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El Catoblepas, número 12, febrero 2003
  El Catoblepasnúmero 12 • febrero 2003 • página 3
Guía de Perplejos

De la envidia

Alfonso Fernández Tresguerres

Se intenta dibujar los perfiles respectivos del envidiado y del envidioso,
así como aclarar los motivos de la envidia misma

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Como «tristeza o pesar del bien ajeno», y también como «emulación, deseo honesto», define la Real Academia de la Lengua el término «envidia». La primera de esas acepciones exige, sin duda, ser matizada y, sobre todo, completada; respecto a la segunda, debo decir que cae fuera de aquello de lo que deseo ocuparme en estas notas. Se corresponde bastante bien –ésta última– con eso que se ha dado en llamar envidia sana, para distinguirla de la otra, de la envidia como mal o vicio moral (como pecado capital, en la tradición cristiana), y a la que, por contraste, habría que calificar de insana, maligna o perversa. Y a veces hasta el uso del término «envidia», en esa segunda significación recogida por nuestra Academia, resulta, incluso, excesivo, o, si se quiere, no deja de ser una forma de hablar, una manera de utilizar el concepto en sentido figurado, porque cuando nos servimos del verbo «envidiar» para referirnos a un deseo honesto, nada queremos decir sino que lo deseamos. En cuanto a la envidia como emulación, como el afán o el anhelo de llegar a ser como alguien, o incluso de alcanzar los mismos logros que ese alguien, tampoco implica, necesariamente, el sentimiento de envidia como tal, aunque la emulación, por sí misma, según el cómo y el hasta dónde se emule (o se trate de emular) a otro, puede llegar a constituirse en vicio autónomo, y no pocas veces en una de las manifestaciones posibles de la ridiculez. Así es (en tanto que emulación) como parece verla Mandeville, cuando la considera pasión útil y provechosa, en la medida en que la emulación es un motor importante del progreso (en las artes como en las ciencias, o en la propia vida moral). Y Voltaire, que le sigue en este punto, sostiene que, en efecto, la envidia, así entendida, espabila la pereza y agudiza el ingenio de todo el que desea equipararse a otro; y, aunque no deja de reparar en la diferencia que existe entre ambas, esto es, entre envidiar y emular, afirma que, después de todo, quizá «la emulación no es más que la envidia que se contiene en los límites de la decencia». Sospecho, sin embargo, que la envidia decente –de la que habla Voltaire–, lo mismo que la envidia sana –de la que hablamos nosotros– no son (como ya se ha sugerido a propósito de la última) envidia propiamente. No existe una envidia sana o una envidia decente: la envidia es envidia o no lo es. Y cuando realmente lo es, sólo lo es de una forma.

Pues bien, de esto es de lo que yo deseo hablar: quiero hablar de la envidia en cuanto tal, de la envidia en sentido fuerte (en la primera de las acepciones de nuestra Academia). De esa envidia de la que decía Gracián que es «gran asesina de buenos y aun mejores, sujeto muy a propósito para cualquier ruindad, que siempre anda entre ruines», dueña de esos sujetos que «porque se quebrase el otro un brazo y se sacase un ojo –continúa Gracián–, perdía él los dos; reían de lo que otros lloraban, y lloraban de lo que reían (...) gustando mucho de hacer aplausos de desdichas y campanear ajenas desventuras». Una envidia que tan importante papel desempeña en algunas cosmogonías y mitologías, incluidas las de la tradición judeo-cristiana: por envidia, nacida de la soberbia (de quien a menudo es hermana), se rebela Lucifer contra Dios, deseando, no ya equipararse a él, sino suplantarlo (no se debe hacer mucho caso de quienes afirman que el pecado del Diablo fue de lujuria, al sentir deseo carnal de las hijas de los hombres, porque no hay que pensar que un ángel incorpóreo pueda experimentar deseos corporales, y, sobre todo, porque cuando se consumó la desgracia del ángel caído todavía no había hombres que tuviesen hijas). Y por envidia (nos enseña el Catecismo) tentó (bajo la forma de serpiente, animal asociado desde entonces a este vicio) a Eva, introduciendo, así –eso se nos dice–, la muerte en el mundo. De modo que no es extraño que la envidia fuese considerada por San Agustín como el «pecado diabólico por excelencia». Y también por envidia se consumó el primer homicidio de la especie humana; sí, mas también por celos (en los que aquélla nunca falta): porque la verdad es que Caín debía de estar un poco harto de que Dios no tuviese ojos mas que para Abel, pareciéndole sólo excelentes las ofrendas de éste y desdeñando a cada paso las suyas.

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«Envidia» (invidia) proviene de la voz latina invidere, que significa «mirar con malos ojos». Y, en efecto, este «mirar mal», «no poder ver a alguien», ha sido, desde siempre, uno de sus rasgos distintivos. Así es también como nos dibuja Gracián a las víctimas de este pecado, a los que se puede reconocer entre los bebedores de la fuente de los engaños porque: «Cosa rara que, aunque a algunos daba buena vista, veían bien y miraban mal; debían ser envidiosos». Recordemos, a este respecto, como el «mal de ojo» o aojamiento (tan arraigado en la tradición popular asturiana), causado principalmente por mujeres y cuyas víctimas mayoritarias eran niños, se consideraba con frecuencia deliberado y era atribuido a la envidia (nuevamente mezclada con celos) que la malvada mujer tenía de la madre y del niño, para proteger al cual se le colgaba del cuello un amuleto de azabache en forma de mano o puño cerrado, llamado puñerín o puñeres.

Pero el mirar mal no es el único rasgo asociado a la iconografía de la envidia. Gracían (de cuya asistencia estoy abusando en estas notas) la ve de color azul. Quiero decir que ve de color azul la estancia o aposento de la envidia en la venta del mundo: «Otro se veía de color azul, cuya hermosura consistía en deslucir los demás, y desdorar ajenas perfecciones; adornábase su arquitectura de canes, grifos y dentellones; su materia eran dientes, no de elefante, sino de víboras, y aunque por fuera tenía muy buena vista, pero por dentro aseguraban tenía roídas las entrañas de las paredes, mordiánse por entrar en él unos a otros». Como se puede observar, además del color azul, vuelve a insistir Gracián en el mirar, y a ellos añade la serpiente y el morder (a los demás) y el corroer (a uno mismo), como elementos asociados a la representación gráfica de la envidia.

La envidia En la iconografía de ésta casi siempre hay serpientes (aunque en la arquitectura medieval no faltan las representaciones en forma de sapo, o como un monje acompañado por un perro feroz –recuérdese el morder–). Así, por ejemplo, Poussin la presenta como una mujer cuya cabellera está formada por serpientes (al igual que la Envidia griega, hija del gigante Palas y la laguna Estigia). Y tampoco ha dejado de sugerirse, de un modo u otro, su efecto corrosivo sobre quien la padece, bien haciéndola aparecer como una mujer flaca y seca, bien mediante otro símbolo alusivo. En la representación que en este momento tengo delante (que es obra de Giotto de Bondone, y que se encuentra en la Capilla de los Scrovegni, en Padua), ese símbolo es un fuego que arde a sus pies y dentro del cual se consume. Lleva en su mano izquierda una saca, es de suponer (por lo abultado) que provista de buenos dineros, lo que da a entender que no le importa al envidioso cuánto posee, lo que cuenta es lo que poseen los otros; acaso menos, pero, aun así, igualmente envidiado. Parece salir de una puerta, en cuyo marco apoya su otra mano, y mira a los lejos, a su derecha, donde tal vez acaba de divisar a alguien a quien hacer objeto de su pasión. La oreja que vemos es enorme, presta siempre la del envidioso a recoger todo aquello que alimente y pueda servir a su propósito, que no es otro que la destrucción del envidiado. Por último, en su tocado podría adivinarse una serpiente y, en todo caso, es claro que otra sale de su boca (porque la envidia suele ir acompañada de la injuria, la calumnia y la maledicencia) y, enroscándose, se vuelve contra ella, apuntando directamente a sus ojos, mostrando así que, al cabo, la víctima principal de tal pasión es el envidioso mismo, siendo también él quien más sufre como consecuencia de su vicio.

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Mas, ¿qué envidiamos y a quién? Creo que no exageraremos si afirmamos que los motivos por los que se envidia son casi siempre los mismos que aquellos por los que se miente y por los que se mata: sexo y poder (incluyendo como variedades de éste último la riqueza y los honores o la fama). Y, forzado a ello, hasta optaría por mostrarme más adleriano que freudiano en este aspecto, y me conformaría con mencionar el poder, no sólo porque los logros sexuales pueden ser vistos como una forma de poder, sino también, y acaso principalmente, porque el poder (en cualquiera de sus manifestaciones) consigue allanar sensiblemente el camino hacia ellos.

Que el objeto de envidia suele ser alguien próximo, resulta bastante obvio. Tal cercanía no se refiere necesariamente al espacio (aunque con frecuencia así es también), sino, principalmente, al tiempo. Ningún aprendiz de compositor envidiará hoy a Mozart; a lo sumo, su sentimiento hacia él tomará la forma de lo que hemos denominado «envidia sana», y se presentará antes como afán de emulación que como envidia, en sentido estricto; es decir, no pasará de ser una de las maneras posibles de admirar a alguien. Incluso cabría ir más lejos y afirmar que se envidia, no ya al que es sólo contemporáneo, sino al que, además, es coetáneo o de edad similar (digamos de la misma generación): la diferencia de edad, si es mucha, creo que reduce sensiblemente también las probabilidades de que brote la envidia; acaso por el joven siempre puede pensar que dispone de mucho tiempo para llegar donde ha llegado el viejo (y aun superarle), y a éste le queda el consuelo de pensar que eso nunca será así.

De donde venimos a dar en que la envidia se suscita, frecuentemente, entre iguales. Ya Hesíodo señaló que hasta el pobre envidia al pobre. Ahora bien, esa igualdad no se circunscribe forzosamente (como parece dar a entender Hesíodo) a la igualdad de oficio o profesión (aunque sea el oficio de pobre), si bien es cierto que ésa es una de las fuentes primordiales de la envidia, de donde resulta que es verdad eso que suele decirse acerca de que a la gente no siempre le resulta fácil ser colegas y amigos a un tiempo. Pero es claro, también, que existen muchos motivos en el envidiar que nada tienen que ver con las ocupaciones de cada cual, por lo que la igualdad de la que hablamos, para ser más exactos, hemos de referirla no a la ocupación, sino al deseo: envidiamos a quienes desean y quieren lo mismo que nosotros. Aristóteles lo vio perfectamente al observar que envidiamos a quienes aspiran a lo mismo que aspiramos nosotros. La envidia (creo yo) tiene mucho que ver con la rivalidad; por eso, cuando ésta es imposible, no es fácil que brote aquélla. De ahí que no se envidie (que no se pueda envidiar) a quien ha vivido tiempo atrás, y ni siquiera a aquél de quien nos separa un gran número de años; de ahí también que no envidiemos a quien persigue en la vida objetivos enteramente distintos a los nuestros.

Pero la igualdad requerida tiene aún otro sentido. En efecto, no cabe la rivalidad entre dos individuos cuando la desproporción que presentan para aquello que podría ser objeto de envidia resulta excesiva. Volvemos a estar hablando de nuevo de una forma de proximidad: cuando alguien ve a otro demasiado lejano e inalcanzable, no suele envidiarlo. Por eso con razón dice Hesíodo que el pobre envidia al pobre; así es: con mucha más frecuencia de lo que envidia al rico. Se envidia a quien hace o tiene algo que nosotros nos consideramos perfectamente capaces de hacer o consideramos absolutamente factible poseer. Aristóteles, mas también Espinosa y Hume, repararon con toda certeza en esta cuestión. Oigamos solamente al último: «La envidia –escribe Hume– nace de una superioridad en los otros, pero es observable que no es la gran desproporción entre nosotros lo que provoca la pasión, sino, al contrario, nuestra proximidad. Una gran desproporción interrumpe la relación de las ideas, y o bien nos guarda de compararnos con lo que está lejos de nosotros o bien atenúa los efectos de la comparación». La misma idea la encontramos también en el Compendio moral salmanticense, donde (haciéndose eco del pensamiento de Sto Tomás) se observa finamente que: «La envidia no se verifica entre el Superior e inferior en cuanto tales, cuando la suerte del Superior excede en mucho la del inferior; porque como dice S. Tom. el plebeyo no tiene envidia del Rey, ni el Rey la tiene del plebeyo. Dase, pues, la envidia entre los iguales, o entre los mayores, cuya mayoría no es muy distante de la condición o clase del envidioso».

Me parece que con lo dicho podemos considerar establecido, al menos en sus rasgos esenciales, el retrato robot del envidiado. Recordémoslo brevemente: alguien contemporáneo, casi siempre de una edad similar, que desea lo mismo que nosotros ( y a veces incluso se dedica a lo mismo) y a quien no reconocemos una superioridad manifiesta: alguien, en definitiva, próximo e igual. Alguien también (recordémoslo) con quien sería posible rivalizar; y si la proximidad del envidiado lo es, asimismo, en sentido espacial (nuestro conciudadano, nuestro vecino), tanto mejor: la posibilidad de competencia y rivalidad se torna notable, y, por lo demás, la presencia constante, o por lo menos frecuente, es en la envidia, como en otras pasiones, un elemento adecuado para mantener avivado el fuego.

Seguramente por eso hay quien considera insoportable que su vecino, su compañero de trabajo o un simple conocido, aparezca un par de horas en la pantalla del televisor y, al mismo tiempo, sea capaz de pasarse los días de claro en claro viendo a otros individuos (a quienes no conoce, por supuesto) encerrados en una casa, y cuyo único mérito parece consistir en aguantarse los unos a los otros. Es también el motivo por el que otro considera intolerable (y hasta injustísimo) que su vecino gane 300 euros más que él, y masculla su resentimiento mientras se informa, con vivo interés, acerca de los millones que le ha costado su nueva vivienda al famoso de turno.

Yo no sé lo que haya de decirse en lo referente a la envidia entre los españoles ni tampoco entre los asturianos (y, en cualquier caso, lo que se diga no pasará de ser una generalización como otra cualquiera). Dicen que los franceses son chauvinistas (ahí va otra generalización), que un francés pondera lo suyo y presume de lo que conoce, que podría, por ejemplo, zanjar una discusión con estas palabras: «¡A mí me lo vas a decir! Has de saber que mi vecino es uno de los más importantes (lo que sea) de Francia, y he hablado con él miles de veces de esto mismo». En esta mi Asturias más bien se suele oír lo contrario: «¿Esi?¡Pero qué sabrá esi: si conózculu yo, ye vecín miu!». Declaración que no sé yo si no revelará una profunda modestia en quien así habla: al menos da a entender con toda claridad que alguien como él no podría conocer ni tener por vecinos más que a menos, mentecatos e incompetentes. Lo cierto es que con frecuencia lo lejano, lo extraño y lo ajeno nos suele parecer excelso, en tanto que lo propio, lo conocido y lo próximo se nos antoja despreciable.

Pero, en fin..., prosigamos nuestras pesquisas hablando ahora no del envidiado, sino del envidioso.

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Probablemente haya sido San Gregorio Magno quien mejor y de forma más concisa ha perfilado la disposición anímica a que predispone la envidia así como los sentimientos (y acciones) que suelen acompañarla: «De la envidia –dice– nacen el odio, la maledicencia, la calumnia, la alegría causada por el mal del prójimo y la tristeza causada por su prosperidad».

Que la envidia engendra tristeza y pesar en quien la padece es algo que se ha repetido muchas veces (recuérdese la definición de nuestra Academia). Lo señala Aristóteles, en formulación que se hace cargo, además, del hecho de que sólo se envidia a los iguales: «la envidia –leemos en Retórica– es un cierto pesar relativo a nuestros iguales por su manifiesto éxito en los bienes citados, y no con el fin de (obtener uno) algún provecho, sino a causa de ellos mismos». Así lo entiende también la tradición cristiana: «Tristitia de bono alterius», la define el Compendio moral salmanticense, que entiende, al tiempo, que las más de las veces no pasa de ser un pecado venial. Y tal es, asimismo, la idea que se defiende en el actual Catecismo de la Iglesia Católica: la envidia, concebida como «una de las formas de la tristeza», se define como: «un pecado capital. Manifiesta la tristeza experimentada ante el bien del prójimo y el deseo desordenado de poseerlo, aunque sea en forma indebida. Cuando desea al prójimo un mal grave –añade– es un pecado mortal». Y ni siquiera ha faltado quien sugiere (acaso exageradamente) no considerarla propiamente un vicio moral, sino un dolor: «La envidia y los celos –escribe J. Bentham– no son vicios ni virtudes, sino penas.»

Menos se ha insistido en su relación con la alegría (supongo que por considerarla obvia, es decir, obvia cuando se produjere la desgracia del envidiado). Sí lo ha subrayado Platón, cuando en Filebo, tras mostrarse Protarco de acuerdo con Sócrates en que la envidia es «dolor del alma», añade éste que, sin embargo, «el envidioso se va a revelar gozando con las desgracias ajenas». Se trataría, pues, según Platón, de una mezcla de dolor y de placer.

En cuanto a su relación con el odio, hay que decir que acaso la envidia no exige –como observa Hume– la existencia previa de odio al envidiado, pero, es claro (añadiría yo) que acaba por engendrarlo. Espinosa, que nos considera envidiosos por naturaleza, entendiendo, por su parte, que el odio es una forma de tristeza, y que la envidia no es sino el mismo odio, recogerá, en fórmula acabada, todos los elementos que hasta ahora venimos señalando, incluido el placer que a veces comporta tal pasión: «La envidia –se dice en la Ética– es el odio, en cuanto que afecta al hombre de tal manera que se entristece con la felicidad de otro y, al revés, goza con el mal de otro». Ignoro hasta qué punto Espinosa ha podido tomar esta idea de Descartes, pero lo cierto es que la encontramos también en éste: «Así, pues, en tanto que pasión –escribe el filósofo francés–, la envidia es una especie de tristeza mezclada con odio que proviene de ver el bien que les ocurre a quienes se juzga indignos de él». Y, en fin, permítasenos recordar, por último, a Goethe, quien afirmará que: «El odio es un descontento activo, la envidia, uno pasivo, por eso no debe extrañarnos que la envidia se convierta tan rápidamente en odio».

Si a este cuadro añadimos la presencia de cólera y rencor (como sugiere Hume), y la injuria, calumnia y maledicencia a las que frecuentemente conduce la envidia, creo que podemos comenzar a ver dibujarse el perfil del envidioso. Yo no dudo, desde luego, de esto último que acabo de señalar (me refiero a la cólera y el rencor), ni tampoco que la envidia es una forma de odio, o al menos, que conduce a él: la pasión del envidioso sólo puede hallar satisfacción en la destrucción completa del envidiado, su caída en desgracia total, su desaparición física incluso (en contra de lo que opina Castilla del Pino, yo creo que esto calmaría suficientemente a quien envidia: sospecho que no hay amor eterno más allá de la muerte, pero estoy seguro que no hay envidia que alcance al difunto en su sepultura, sencillamente, porque la posibilidad de competencia y comparación ha desaparecido, y, como ya he señalado, considero que éstas son algunas de las condiciones esenciales para el envidiar). Pero todo eso sólo desde un odio intenso puede sentirse y desearse.

Tampoco dudo que la envidia genere tristeza y pesadumbre en quien la padece, al punto que cabría afirmar que, de los dos individuos a los que liga tal pasión, es el propio envidioso quien más sufre a causa de su vicio, y no ya porque sea verdad, o deje de serlo, aquello que repetían Sócrates y Platón sobre que es mejor padecer el mal que provocarlo, sino porque, con frecuencia, el envidiado ni siquiera llega a enterarse de que lo es, a menos que el envidioso ponga en circulación la calumnia y la injuria a las que con frecuencia su mal le abocan; pero aun en ese caso –y por graves que sean los efectos que se sigan para el envidiado–, no dejará el envidioso, en medio del gozo que le provoca el mal del otro, consumirse en el fuego de su propio tormento.

Tristeza y pesar (alegría, a veces), odio y rencor, cólera y maledicencia: he ahí, ciertamente, algunos de los compañeros inseparables de la envidia, pero sospecho que se precisan aún algunas cosas para completar el cuadro.

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Porque, en definitiva, ¿qué es la envidia? De las muchas definiciones que han sido propuestas, considero que una de las más apropiadas es la de Adam Smith, quien la define del siguiente modo: «La envidia es aquella pasión que ve con maligna ojeriza la superioridad de quienes realmente merecen toda la superioridad que ostentan». Y es que sólo cabe hablar propiamente de envidia cuando el envidiado es realmente merecedor de aquello por lo que se le envidia; en caso contrario, el sentimiento de rechazo que suscita, antes que motivado por la envidia, lo estaría, como señala Aristóteles, por la indignación. Este es el motivo por el que Descartes, confundiendo ambas –envidia e indignación–, sostiene que aquélla no es siempre pasión viciosa o perversa: «cuando la fortuna envía sus bienes a alguien que es verdaderamente indigno de ellos –escribe– y la envidia sólo surge en nosotros porque, amando naturalmente la justicia, nos enojamos al ver que ésta no se cumple en la distribución de dichos bienes, se trata de un celo que puede ser excusable, principalmente cuando el bien que reciben otros es de tal naturaleza que puede convertirse en un mal en sus manos». Me parece que Descartes tiene razón, lo que sucede es que, como digo, considero muy discutible que un sentimiento tal pueda ser calificado de «envidioso». Con mayor agudeza que Descartes (y también que Aristóteles) repara en esta cuestión el Compendio moral salmanticense: «Si ésta (la envidia) fuere –leemos allí– del bien temporal del prójimo en cuanto se persuade, que éste ha de abusar de él en ofensa de Dios, o para otro mal, o por ser indigno de él, o porque él tiene necesidad del mismo, no será envidia. Tampoco lo será, el que uno se entristezca del bien ajeno, en cuanto puede serle a él, o a otros nocivo; pues esto es un temor del mal propio o ajeno, que siendo bien ordenado, no es culpable».

La definición de A. Smith tiene, además, la virtud de conducir la cuestión al ámbito de la dicotomía inferioridad / superioridad, ya que es ahí (según creo) donde se encuentra la esencia de la envidia. Ahora bien, no es preciso que exista (como parecer suponer A. Smith) una superioridad real del envidiado, ni tampoco la posesión de algo que le haga aparecer de inmediato como superior. Más aún: si se da una superioridad real, capaz de establecer una tal desproporción entre ambos que ni al propio envidioso pueda pasar desapercibida, no es fácil (como ya se ha dicho anteriormente) que surja la envidia. No hace falta, pues, que se dé una superioridad real, ni es preciso, por tanto, que el envidiado sea de hecho superior (y muchas veces, en efecto, no lo es): es suficiente con que el envidioso lo vea como tal. Y lo verá. Quiero decir que, independientemente de cual sea su propia situación personal, y aun cuando ella sea en sí misma envidiable (en el buen sentido del término), el envidioso encontrará siempre alimento para su pasión, alguien a quien envidiar, porque lo que cuenta para él no es lo que tiene, sino lo que tienen los otros y que, por lo mismo, no posee él; o, visto el asunto desde otro ángulo: lo que importa al envidioso no es lo que tiene, sino lo que cree merecer, y siempre considera merecer más de lo que realmente posee (por mucho que esto sea), y, por supuesto, merecer más que el otro. Desde esta perspectiva, la envidia se nos presenta acompañada siempre por la soberbia («el soberbio es necesariamente envidioso», escribió Espinosa); mas también (y creo que esto no ha sido justamente apreciado) por la avaricia (¿acaso no es el avaro necesariamente envidioso?). Mas esa superioridad que oscuramente el envidioso cree advertir en el envidiado, aunque no haya tal superioridad, y, por supuesto, no una superioridad objetiva, rotunda y manifiesta, debe, por fuerza, cumplir otra condición, a saber: que el envidioso de ninguna manera se halle dispuesto a admitirla, o por mejor decir, que bajo ningún concepto esté dispuesto a reconocer el sentimiento de inferioridad del cual, en realidad, nace su envidia. Y es que, digámoslo de una vez, la envidia es una de las consecuencias de tal sentimiento: el envidioso se siente (aunque en realidad no lo sea, y aunque, por supuesto, no lo admita) inferior al envidiado; y es la envidia, justamente, el rasgo (o uno de los rasgos) que desvela tal sentimiento de inferioridad (no es casual que aquello que se envidia sean, básicamente, distintas formas de poder). Pero aunque el envidioso (como ya hemos señalado) en modo alguno esté dispuesto a reconocer (ni siquiera ante sí mismo) tal sentimiento de inferioridad que la envidia, no obstante, pone de manifiesto, parece, sin embargo, como si fuera presentido por él, y parece, sobre todo, advertir (siquiera vagamente) que al envidiar acabará por descubrirse, y por eso la envidia se oculta y se niega de forma tenaz y manifiesta. Esa es el motivo de que, como observa F. de la Rochefoucauld: «A menudo se hace ostentación de las pasiones, aunque sean las más criminales; pero la envidia es una pasión cobarde y vergonzosa, que nadie se atreve nunca a admitir». En efecto: hacerlo equivaldría a admitir la propia inferioridad («La envidia –dice Napoleón– es una declaración de inferioridad»).

Mas si esto es así como decimos, a saber: que envidiamos, ante todo, diversas formas de poder, y que en el envidiar mismo manifestamos sentirnos deficitarios al respecto, esto es, sentirnos inferiores, se me hace muy difícil creer que, como también se ha dicho a veces, la envidia brote del orgullo («La envidia procede con frecuencia del orgullo», leemos en el Catecismo de la Iglesia Católica). Yo creo, al contrario, que el orgullo, y también la vanidad, si lo son de veras (sino se tratan, por ejemplo, de oscuros mecanismos de defensa), antes son un antídoto contra la envidia que un catalizador de la misma: quien se siente suficientemente satisfecho y pagado de sí mismo, cierto es que muestra una de las caras posibles de la estupidez, pero justo es reconocerle también que difícilmente incurrirá en el vicio de envidiar. F. de la Rochefoucauld osciló entre ambas consideraciones: «El orgullo, que nos inspira tanta envidia -afirma- a menudo nos sirve también para moderarla». Pienso que se encuentra más acertado en lo segundo que en lo primero.

* * *

De mí sé decir que antes soy orgulloso (una variedad de la tontería) que envidioso. La envidia es pasión que desconozco. Y lo digo de veras, aun a riesgo de que, después de lo dicho, alguien, maliciosamente, podría observar que, si lo fuera, difícilmente podría admitirlo: ¿cómo hacer una declaración pública de tal debilidad? Mas repárese en que también podría callarme. O quizá podría suceder que alguno sospeche que me oculto a mí mismo tal vicio, que me engaño al respecto o que tengo mi envidia relegada al inconsciente. Nada sé de esto último; sólo puedo decir que si envidio inconscientemente, es muy en el inconsciente. Tal vez por eso se me hace difícil suponer tal sentimiento en los demás y verme a mí mismo como objeto de envidia: ni creo tener qué envidiar ni hago nada para que se me envidie. Decía Mark Twain que: «El hombre está dispuesto a hacer muchas cosas para ser amado, y dispuesto a todo para conseguir ser envidiado». Yo sospecho que no hago mucho para que se me ame, pero nada en absoluto para que se me envidie. Y si alguien lo hace (envidiarme), tanto peor para él: no sólo descubrirá su sentimiento de inferioridad, sino también su estupidez. Con todo (eso sí), preferiría que se me envidiará a que se me compadeciera. Obligado a optar, no dudaría en hacer caso del consejo de Voltaire: «Hay un excelente proverbio que debemos seguir, y aconseja que vale más causar envidia que lástima. Causemos, pues, envidia hasta donde nos sea posible.»

 

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