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El Catoblepas, número 13, marzo 2003
  El Catoblepasnúmero 13 • marzo 2003 • página 3
Guía de Perplejos

Elogio y vindicación del olfato

Alfonso Fernández Tresguerres

Tradicionalmente se ha considerado que nuestro olfato es un sentido poco relevante. Las notas que siguen se limitan a recoger aquellas cuestiones que obligan a discrepar de tal afirmación

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Opina Platón que, comparados con los de la vista o los del oído: «El género de los placeres relativos a los olores es menos divino». Que, por mi parte, manifieste mi desacuerdo, resulta (supongo) tan intrascendente como que manifestase mi conformidad. Importa, sin embargo, llamar la atención sobre el hecho de que Platón no es mala referencia para iniciar la historia de la denostación del olfato. Mi objetivo en estas páginas no es, empero, hacer tal historia, y ni siquiera perfilarla en sus líneas esenciales. Sí me permitiré, no obstante, recordar algún otro nombre significativo a este respecto. Kant, por ejemplo, lo considerará, junto con el gusto (su pariente tan cercano), más subjetivo que objetivo; pero incluso, comparado con éste, sale nuestro olfato malparado, porque: «El olfato –afirmará Kant– es como un gusto a distancia, que obliga a los demás a gozar también, quiéranlo o no, por lo cual este sentido es, como contrario a la libertad, menos sociable que el gusto, con el que, entre muchas fuentes o botellas, puede el comensal elegir una de su agrado, sin obligar a los demás a gustar también de ella». Y, en fin, él es también, asegura Kant, el sentido más desagradecido y el más superfluo. Condillac, por su parte, basándose en el ejemplo de la estatua, que nos expone en su Tratado de las sensaciones, se considera autorizado a concluir que el olfato, «de todos los sentidos es el que parece contribuir menos a los conocimientos del espíritu humano».

No hace falta seguir: tales son algunos de los cargos (tal vez los principales) que se han aducido contra nuestro olfato. Y a partir de ellos, no juzgo exagerado concluir que de nuestros sentidos (quiero decir, de los cinco exteroceptores), él ha sido, casi con toda seguridad, el más despreciado, y también (casi con la misma seguridad) el menos atendido. Algo, pues, habrá que hacer en su defensa. Tal es el propósito que anima estos apuntes. En consecuencia, lo que sigue puede ser leído (si así se desea) como un intento de elogio y vindicación del olfato.

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Afirmar que nuestro olfato, cuyos receptores (principalmente las células del epitelio nasal) son sensibles a sustancias químicas suspendidas en el aire, no es, en absoluto, un sentido que tengamos altamente desarrollado, depende, ciertamente, de lo que queramos decir: que seamos capaces de detectar el olor de dos milésimas a una milésima de miligramo de esencia de naranja en un litro de aire, o una gota de perfume en una casa de tres habitaciones (aproximadamente una parte de cada quinientas mil), no parece, en principio, una sensibilidad desdeñable. Con todo, resulta indudable que, comparado con el de otras especies animales (excepto aquéllas anósmicas –como algunos cetáceos– o microsmáticas –como algunas aves–), nuestro olfato es más bien pobre: un perro, por ejemplo, es capaz de oler sustancias en concentraciones cien veces inferiores a las que se necesitan para ser captadas por el hombre, cuya superficie del epitelio sensible (unos 10 cm2, con unas 10.000 células sensoriales por milímetro cuadrado, o, lo que es lo mismo, unas 108 células en total) no es gran cosa comparada con la de otros animales. En opinión de Aristóteles, la prueba del poco desarrollo y la escasa agudeza del olfato es que sólo percibimos el objeto oloroso como placer o dolor, es decir, que disponemos de poca sensibilidad para los matices. Esto es, seguramente, muy discutible, pero, en cualquier caso, hay que subrayar que tenemos, no obstante, la sensibilidad olfativa que hemos necesitado para sobrevivir, y si ésta no es mayor es debido, sencillamente, a que, a diferencia de lo que sucede con otros animales, no ha sido, como sucede en éstos, el olfato (quizá tampoco el oído) un sentido clave en nuestra supervivencia, fiada, acaso principalmente, a la vista, aunque tampoco sea éste un sentido que tengamos especialmente más desarrollado que otras especies (según Aristóteles, el único sentido en el que somos claramente superiores al resto de los animales es el tacto, y él es quien hace del hombre el más inteligente de los seres vivos). Mas no por ello hemos de desdeñar la colaboración del olfato en lo tocante a nuestra supervivencia: su capacidad para detectar gases o alimentos potencialmente nocivos o peligrosos, no es, desde luego, una aportación irrelevante. Incluso, según indican estudios recientes, parece que nuestro olfato, aunque mejor habría que decir nuestra nariz, sirve también para detectar mentirosos: se dice que cuando mentimos nuestro apéndice nasal se hincha y se dilata ligeramente, al tiempo que se experimenta un leve picor que el dedo acude presurosamente a aliviar.

Si a esto añadimos que somos capaces de captar unos dos mil olores diferentes, supongo que se hace obligado matizar mucho e hilar muy fino a la hora de calificarlo, como tantas veces se ha hecho, de sentido «menor». Respecto a si existen o no algunos olores básicos, la respuesta parece ser claramente afirmativa, aunque las clasificaciones propuestas no son, ni mucho menos, coincidentes. Por señalar sólo dos: Hennig, por ejemplo, habla de seis: pútrido, fragante, etéreo, aromático, resinoso y quemado; y J. Amoore, por su parte, apunta siete: floral, picante, almizclado, mentolado, alcanforado, etéreo y pútrido. Y si no se considera excesivo que volvamos a referirnos a Aristóteles, recordemos que ya el filósofo griego había ensayado un intento de clasificación, compuesta por los siguientes olores: dulce, amargo, picante, áspero, ácido y untoso.

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Por otro lado, es necesario recordar que el olfato es difícilmente disociable del gusto: ambos se encuentran intercomunicados e interrelacionados, hasta el punto de que lo que llamamos «sabor» es una sensación de carácter global en la que se halla incluida el aroma; sin olfato (basta un simple resfriado para comprobarlo) no hay sabor alguno en los alimentos. Renunciar a los placeres del olfato supondría, pues, al mismo tiempo, la renuncia a los placeres del gusto. Es verdad que nada impediría a Platón continuar insistiendo en el carácter menos divino de ambos, comparados con los derivados de la vista o del oído; pero también lo es que una afirmación tal depende mucho de lo que hayamos de entender por «divino», y del orden de prioridades que uno establezca al respecto. Si yo me viera obligado a elegir (afortunadamente no tengo por qué hacerlo), no dudaría en renunciar al olfato y al gusto antes que a la vista; pero creo también que me resultaría más fácil vivir en un mundo sin sonidos que sin olores (y sabores); y aun creo que pudiera explicárselo a Platón con tres o cuatro ejemplos.

Así pues, separar olfato y gusto, tal como pretende Kant, es tarea poco menos que imposible, porque difícilmente sin el primero podría darse el segundo. Pero hacerlo, además –como también hace Kant–, para tildar a nuestro pobre olfato de sentido menos sociable que el gusto, e incluso como contrario a la libertad, roza ya el ámbito de lo ridículo. Cierto es que alguien puede imponerme –y obligarme a compartir– olores, pero, ¿acaso mis ojos o mis oídos se encuentran a salvo de atentados similares contra mi libertad? ¿Acaso mi vista no se halla expuesta y forzada a visiones estrafalarias, repugnantes o crueles? ¿Acaso mi oído no sufre cada día la agresión de necedades sin cuento? Y si es verdad que puedo cerrar los ojos o cubrir mis orejas, no lo es menos que puedo taparme la nariz.

En cambio, seguramente es atinado afirmar que el olfato (frente a la vista o el oído) es un sentido más subjetivo que objetivo, ya que, si bien es verdad que, en cierto modo, subjetivos lo son los cinco (en la medida en que gran parte de la información que nos suministran tiene que ver con cualidades secundarias de la materia), el olfato es, tal vez, de todos ellos, aquél en el que el efecto de un determinado estímulo tiene menos relación con sus propiedades físicas. Esa es una de las razones (la otra es su escaso desarrollo) que lo convierten, al mismo tiempo, en un sentido poco fiable a la hora de obtener una información objetiva de la realidad. Ahora bien, esto sólo desde un determinado prejuicio cognoscitivo, que no considere relevante otra información que la puramente objetiva, podría ser considerado una deficiencia. Ese es el supuesto que está actuando tanto en Kant como en Condillac, cuando el primero lo califica como el más superfluo de nuestros sentidos, en tanto que el segundo diagnostica que es el que menos contribuye a nuestro conocimiento. Sucede, sencillamente, que las funciones del olfato son otras, e injustamente se le descalifica por no realizar aquéllas que no son competencia suya, algo así como si alguien repudiara los dedos de nuestros pies porque, a diferencia de los de las manos, no sirven para escribir.

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El olfato es nuestro sistema sensorial más primitivo y el único que se halla directamente conectado con el sistema límbico, esto es, con la amigdala y el hipocampo, la primera de las cuales resulta esencial en nuestras emociones, en tanto que el segundo es un elemento clave en la memoria. Y es ahí donde hay que buscar las funciones de este sentido nuestro para aprender a valorarlo en su justa medida.

El olfato es un poderosísimo reforzador de la memoria, incomparablemente superior a la vista o al oído; los recuerdos de olores, y de elementos asociados a ellos, tienen una permanencia en la memoria desproporcionadamente más larga que la de las imágenes o sonidos. Las curvas de olvido en el caso de la vista y del oído son muy similares; en ocasiones, pasados unos días ya no resulta fácil reconocer algo visto, y otro tanto puede decirse de los sonidos. Mas esto no sucede en absoluto con el olfato: un olor reconocido se mantiene en la memoria durante meses e incluso años. Seguramente la razón de esto tiene que ver con otra de las grandes funciones del olfato: su relación con las emociones. En efecto, los recuerdos asociados a olores no lo son tanto de hechos o acontecimientos, cuanto de emociones. Es conocido el denominado «efecto Proust», que el propio escritor francés nos relata en el primer volumen de En busca del tiempo perdido: cómo el sabor, pero también el olor, de una magdalena mojada en té, fue capaz de devolver a su memoria recuerdos de su infancia que habría creído muertos para siempre: «Nada me había recordado la vista de la pequeña magdalena, antes de que la hubiera gustado, tal vez porque, al haberlas visto después con frecuencia, sin comerlas, en las bandejas de las pastelerías, su imagen había abandonado aquellos días de Combray para unirse a otras más recientes, tal vez porque de aquellos recuerdos abandonados, tanto tiempo fuera de la memoria, nada sobrevivía, todo se había disgregado; las formas –y también la de aquella conchita de repostería tan sensual, bajo sus devotos y severos pliegues– se habían abolido o habían perdido, adormecidas, la fuerza de expansión que les habría permitido llegar hasta la conciencia. Pero, cuando después de la muerte de las personas, después de la destrucción de las cosas, nada subsiste de un pasado antiguo, sólo el olor y el sabor –más débiles pero más vivaces, más inmateriales, más persistentes, más fieles– perduran durante mucho tiempo aún, como almas, recordando, aguardando, esperanzados, sobre la ruina de todo lo demás, portando sin flaquear sobre su gotita casi impalpable el inmenso edificio del recuerdo».

Y que el olfato resulte esencial en nuestras emociones implica, al mismo tiempo, que lo será también en nuestro comportamiento. Parece demostrada la capacidad de ciertos olores (feromonas, para ser más exactos) para provocar actitudes agresivas o relajadas, sosiego o pánico. Yo no sé si la aromaterapia (término creado en 1937 por René Gatefosse) tiene o no algún fundamento científico, y, en todo caso, de poseer alguna efectividad, acaso resulte exagerado atribuirla al olor mismo, porque lo más probable es que se deba a los componentes químicos de aquellos productos (por lo general plantas) de los que emana tal olor; componentes químicos que aunque penetran en nuestro organismo por la nariz, igualmente podrían hacerlo, pongamos por caso, por vía intravenosa. Pero, de todos modos, el efecto de los olores sobre el estado de ánimo, las emociones y el comportamiento en general es algo que no debería ser desdeñado. Montaigne reparó en ello hace ya mucho tiempo: «Entiendo –escribe– que los médicos debieran sacar de los olores más partido del que sacan. He notado a menudo que los olores me cambian, y obran sobre mi ánimo según lo que son. Por eso apruebo el dicho de que el uso (antiguo y difundido en todas las naciones y religiones) de inciensos y perfumes en las iglesias tiende a estimular, alegrar y purificar nuestros sentidos, tornándonos más propicios a la contemplación». Montaigne está en lo cierto: el uso de resinas y aceites esenciales eran frecuentes tanto en Egipto como en Grecia y en Roma. Y hasta en la Inglaterra del siglo XVII se utilizaban diversas especias para protegerse (ignoro con qué éxito) contra la peste negra. De todas formas, insisto en que hay que cuidarse de no atribuir erróneamente al aroma las propiedades curativas que pertenecen, en realidad, a determinadas sustancias químicas.

En lo que se equivoca Montaigne es en creer que lo mejor que le puede suceder a un cuerpo humano es hallarse exento de todo olor; ampliando, así, el dicho de Plutarco, según el cual: «El mejor olor de una mujer es no oler a nada». Yo no estoy de acuerdo, y me parece que, tratándose, después de todo, de cuestión tan subjetiva, mi opinión vale tanto como la de ellos: el mejor olor de una mujer es oler a mujer. Pero es que, además (y esto ya no es una opinión, sino un hecho), es imposible que una mujer (lo mismo que un hombre) no huela a nada: poseemos un olor personal tan inconfundible y tan exclusivo como puedan serlo las huellas dactilares o la forma del iris. Por ello, no resulta descabellado suponer que el olor tenga mucho que ver en las relaciones interpersonales, en la simpatía o antipatía que podamos experimentar hacia determinadas personas, y, por supuesto, en la atracción sexual. Se ha sugerido (Helen Fisher, por ejemplo) que lo que llamamos «enamoramiento» podría ser algo desencadenado por el olfato. Al fin y al cabo, los olores, las feromonas, son elementos claves en la atracción sexual en diversas especies animales. Y aunque es justo recordar que algunos afirman que nuestro órgano vomeronasal (que nos permitiría detectar sustancias subliminales) se encuentra prácticamente atrofiado, no deja de ser cierto que algunas de esas feromonas han sido utilizadas desde antiguo (por chinos, griegos o hindúes) para propiciar la seducción y despertar la atracción sexual; y se continúan utilizando en la industria del perfume. En Grecia, y también en los Balcanes, los varones utilizan un sistema menos sofisticado que el perfume, consistente en colocarse pañuelos en las axilas y dárselos a oler a las mujeres con las que bailan. Y es que en las axilas, lo mismo que alrededor de los pezones y en las inglés, disponemos de glándulas apócrinas, que se activan con la maduración sexual en la pubertad. Por lo demás, el propio sudor ha sido uno de los elementos que no han faltado nunca en la elaboración de bebedizos afrodisíacos. Por otra parte, parece que el olor de los varones es capaz de regular el ciclo menstrual de las mujeres, quienes perciben mejor los olores (eso se dice) y son más sensibles a ellos que sus compañeros de especie (sensibilidad que incluso se hace superior durante la ovulación). Y hasta ha llegado a afirmarse que una mujer se siente atraída por hombres con un sistema mayor de histocompatibilidad genéticamente parecido al del padre.

Yo no sé mucho de estas cosas (como de tantas otras), pero parece que existen indicios suficientes para sospechar la íntima relación entre los olores y las emociones, incluido el amor y la atracción y el deseo sexual. Y si eso es cierto, decir (como dice Kant) que el olfato es el más superfluo y el más desagradecido de nuestros sentidos, es no sólo un flagrante error, sino también una completa injusticia. Y tampoco sé lo que sabía Napoleón de todo esto, pero es lo cierto que en una ocasión hizo llegar a Josefina la siguiente nota: «Llegaré a París mañana por la noche. No te laves».

 

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