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El Catoblepas, número 13, marzo 2003
  El Catoblepasnúmero 13 • marzo 2003 • página 1
Artículos

La polémica de auxiliis
y la Apología de Bañez

Juan Antonio Hevia Echevarría

Introducción del traductor a la edición española de Domingo Bañez,
Apología de los hermanos dominicos contra la 'Concordia' de Luis de Molina (1595), Biblioteca Filosofía en español, Oviedo 2002

§1. Historia de la polémica de auxiliis

Domingo Bañez, Apología de los hermanos dominicos contra la 'Concordia' de Luis de Molina (1595), Biblioteca Filosofía en español, Oviedo 2002 La Apología de los hermanos dominicos es un texto de marcado carácter discursivo. Por ello no parecerá inapropiado que comencemos nuestra presentación de la Apología con un análisis de tipo retórico, siendo así inevitable acudir a Aristóteles. Según afirma el estagirita en su Retórica, tres son los géneros de discurso: deliberativo, forense y epidíctico. Cada uno de ellos responde a un fin determinado. Veamos qué fin persiguen con su discurso los hermanos dominicos, para saber de este modo a qué género pertenece la Apología. Ante todo, los hermanos dominicos pretenden denunciar y censurar la comisión de una grave injusticia. Así pues, como Aristóteles dice que «el fin es lo justo y lo injusto, para quienes litigan en un juicio»{1}, habremos de clasificar la Apología como un discurso de género forense. Además en todo discurso hay que atender «a cómo ha de presentarse uno mismo y a cómo inclinará a su favor al que juzga»{2}. Según Aristóteles, en los procesos judiciales lo importante es la actitud en que se halle el auditorio, «pues las cosas no son iguales para el que siente amistad, que para el que experimenta odio»{3}. Por ello, los hermanos dominicos tratarán de llevar con su discurso a los jueces a que experimenten determinadas pasiones. Así vemos que intentan influir en el pathos de los jueces a quienes se dirigen con su discurso –que serían los jueces del Santo Tribunal de la Inquisición–, infundiendo en ellos un sentimiento de temor e indignación ante la comisión de la injusticia que denuncian. El autor de esta injusticia sería el jesuita Luis de Molina, quien en su Concordia liberi arbitrii cum gratiae donis, divina praescientia, providentia, praedestinatione et reprobatione habría blasfemado contra San Agustín y Santo Tomás y habría puesto en peligro la sacrosanta teología y la salvación del pueblo español. Por todo ello, con su discurso los hermanos dominicos tratarán de llevar a los jueces a que experimenten un sentimiento de temor, por las futuras consecuencias que una doctrina tan perniciosa como la de Molina puede acarrear, y de ira e indignación por la injusticia, el daño y el desprecio cometidos con los Padres de la Iglesia.

En efecto, la Apología es la censura, tanto del teólogo, como de la obra citada, que los teólogos dominicos de España ofrecen al tribunal de la Santa Inquisición en 1595, firmando al final del texto con sus propios nombres. Sin embargo, esta obra suele atribuirse en singular al P. Domingo Báñez, pues éste, además de ser el teólogo dominico de mayor autoridad en su época y ocupar la cátedra de prima de teología en la Universidad de Salamanca, fue el encargado, con la ayuda de Diego Álvarez, de redactar la Apología y dar forma unitaria a ocho tratados individuales que otros tantos dominicos, entre ellos Báñez, habían presentado ya anteriormente al Consejo de la Inquisición. Sin duda, Domingo Báñez fue el gran contradictor de Molina y el dominico que más se significó en su lucha contra el premolinismo y el molinismo.

Sobre el premolinismo, debemos decir en perjuicio de la originalidad de las tesis defendidas por Molina –que básicamente suponen una defensa de la libertad humana en detrimento de la gracia divina– que las ideas a las que dotó de unidad sistemática, desde un primer momento habían marcado la orientación teológica que seguiría la Compañía de Jesús en materia de gracia y predestinación. El propio Francisco Suárez señala que la defensa de la libertad, frente al determinismo luterano, que desde un principio acometió la Compañía como tarea propia, tiene su origen en los preceptos que San Ignacio de Loyola ofreciera en sus Exercicios spirituales, especialmente en sus reglas «Para el sentido verdadero que en la Iglesia militante debemos tener». Así, dice la regla 15ª: «No debemos hablar mucho de la predestinación por vía de costumbre; mas si en alguna manera y algunas veces se hablare, así se hable que el pueblo menudo no venga en error alguno, como a veces suele diciendo: si tengo que ser salvo o condenado, ya está determinado, y por mi bien hacer o mal no puede ser ya otra cosa; y con esto entorpeciendo se descuidan en las obras que conducen a la salud y provecho espiritual de sus ánimas». Y de igual modo, San Ignacio, oponiéndose a la tesis luterana de la justificación por la fe, dice en su regla 16ª: «De la misma forma es de advertir que por mucho hablar de la fe y con mucha intensión, sin alguna distinción y declaración, no se dé ocasión al pueblo para que en el obrar sea torpe y perezoso, quier antes de la fe formada en caridad o quier después». Como podemos apreciar por las reglas de San Ignacio, discusiones teológicas que en nuestros días nos pueden parecer completamente bizantinas, como la referente al modo de conciliar la potencia infinita de Dios y su omnisciencia con la libertad humana, en el siglo XVI tenían una repercusión indudable en el plano práctico. Y como muestra baste señalar que el nuevo dogma que maquinó Lutero, unido al nacionalismo alemán y a las expectativas de independencia de los príncipes alemanes respecto de Roma, esperando convertirse en los nuevos beneficiarios de las rentas eclesiásticas, ocasionó la ruptura de la unidad católica de Europa, que tendría consecuencias determinantes en el plano político, económico, social y, por ende, intelectual.

Así pues, es cosa clarísima que cuando San Ignacio concibe sus reglas para la Iglesia militante, tiene en mente al enemigo protestante y su forma de hablar de la fe «con mucha intensión, sin alguna distinción y declaración». Por ello, el espíritu premolinista, con su defensa de la libertad humana frente al fatalismo protestante, puede decirse que fue patrimonio de la Compañía de Jesús desde sus comienzos. Y así ya en el concilio de Trento, encontramos a los jesuitas Diego Laínez y Alfonso Salmerón defendiendo ideas premolinistas. Y en 1567 el propio Domingo Báñez mantuvo en Alcalá su primera controversia pública oponiéndose a las ideas premolinistas que defendía el P. Deza, S. I. Pero fue en 1582 cuando el premolinismo entró en escena públicamente en un acto escolástico celebrado en las escuelas de Salamanca y presidido por el mercedario Francisco Zumel. En este acto el P. Prudencio Montemayor, S. I., defendería una idea que aparecerá en la Concordia de Molina y que Báñez censurará en su Apología.

El P. Montemayor defendería que el mérito al que Cristo se hizo acreedor por obedecer el precepto de morir en la cruz impuesto por el Padre, no se habría debido al simple hecho de obedecer este precepto, sino al hecho de que habría obedecido de mejor gana y más ardorosamente de lo que estaba obligado. A lo que Báñez respondería que la propia definición de libertad que ofrecen los molinistas les obliga a mantener la tesis mencionada, porque si, como sostienen los molinistas, agente libre es aquel que, puestos todos los requisitos para actuar, puede actuar y no actuar, o hacer una cosa lo mismo que la contraria, entonces, como Cristo no podía no obedecer el precepto divino de morir en la cruz, a diferencia de lo que debería ser posible según la definición molinista –que Cristo pudiese no obedecer–, el P. Montemayor y Molina en su Concordia se ven obligados a defender la tesis de que Cristo no obró meritoriamente por haber obedecido, sino por haber obedecido y haber obrado de mejor gana y más intensamente de lo que le obligaba el precepto, porque, de otro modo –como según la definición molinista de agente libre, debería verificarse que Cristo pudiese no obedecer el precepto, lo que, empero, era incomposible una vez decretado el precepto divino– se seguiría que Cristo no habría obedecido libremente el precepto y que, por ello, el acto de morir en la cruz no habría sido meritorio. Por tanto, los molinistas, para no verse obligados a reconocer, según la definición que ofrecen de agente libre, que Cristo no obró libremente el precepto, por ello atribuyen el mérito de su acción a algo que no se encontraba bajo el precepto, a saber, obedecer de mejor gana y más ardorosamente de lo que el Padre había preceptuado.

Como consecuencia de la defensa de esta tesis, Báñez denunció ante el Consejo de la Inquisición al P. Prudencio Montemayor y a fray Luis de León, quien en el mismo acto escolástico había salido en defensa del jesuita. Báñez los acusó del intento de introducir en las escuelas doctrinas temerarias y cercanas al pelagianismo. Y como resultado de esta denuncia, el Santo Oficio falló en contra del P. Montemayor, que fue obligado a abandonar la enseñanza de la teología, y de fray Luis de León, a quien se prohibió seguir defendiendo tal doctrina. De este modo, el premolinismo quedó prohibido en España.

Seis años después, en 1588, Luis de Molina publica en Lisboa su Concordia liberi arbitrii cum gratiae donis, divina praescientia, providentia, praedestinatione et reprobatione. Las ideas premolinistas toman ya forma sistemática en esta obra, cuya publicación intentaron impedir los dominicos, pero en vano, ya que la Inquisición portuguesa no había condenado el premolinismo, a diferencia de lo sucedido en España. La publicación de la Concordia supuso que el molinismo fuera ampliamente difundido y discutido. Pero los dominicos denunciaron la obra ante el Consejo de la Inquisición de España, alegando que contenía las mismas afirmaciones temerarias que ya se habían condenado en 1582. Por esta razón, los jesuitas, temiendo un nuevo fallo condenatorio, apelaron a Roma, ante el descontento de la Inquisición española y del propio Felipe II.

En 1594 Clemente VIII dispuso reservarse para sí la resolución de la causa al mismo tiempo que imponía silencio a los litigantes. No obstante, ante el descontento de Felipe II, Clemente VIII accedió a que las censuras de la Concordia se realizasen en España. La Apología de Domingo Báñez, que aquí presentamos, es la censura más importante de cuantas encargó hacer el Consejo de la Inquisición.

En 1598 se da acuse de recibo en Roma de todas las censuras y documentos relativos a la causa. Y ya a partir de este momento, dominicos y jesuitas trasladan todas sus discusiones a la sede pontificia. En un principio, Clemente VIII, que se mostraba reticente a la condena de la Concordia, trató que dominicos y jesuitas se pusiesen de acuerdo, para lo cual dispuso mantuviesen conversaciones privadas, pero estas sesiones fueron tan violentas que el propio Clemente VIII decidió dirigir personalmente los debates.

El 14 de febrero de 1602, comienzan en el Vaticano las congregaciones papales, de las que se celebrarían ochenta y nueve. Presidiendo una de estas sesiones, Clemente VIII sufrió un ataque que lo llevaría al sepulcro. Su sucesor en el solio pontificio, Paulo V, que mandó se reanudasen las disputas, finalmente, en 1607, dictaminó libertad para dominicos y jesuitas de defender su doctrina y prohibición absoluta de calificar de herejía a ninguna de ellas. Los jesuitas, exultantes ante el fallo, aclamaron a Molina victor y lo celebraron con festejos públicos, que incluyeron fuegos artificiales, músicas y corridas de toros.

§2. La controversia dogmática

Esta es, presentada de manera muy sucinta, la historia de la polémica de auxiliis. Y sin perjuicio de reconocer que esta lucha dogmática encubría una pugna más mundana entre dos institutos religiosos, uno ya consolidado y otro de creciente influencia, vamos a ir más allá de un análisis que más bien correspondería a la sociología de la religión, para centrarnos en la reinterpretación de las controversias de auxiliis como un momento extremo en el que las propias contradicciones internas de la ontoteología conducen a un estado límite, en el que sólo cabrán dos posibilidades: replegarse sobre un fideísmo que prescinda de todo intento de reflexión racional sobre el contenido de la creencia, o bien desembocar en la «inversión teológica»{4}. Sobre ello hablaremos posteriormente. Ahora vamos a resumir con brevedad la doctrina de Molina, para que sea manifiesto en qué medida el intento de Molina de resolver las contradicciones internas que ponían en peligro la ontoteología, sólo conducirá en último extremo a su disolución, contribuyendo así desde dentro de la propia teología natural a socavar unos cimientos –por supuesto, más allá de la propia intención de Molina, que, por el contrario, lo que pretendía era apuntalarlos– que ya habían recibido el ataque exterior de Lutero, crítico con la teología natural y con todo intento de racionalizar la fe. Estas tensiones que agitaban la teología natural y que, como decimos, llegaron con la escolástica española del siglo XVI a un estado límite, no eran nuevas, sino que versaban sobre el clásico tema del voluntarismo divino{5}, que ya había aparecido en la teología clásica musulmana y en la escolástica medieval. Este es un tema recurrente que surge de manera necesaria cuando confrontamos el poder de Dios con el mundo creado, es decir, ¿es Dios voluntad libérrima en su omnipotencia o posee algún límite? Porque si queremos salvar la libertad humana y, por tanto, la propia justicia y bondad divinas –ya que Dios no sería justo en sus castigos y recompensas, si el hombre no obrase libremente–, Dios no puede determinar al hombre en sus acciones. Yendo más allá, cabría incluso plantearse si las leyes decretadas por Dios en las tablas de Moisés o incluso las propias leyes que rigen en el mundo físico podían haber sido otras o bien Dios decretó las únicas leyes que podía decretar, porque en este caso el Dios omnipotente ya no lo sería tanto, sino que más bien estas leyes estarían penetradas de una racionalidad que ni siquiera la voluntad libérrima de Dios podría contradecir, ni decretar otras según su capricho. Como veremos, en la polémica de auxiliis encontraremos a Molina situado en posiciones racionalistas, defendiendo la primacía del entendimiento como atributo divino, frente a su contradictor Báñez, defensor del voluntarismo divino. Pero pasemos a resumir la doctrina de Molina para ver cómo este tema clásico de la ontoteología es explorado en detalle con una exhaustividad sin parangón hasta entonces.

Ante todo, hay que tener bien presente que el objetivo que Molina persigue en su Concordia es conciliar la potencia infinita de Dios y su omnisciencia con la libertad humana. Para ello, Molina comienza añadiendo una tercera ciencia –la ciencia media- a las ciencias divinas admitidas por los tomistas, a saber, ciencia de simple inteligencia y ciencia de visión. Veamos antes en qué consisten estas dos ciencias.

La ciencia de simple inteligencia es ciencia de esencias y antecede a todo acto libre de la voluntad divina. Con ella Dios conoce todo objeto necesario o posible –y por ello la ciencia de simple inteligencia no puede ser diferente de como es– independientemente de su existencia, v. gr., Dios conoce que el hombre es animal racional, tanto si existe, como si no existe. De este modo, a través de esta ciencia, Dios conoce todo aquello que la potencia divina puede realizar. Así pues, como en su propia esencia divina Dios conoce todas las esencias –y por ello no puede conocer nada diferente de lo que en realidad conoce a través de esta ciencia–, independientemente de su existencia, podemos considerar a Dios raíz de todas las esencias.

La ciencia de visión, o ciencia libre –pues es posterior al acto libre de la voluntad divina–, se ocupa de todo objeto que posee ser en algún momento del tiempo, ya sea pasado, presente o futuro; es, por tanto, ciencia de existencias. Con ella Dios conoce, de entre todas las uniones contingentes, qué cosas sucederán. Por ello, a través de la ciencia de visión, Dios no puede saber lo opuesto de lo que con ella conoce.

Pues bien, a estas dos ciencias, Molina añadirá una tercera, a saber, la ciencia media. A través de esta ciencia, Dios ve en su esencia cómo obraría cualquier libre arbitrio en cualquiera de los infinitos órdenes de cosas y circunstancias en que la voluntad divina lo colocase. Es la ciencia de los futuros condicionados, esto es, futuros que no son absolutos, ni meramente posibles, sino que dependen de alguna condición. Y Molina denomina «media» a esta ciencia, porque se encontraría en un estado intermedio entre la ciencia de simple inteligencia y la ciencia de visión. Por una parte, no sería ciencia natural, porque a través de la ciencia media Dios no puede saber lo opuesto de lo que con ella conoce. Por otra parte, tampoco sería ciencia libre, porque antecede a todo acto libre de la voluntad divina y porque en la potestad de Dios no está el conocer a través de esta ciencia media nada diferente de lo que en realidad conoce. Sin embargo, esta ciencia media poseería también en parte condición de ciencia natural, ya que antecedería al acto libre de la voluntad divina y no estaría en la potestad de Dios conocer con ella nada diferente de lo que en realidad conoce; y en parte también poseería condición de ciencia libre, porque, en la medida en que Dios decide, por medio de su libre voluntad, poner al hombre en un estado de circunstancias o en otro, el libre arbitrio hará una cosa antes que otra.

Esta tercera ciencia, la ciencia media, es el fundamento de todo el sistema molinista, porque parece que permite conciliar la antinomia en apariencia irresoluble entre la omnipotencia divina y la libertad humana, ya que Dios, después de ver con ciencia media cómo obraría el hombre, puesto en un estado de cosas o en otro, decide colocarlo en un orden de circunstancias determinado, sabiendo que el hombre, por su libre voluntad, hará un buen uso de la gracia divina o bien permanecerá en la infidelidad. Pero Dios no fuerza al hombre a obrar de manera determinada, sino que, por el contrario, es el hombre quien determina el influjo divino, que siempre es necesario para que una potencia se actualice. Por ello, Molina hablará de una doble causalidad, o concausalidad, humana y divina, para explicar el efecto a producir. Ambas causas son parciales, pero necesarias para que se produzca el efecto. A la causalidad divina Molina la llama de diferentes maneras, «concurso universal», «concurso general» o «concurso indiferente». Sería un influjo que Dios otorga a todas las criaturas para mantenerlas en el ser y, por ello, es necesaria para que todo efecto pueda tener lugar, pero no es un concurso que obligue al hombre a obrar de modo determinado, sino que es un concurso indiferente en su influjo, pero determinable por el hombre, porque, según Molina, esta es una exigencia para que realmente se pueda hablar de libertad de arbitrio en el hombre. Además, ambos influjos, humano y divino, tienen lugar simultáneamente, son necesarios y, por ello, tanto el concurso general de Dios, como el influjo del hombre, son causas parciales, porque se necesitan mutuamente; y esto lleva a Molina a ilustrar el modo en que tiene lugar la concausalidad, recurriendo al símil de dos hombres que empujan una misma embarcación.

Por su parte, Báñez critica el concepto de concausalidad, porque, según él, el concurso divino no es simultáneo al influjo del hombre, sino previo, pues sería inconcebible que el hombre pudiese determinarse a obrar en un sentido, sin haber recibido antes el influjo previo y físicamente determinante de Dios. Por ello, Báñez señala que, además del concurso general imprescindible para suplir la indigencia del ser, es necesario un concurso previo y determinante que mueva físicamente a la causa segunda y la aplique al acto. Así se podría comparar este modo de obrar con la manera en que un artesano mueve su herramienta, siendo en este caso la causa primera el artesano y la causa segunda la herramienta. Ahora bien, parece difícil entonces que se pueda mantener que el hombre actúa libremente cuando obra. No obstante, Báñez en ningún momento se adhiere a la tesis luterana del arbitrio siervo; por ello ensaya un modo de resolver la antinomia entre la omnipotencia divina y la libertad humana, recurriendo a una distinción que ya aparece en Santo Tomás. Se trata de la distinción entre necesidad de consecuente y necesidad de consecuencia. Veamos la siguiente proposición: «Si Dios mueve la voluntad del hombre hacia algo, es imposible que la voluntad no se mueva hacia ello». Según Báñez, en este caso habría una necesidad de consecuencia, porque es necesario que tenga lugar lo que la proposición enuncia; sin embargo, no habría una necesidad de consecuente, porque el hombre no obra necesariamente sus acciones, sino con la libertad que le es propia de forma natural. Así pues, Báñez cree resolver la antinomia, diciendo más o menos algo como lo siguiente: Cuando Dios mueve al hombre hacia algo, necesariamente el hombre se mueve libremente hacia ello. Es decir, Dios sería la causa de la actividad libre del hombre. Pero esta solución difícilmente podía convencer a Molina, y esto le llevará a acusar a los tomistas y a Báñez de favorecer las tesis deterministas de Lutero.

Por otra parte, en la tradición teológica era habitual distinguir entre gracia suficiente y gracia eficaz. Molina respetará esta distinción, señalando que la gracia suficiente puede ser eficaz o ineficaz, dependiendo siempre del libre arbitrio, que sería el que determinaría el efecto de la gracia suficiente, que será eficaz, si el hombre se decide a obrar bien con ella y se convierte, o ineficaz, si el hombre no hace un buen uso de ella. Sin embargo, para Báñez la gracia suficiente no es suficiente para que el hombre se convierta de hecho con ella, sino que tan sólo inspira al hombre el camino recto. Por ello, el hombre necesita otro auxilio que sea eficaz para la conversión. Pero aunque la gracia suficiente no sea suficiente para la conversión, no obstante, si el hombre no recibe la gracia eficaz, el simple hecho de haber recibido la gracia suficiente –que no basta para la conversión– hace que el hombre sea culpable por haber permanecido en la infidelidad, ya que la gracia suficiente es suficiente para que el hombre pueda convertirse –y, por tanto, esté obligado a ello–, aunque de hecho el hombre no se convierta salvo que reciba la gracia eficaz. Y el hecho de que la gracia suficiente para la conversión no sea suficiente para que el hombre se convierta, llevará a Pascal a ironizar en sus Cartas provinciales sobre esa gracia suficiente defendida por los dominicos.

§3. Molina entre el fideísmo y la inversión teológica

Una vez presentada muy esquemáticamente la doctrina de Molina y, como contrapunto necesario, la de Báñez, vamos a justificar en qué sentido podemos mantener que Molina, contrariamente a Báñez, se mueve en posiciones racionalistas respecto al tema del voluntarismo divino, en el que, en suma, lo que se intenta dilucidar es qué atributo divino posee preeminecia: voluntad o entendimiento. Porque si consideramos a Dios voluntad libérrima en su omnipotencia, toda restricción racionalista que pretendamos imponerle carecerá de sentido, pues voluntad equivaldría en Dios a razón o conocimiento, ya que aquello que Dios conocería sería lo que a través de su voluntad habría decretado. Es decir, no habría instancias superiores más allá de su propia voluntad. Ahora bien, si consideramos que el ejercicio de la voluntad divina está sometido a un examen de razones –ya sea en función de la libertad del hombre o de la objetividad de las tablas de la ley y de las leyes físicas–, no podemos considerar a Dios absolutamente omnipotente, sino sometido a unos principios de razón que irían más allá de su propia voluntad; por ello, Dios no conocería algo por haberlo decretado, sino que, más bien, el conocimiento divino sería previo a su voluntad y la estaría limitando, es decir, le estaría diciendo lo que puede hacer y lo que no, lo que está al alcance de su voluntad o lo que ni siquiera Dios en su omnipotencia –que, por tanto, no sería tal– podría realizar. Es decir, ni siquiera Dios podría contradecir el principio de Arquímedes, ni el primer mandamiento. Y tampoco podría determinar los actos del hombre, porque entonces la justicia divina desaparecería; y, sin embargo, el ser supremo jamás puede ser injusto, pues esto implicaría contradecir su propia esencia divina.

Pues bien, en la discusión Báñez-Molina, los términos en los que hemos presentado el tema del voluntarismo divino aparecen claramente marcados. En primer lugar, Báñez elimina la ciencia media, ya que, según él, esta ciencia supondría que el conocimiento que Dios tiene de los futuros contingentes sería falible, pues dependería de una causa creada que no habría sido determinada por Dios y que, por tanto, podría obrar de manera imprevista y, de este modo, hacer que la ciencia media fallase en su presciencia. Así pues, según Báñez, el conocimiento que Dios tiene de las cosas no puede fundamentarse en algo exterior a su propia esencia, porque sólo en ella Dios conoce infaliblemente todo, tanto lo necesario y lo posible, como las uniones contingentes de las cosas que tienen ser en algún momento del tiempo. De este modo, para conocer los futuros condicionados, bastaría la ciencia de simple inteligencia. Y para saber cómo obrará el hombre de hecho, basta la ciencia de visión, porque esta ciencia es posterior al decreto otorgado por Dios. Es decir, Dios conoce en su propio decreto cómo obrará el hombre, puesto en un orden determinado de circunstancias. Serían, por tanto, decretos ante praevisa merita. Esto es, Dios conocería en la propia decisión de su voluntad la acción del hombre, y en Dios conocer sería tanto como decretar, como decidir con su propia voluntad lo que debe hacer el hombre.

Molina, por su parte, critica esta solución, señalando que la libertad del hombre, así como la justicia y la bondad divinas, desaparecerían, si los decretos de Dios fuesen ante praevisa merita. Esta solución acercaría a los tomistas y a Báñez a las tesis de Lutero, que negaba abiertamente la libertad humana, al reconocer que la antinomia entre la omnisciencia y la potencia infinita de Dios y la libertad humana es irresoluble. Por ello, Lutero llegaba a sostener que Dios es causa del pecado. Pero esto era inaceptable para los tomistas, quienes no podían dejar de reconocer la libertad en el hombre como algo que la propia experiencia pone de manifiesto. No obstante, su solución, presentando una distinción entre necesidad de consecuencia y necesidad de consecuente y reconociendo que el hombre es libre en potencia –pero no de hecho– para no seguir el decreto divino, no podía convencer a Molina, que, por ello, en su Concordia trata de resolver la antinomia irresoluble que constituye el nudo gordiano de todas las controversias de auxiliis. Para ello recurre a la ciencia media. Con esta ciencia, Dios conoce cómo obraría cualquier hombre, puesto en cualquier orden de circunstancias. Así pues, a la luz de esta ciencia, Dios decide poner al hombre en un estado de cosas o en otro, siendo el propio hombre quien, en virtud de su libertad innata, obra sus acciones. De este modo, Molina cree salvar la libertad humana y la justicia y bondad divinas. Por ello, los decretos divinos sólo pueden ser post praevisa merita. Es decir, sólo después de saber cómo va a obrar el hombre y cuáles van a ser sus méritos, Dios decide otorgar su decreto. Estos decretos post praevisa merita suponen una gran restricción del voluntarismo defendido por Báñez y responden a la propia exigencia de la razón de suponer que el hombre obra libremente sus actos, pues, de otro modo, no podría ser considerado responsable de los mismos. Esta defensa de la libertad humana frente al determinismo divino será, por cierto, el fundamento que llevará a los jesuitas por el camino del probabilismo y de la defensa de una moral católica que, en su racionalismo, será crítica con una obediencia ciega de las leyes que no responda a un examen de razones; por ello, los jesuitas probabilistas defenderán que, ante cualquier dilema moral, siempre es lícito, aun contradiciendo la ley divina, seguir la opinión más aprobable, siempre que un examen atento de razones así lo aconseje. De este modo, los jesuitas harán una aplicación práctica de este principio, cuando, preguntándose si les es lícito desobedecer el quinto mandamiento y matar a los jansenistas –que, como es sabido, censuraban la moral probabilista, tachándola de laxa–, tras una consideración de razones, respondan que no, porque la grandeza de la Compañía de Jesús jamás podría recibir detrimento ante ataques tan insignificantes. Esto supuesto, también parece claro qué suerte habrían debido correr los jansenistas, en el caso de que los jesuitas hubiesen considerado, tras un examen atento de razones, que los ataques jansenistas eran merecedores de una respuesta pareja en proporción a su capacidad de inferir daño.

Como estamos viendo, parece claro que Domingo Báñez, al rechazar la ciencia media y al sostener que Dios conoce con ciencia de visión cómo va a obrar el hombre –es decir, Dios sabe cómo va a obrar, porque previamente ha decidido a través de su decreto que obre de manera determinada–, se adhiere a las tesis del voluntarismo divino, esto es, la defensa de un Dios cuya omnipotencia no admite límites y cuya omnisciencia está en relación directa con las decisiones de su voluntad; un Dios que es pura potencia infinita e ilimitada en sus pretensiones y que ofrece la imagen de un ser supremo que actuaría movido a instancias del mandato caprichoso de su voluntad, es decir, indeterminadamente y sin estar sometido a otra necesidad que la de actualizar los antojos de su voluntad; un ser supremo respecto del cual el mundo creado parecería responder antes bien a un puro azar que a unos principios de necesidad, apareciendo así como un mundo inestable e inmotivado sometido a las veleidades antojadizas de la voluntad del ser supremo antes que a un plan determinado; en resumen, un mundo en el que no podría encontrarse más racionalidad que en el sueño de un loco y que haría inútil cualquier intento de estudio sometido a razones.

Por el contrario, parece claro que Molina –deseando salvar la libertad del hombre y la justicia y bondad divinas y, por ello, sosteniendo que los decretos de Dios son post praevisa merita, es decir, el conocimiento divino, a través de la ciencia media, de cómo obraría el hombre, puesto en un orden u otro de circunstancias, debe ser previo a la decisión de su voluntad de ponerlo en un orden determinado de cosas– limita las pretensiones de omnipotencia absoluta de Dios, que ya no se nos aparecería como pura voluntad arbitraria, sino que sus decisiones estarían sometidas a razones (morales, físicas...) dentro de la proyección teleológica de un programa que daría sentido al mundo creado, y al hombre dentro de él, y lo haría susceptible de estudio racional. Por tanto, la doctrina molinista supone un trámite crítico frente a las tesis del voluntarismo divino. Ahora bien, cabría preguntarse, ¿Molina resuelve realmente la antinomia que venimos mencionando? ¿Las motivaciones racionales –justicia divina, libertad humana, ciencia media– suponen una verdadera restricción de la voluntad omnipotente de Dios?

Pero antes de responder a estas preguntas y de proceder a una reinterpretación de la polémica de auxiliis, vamos a esbozar las líneas generales por las que discurre la doctrina de la libertad propuesta desde el materialismo filosófico{6}. En particular, nos será de gran utilidad hacer uso de la tipología de concepciones filosóficas de la libertad que ofrece Gustavo Bueno. Éste, en primer lugar, partiendo de supuestos ontológicos materialistas, se opone a una concepción indeterminista de la libertad, negando que la libertad pueda darse al margen de la causalidad{7}. Por ello, la libertad implicaría causalidad y, como atributo de la persona, podría definirse como la potencia para causar sus actos. Por ello, son los actos de la persona los que forjan su libertad. Ahora bien, según Bueno, es imprescindible que esos actos «hayan sido proyectados como episodios de un proceso global en una prolepsis cuyos componentes han de ser dados por anamnesis previamente»{8}. Es decir, sólo podrían considerarse libres los actos de una persona que se encontrase en una situación en la que su trayectoria como persona hubiese sido «prefigurada con seguridad a una escala dada», como sucedería en una sociedad política, en la que las personas ya tienen, por así decir, sus «órbitas» fijadas de antemano.

Así pues, Gustavo Bueno, al reconocer que la libertad no puede darse al margen de la causalidad, presenta una tipología de concepciones filosóficas de la libertad en la que la antinomia de la libertad aparece formulada a través de la idea de causalidad. Para realizar esta clasificación de las doctrinas filosóficas de la libertad, Bueno recurre a los ejes del espacio antropológico. Recordemos que el espacio antropológico es un sistema de coordenadas en symploké ideado para ordenar y analizar relacionalmente los diferentes materiales antropológicos, que aparecerían articulados en torno a tres ejes: el eje circular (que recoge las relaciones que los hombres mantienen entre sí), el eje radial (que recoge las relaciones de los hombres con términos de la naturaleza, es decir, entidades carentes de inteligencia) y el eje angular (que recoge las relaciones que los hombres mantienen con entidades no humanas, pero dotadas de inteligencia, aunque no necesariamente divinas, pues podrían ser démones, extraterrestres o animales, que poseerían características numinosas).

Gustavo Bueno procede a clasificar las doctrinas filosóficas de la libertad, atendiendo a lo que denomina «el horizonte de la libertad», que puede ser impersonal o personal. En el horizonte impersonal, la antinomia de la libertad vendría mediada por una oposición dialéctica entre un orden natural, no proléptico, y la actividad operatoria humana. Este orden natural remitiría al eje radial. Y el tipo de causalidad propia de este horizonte sería la causalidad eficiente. Aquí habría que situar las doctrinas de los estoicos y también de Kant, Schopenhauer y Sartre.

Con respecto al horizonte personal, Gustavo Bueno señala que aquí la antinomia de la libertad vendría dada a partir de la oposición entre términos personales humanos y términos también personales, ya sean humanos o no (y por ello Bueno sitúa en este horizonte tanto el eje circular como el angular). Por esta razón, la causalidad propia de este horizonte sería la causalidad final, ya que estos términos personales actuarían operatoriamente en función de planes y programas fijados de antemano.

En el eje angular, la oposición vendría dada entre personas humanas y personas no humanas, capaces de determinar y envolver gracias a su poder e inteligencia las acciones de los hombres. Así pues, aquí podríamos situar la polémica Báñez-Molina.

Finalmente, en el eje circular la antinomia tendría como términos a personas humanas frente a otras personas también humanas. Y es en este eje donde Bueno sitúa propiamente la antinomia verdadera de la libertad, después de rechazar, desde supuestos materialistas, la causalidad cósmica (natural) y la causalidad divina como metafísicas, aunque filosóficamente pertinentes (pues han permitido la formulación de la antinomia) desde el punto de vista de una doctrina de la libertad que considera la idea de libertad entretejida con la de causalidad, frente a concepciones indeterministas.

Una vez delineada –de manera extremadamente concisa, pero suficiente para nuestro propósito– la doctrina de la libertad desde la que vamos a reinterpretar la polémica Báñez-Molina, intentaremos responder a las preguntas anteriormente formuladas. ¿Molina resuelve realmente la antinomia que venimos mencionando, en apariencia inextricable? ¿Las motivaciones racionales –libertad humana, justicia divina, ciencia media– suponen una verdadera restricción de la voluntad omnipotente de Dios? Y de ser esto así, ¿qué consecuencias se seguirían? En primer lugar, debemos decir que el objetivo que mueve a Molina en todo momento es salvar la libertad humana. El hombre no puede ser, como sostiene Lutero, un autómata corrupto. Si esto fuese así, la responsabilidad del hombre sobre sus acciones sería inexistente y, por tanto, también el valor de sus obras. Así pues, sólo admitiendo la libertad humana como un principio irrenunciable, el hombre puede comprometerse con sus acciones y con su obrar en el mundo y, por consiguiente, reconocerse responsable de sus actos. Además, si el hombre no obrase libremente sus acciones, Dios no podría ser justo en sus recompensas y castigos. Y la justicia de Dios es algo que la propia palabra revelada presenta como incuestionable. Ahora bien, Dios también es presentado siempre omnipotente y omnisciente. Pero entonces, ¿cómo puede ser libre el hombre? Porque si el hombre es libre para hacer una cosa u otra, ¿no será falible la ciencia divina? ¿Y la libertad humana no estaría limitando de igual modo la omnipotencia de Dios? Porque ¿cómo sería Dios omnipotente, si no pudiese forzar al hombre en sus acciones? Como hemos visto, Molina recurre a la ciencia media y al concurso simultáneo, para conciliar la omnipotencia y omnisciencia divinas con la libertad humana. Es decir, Dios conoce infaliblemente con ciencia media cómo obraría el hombre puesto en cualquier estado de cosas y, en función de este conocimiento, decide ponerlo en un orden u otro de circunstancias. Parece que así se salvan tanto la tesis como la antítesis de la antinomia. Sin embargo, nosotros vamos a mantener que Molina, como no puede ser de otra manera, fracasa en su intento de resolver la antinomia mencionada. En realidad, a pesar de la ingeniosa solución que Molina ofrece recurriendo a la ciencia media, la antinomia permanece irresuelta en su inextricabilidad en el sistema de Molina, porque siempre se le puede presentar la siguiente objeción. Pero oigámosla de boca del propio Báñez en el discurso que dirige a los jueces del Santo Oficio: «Así pues, argumentamos contra Molina de manera similar a como él argumenta contra San Agustín, Santo Tomás... Por esta razón, nuestro argumento será ad hominem y lo propondremos a partir de su doctrina: Dios conoce necesariamente, como dice Molina, a través de la ciencia media, los infinitos órdenes posibles de cosas que puede producir; pero de todos ellos elige un orden determinado de cosas, de naturaleza y de gracia, sabiendo que algunos hombres, puestos en tal orden de cosas, con tales circunstancias de naturaleza y de gracia, harán un buen uso de su libre arbitrio y, por ello, serán justificados y salvados; igualmente, presabe que otros hombres, casi innumerables, si son puestos en tal orden de cosas, harán un mal uso de su libre arbitrio y se condenarán. Entonces, argumentamos contra Molina así: Dios pudo crear a unos hombres –que, puestos en un orden de cosas, presupo que se condenarían– en otro orden de cosas, sabiendo por ciencia media que en este otro orden de cosas harían un buen uso de su libre arbitrio. Por tanto, es propio de alguien duro y feroz, antes que del clementísimo principio, que, por su sola voluntad, haya querido y elegido ese orden de cosas y en él haya creado a esos hombres, presabiendo que en ese orden de cosas harían un mal uso de su libre arbitrio y se condenarían para siempre y, sin embargo, a otros los haya puesto en otro orden de cosas, presabiendo que, con seguridad, en este orden harían un buen uso de su libre arbitrio. Por tanto, queremos saber, ¿por qué decide establecer antes un orden de cosas que otro, sabiendo que en este orden algunos se van a salvar y otros van a perecer? Así pues, su suerte podía haber sido la contraria. Pues Dios sabía que si aquellos que se van a salvar, fuesen puestos en otro orden de cosas, se condenarían; y, por el contrario, si aquellos que se van a condenar, fuesen puestos en algún otro orden de cosas, se salvarían. Ciertamente, a ninguna razón primera se podrá atribuir esta diferencia de efectos, salvo a la voluntad divina, que elige a algunos en particular y a todos los demás, por el contrario, no elige, sino que permite que pequen, para así mostrar en éstos su justicia y su poder y en aquéllos, en cambio, su misericordia. Pero por qué habrá querido en particular mostrar en algunos su misericordia y en todos los demás su justicia, no se puede atribuir a ninguna razón, excepto a la voluntad divina, como expresamente enseña Santo Tomás.»{9} Y frente a la respuesta que Molina presenta, diciendo que la bondad, la ecuanimidad y la clemencia divinas impiden que, sin tener en cuenta el uso del libre arbitrio, Dios haya elegido y predestinado solamente a algunos hombres, Báñez añade que los niños que son bautizados y mueren inmediatamente, habrían sido predestinados sin tener en cuenta el uso de su libre arbitrio. Ante lo cual, Molina señala que el hecho de que un sacerdote tenga la libre intención de bautizar, no sería efecto de la predestinación, sino que tan sólo sería un futuro contingente presabido por Dios. Pero ante esta respuesta, Báñez, a su vez, objeta lo siguiente: presaber el uso del libre arbitrio del sacerdote no justifica más a Dios que ordenar con su predestinación eterna tal uso del libre arbitrio del sacerdote para la salvación del niño. Así pues, añadirá Báñez: «Si Dios no es cruel, según Molina, por colocar en virtud de su libre voluntad a un niño en un orden de cosas en el que presabe que será bautizado por una obra libre ajena y por decidir crear a otros muchos niños en un orden determinado de cosas, presabiendo que en este orden morirán sin el remedio inmediato, ¿acaso sí será cruel por ordenarlo en virtud de su propia voluntad, y no sólo presaberlo, es decir, será cruel por preordenar –y por esta razón precisamente Dios tiene presciencia– que su ministro acuda a bautizarle y que así el niño se salve y, en cambio, por permitir desde la eternidad que otros mueran en pecado original?»{10}

Hemos visto que Gustavo Bueno sitúa tanto la doctrina de Báñez, como la de Molina, dentro del eje angular, es decir, la antinomia de la libertad vendría dada por la oposición entre sujetos operatorios humanos y sujetos no humanos, pero también operatorios y, por tanto, dotados de voluntad y entendimiento. Así pues, la antinomia entre el Dios omnipotente y omnisciente y el hombre libre habría que ponerla en el eje angular, que además, desde una perspectiva materialista, sería más adecuado que el eje radial (causalidad cósmica, no proléptica) para el tratamiento de la problemática de la libertad humana; no obstante, en última instancia, habría que sobrepasar el eje angular, para terminar en el eje circular; esto equivale a decir que la antinomia verdadera de la libertad vendrá dada a través de la oposición entre personas humanas y otras personas también humanas. Por otra parte, Gustavo Bueno señala que el Dios de Báñez, que determinaría las acciones del hombre a través de la premoción física, parece acercarse al eje radial, en cuanto el Dios bañeciano que determina libérrimamente al hombre según el mandato de su voluntad, se asimilaría en mayor medida al tipo de causalidad no proléptica, es decir, causalidad eficiente, que se da en el eje radial (causalidad cósmica) –pues tan sólo respondería a los impulsos arbitrarios de su voluntad y no a un plan supeditado a motivaciones racionales–, que a la causalidad proléptica, es decir, causalidad final, que impera en el eje circular. Y por ello también el Dios de Molina, que posee ciencia media y que actúa con el hombre a través del concurso simultáneo, pero sin determinarlo en su obrar, se asimilaría en mayor medida al tipo de causalidad final, que es propia del eje circular, aunque también del angular, siempre que el voluntarismo divino aparezca limitado.

Sin embargo, recordemos la crítica que le plantea Báñez a Molina. ¿Por qué sería más justo Dios por presaber, y no preordenar, los méritos del hombre? ¿Acaso Dios no podía haber puesto a un hombre en ese estado de circunstancias en el que sabía que habría hecho un buen uso de su libre arbitrio y se habría salvado, en vez de ponerlo en el orden de cosas en el que sabía que se iba a condenar? El propio Molina es consciente de esta crítica y por ello recurre a la terribilidad misteriosa de Dios, para explicar por qué Dios pone a un hombre en un estado de cosas determinado, sabiendo que en ese estado se va a condenar, en vez de ponerlo en el estado en el que sabe que se salvaría con seguridad. Pero, ¿qué significa esto? ¿No se habrá presentado inadvertidamente una tesis voluntarista en la doctrina de Molina? Como hemos visto, Molina creía haber resuelto la antinomia inextricable entre la omnipotencia y omnisciencia divinas y la libertad humana. Pero, ¿lo logró en realidad? Aquí vamos a mantener que la antinomia es del todo irresoluble y que, por ello, Molina, al tratar de resolverla, conduce a la ontoteología a un estado límite en el que las contradicciones ya son insuperables. Porque, por una parte, Molina, que creía haber salvado la libertad humana y la justicia divina, no obstante, tiene que acabar recurriendo a la terribilidad misteriosa de Dios, para explicar por qué Dios pone a un hombre en un estado de cosas en el que sabe que no va a hacer un buen uso de su libre arbitrio y se va a condenar, habiendo podido ponerlo en el estado en el que sabe que se habría salvado. Sin embargo, por otra parte, como Dios no fuerza al hombre en sus acciones, parece que la libertad de éste no recibe detrimento. Además, según la definición de agente libre que ofrece Molina –agente libre es aquel que puede actuar y no actuar, o bien hacer una cosa lo mismo que la contraria–, parece que el hombre seguiría siendo libre, porque en ese estado de cosas en el que Dios presabe que se va a condenar, podía haber actuado de manera contraria –y esto es lo que se exige, según Molina, para poder hablar de libertad de arbitrio– y haberse salvado, aunque, en realidad, en tal estado de cosas, el hombre de hecho jamás actuaría de manera contraria, porque entonces la ciencia de Dios sería falible, siendo esto imposible. Pero entonces parece que llegamos a la misma paradoja sobre la que ironiza Pascal, refiriéndose a la gracia suficiente de la que hablan los dominicos, que es suficiente para que el hombre con ella se pueda convertir –y que, por ello, esté obligado a convertirse–, pero que en realidad no sirve para que el hombre se convierta de hecho, salvo que reciba la gracia eficaz. Del mismo modo, según Molina, el hombre es libre de obrar en sentido contrario, porque puede obrar lo contrario, pero de hecho, una vez puesto en ese estado de cosas, el hombre jamás obrará lo contrario y, por ello, la ciencia de Dios de los futuros contingentes será infalible. Entonces, ¿puede decirse que es libre un hombre al que las circunstancias lo llevan a actuar de tal modo que, aunque pueda obrar de manera contraria, porque Dios no lo fuerza, nunca obrará de hecho lo contrario? Evidentemente, Molina respondería que sí, porque este hombre no sería determinado físicamente, como sostiene Báñez. Ahora bien, ¿la doctrina molinista no implicaría otro tipo de determinismo, que podríamos llamar «circunstancial» o «ambiental»? Porque si el buen uso del libre arbitrio del hombre depende del estado de cosas en el que Dios haya decidido ponerlo, esto es, en un orden de circunstancias haría un buen uso de su libre arbitrio y se salvaría, y en otro haría un mal uso y se condenaría, entonces esto también sería un tipo de determinismo. Y en tal caso tan sólo podríamos presentar la diferencia entre la doctrina bañeciana y la molinista de la siguiente manera. Mientras Báñez sostiene que cuando Dios premueve físicamente al hombre hacia algo, necesariamente el hombre se mueve libremente hacia ello, Molina dirá que cuando Dios pone al hombre en un estado de cosas determinado, necesariamente el hombre obrará libremente lo que Dios ya habría conocido por ciencia media. Así pues, considerada bajo su aspecto voluntarista, la doctrina de Molina, y no sólo la de Báñez, se acercaría al eje radial. En este eje, como señala Gustavo Bueno, habría que poner la doctrina estoica, según la cual la libertad no es otra cosa que la conciencia de la necesidad de la causalidad cósmica. Por esta razón, si consideramos la doctrina de Molina bajo su aspecto voluntarista, tendríamos que decir que el hombre sería tan sólo libre en apariencia, puesto que no sería consciente de la necesidad «circunstancial» que lo lleva a obrar de manera determinada. Además, como el conocimiento de Dios es infalible, podemos decir que aquello que el hombre va a obrar, estaría determinado en virtud de una necesidad de conexiones causales que ignoraría, pero que habrían sido conocidas por Dios a través de la ciencia media por «comprehensión eminentísima de las causas segundas». De este modo, la defensa que Molina hace de la ciencia media no le permite escapar del todo del voluntarismo divino. Recordemos las palabras de Báñez: «Si aquellos que se van a condenar, fuesen puestos en algún otro orden de cosas, se salvarían. Ciertamente, a ninguna razón primera se podrá atribuir esta diferencia de efectos, salvo a la voluntad divina, que elige a algunos en particular y a todos los demás, por el contrario, no elige...» Pero entonces parecería peligrar no sólo la libertad humana, sino también la justicia divina, a pesar de los esfuerzos que Molina hace por preservar la bondad, equidad y clemencia divinas. Así pues, a pesar de que Molina denuncia que San Agustín y Santo Tomás presentan a un Dios inicuo y cruel, porque, según él, forzaría arbitrariamente al hombre a obrar de manera determinada, sin embargo, parece que esta misma acusación, o incluso una de mayor gravedad, podría dirigírsele al Dios de Molina, puesto que no sólo sería inicuo y cruel, sino también alevoso, ya que sería un Dios calculador que actuaría, por así decir, sibilinamente, haciendo que toda la culpa recayese sobre el hombre y, por tanto, exonerándose por completo de ella, a pesar de que, como dice Báñez, podría haber puesto al hombre en un estado de cosas en el que habría hecho un buen uso de su libre arbitrio y se habría salvado. Ahora bien, ¿qué responde Molina a esta acusación? Recordemos que Báñez, cuando tiene que explicar el misterio de la predestinación divina, recurre a la inescrutabilidad de los designios de Dios. Pues bien, Molina en última instancia parece ofrecer la misma respuesta, cuando tiene que hablar de la terribilidad insondable de Dios para explicar por qué Dios pone a un hombre en un estado de cosas y no en otro. Por ello, a pesar de sus esfuerzos, Molina tampoco consigue escapar del voluntarismo divino, cuando intenta resolver la antinomia de la libertad, si bien es cierto que, al intentar salvar la libertad humana, somete a la voluntad divina a ciertas restricciones. Porque con respecto al hombre, Dios no puede limitarse a actualizar arbitrariamente los deseos de su voluntad, sino que previamente debe conocer los diversos estados de cosas y saber cómo obraría el hombre en cada uno de ellos. En realidad, esto acercaría mucho a Dios al eje circular –caracterizado por su causalidad final, proléptica–, porque Dios no sería pura voluntad ciega, sino que tendría que prever, premeditar, calcular, es decir, tendría que acechar al hombre y suponer en él cierta racionalidad, para poder así envolver la conciencia del hombre desde su mayor entendimiento divino a modo de jugador dominante capaz de prever los movimientos del jugador dominado para obrar en consecuencia. Esto acercaría a Dios al modo de obrar de los sujetos operatorios humanos y también de los númenes animales, es decir, sujetos operatorios dotados igualmente de voluntad y entendimiento, que, como sostiene Gustavo Bueno, habrían sido el origen de la experiencia religiosa genuina a través de las relaciones prácticas, de temor, recelo, odio, que con ellos habrían mantenido los hombres en la época prehistórica{11}.

Finalmente, debemos señalar que, si bien las discusiones sobre el tema de la libertad humana y la predestinación divina ya estaban presentes en la teología cristiana desde los tiempos de los primeros Padres de la Iglesia, no obstante, fueron los escolásticos españoles del siglo XVI quienes llevaron la ontoteología a un estado límite. En particular, el intento racionalista de Molina –una vez exploradas todas las soluciones– de armonizar en un sistema coherente la tesis y antítesis de una antinomia que de por sí es irresoluble, condujo a la ontoteología a un «callejón sin salida», en el que ya sólo cabrían dos posibilidades, como mencionamos al principio: o bien replegarse sobre un fideísmo que prescindiese de una reflexión racional sobre el contenido de la creencia, o bien desembocar en la inversión teológica. Y el propio sistema de Molina ofrece ambos caminos. Porque, por una parte, interpretando la doctrina de Molina en un sentido voluntarista, como hemos mostrado anteriormente, a pesar de la ciencia media y la libertad humana, Dios aparece como pura voluntad arbitraria que pone al hombre en el estado de cosas que quiere, aun sabiendo que se va a condenar; por lo cual, Molina, finalmente, debe recurrir a la misma explicación que ofrecen Báñez o San Agustín: Dios es un misterio insondable y la terribilidad de sus designios va más allá de nuestra comprensión, es decir, nuestro entendimiento jamás alcanzará a penetrar la inescrutabilidad de la voluntad divina. Esta explicación dejará insatisfecho a cualquiera que busque razones en el obrar divino. Por tanto, no queda otra opción que hallar refugio en el fideísmo, prescindiendo de cualquier intento de construir racionalmente una teología natural. Pero, por otra parte, es indudable que la gran defensa que Molina hace de la libertad humana supone una limitación de la omnipotencia divina. Pues Molina nos presenta un Dios sometido a una racionalidad más allá de la cual ni siquiera su voluntad puede ir. Este es el camino de la inversión teológica, que, según sostiene Gustavo Bueno, sería el momento en el que «los conceptos teológicos dejan de ser aquello por medio de lo cual se habla de Dios (como entidad trans-mundana) para convertirse en aquello por medio de lo cual hablamos sobre el Mundo»{12}. Para llegar a este momento, es necesario haber limitado previamente la omnipotencia de Dios y haberlo sometido a razones que ni siquiera su voluntad pudiese contradecir. Y una vez alcanzado este punto, necesariamente habría de seguirse la suposición en el mundo creado de la racionalidad a la que el propio Dios creador estaría sometido. Esta suposición será imprescindible para emprender el estudio racional del mundo. Por ello, cuando en la edad moderna se pretenda hablar de economía política, de física o de filosofía, se acudirá a conceptos teológicos para hablar de los contenidos del mundo con la racionalidad que se supone propia de los pensamientos de Dios. Así, por ejemplo, cuando Descartes trate de determinar el grado de confianza que el hombre puede tener en su razón, recurrirá al Dios no engañador y al genio maligno. Estos conceptos teológicos le permitirán mostrar que la confianza en la razón debe hacerse compatible con las limitaciones de la misma. Y por este motivo, Vidal Peña reinterpreta el racionalismo de Descartes, presentándolo como un racionalismo crítico.

Como ya hemos visto, la obra de Molina representa la lucha por la libertad. El hombre debe ser libre. Esta es una necesidad práctica que, frente al fatalismo luterano, implica una limitación de la omnipotencia de Dios e introduce una racionalidad en el mundo, que ya no aparecerá a merced de los vaivenes de la voluntad divina. Así pues, la lucha por la libertad es una necesidad práctica y racional, porque Lutero no podía tener razón. De este modo, los jesuitas, con Molina a la cabeza, siguieron los pasos que ya les marcara el fundador de su orden, San Ignacio, así como el propio emperador Carlos V, quien en la dieta de Worms, en presencia del propio Lutero, ya condenase las pretensiones del fraile agustino. Por ello, es evidente que estas discusiones no fueron gratuitas, ni puramente especulativas, sino que fueron el tema de su tiempo, el siglo XVI, en el que la teología fue un pilar fundamental del Imperio católico español.

§4. Nuestra edición

Finalmente, vamos a referirnos con brevedad a la edición de la Apología que aquí presentamos. Hemos realizado nuestra traducción a partir del texto que el R. P. Mtro. Vicente Beltrán de Heredia, O. P., ofrece en Domingo Báñez y las controversias sobre la gracia. Textos y documentos, CSIC, Salamanca 1968. Se conocen ocho manuscritos de la Apología de los hermanos dominicos, de los cuales el P. Beltrán de Heredia tuvo tres (de los que se derivan los cinco restantes) a la vista a la hora de realizar su edición. Son los siguientes:

(A) Roma, Biblioteca Angélica, ms. 856, fol. 1-136.
(M) Madrid, Archivo Histórico Nacional, Inquisición, leg. 4437.
(S) Roma, Santa Sabina, ms. XIV-165.

La primera redacción del texto corresponde al manuscrito S, del que se harían cuatro copias más. La redacción definitiva del texto corresponde a los manuscritos A y M, de los que se sacaría una copia más. De estos dos manuscritos, considerados oficiales, el M fue escrito con posterioridad al A. Por ello, las correcciones y adiciones marginales que aparecen en el manuscrito A pasaron al M, que a su vez también presenta adiciones marginales. A partir de estos tres manuscritos, el P. Beltrán de Heredia presenta su edición de la Apología. Por nuestra parte, en notas al pie de página señalamos aquellas diferencias entre manuscritos, si bien son escasas, que el P. Beltrán de Heredia ofrece en su edición, así como también las ediciones que presenta de las obras que aparecen citadas en la Apología.

Juan Antonio Hevia Echevarría
Fundación Gustavo Bueno
Oviedo, junio de 2002

Notas

{1} Aristóteles, Retórica, 1358b27. En el texto citamos según la traducción que Quintín Racionero ofrece en Gredos.

{2} Op. cit., 1377b21.

{3} Op. cit., 1377b32.

{4} Sobre este concepto véase Gustavo Bueno, Ensayo sobre las categorías de la economía política, La Gaya Ciencia, Barcelona 1972, pág. 133.

{5} Vidal Peña reinterpreta a la luz de este tema el racionalismo de Descartes como un racionalismo crítico. Véase su «Introducción» a las Meditaciones metafísicas de Descartes, Alfaguara, Madrid 1977, pág. XXVIII.

{6} Cfr. Gustavo Bueno, El sentido de la vida, Pentalfa, Oviedo 1996, págs. 237-336.

{7} Cfr. Gustavo Bueno, Ensayos materialistas, Taurus, Madrid 1972, pág. 142.

{8} Op. cit., págs. 251 y 419. En el materialismo filosófico la prolepsis epicúrea (anticipación, proyecto, programa, plan) incorpora la anamnesis, de modo que ésta remite a la presencia de formas o modelos ya realizados en la medida en que sólo a partir de ellos podemos entender la constitución de las prolepsis. Esto obliga a concebir el futuro proyectado no tanto como un acto creador o anticipador cuanto como un efecto de la anamnesis.

{9} Cfr. nuestra edición de la Apología de los hermanos dominicos, pág. 169.

{10} Op. cit., pág. 168

{11} Cfr. Gustavo Bueno, El animal divino, Pentalfa, Oviedo, parte II, caps. 3 y 5.

{12} Cfr. Gustavo Bueno, Ensayo sobre las categorías de la economía..., pág. 133.

 

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