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El Catoblepas, número 11, enero 2003
  El Catoblepasnúmero 11 • enero 2003 • página 9
Estética

Ideología del simbolismo

Raúl Angulo Díaz

Se propone una reinterpretación del simbolismo, una vez confrontadas con el materialismo filosófico las interpretaciones tradicionales

Una manera eficaz de presentar la ideología del simbolismo es confrontarla con la del movimiento impresionista. Históricamente así lo presentaron los simbolistas, erigiéndose en los defensores de un espiritualismo frente al positivismo y materialismo que parecía conllevar el impresionismo. Esta dialéctica aún continuará en el siglo XX, pues si el neoimpresionismo está a la base de la investigación técnica y formal de los fauves y del cubismo, investigación que pretende ayudarnos a mirar la realidad de una manera más «real», el simbolismo anticipa la concepción surrealista del sueño como revelación de la realidad profunda, del inconsciente. Y la dicotomía sigue presente bajo el modo de formalismo y expresionismo. Hace poco he tenido la suerte de comprobar esto en dos exposiciones a las que asistí consecutivamente. En las dos el mismo pintor me explicó su obra, pero mientras uno me hablaba de «tonalidades interesantes de verde», el otro me hablaba de algo así como «la sombría espiritualidad de la crucifixión de la naturaleza». Ahora bien, hay que hacer notar que el expresionismo, tanto la ideología como el movimiento histórico, disiente del simbolismo, al menos de su ideología. Ambos coinciden, digamos así, en que hay un contenido espiritual (o al menos más allá de las marcas materiales de color o de sonido). Pero mientras que el simbolismo intenta trascender las marcas materiales, generalmente por medio de la acción espiritual del autor, el expresionismo resuelve el problema disolviéndolo, haciendo que cada marca material porte un contenido espiritual como los significantes tienen significado.

Pero volvamos a la antinomia entre el impresionismo y el simbolismo. Se suele decir que el objetivo del impresionismo reside en manifestar la sensación visual en toda su pureza, abandonando las nociones intelectuales, que eran entendidas como convenciones inauténticas a priori. Por nociones intelectuales convencionales ellos entendían la línea y el dibujo, el claroscuro o el uso del negro. Ninguno de estos elementos se daba en la visión. Así pues, frente al academicismo de David o de Ingres, los impresionistas se proponían manifestar la sensación en su estado puro, es decir, antes de ser elaborada y corregida por el intelecto. Ni que decir tiene que bajo esto se encuentra una división fuerte entre Naturaleza y Cultura, y una preferencia por la Naturaleza frente a la Cultura: consideran que la sensación es una experiencia auténtica, por ser natural, mientras que las nociones que llamaban «intelectuales» son una experiencia falsa por estar «viciadas» por convencionalismos sociales y académicos. La sensación funciona, pues, como un «buen salvaje», frente a la corrupción de la pintura francesa en primer lugar, pero también extensible a toda la civilización como pudo apreciarse mucho mejor después con los fauves.

El simbolismo, por su parte, reaccionaría contra este presunto objetivismo puramente retiniano de los impresionistas. A ojos de los simbolistas el impresionismo es muy limitado por no ser capaz de mostrar lo que está más allá de lo meramente visual. Es curioso que los simbolistas siguieran manteniendo, e incluso de un modo más insistente y exagerado, la necesidad de salvación de nuestro mundo corrupto. Pero a diferencia de los impresionistas esta salvación ya no se efectuará mediante una vuelta a la «pureza» cuasi virginal de lo natural. Para los simbolistas la corrupción se debe precisamente a un acercamiento demasiado peligroso al polo natural; regresar a la naturaleza es descender, caer del estado de gracia. La redención vendrá más bien por elevación a una realidad espiritual.

Una de las causas de esta corrupción sería la racionalidad. Podría parecer que en esto coincide con el impresionismo; su ataque al academicismo de David y de Ingres, de lo que llamaban convenciones intelectuales (como el dibujo o el negro), parece implicar un ataque a la racionalidad. Y, según lo que hemos dicho, se rechazaría la racionalidad por considerarla situada en el polo de la Cultura corrupta. Pero el impresionismo (sobre todo el neoimpresionismo que pretendía ser una corrección científica del impresionismo mediante una acentuación rígida de los principios ópticos) parece más bien cercano a la racionalidad científica del momento. La Idea de razón manejada por los neoimpresionistas es la que se saca de la noción de verdad como aletheia, como descubrimiento de la realidad. Si se criticaba la racionalidad del academicismo de la pintura francesa no era tanto por su «racionalidad», sino por su «convencionalismo», esto es, por su artificialidad. Por eso se deja espacio a una racionalidad que descubra lo natural; en el caso de la pintura, que descubra lo que vemos realmente.

Los simbolistas, como podríamos esperar, consideran que la razón es causa de corrupción, y ella misma resulta corrupta, por acercarse demasiado al alumbramiento de la realidad. La verdad será todo menos claridad. La redención de los hombres no tendrá lugar «vía clarificación» sino «vía profundización», y esta profundización implica andar entre oscuridades, sombras, secretos arcanos, jeroglíficos. Todo ello significa «símbolo» para ellos. La gente está perdida precisamente por esa visión «clara» de la realidad, que es sinónimo de simpleza y superficialidad. El mundo iluminado que se nos presenta es un mundo falso o inauténtico, el «velo de Maya» dirán los simbolistas dentro de la oleada orientalista en que se mueven, frente a un mundo auténtico que es de naturaleza espiritual y por tanto oscura.

Las notas de la razón a la que se oponen los simbolistas podrían ser las siguientes: a) se trata de una razón utilitaria, que pone los medios para conseguir unos fines, y se despreocupa de determinar cuáles sean estos fines y su valor; b) se trata de una razón abstracta, que elimina la individualidad de cada ser al abstraer lo que tiene en común con un conjunto de seres; c) se trata de una razón analítica que disecciona la realidad seres matando su vitalidad. Este tipo de razón se ejemplificaba en la razón científica y en la razón política (la llamada «razón de Estado») Podemos ver muy bien encarnada esta razón en el personaje de Wotan en El anillo de los Nibelungos de Wagner. Wotan sería el paradigma de la gente y de los pueblos que politiquean con fervor, que emplean su sabiduría en hacer pactos y estrategias, pero a los que se les escapa la verdadera fuente de salvación, que sería en este caso el amor, representado por las parejas de Sigmund y Sieglinde, y de Sigfrido y Brünnhilde. Concluyendo, frente a esta razón, cuyo resultado es la Verdad interesada (llamemos aquí la atención sobre la posible contradicción de estos términos), los simbolistas apelarían a una especie de intuición, cuyo resultado es la Belleza desinteresada. Este término de «desinteresada» no hay que interpretarlo como una expresión del lema del «arte por el arte», cosa más propia del formalismo, sino como una característica del mismo contenido de la obra de arte y de la vida del artista. La belleza desinteresada no es, pues, un mero juego de formas, de colores, de espacios o de sonidos; indica más bien un lugar de sentimientos más allá del simple interés. El «interés», y con él la «Verdad», habitan en ese mundo «claro» de la realidad. Si queremos salvarnos debemos conducirnos más allá, al mundo del «desinterés» y de la «Belleza».

Me gustaría detenerme en la reacción contra la racionalidad analítica y mecánica que constituye el simbolismo, reacción que ya tuvo lugar en el romanticismo, por lo que se puede considerar a todo movimiento simbolista como arte post-romántico. Los románticos reconstruyeron un tipo de racionalidad que atribuyeron a la ciencia de corte newtoniano, de un modo no muy distinto al que nos podemos encontrar en el Tao de la Física de Fritjof Capra o en los libros de la editorial Kairós. Según esta reconstrucción, la racionalidad de tipo científico o ilustrado funciona según un modelo mecánico: existen unos átomos o elementos básicos, y a partir de ellos surgen moléculas y cuerpos más complejos mediante la acción de leyes mecánicas. Todo fenómeno natural sería así el resultado o la «suma» de diversos elementos, de ahí la importancia del análisis. La mente humana también era concebida siguiendo este modelo, como puede apreciarse en Hume: existirían unos elementos básicos (las percepciones y las ideas simples) que se unirían mediante leyes de asociación formando las ideas complejas, que serían los fenómenos mentales complejos.

Los primeros románticos pretendieron sustituir este modelo mecanicista por un modelo organicista, de inspiración biológica en vez de física. Las realidades biológicas, se argumenta, no son simples máquinas compuestas de piezas que se puedan montar y desmontar: se pueden juntar todas las partes de un organismo y no por ello cobrará vida. La vida es, pues, algo más que lo dado por la mera conjunción de las partes. Y tampoco es analizable, ya que en el momento de analizarla, desaparece: si diseccionas un animal en sus partes buscando qué parte le da la vida, ésta se extingue en el momento de introducir el bisturí. La noción de vida se tradujo epistemológicamente en las nociones de intuición o sentimiento, mientras que la racionalidad mecánica se concretó en la noción de entendimiento o razón. La intuición o sentimiento tiene por objeto esa «totalidad» que está más allá de las partes, que no es una «suma» de las partes, y da a las partes su «ser» o su vida. En palabras de Wagner, en su libro Ópera y Drama, el entendimiento es un órgano analítico, es decir, «combinatorio, disolvente, divisor y separador», mientras que el sentimiento es un órgano sintético y conjuntivo. El entendimiento es un órgano que une y separa los conceptos –los átomos de la mente– y sería sólo aplicable a la realidad física, mientras que el sentimiento sería un órgano que va más allá de los conceptos, acercándonos o bien al Absoluto o bien a la realidad en sí, yendo por tanto más allá o más acá del mundo físico. Con estas posiciones no es de extrañar que se aboque a eso que el romanticismo y todos los movimientos afines han llamado «religión del arte», un tema que dejaremos para otro artículo en que analizaremos los sentidos de ese Absoluto y su relación con la idea de la Cultura.

Ahora simplemente señalemos otras consecuencias. En primer lugar, al hacer hincapié en la noción de sentimiento frente a la de entendimiento (o en sus paralelas de Belleza y de Verdad), para el romanticismo, y también por supuesto para el simbolismo, el primer lugar en la jerarquía de las artes lo ocupa la música. Según la ideología romántica que se ha llamado «música absoluta» la música no trataría con conceptos, sino con sentimientos. La música es el arte de la Vida (de la Voluntad misma, diría Schopenhauer), de una extraña mixtura entre sensualidad y ascetismo cuyo máximo ejemplo sería, claro está, la música de Wagner. La música nos retrotraería, pues, a ese ámbito confuso y contradictorio, incorpóreo y espiritual, muy distinto del «velo de Maya» en que vivimos. La música nos evoca, en definitiva, un estadio prehumano o posthumano que puede salvarnos de este mundo corrupto.

El simbolismo toma también sus temas del modelo biológico a que corresponde su noción de sentimiento o intuición. Las obras de arte simbólicas y modernistas se presentan llenas de formas orgánicas, como pieles de tigre o de cebra, plumas de pavo real y alas de mariposas. Las casas y cúpulas de Gaudí presentan irisadas pieles de reptiles de escamas de cerámica; las construcciones de Victor Horta se desarrollan como flexibles tallos de flores, creciendo hacia arriba, como telas de araña y alas de libélula; los accesos al metro de París de H. Guimard no hacen pensar en entradas para un medio técnico de transporte de masas, sino más bien en un jardín, con sus lámparas en forma de orquídea.

De la dicotomía entre el entendimiento como órgano de los conceptos y el sentimiento como órgano del Absoluto o Totalidad se pueden sacar las demás dicotomías. Así, se puede también establecer la siguiente distinción: mientras que el entendimiento es un órgano abstracto, en tanto que los conceptos expresan lo común entre varios individuos, el sentimiento es un órgano concreto, puesto que es lo único que «comprende y comunica la unidad de lo real» (esta «unidad de lo real» no es otra cosa que la Totalidad, lo específico del ser y lo que dota de «vida» a las partes) Y es esta abstractividad de lo racional hace que el entendimiento sea estratégico o utilitarista: establece los medios para cumplir unos objetivos, debido a que puede quitar y poner piezas en el engranaje según la función que se desee que cumplan, sin importar la individualidad de esas piezas y su relación con el Todo. El sentimiento, por el contrario, no es estratégico, en cuanto se atiene a la unidad concreta de la realidad, lo que le hace descubrir la individualidad única e intransferible de los seres y su relación con el Todo.

Una vez analizados el papel de la razón en lo que se considera una corrupción, y el papel salvador del sentimiento o intuición como órgano de la Totalidad, examinemos el impacto en los simbolistas de la irrupción del arte de masas, otra fuente de degeneración, como podemos suponer. A ojos de los simbolistas los artistas de masas no son más que creadores de mercancía y de «moda» (como decía Wagner). Pero un verdadero artista ha de tener como tarea, piensan, la de desvelar a los hombres los arquetipos olvidados por culpa de la razón científica-utilitaria.

Cuando hablamos de «arte de masas» hay que pensar, en primer lugar, en la fotografía. Ésta hizo que las funciones de la pintura se replantearan. Todo el arte de un artista para hacer verosímiles sus cuadros (entre otras cosas ocultando las propias pinceladas) se volvía superfluo ante la facilidad de hacer fotografías. Ya no tenía ningún sentido que un joven pasara muchos años de aprendizaje en el difícil arte del retrato cuando una máquina lo podía hacer mucho mejor. Todos los movimientos formalistas en pintura respondieron al desafío volviendo hacia sus métodos y formas específicas, tales como las pinceladas, las salpicaduras o las manchas.

Pero el simbolismo reaccionó de distinto modo. No le importa tanto que la fotografía elimine el sentido del arte de taller, cuanto el contenido del arte. Digamos que el simbolismo propuso, frente al arte de masas, un elitismo o aristocratismo. Precisamente la fotografía se asimiló en esa época al desvelamiento, a la iluminación de la realidad: la fotografía para los simbolistas simplemente reflejaría la realidad tal cual es. Las representaciones fotográficas representarían lo consciente, mientras que el simbolismo propondría un arte que no represente simplemente la realidad a la luz de los ojos, sino que sugiera a través de indicios una realidad que está más allá o más acá de lo consciente: lo inconsciente. Por tanto, la fotografía, considerada por los simbolistas un impresionismo a forteriori, venía a reforzar esa necesidad de salvación acudiendo a lo oscuro y a lo irracional. Y sólo unos pocos podían escapar al engaño del «velo de Maya» (aunque quizá los suficientes para convertirse en líderes de los demás)

Tampoco hay que olvidarse de otro efecto de la fotografía: el del trastocamiento de la función social tradicional de la pintura. La fotografía podía realizar mejor y más fácilmente las funciones sociales de la pintura, sobre todo en los retratos, por lo que la pintura adquirió un carácter excepcional. La pintura tradicionalmente había servido a la Iglesia y a la Nobleza; la fotografía había tomado su relevo extendiéndose hasta la burguesía media. La pintura entonces toma otro público, o más bien se repliega: puesto que a partir de ahora es una pintura dedicada a los seguidores de la «secta del arte». Se considera que la pintura ha dejado de cumplir las funciones serviles de retratar a grandes hombres y damas, para dedicarse de lleno a tareas más importantes y sublimes. En el impresionismo se convierte –según los propios artistas, claro está– en una disciplina científica que analiza la sensación visual; y en el simbolismo se dedica a la alta tarea de explorar el inconsciente.

Según el simbolismo, el artista partiría de un sentimiento anímico ante el mundo, o de una visión onírica, y después lo plasmaría en una imagen. «Materializar el mundo del sueño» podría resumir la tarea de los simbolistas, ya que en el sueño es donde el inconsciente utiliza las figuras simbólicas como indicios de una realidad más allá de los sentidos. Así, Odilon Redon, uno de los pintores más conocidos del simbolismo, entraba como en un rapto de éxtasis en el que se le abrían visiones de ensueño que plasmaba después en sus obras. Estas visiones puestas en imagen producirían en el receptor una sensación, no concreta sino vaga, capaz de despertar (a través de las connotaciones de la imagen) su propio inconsciente.

Así pues, a diferencia del impresionismo, que pretende una revolución de las formas, el simbolismo pretendería una revolución del contenido; en concreto sustituyendo el contenido claro y consciente por un contenido oscuro e inconsciente. La originalidad del simbolismo no radicaría, pues, en la técnica, motivo por el cual, según muchos críticos de arte, sus representantes pudieron manifestarse sin gran dificultad por medio de las exposiciones convencionales de la época, llegando a convertirse en una escuela internacional. Los simbolistas no necesitaron revolucionar las técnicas formales porque siempre se podría «materializar el mundo del sueño» convincentemente con la técnica más manida. Una pintura, pues, puede «funcionar» al margen de su aportación renovadora.

Problemas que plantea el simbolismo al materialismo filosófico

Sin embargo el materialismo filosófico no podría clasificar al simbolismo como arte sustantivo, sino como arte adjetivo. El materialismo filosófico entiende la obra de arte como un cierre fenoménico, este es, como una constitución en un encadenamiento consistente de fenómenos. Mediante este cierre, la obra de arte se segrega de los sujetos actantes, ya sea el receptor ya sea el autor, aunque esto no significa que la obra de arte exista idealmente separada de los sujetos, puesto que la obra de arte sólo puede existir en tanto que creada por el autor e interpretada por el receptor.

Pues bien, parece que el simbolismo no se interesaría tanto los fenómenos cuanto por lo que trasciende la sensibilidad. Sería más importante, como dice José Martí, lo que se aspira de la poesía que lo que ella es en sí. El materialismo filosófico sostiene, por el contrario, que el cierre fenoménico en que consiste la obra de arte es una estilización de fenómenos, no tanto una representación de ideales o ideas arquetípicas.

En consecuencia, se niega que el arte sea la comunicación de ideas a través de la materialización fenoménica. Esto es rechazar entender el arte como un lenguaje. La obra de arte no es un mensaje que el autor envía para comunicarse con el público. Quizá éste sea el finis operantis, pero no el finis operis. Y ello es así porque la obra de arte, en cuanto cierre fenoménico, se segrega del autor; en primer lugar, por el hecho obvio de que en la obra hay muchos aspectos que se escapan a la intención del autor; y en segundo lugar, porque la obra no es producto, a pesar de que así lo crea el autor, de su propia ideología, ya que el intérprete puede prescindir de ella en su labor de interpretación. La interpretación de lo que pensaba o sentía el autor quizás pertenezca al terreno de la psicología, pero no así a la crítica de arte. Por tanto, si se establece de hecho una comunicación o diálogo entre el artista y el público, esto se tiene que explicar por razones distintas al ámbito del arte.

De hecho, toda obra de arte que se reduzca a «mensaje referencial», usando la expresión de U Eco, será obra de arte adjetivo. Y ello porque el mensaje referencial necesita de los códigos habituales para establecer una relación unívoca y precisa entre significante y significado. Los significantes han de ser convencionales para que el receptor pueda descodificar el mensaje y acceder así al significado trascendente. Por lo tanto, la obra de arte necesitaría esencialmente de códigos habituales o convenciones ajenos a ella para poder interpretarla, y ello la convertiría en obra de arte adjetivo. Esto no significa, téngase en cuenta, que no sea esencial que los receptores empleen convenciones para interpretar las obras de arte (no se puede interpretar ex nihilo); lo que quiere decir es que la obra de arte no ha de exigir una descodificación concreta que se halle fuera de sí misma. Precisamente porque la obra de arte no exige una descodificación concreta, los receptores podrán interpretarla de diferentes maneras.

En conclusión, si el simbolismo se interpreta como la materialización del contenido inconsciente en imágenes sensibles, el materialismo filosófico no puede por menos que clasificarlo como arte adjetivo.

Reinterpretación del simbolismo

Sin embargo, cabe otra salida. Quizá lo que hemos interpretado por simbolismo no es más que una caricatura de él, o un mal simbolismo. Arnold Hauser distingue entre alegoría y símbolo; y el simbolismo no sería el arte de la alegoría, sino el arte del símbolo.

Según Hauser, «la alegoría no es otra cosa que la traducción de una idea abstracta en forma de imagen concreta, por lo que la idea continúa en cierto modo siendo independiente de su expresión metafórica y podría incluso ser expresada de otra forma, mientras que el símbolo reduce la idea y la imagen a una unidad indisoluble, de manera que la transformación de la imagen implica también la metamorfosis de la idea» (Arnold Hauser, Historia social de la literatura y el arte, Debate, Madrid 1998, pág. 448)

Está claro que la versión que hemos dado hasta aquí del simbolismo es como el arte de la alegoría. El artista concebiría una idea (por vaga que fuera), por ejemplo la de la Belleza, y la plasmaría en una imagen, por ejemplo la del cisne. En primer lugar, la idea de la Belleza podría ser plasmada en cualquier otra imagen, por ejemplo la de un nenúfar. Y en segundo lugar, la idea de la Belleza podría ser materializada en multitud de imágenes de cisne: daría igual cómo el cisne esté representado, siempre que sea una imagen de cisne y remita a la idea de Belleza. Por otro lado, el receptor, para captar la idea de Belleza encerrada en la imagen del cisne, ha de conocer la historia cultural de esta imagen. De ahí que la obra de arte remita fuera de sí misma, y que el arte de la alegoría sea considerado como arte adjetivo.

Sin embargo, el arte del símbolo no es arte adjetivo sino arte sustantivo. Nos podríamos aquí ayudar en nuestra exposición de U. Eco. La alegoría sería lo que él llama «mensaje referencial», y el simbolismo sería lo que él llama «mensaje poético». La identificación entre alegoría y mensaje referencial es clara: mientras que la alegoría consiste en la traducción de una idea a imagen, el mensaje referencial consiste en la expresión de un significado a través de un significante. En uno y otro caso, el signo no es más que un medio de transmisión de algo que está más allá de él: por eso lo importante no es el medio (el signo), sino el fin (la idea o el significado). Debido a su carácter de ser medio, el significante o la imagen podría haber sido otro, con tal que la transmisión del significado se dé con éxito. Para cumplir esta función de transmisión, el significante o la imagen no han de ser ambiguos. Por ello dentro del arte de la alegoría no cabe la originalidad formal, tal y como efectivamente hemos visto en nuestra primera presentación del simbolismo: se recurre a códigos habituales y convenciones ya establecidas.

El símbolo, en cambio, sería lo que Eco llama «mensaje poético». En él lo importante ya no es el significado o idea, sino el significante o imagen. Como dice Eco, el significante ya no se refiere directamente a un significado trascendente a él, sino que llama la atención sobre sí mismo. Esta llamada de atención sobre sí se consigue gracias a la ambigüedad de la obra de arte, es decir, la obra de arte ya no remite a códigos habituales o convenciones fuera de sí misma. Así, el sujeto receptor ha de convertirse en un «criptoanalista», esto es, ha de descodificar un mensaje del cual no conoce el código o, lo que es lo mismo, no lo puede deducir de sus conocimientos previos, a lo sumo del contexto del propio mensaje. Con ello, la obra de arte ya no es un medio, sino que se convierte en un fin.

Esto cambia del todo la interpretación del método simbolista. Lo habíamos presentado antes de la siguiente manera: el artista encarna un sentimiento o una visión onírica en una imagen que el receptor descifraría a partir de las connotaciones personales y culturales. Se seguiría de aquí, como ya hemos visto, el modelo lingüístico de significado-significante-significado. Se trata de un modelo idealista del arte, en el que lo primario es la formación de la Idea en la mente del artista y su comunicación en la mente del receptor, mientras que lo secundario es la plasmación material de esa Idea. Éste es, precisamente, el modelo del neoplatonismo.

Y esta presentación del simbolismo no es la adecuada precisamente por ser demasiado consciente. El arte de la alegoría presupone que la Idea que concibe el artista se presenta ante él de manera demasiado clara. Y de este modo no se da cuenta de características tan importantes para el simbolismo como son la vaguedad y la sugerencia. Una alegoría es más bien precisa, puesto que remite a una idea clara (generalmente iluminada por los conocimientos históricos del intérprete) Frente a esto se dirigiría el consejo de Mallarmé: «dar paso a la iniciativa de las palabras», esto es, dejar que sea el propio material el que dé indicios de las relaciones existentes entre las cosas. Por ejemplo, en una poesía se pueden relacionar dos significantes por su sonoridad, gracias a la aliteración, y con ello se relacionan los significados derivados de esos significantes. Y eso aunque el propio artista no hubiera reparado en la relación; esto es, aunque no se hubiera dado cuenta de haber puesto en el poema una aliteración. Al relacionar dos significantes de manera nueva e imprevista, se rompe el código habitual o convención, evaporándose así su significado en múltiples connotaciones. En esto consiste la metáfora.

Con esta interpretación del simbolismo, el contraste que hemos ofrecido al principio del artículo entre simbolismo e impresionismo se ha tornado artificial. Por un lado, el simbolismo no cabe entenderlo como una revolución de contenidos y no de formas; es precisamente en la revolución de las formas, en la relación imprevisible que establece, donde reside el símbolo o metáfora. De hecho, algunos cuadros simbolistas, como los de Redon, presentan una originalidad de formas mayor aún que la de los impresionistas. Por otro lado el impresionismo no se puede interpretar tampoco como una revolución de las formas en busca de la sensación visual pura. No se puede entender al artista impresionista como un mero analizador de la realidad, sino como alguien que tiende a hacernos ver la realidad de un modo característico. Quien diga que ve la naturaleza como lo pinta Monet debería revisarse la vista.

 

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