico de descripción». Lo que parece querer decir Searle es que un ordenador trabaja de una manera puramente sintáctica, esto es, manejando símbolos a partir de un programa, pero sin ser capaz de comprender lo que hace, aspecto éste característico y específico de la mente (de la inteligencia, diríamos) humana. Y yo, que lo ignoro casi todo sobre ordenadores, me permito sospechar, sin embargo (y ello pese a las réplicas y contrarréplicas de los defensores de la IA fuerte), que Searle tiene razón ( sin que por ello me sienta, obligado, al mismo tiempo, a solidarizarme con todos los aspectos de su «filosofía de la mente»). No parece que una máquina pueda hacer más que aquello para lo que ha sido programada, y quien la ha programado ha sido un ser humano. Con lo cual, los logros sorprendentes para los que la máquina en cuestión se muestre capacitada, antes que de la inteligencia de la máquina misma, parecen hablarnos de la inteligencia de su programador.

Por lo demás, a mí estas controversias siempre me ha provocado una cierta perplejidad. Me pregunto cómo diablos si no disponemos de un concepto preciso de «inteligencia» podemos discutir si puede hablarse o no de inteligencia artificial y cómo definirla.

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Y, finalmente, sin saber lo que es la inteligencia nos hemos permitido, durante mucho tiempo, considerarla patrimonio exclusivo del ser humano, ausente por completo en el mundo animal.

La concepción griega del hombre como «animal racional», y la consiguiente negación de tal capacidad (que puede, sin duda, identificarse con la inteligencia) a los animales, se mantendrá no sólo en toda la antigüedad, sino también a lo largo de la filosofía medieval, al punto de que en el cristianismo, la inteligencia (o el entendimiento) será considerada, junto con la memoria y la voluntad, una de las denominadas «potencias del alma»; y Santo Tomás sostendrá que la intelligentia (en tanto que acción y efecto de intelligere, leer por dentro, entender) es una de las virtudes intelectuales. Que se trata de algo propio y exclusivo del ser humano, todavía resulta más claro (si cabe) en San Agustín, desde el momento en que entiende la intelligentia como una facultad del alma distinta y superior a la razón; facultad que, frente al mero raciocinio, hace posible una visión interior (in interiori homini habitat veritas), posibilitada por iluminación divina.

En la época moderna, el dualismo establecido por Descartes entre res cogitans y res extensa, viene a insistir en lo mismo: sólo el hombre es pensamiento, en tanto que los animales no son más que extensión, simples máquinas que ni sienten ni piensan. Esta doctrina del maquinismo o automatismo de los animales (que antes de Descartes había sido formulada por el médico vallisoletano Gómez Pereira) determinará la concepción del mundo animal prácticamente hasta finales del siglo XIX (con algunas raras y notables excepciones, como Montaigne o Voltaire). Pero la obra de Darwin, primero, y sobre todo el nacimiento e impresionante desarrollo de la etología, después, arruinarán definitivamente tales posiciones, al tiempo que acabarán por destrozar muchas de las tradicionales líneas de demarcación tradicionalmente utilizadas para diferenciar al hombre del resto de los animales y subrayar la especificidad de éste (el lenguaje o la cultura son algunas de ellas). Por lo que respecta a la inteligencia, los etólogos han demostrado cumplidamente que tanto si decidimos entenderla como la disposición para el aprendizaje como si preferimos verla como la capacidad de resolver problemas (y ambas son, desde luego, concepciones muy fuertes), hay que admitir que se encuentra también en el mundo animal: los animales, en efecto, no sólo son capaces de realizar aprendizajes y resolver problemas, sino que lo hacen del mismo modo que a menudo lo hace el ser humano, a saber, mediante tentativas, por eliminación de los intentos fallidos, es decir, por ensayo y error. Incluso, si hemos de hacer caso a Köhler, los chimpancés, por ejemplo, no sólo realizan aprendizajes y resuelven problemas, sino que parecen manifestar, además, un cierto grado de reflexión y comprensión ante una situación o dificultad novedosas. Tampoco hay posibilidad de considerarla patrimonio exclusivo del ser humano, si nos inclinamos a verla como la capacidad de actuar con un propósito, esto es, persiguiendo un fin. No digamos nada si, como quienes hablan de «inteligencia emocional», nos inclinamos a verla relacionada con el mundo de la emociones y su control: resulta patente que, en ese aspecto, los animales, más que igualársenos, nos superan con creces. Y ni siquiera si la identificamos, como hace Bergson, con «la facultad de fabricar instrumentos artificiales», ya que, aunque si bien es cierto que la cultura material alcanza en el ser humano unos niveles sin parangón en el mundo animal, ésta no se halla del todo ausente en el mundo animal, como en el caso de los chimpancés que preparan ramitas para extraer termitas de los termiteros. Los etólogos han concluido, pues, no sólo que los animales (o algunos animales) son inteligentes, sino también (y esto es aún mucho más importante) que entre la inteligencia humana y la inteligencia animal no existen diferencias esenciales, sino únicamente de grado.

Esto ha dado lugar a que algunos, abandonando la inteligencia al mundo animal, hayan buscado, no obstante, otro lugar en el que establecer diferencias esenciales entre las disposiciones intelectuales del hombre y del animal. No me referiré a Teilhard De Chardin y su reino de la «noosfera», pero sí a Max Scheler: «Si se concede la inteligencia animal, ¿existe más que una diferencia de grado entre el hombre y el animal? ¿Existe una diferencia esencial? (...) Yo sostengo que la esencia del hombre y lo que podríamos llamar su puesto singular están muy por encima de lo que llamamos inteligencia (...) Lo que hace del hombre un hombre es un principio que se opone a toda vida en general (...) Ya los griegos sostuvieron la existencia de tal principio y lo llamaron 'razón'. Nosotros preferimos emplear para designar esta X una palabra más comprensiva, una palabra que comprende el concepto de la razón, pero que, junto al pensar ideas, comprende también una determinada especie de intuición, la intuición de los fenómenos primarios o esencias, y además una determinada clase de actos emocionales y volitivos: por ejemplo, la bondad, el amor, el arrepentimiento, la veneración, &c. Esa palabra es espíritu». Independientemente de que el concepto de «espíritu» resulta sumamente vidrioso y resbaladizo, e independientemente, también, de que, como señala Arnold Gehlen, probablemente lo que hace Scheler es reformular el viejo dualismo del que antes hemos hablado, lo cierto es que, en la medida en que pudiéramos interpretar su planteamiento como la afirmación de que el conocimiento de esencias, que resulta inseparable de la capacidad de generalización, abstracción y simbolización, es patrimonio exclusivo del ser humano, creo que apunta, sin duda, a algo cierto, y que constituye una diferencia esencial entre el pensamiento del hombre y el del resto de los animales. Hay otras. Así, en tanto que el animal permanece preso de la forma en que una vez aprendió a resolver un problema o sencillamente a hacer algo, el ser humano es capaz de inventar soluciones nuevas y cada vez más perfectas. Además (y ésta seria la tercera diferencia esencial), si el animal puede resolver problemas, el ser humano, además, se los plantea. Un animal resuelve (o intenta resolver) los problemas con los que se encuentra en su vida diaria, pero sólo el hombre parece poseer la facultad de plantear problemas nuevos, hasta tal punto que, en alguna medida, podríamos definirlo como el «animal que se busca problemas», como el «animal que se mete en problemas».

Acabamos de poner de relieve (creo) las diferencias (esenciales, no sólo de grado) entre las capacidades intelectuales del ser humano y del animal, pero, ¿qué decir de la inteligencia misma? ¿Hemos llegado con ello a vislumbrar, al fin, un concepto de inteligencia, una posible definición de la misma que nos permita determinar qué sentido tiene decir, no ya que un hombre es más inteligente que un animal, sino que un hombre es más inteligente que otro hombre? Tal vez sí.

3

De las muchas definiciones que se han dado de «inteligencia» (algunas de las cuales han sido recordadas anteriormente) hay una que juzgo particularmente interesante. Se trata de la propuesta por Deavila y Duncan, quienes consideran la inteligencia como la capacidad de utilizar eficazmente los conocimientos: se trata de «saber lo que uno puede hacer con lo que uno sabe». Bien entendido que ese saber puede ir referido tanto al ámbito del pensamiento abstracto como al de la actividad práctica, es decir, no sólo saber lo que uno puede hacer con lo que uno sabe, sino también con lo que uno tiene; y bien entendido, también, que eso que uno sabe puede ser mucho o poco: lo que cuenta es que se sepa qué hacer con ello. Tal concepción de inteligencia tiene, al menos, la virtud de desligarla del conocimiento (de la cultura, como también se dice). No es más inteligente quien más sabe, quien más conocimientos tiene acumulados. Verdad irrefutable que adquiere carácter de evidencia cuando uno repara en la cantidad de tonto ilustrado que anda suelto por ahí; cierto es que gozando a veces de un gran predicamento, algo, por lo demás, enteramente comprensible, ya que, como es sabido, un tonto, por tonto que sea, siempre encuentra otro más tonto que el y que, además, lo admira. La especie más sublime de tonto ilustrado es la del «especialista»: aquel individuo que sabiendo todo lo que hay que saber de una determinada disciplina, ciencia o tecnología, muestra, sin embargo, hacia aquello que queda fuera de su esfera, una falta de sensibilidad y de curiosidad rayanas con el autismo. Feijoo ya sabía todo esto. Así, en sus Cartas eruditas y curiosas (V:6) afirma que: «El estudio, los libros, los Maestros, no hacen ingenioso al que no lo era (...) Yo toda mi vida he conversado con gente destinada a las letras. A muchos que alcancé principiantes, traté largamente, cuando ya tenían muchos años de estudios. Y nada más penetración o agudeza percibí en ellos en el segundo estado que en el primero».

Tampoco se halla la inteligencia directamente relacionada con el éxito, con el triunfo en no importa qué parcela de la realidad. Se trata ésta de una concepción puramente mercantilista que olvida que la suerte es caprichosa y que la historia se halla plagada de grandes hombres que no sólo no fueron apreciados en vida, sino que, antes bien, fueron objeto de denigración, haciendo bueno aquello que decía J. Swift: «Cuando en el mundo aparece un verdadero genio, lo reconoceréis por este indicio: que todos los necios se conjuran contra él».

Tampoco existe una relación directa entre inteligencia y equilibrio emocional, integración o adaptación al medio. Y aún podríamos proseguir rechazando otras identificaciones que, en un momento u otro, han sido establecidas. Pero lo cierto es que si resulta relativamente sencillo decir lo que no es la inteligencia, es sumamente complejo, por el contrario, decir lo que es. Más fácil, en cambio, resulta definir la necedad; acaso porque hay muchas formas de ser inteligente y sólo una de ser estúpido, y es, precisamente, serlo de veras y a conciencia, es decir, tener el profundo convencimiento de que el conjunto de realidad es siempre lo que parece ser, y la seguridad, añadida, de que su percepción de ella es acabada y perfecta. A esto es a lo que Schopenhauer denominaba seriedad («El hombre serio –escribe– está convencido de que piensa las cosas tales como son y de que son tales como él las piensa»). Así entendida, la seriedad tiene mucho que ver con la estupidez: el necio es, ante todo, un hombre serio. Por contraposición, podemos, acaso, tener ya algún atisbo de lo que es el individuo inteligente: será aquél que ni está convencido de que piensa las cosas tal como son ni menos aún que las cosas son tal como él las piensa. Y esta actitud seguramente tiene mucho que ver con la ironía: si el necio es un hombre serio, el individuo inteligente es irónico; y esa ironía que, como ácido disolvente de las apariencias, arroja sobre la realidad y sobre sí mismo (y acaso antes sobre sí que sobre lo Otro), es su rasgo más notable. Mas la ironía, en tanto que momento puramente negativo, de mera disolución, no puede considerarse completa ni satisfacerse a sí misma, sino que ha de ir seguida, inmediatamente, de un segundo momento: la interrogación, el hacerse cuestión de las cosas, el (como decíamos antes) buscarse problemas. He ahí (si no me equivoco) el concepto de inteligencia que hace ya mucho tiempo nos enseñó Sócrates (no sé si en la representación, pero, sin duda, sí en el ejercicio). La inteligencia consiste en colocar permanentemente a la realidad bajo sospecha, en mantener la duda y hacer epojé en todo aquello que se no se halle firmemente establecido, en preguntarse qué estamos viendo, aunque no esté (porque contamos con ello) y que no estamos viendo que sí está (porque no esperamos que esté). Por ello, el individuo inteligente será aquél que sigue a rajatabla el programa de Balmes, es decir, aquél que: «No admita idea sin analizar, ni proposición sin discutir, ni raciocinio sin examinar, ni regla sin comprobar».

Pero si esto es así, si la inteligencia consiste en la ironía, la duda, la interrogación, la sospecha, el hacerse cuestión de la realidad y el buscarse problemas, entonces es preciso concluir que la inteligencia no consiste tanto en una serie de aptitudes, como de actitudes: ser inteligente es una forma de comportarse y actuar, de vivir: es, si así quiere decirse, pese a lo que tiene de redundante, una forma de ser.

El animal resuelve problemas, pero no los plantea. El animal (también lo dice Schopenhauer) es siempre serio. Ahí está la diferencia.

 

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