Nódulo materialistaSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas, número 13, marzo 2003
  El Catoblepasnúmero 13 • marzo 2003 • página 7
La Buhardilla

El desafío antiamericano desde la retórica,
la deslealtad y la ingratitud

Fernando Rodríguez Genovés

Con el pretexto de la lucha por la Paz y contra la Guerra, una nueva forma de antiamericanismo recorre el mundo, concibiendo una sombra del totalitarismo de siempre. En este artículo se analiza cómo penetra el nuevo fantasma a través de la oratoria de intelectuales, la deslealtad de políticos y la ingratitud de ciudadanos

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Rafael Sánchez Ferlosio (Roma 1927)Rafael Sánchez Ferlosio (Roma 1927)Rafael Sánchez Ferlosio (Roma 1927)

Leer a nuestro mejor ensayista contemporáneo en lengua española, Rafael Sánchez Ferlosio, es siempre un placer intelectual, el mayor de los placeres al decir de sabios clásicos y modernos, sean éstos de obediencia aristotélica, epicúrea o milleana. Leo, pues, con gusto su artículo titulado «La belleza de la guerra»{1}, y me decido a componer este amistoso comentario, más con ánimo de mostrarle, o mejor renovarle, mi admiración y reconocimiento –valga la redundancia– que con la intención de polemizar con él, o de señalar en el texto este o aquel aspecto en el que podamos disentir, o de reprocharle el énfasis que hace acá, mostrándole de esta forma y a las claras mi discrepancia, o de amonestarle por la conclusión a la que llega más allá, y con la que me temo no estar en condiciones de compartir, aunque le haya acompañado, como digo, con gran deleite a lo largo de su discurso, sin perder una palabra y sin haberme distraído en el trayecto –o al menos eso creo y espero–, porque es señal de sabiduría en la escritura, y Ferlosio la posee, el servirse de discretas maniobras de diversión para coger al lector, atraparlo en el encantamiento que oficia y no soltarlo hasta el final, allí donde uno se pone a pensar sobre lo que se le acaba de decir.

Sánchez Ferlosio escribe sobre la belleza de la guerra porque quiere mostrarnos su horror, y al leerle uno cree pensar que lo que sus palabras transmiten, muy bien –o sea, sin violencia– podría trasladarse a la reflexión sobre la belleza del lenguaje artístico, sobre el arte de la escritura, de la retórica. En un caso como en otro –también en el deporte–lo importante no consiste tanto en el hecho de ganar, de infringir una severa derrota al enemigo, al adversario o de convencer al lector –lo que supondría en todas las situaciones el llevar al otro al campo propio, el ganárselo y, por tanto, el dejarlo a la intemperie, en evidencia, al raso, desarmado, sin capacidad de respuesta– cuanto en exhibir el placer de la condición de vencedor, de ser victorioso. Ciertamente, para ganar hay que meter un gol, como mínimo, de la misma manera que para pescar un salmón hay que mojarse el trasero –a veces, suele valer un simple empate, una retirada a tiempo o bautizarse los juanetes–, mas, según afirma el maestro Sánchez Ferlosio, la «estética que es propia de la guerra no mira a la belleza plástica, sino a la que podría designarse como "belleza funcional"». Es decir, no vale en la estética belicosa la concepción utilitaria ni el afán determinista, pues nada sería más miserable y caricaturesco, en el fondo antiestético, por lo que toca a estos terrenos que pisamos en nuestro examen –guerra, deporte, escritura–, que pretender justificar la violencia –la fuerza de las armas, de la calidad atlética y de la capacidad creadora– por medio de la excusa, a la sombra del estandarte, de querer «tener razón» ante el que está enfrente –el que está al otro lado de la trinchera, de la línea de medio campo o del papel impreso–.

Frente a la belleza plástica, la auténtica belleza funcional se pone de manifiesto, se juega su prestigio e imagen, o sea, su motivo, en el acto de la exhibición misma, en la actuación vigorosa de las «fuerzas armadas» que despliegan su poderío, no sólo el potencial o ante bellum sino también la potencia efectiva y triunfal tras la victoria o post bellum, lo mismo que en ese deportista que tensa los músculos y destapa su vigorosa anatomía –un cuerpo de miedo– o, no siendo menos, en ese escritor que descubre su gracia, su habilidad y su ingenio en el maravilloso ejercicio de dar forma –no necesariamente sentido– a una procesión de palabras, trazadas una después de la otra, lo que compone un cuerpo de texto elocuente y hermoso. Hay sin duda en todas estas artes una pasión por el juego, por el alarde simbólico, un impulso estético más que científico, un entusiasmo por el desfile, por la demostración, por la publicación, por el cortejo y el festejo.

Después de las primeras y soberbias brazadas de su artículo –las dos terceras partes del mismo–, por el que desfilan, con mayor o menor suerte, Panecio, Ortega, Veblen, Weber y Habermas, entre otros, Sánchez Ferlosio arriba a tierra americana, no para «descubrirla», hecho éste –o gesta ésta– que él siempre ha deplorado y acusado, sino para sacudir y abofetear a sus colonizadores y actuales moradores, esto es, a los americanos, los masters del Universo, esos guerreros incorregibles, esos ciudadanos ignorantes que no son capaces de localizar en el mapa geográfico la ciudad de... Valdemorillos (que cada país, comunidad autónoma, región o condado del planeta ponga el ejemplo que desee, porque sea como fuere se revelará la inopia y la rusticidad del americano que no sabe ¡dónde vivimos nosotros!), esos políticos corruptos (no como los europeos que somos gente de honra y abolengo) que dan plenos poderes a su presidente para hacer la guerra, porque no saben hacer otra cosa, caramba.

Estaremos o no de acuerdo con los hábitos y modales del escritor, con sus sacudidas intelectivas, compartiremos o no la obsesión antiamericana que le tiene tan en vilo y en vela, y que, de tan vulgar, bulliciosa y multitudinaria como suele manifestarse por doquier, de tan recurrente y coreada como se exhibe hasta la extenuación, uno está tentado a creer que debería empalagar a todo un modelo de la heterodoxia y del antigregarismo como es Sánchez Ferlosio, pero ¿cómo sería posible polemizar con un autor que tiene la modestia y la discreción mesurada de insinuar, a través de un mensaje de Max Weber, que no pretende tener razón cuando dice lo que dice?

Sánchez Ferlosio, sin ir más lejos, y también sin miramientos, arremete contra la fullera y falsaria ostentación norteamericana de «la guerra como último recurso», porque la verdad es –dice– que la arman a la menor ocasión (que esto sea cierto o no, no es algo que venga ahora a cuento, pues ¿quién tiene razón?), en lugar de hacer lo hay que hacer (que esto lo defienda o no, no está claro), es decir, utilizar todos los recursos diplomáticos antes de atacar, no importa a quién, pues, sea como sea y donde sea, unos irán y muchos no vendrán, sea a Irak o a Afganistán. Y ciertamente nuestro mejor ensayista contemporáneo en lengua española no queda deslucido en semejante faena. Pero, yo pregunto: ¿cuándo lo está? Pues, por lo que a mí respecta, seguro como estoy de su potente inteligencia y su agudo ingenio, no tengo la más mínima duda de que Sánchez Ferlosio tendría el mismo éxito retórico si tuviese que desmontar o afear el comportamiento norteamericano en cualquier otra situación o, como se dice ahora, concibiendo otro escenario, por ejemplo, que Estados Unidos de facto se dispusiese a atacar una vez completadas todas las posibilidades diplomáticas, habidas y por haber (sea esto lo que pueda significar, cueste lo que cueste y sea cuando sea).

Ese gran burlón que es Sánchez Ferlosio confiesa, finalmente, su regocijo ante la perspectiva, inminente a su parecer, de ver reír «a mandíbula batiente» al mundo entero en el momento que entienda la suprema gracia de esa ingenuidad insuperable que profieren los norteamericanos, o sea, este chiste monumental: «¿Por qué nos odian?» Con todo, no creo que tuviese ninguna dificultad en regocijarse asimismo, y acaso más, si la interrogación del yanqui fuese: «¿Por qué nos aman?» Pues bien, ¿cómo sería posible disputar con un autor de tan exuberante buen humor, tan juguetón, tan retozón, un modelo de retórico que se retuerce de risa con tan envidiable y endiablada facilidad?

Comoquiera que sea, para los maestros del lenguaje no importa la misión que se les encomiende, o simplemente que esbocen por iniciativa propia: siempre tendrán algo inteligente e ingenioso que decir. Y es que si en el amor como en la guerra, todo vale, por lo dicho y aquí glosado, en la estética de la guerra y en la de la escritura, lo esencial no es tener razón ni pretenderla, sino mostrar el arte de la persuasión, de la retórica, la cual, según afirmó Aristóteles, «parece que puede establecer teóricamente lo que es convincente en –por así decirlo– cualquier caso que se proponga» (Retórica, 1355b30).

Debe saberse, sin embargo, que hay otra manera de practicar el ensayo, aunque no sea con tanta autoridad como la mostrada por el maestro, como es el ejercitarlo con voluntad de conocimiento, no queriendo tener la razón, sino acaso buenas razones para defender la mejor razón entre las posibles. Hay magníficos ensayistas y filósofos que escriben, y se la juegan, pretendiendo no sólo deslumbrar sino también probar y convencer en un «género específico». Pero, bien está cada uno en su sitio y en su tarea, que tampoco es correcto enfrentar a discípulos con maestro, con nuestro mejor ensayista retórico, pues aquí sólo pretendemos ponerle como modelo de la retórica antiamericana.

Después del artículo que comentamos, Sánchez Ferlosio ha vuelto a escribir sobre el tema en sucesivas entregas. Al mes siguiente, sin ir más lejos, de verse publicado aquél, nos regaló uno más en el que afea y ridiculiza la doctrina norteamericana sobre la guerra preventiva, titulado «Las "guerras-por-si-acaso"»{2}, no menos ingenioso y corrosivo que el anterior. Pues bien, debo decir que desde hace poco tiempo, el líder actual del socialismo español no se cansa de repetir el soniquete, tomado prestado de Ferlosio, y dándoselas de paso de ocurrente y agudo, como si él fuese el autor de la lindeza, cuando todos sabemos que él se limita a decir lo que sus jefes y subordinados le dicen que diga.

Rafael Sánchez Ferlosio: ¡quién lo tuviera del lado de no importa qué causa, pero que fuese la causa de uno!

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Zapatero PSOE se manifiesta contra la guerraMéndez UGT y Fidalgo CCOO se manifiestan contra la guerraLlamazares IU se manifiesta contra la guerra

En verdad que lo que tiene uno que ver, leer y escuchar todos los días desde que se desató la guerra de los terroristas islámicos, y demás «pacifistas» del mundo entero, contra el imperio americano ese aciago día del 11 de septiembre de 2001, produce hastío y hartazgo en dosis parejas, porque suelen ir de dos en dos (las desgracias, como se sabe, nunca vienen solas), a veces también hasta en manifestación. Y es que ese antiamericanismo trasnochado –aunque se emite a todas horas: mañana, tarde y noche–, que no nos deja respirar ni descansar, ese rayo que no cesa, ese disco rayado, esa profusión de propaganda reiterativa, esos cartelitos que cuelgan de pecheras y pescuezos machacando mensajes, algunos tan obvios que dan vergüenza ajena, otros tan ofensivos que al que lo profiere lo descalifica de inmediato y lo aliena, ese antiamericanismo, digo, recuerda la cantinela de los cansalmas.

Por si lo ignoran, en Navarra se dice cansalmas de la persona que, tozuda y machaconamente, a intervalos regulares y de modo monótono, sin ningún respeto por nuestro interés o estado de ánimo, nos repite hasta la hartura un mismo relato o nos comunica idénticos propósitos e invariables esperanzas. [...] La fuerza incansable de ese cansalmas no convence, qué más le da, pero vence un poco cada día. [...] Nos fatiga hasta el hastío y la desesperación, pero no dejaremos que nos agote, porque sólo triunfará por ese agotamiento.{3}

Efectivamente, no le dejaremos. Por esto, y por lo demás, debemos seguir hablando y escribiendo, para oponernos a la vesania y écrassez l'infâme...

Sin embargo, no estoy muy seguro de que deba contestarse una por una a la catarata de discursos antiamericanos que, más allá de lo retórico, rozan el cinismo, la deslealtad y aun el fanatismo. Porque lo cierto es que en el contexto actual de la crisis o conflicto de Irak se está llegando con ellos a un nivel de estruendo y de delirio que supera todos los límites de lo razonable y de lo soportable, que anula la discusión, el diálogo y el sereno disenso para perderse por los senderos del esperpento. Y algo habrá que decir al respecto.

Es propio de las democracias de los países civilizados que las distintas posiciones sobre un conflicto se diriman con el debate y se resuelva con los instrumentos racionales de los que se ha dotado desde antaño, como son la negociación, la votación y el consenso, según manden las circunstancias, exija la ocasión y lo permita el buen juicio y la inspiración de las personas. La arena de la política es por su propia naturaleza espacio de lucha, discrepancia y alteración. Pero cuando se altera demasiado e incita a la directa y bronca confrontación, es el momento de la guerra, de llegar a las manos, para que éstas resuelvan lo que las bocas calientes han provocado. Y los hombres de bien no queremos la guerra, si no nos provocan...

Mas cuando la crisis que tenemos abierta desde el 11-S pretende resumirse en una dialéctica de Guerra o Paz, entre acusador belicismo y autoproclamado pacifismo; cuando se empieza a equiparar al presidente de los Estados Unidos de América con el tirano de Bagdad; cuando en el sentido más estricto del término se pierde el respeto a las instituciones y las leyes; cuando interrumpir a un presidente del Gobierno español en el uso de la palabra por parte de un joven que se dice espontáneo en un acto público o por unos artistas de la farándula en el Congreso de los Diputados se califica como legítimo empleo de la libertad de expresión; cuando se persigue y boicotea sistemáticamente, con saña, a representantes políticos porque son de una opción contraria a la que uno profesa («son el enemigo») como forma de acción ciudadana y lucha política; cuando a la algarada, al insulto y a la provocación se los ensalza como máximos logros de concienciación y de participación política, entonces es que el asunto este de la política, o de lo que sea, se nos ha ido de las manos. Y cuando el protagonismo de estos modos peculiares de proceder –y más, y más...– no se limitan sólo a los minoritarios núcleos anarquistas, antisistema y marginales que cabe esperar –y soportar– en una democracia, sino que se instala también en el discurso de los partidos parlamentarios, las asociaciones cívicas, las propias instituciones, los representantes públicos y altos funcionarios (rectores, directores generales, subsecretarios, catedráticos, magistrados, diplomáticos, obispos...), los medios de comunicación, entonces es que hay que empezar a preocuparse en serio de la estabilidad y pujanza de nuestras democracias. Aunque, debo añadir, no hasta el punto de desear su perdición y su ruina, ni de desesperar.

Ahora bien, ¿cómo no tomarse a broma determinadas provocaciones que salpican el ambiente y pretenden trastornarlo? En un artículo titulado «Cómo combatir hoy al imperio»{4} la escritora Arundhati Roy brama esta perla: «Entonces, ¿deberíamos sacar a Bush de la Casa Blanca a bombazos?», reproducida por un diario madrileño que le concedió hace unos meses no sé qué premio a la creatividad, o a la probada sutileza y elegancia en el uso del lenguaje, o a la libertad de expresión, que todo podría ser, pues uno ya no se asombra de nada, al menos, desde que el Parlamento vasco nombró Presidente de la Comisión de Derechos Humanos al filoetarra Josu Ternera, o la ONU designa a Libia para dirigir el mismo asunto en su sede central en Nueva York. ¿Y cómo tomarse que el portavoz del Partido Nacionalista Vasco afirme que los verdaderos vascos temen más a España que a ETA, mientras otras voces que se creen más mesuradas declaran sin rubor y casi miméticamente que temen más a EEUU que a Sadam Husein, puesto que unos y otros sólo hacen que defender la paz, quedándose todos después tan tranquilos, como quien no ha dicho nada y no quiere la cosa?

Como se ha explicado, es difícil en la situación presente entrar en la discusión serena y ponderada, porque uno no sabe si le van a escuchar, o si le van a interrumpir y a reventar el acto –o algo más– si dice lo que no debe decirse y ser tildado por ello de provocador, o si teme quedarse en minoría escandalosa frente a la mayoría que arrasa, a la ola humana, a la marea de solidaridad, a las manifestaciones multitudinarias que expresan el «clamor mundial», a los sondeos de opinión, que cada vez más están marcando la agenda política de partidos, gobiernos y masas, en lugar de ser al revés, lo cual sería lo más adecuado en una democracia liberal y representativa, con perdón. No todo vale en política –y no sólo en política–; en política lo que precisamente vale son los medios, y éstos han de ser medidos, calculados y sopesados en función del fin que pretende lograrse. Mas en estos últimos tiempos, estamos asistiendo a unos modos y maneras de imponerse la opinión pública sobre las sociedades que generan una situación inquietante. También a unas artes de hacer oposición política que producen vértigo, y a formas de exigir la paz que dan francamente miedo, no sólo por su demagogia, su irresponsabilidad y su frivolidad, sino fundamentalmente por la sombra que anuncian: el despliegue de la ideología totalitaria.

El totalitarismo no se concibe sólo como el «terror total» (Hannah Arendt), como el ansía por igualar y aplanar los comportamientos sociales y las mentes en un magma compacto y como la negación de las libertades individuales por parte de un Gobierno o un Poder establecido, sino también por parte de las fuerzas sociales, políticas e ideológicas que practican esas maneras de acción y aspiran con ello alcanzar el poder para acabar así la faena{5}, porque hoy sabemos que el poder no es sólo vertical sino también horizontal, y viene de todas partes{6}. En consecuencia, podemos tildar de totalitaria aquella especie de acción colectiva que se esfuerza en posesionarse de la totalidad de la conciencia de los individuos, en privatizar la conciencia pública, en apropiarse vilmente de la voz de la muchedumbre, y que casi siempre dice representar un grupo particular, no importa demasiado que sea más o menos numeroso, pero que no se presenta como tal grupo, lo cual sí es relevante de ser señalado, sino como encarnación del Espíritu Objetivo, o algo así. Ciertamente, puede haber tanto modos totalitarios de mayorías como de minorías, de izquierdas y de derechas, de gobiernos y de pueblos, mas lo importante no es sacar conclusiones a partir de un simple recuento numérico, sino desvelar la naturaleza y fines de los grupos –siempre son grupos determinados y personas concretas los que movilizan y dirigen a la masa– que promueven ese espíritu colectivista, uniformador y avasallador.

Es de este carácter, por ejemplo, la estrategia de acción diseñada por los representantes de la Paz Mundial contra la intervención militar aliada en Irak, diseñada bajo la angelical consigna de «¡No a la Guerra!», lo que coloca inmediatamente en el pelotón de belicistas y criminales a los que no son contrarios a que se intervenga para asegurar su desarme –y, de paso, cumplir con los mandatos de las Naciones Unidas–, que monopoliza todas los espacios sociales sin excepción, que esgrime pancartas, carteles y camisetas, y se los planta ante las narices de políticos enemigos y ciudadanos en general, en tono desafiante y bravucón, asignando así un significado al neto mensaje que va más allá de lo que reza el lema; no es preciso ser especialista en semiótica o en teoría de la información para darse cuenta de ello. Asimismo lo es la estrategia de la oposición múltiple al Gobierno actual de España basada en el toque a rebato, sin cuartel, en la movilización general, en la lucha en todos los frentes para ganar «zonas de libertad» y «extender el problema» a todas las esferas de la sociedad –¡como en los viejos tiempos, como en el franquismo!–, en la lucha final, en la política de tierra quemada, en la consigna de a mar con chapapote ganancia de nacionalistas, en no dar un segundo de respiro al Gobierno –ni a los ciudadanos que sufrimos la ventisca, la estridencia, la radicalización, la politización hasta de la política (Francisco Umbral)–, en reventar a Aznar, cueste lo que cueste y caiga quien caiga, porque en la guerra (y contra la guerra) como en el amor (y en el odio), todo vale. Y en acabar con Bush y sacarlo de la Casa Blanca, sea como sea, con manifestaciones, mítines, manifiestos, retrasando la guerra para así fastidiar y hacer más difícil la intervención y para que mueran más soldados norteamericanos, con «escudos humanos», «a bombazos».{7}

Todo esto, como vemos, representa un maniobra que traspasa el terreno de la simple retórica y desemboca en la deslealtad, en la «política sucia», unas veces salpicada con mucho cinismo –quienes promueven estas estratagemas dicen todavía practicar una «oposición tranquila», y una lucha contra el «pensamiento único», cuando ellos se lo dicen todo, son los únicos que se expresan, en la Universidad y en los centros de enseñanza, en los medios de comunicación, en la Academia de Cine, en el «mundo de la cultura», en la calle, donde no se mueve nadie que no sea en una dirección y si se mueve no sale en la foto o se le criminaliza y se le señala{8} –, otras con mucho fanatismo – el discurso político se resume en un único pensamiento: el enemigo es Bush y EEUU, Sharon e Israel–. [Aprovecho la mención para saludar la incorporación a esta revista de Gustavo D. Perednik con su sección Voz judía también hay. Habrá quienes creerán que esa voz no es necesaria –porque ya oímos la de ellos todos los días, cada día, y para qué queremos más...–, pero también hay quienes le damos cordialmente la bienvenida.]

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El valiente fotógrafo Robert Capa inmortaliza a un heroico soldado norteamericano desembarcando en Normandía el día D, el 6 de junio de 1944, para liberar a Francia del yugo de Alemania6 de junio de 1944, desembarco de Normandía: frente a los norteamericanos Francia y París... pero previamente era necesario derrotar a los alemanes dirigidos por Adolfo Hitler...25 de agosto de 1944: franceses no colaboracionistas vitorean agradecidos en París a los norteamericanos que les acaban de liberar de Alemania y su ocupación nacional socialista

¿Cómo podría afirmar que, a mi juicio, la manera de conducir EEUU la actual crisis de Irak no es la más afortunada ni la mejor de las posibles y que me gustaría que las cosas siguiesen otro rumbo, sin ser por ello inmediatamente computado como uno más contra Bush, y así ya seríamos el 90 % de la población, lo menos, contra la Guerra, y, por tanto, contra Bush (no sé si ya lo he dicho) y contra Aznar (a este paso, pronto alcanzaremos en España las estadísticas de aceptación popular de Sadam Husein y de Fidel Castro en sus respectivos países)? ¿De qué manera expresar mis temores sobre los efectos de la incursión bélica en la región y en el resto del mundo, sobre el Irak que vendrá tras derrocar a Sadam Husein, sobre los demás focos conflictivos del planeta y que están en el punto de mira en la guerra contraterrorista puesta en marcha después del 11-S, sobre los riesgos fundados de ruptura o daños irreversibles en la Organización de Naciones Unidas, en las estructuras de seguridad de Occidente y en la Unión Europea, sin que ocurra lo mismo, y además, como premio, se me condecore con el cartelito de marras al mérito cívico y progresista, y se me perdone la vida?

En efecto, se diría que EEUU no está actuando al 120%..., pero cuando se diga esto que no se olvide que nadie debe gobernar por él (todos le dicen lo que tiene que hacer), ni ponerse en su lugar (que cada palo aguante su vela, que no es poco) y que además gobernar contra todos es tarea muy difícil. Quiere decirse: que la estrategia de situarse todos contra uno para que ese uno se descoloque, se aturulle, vacile, yerre, quede en evidencia al dejarle solo, se enrede, farfulle y aun acabe por equivocarse alguna vez, porque, aunque sea individuo o institución fuerte y noble, llegará el momento en que tropiece o resbale y hasta caiga, es, sin duda, un plan inteligente que puede dar, y de hecho da, buenos resultados para la horda mancomunada. Pero se trata de esa clase de inteligencia de la que nos advertía F. Nietzsche en La genealogía de la moral, la de los débiles, los resentidos, los pobres de espíritu, los acobardados, los miserables. Todos, hasta los más fuertes, tienen su punto flaco: se trata de gastar todas las energías en descubrirlo y una vez lo tenemos a tiro, duro con él, directo a la ceja o al hígado o al corazón, golpe tras golpe, derecha e izquierda, izquierda y derecha, esas piernas que no se paren, y el público que aliente, que insulte, que jalee, que pida más sangre, y aun más, que suba al ring o baje a la arena, y que allí colabore, dando puntapiés, cabezazos, golpes bajos no importan, vale todo, ánimo, ya queda poco, la unión hace la fuerza, que todos juntos lo lograremos, más altas torres cayeron...

En el desafío antiamericano que hoy se ha desencadenado explotando el momento especialmente trágico del 11-S se están uniendo intereses muy diversos e ideologías de lo más diferentes. Todos intentan sacar algún beneficio, tanto si se ayuda a la superpotencia como si le ataca, o cuando no se hace nada y se espera, a ver qué pasa. El momento es el idóneo, pues EEUU está tocado, es decir, herido, enrabietado, asustado y desesperado. Pero, sigue siendo la superpotencia mundial, y esa es la clave, o ese es el principal problema, según se mire el asunto abierto desde el colapso de la Unión Soviética y la caída del Muro de Berlín: el ser o no ser de la superpotencia, o quién es o quiénes son la/s superpotencia/s en el siglo XXI. Olvídense, pues, las juventudes socialistas –esto es, las izquierdas rejuvenecidas de hoy en día, adolescentes políticos que juegan a la política, a la guerra y a la paz como quien juega al parchís o al escondite o al mentiroso: Juvenalia contra Marte–, renúnciese, digo, a «las majaderías chocantes o al progresismo de guardarropía» (Fernando Savater){9}, a hacer el travieso, a jugar a papás y a mamás, refundando «un partido de resistentes antifranquistas encantados de haberse conocido» (Jon Juaristi){10}, déjense de ensoñaciones idealistas y utopistas, y reparen, por ejemplo, en el término de hegemonía. Porque tiene mucho que ver con el tema de nuestro tiempo, con los movimientos que se están produciendo en todas las instancias nacionales, transnacionales e internacionales con el fin de situarse en una posición ventajosa en la reorganización del mapa mundial que regularmente, cada cierto tiempo, tiene lugar en nuestro planeta, por lo general, como resultado de conflictos bélicos.{11} En el antiamericanismo actual hay mucho de esto, y también mucha ingratitud.

Los imperios que han sido a lo largo de la Historia han tenido que padecer necesariamente su correspondiente leyenda negra, sea Atenas, Roma, Turquía, el Islam, España, Francia, Austro-Hungría..., y desde el final de la II Guerra Mundial, los Estados Unidos de América. Los estadounidenses desde ese momento han tenido que sobrellevar los beneficios y las miserias de conlleva ser la nación hegemónica mundial, reafirmada y amplificada desde la implosión del socialismo realmente existente. Esa es «La carga de EEUU»{12}, como ha escrito recientemente el conocido periodista y analista Michael Ignatieff en un excelente artículo, raramente sólido y reflexivo, si lo comparamos con la marea de textos extemporáneos y viscerales, situacionistas, que asedian los medios en los últimos meses. ¿Es EEUU un imperio, o sea, el Imperio? Ciertamente, pero un imperio muy especial:

El imperio de Estados Unidos –afirma Ignatieff– no es como los imperios de antaño, levantados en base a colonias, conquistas y la carga del hombre blanco. El imperio del siglo XXI es una nueva invención en los anales de la ciencia política, un imperio light, una hegemonía mundial cuyos marchamos de calidad son los mercados libres, los derechos humanos y la democracia, vigilados por el poder militar más imponente que el mundo ha conocido nunca.

Se trata, pues, de un imperio que surgió de la lucha contra otro imperio, el británico, que nunca ha tenido en realidad conciencia ni vocación de serlo, pero que tampoco ha tenido por qué arrastrar su condición con vergüenza ni complejo de inferioridad. La mayoría de los mortales odia a los poderosos, a los imperios, porque son superiores, magníficos, soberbios y, sobre todo, intratables. De modo que en todo este tiempo de hegemonía, relativa y absoluta, los estadounidenses han sabido lo que significa las loas y las envidias, la admiración y el tributo, pero también el rechazo. Con un pie en casa y el otro en el exterior, EEUU ha asumido su papel con tendencias contrarias: aislacionismo e intervencionismo. «Pero el 11-S lo cambió todo». Nos odian, sí. Pero, ¿por qué nos odian tanto?; tanto como para desear nuestra destrucción, nuestro aniquilamiento. [EEUU siempre ha apoyado a Israel por razones políticas, ideológicas y estratégicas, y aun nostálgicas (ambos son países de colonos y pioneros). Ahora entiende al Estado israelí más que nunca, porque sabe lo que significa sentirse acosado y en peligro real y constante de desaparición. La guerra para estos países –EEUU ahora; Israel, desde su constitución{13}– significa guerra defensiva y preventiva, claro que sí, porque si se confían, no se les dará una segunda oportunidad].

El 11-S –continua Ignatieff– lanzó al mundo islámico al comienzo de una larga y sangrienta lucha para determinar cómo será gobernado y por quién: los autoritarios, los islamistas o quizá los demócratas.

Pero, los demócratas están desunidos. Al desafío urdido contra EEUU por la red Al-Qaida, por sus aliados, sus cómplices, sus productores ejecutivos, sus patrocinadores, sus mantenedores y mamporreros (el terrorismo actúa así, en grupo y en red, ¿es que debe explicarse esto precisamente en y desde España, que sufre el terrorismo vasco desde hace décadas?), se le suma ahora, dentro de sus propios aliados, el eje franco-alemán, el cual a la vista de los entusiasmos que está originando entre los antiamericanos, especialmente en Europa, poco falta para que se le bautice como eje del bien. La resistencia cerril y los parvos argumentos que esgrimen Francia y Alemania para negarle su ayuda a EEUU en estos momentos graves no se los cree nadie mínimamente informado y sin mala fe: «nosotros queremos una solución pacífica» [¡Y ellos no!]; «¡hay que darle tiempo a los inspectores!» [Pero, ¿para hacer qué? ¿Y cuánto tiempo es ése?], etcétera.

¿Por qué actúan, entonces, de este modo? El antiamericanismo de la intelectualidad alemana y, sobre todo, de la francesa es de leyenda, y, casi diríamos también, de amour fou. El antiamericanismo popular de alemanes y franceses bebe de un largo río que se remonta hasta la derrota alemana y la Liberación en la II Guerra Mundial, de resultados distintos, pero experiencias igualmente humillantes, pues ambos, en realidad, fueron países derrotados, aunque Francia tras 1945 ¡se sienta en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas con derecho a veto como país victorioso!, y ambos tuvieron que pasar por la agridulce experiencia de ser liberados por una potencia extranjera, lo cual genera casi inevitablemente resentimiento y rencor; brota de la mala conciencia de unos –ser los progenitores del nazismo–, y de otros –por su colaboración con el nazismo durante la ocupación–; de la reminiscencia de los viejos mitos de la Resistencia contra un país extranjero, trufado de ideología marxista-leninista, por parte de Francia, y la convivencia de sovietismo y antisovietismo en la Alemania reunificada; de la nostalgia, en fin, de unos y otros, de la grandeur y el Reich, de la gloria y de los viejos tiempos de hegemonía... Mientras tanto, los gobernantes de ambos países parece que han percibido el momento idóneo para aliarse contra el aliado y atisbar la hora de la reparación y de la satisfacción.

Esta actitud egoísta y mezquina, obviamente, no es entendida por los norteamericanos. Pero tampoco por muchos europeos, no diré cuántos porque no se trata de una competición. Sea como sea, a la retórica del caso, y a la deslealtad que se exhibe por doquier, se une una ingratitud más que incomprensible, intolerable.

Entonces, ¿esta guerra, sí o no? Ojalá no haya guerra en Irak. Pero, si no la hay, que sea porque Sadam Husein se ha desarmado, no porque las democracias han claudicado. Si la hay, suerte a los soldados aliados, porque ellos se juegan la vida, una vez más, para que el mundo libre siga existiendo y vaya ampliándose, y para que los llamados «pacifistas» puedan manifestarse en paz a favor de la paz, tanto si la hay como si no la hay.

Notas

{1} ABC, La Tercera, 24 de octubre de 2002.

{2} ABC, La Tercera, 21 de noviembre de 2002.

{3} Aurelio Arteta, «Cansalmas», El País, 25 de abril de 2000. El filósofo español hace referencia en su artículo a la salmodia del victimismo nacionalista y al sufrimiento patriótico de aquellos que no deja de entonar sus viejas glorias a Euskal Herria, pero no se inmutan ante el dolor, el miedo y la muerte de las víctimas del terrorismo, pero entiendo que su reflexión se extiende, a poco que pensemos en ello, a las demás situaciones relacionadas con el terrorismo y el contraterrorismo mundiales.

{4} El Mundo, 14 de febrero de 2003.

{5} «Sólo el populacho y la élite pueden sentirse atraídos por el ímpetu mismo del totalitarismo; las masas tienen que ser ganadas por la propaganda. Bajo las condiciones del Gobierno constitucional y de la libertad de opinión, los movimientos totalitarios que luchan por el poder pueden emplear el terror sólo hasta un determinado grado y comparte con otros partidos la necesidad de conseguir seguidores y de parecer plausibles ante un público que no está todavía rigurosamente aislado de todas las demás fuentes de información.»: Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo, Taurus, Madrid, 1974, pág. 425.

{6} Vid. Michel Foucault, «La voluntad de saber», Historia de la sexualidad, I, Siglo XXI, México, 1977.

{7} Nicolás Maquiavelo, que sabía mucho de política, pero más, si cabe, de guerra, escribió esta sentencia profunda: «la guerra no se evita, sino que se retrasa para ventaja del enemigo», El Príncipe, Alianza, Madrid, 1995, pág. 39

{8} Una manera muy veterana de pretender contener el miedo al totalitarismo y frenar la coacción consiste en halagar al dominador, sea individuo, grupo o masa, en hacerle concesiones, en cederle el paso, pero también en buscar protagonismo y ofrecerse directamente como voluntario para eliminar a otros al objeto de salvarse uno. Se trata de una reacción humana que ofrece tantas facetas como caras del miedo existen y pueden concebirse (en general, todas las versiones del colaboracionismo). Pondré sólo dos ejemplos de manifestaciones de este género.

Para la izquierda sectaria de nuestros días, quien se atreve a distanciarse un milímetro del guión fijado o del dogma, ése ya está perdido, por más que intente arreglarlo con algún remedo o acto de desagravio o pago de impuesto revolucionario, muy en particular si la «traición» proviene del «mundo de la cultura», de la enseñanza o de los medios de comunicación (espacios privatizados por los apologistas de lo público). Tras los sucesos de la entrega de los Premios Goya en Madrid, que glosó magníficamente Gustavo Bueno en el número de febrero de esta revista, Pedro Almodóvar, que no estaba presente y quedó bajo sospecha, tuvo que esforzarse después en apariciones públicas y manifestaciones junto a los dirigentes de la cosa, asegurando que aunque vaya a los Oscar de Hollywood y se premiara a la otra película en los Premios Goya, él por supuesto que está con ellos... y contra Bush. Pero, ay, se le escapó decir que el hecho de no conceder a su película a concurso el premio de la Academia española de cinematografía fue un «error democrático», y ese sí fue un error que pocos demócratas-totalitarios podrán perdonarle: véase si no el cruel e inmisericorde artículo de Antonio Elorza, «El sexo de los ángeles», El País, 19 de febrero de 2003, en el que destroza todo el cine de Almodóvar por blandito, poco comprometido y pequeño-burgués, frente a la exhibición de realismo socialista y de compromiso contra el Gobierno español y contra el PP que exhala Los lunes al sol de Fernando León de Aranoa.

Otra muestra de lo que decimos se encuentra en el libro de Juan Aranzadi, El escudo de Arquíloco, Visor, Madrid 2001, en donde, bajo el pretexto de defender una ética que toma la vida como valor supremo, ensalza la huida («ética para fugitivos», la denomina) cuando el peligro acecha, como ejemplo y ejercicio intelectual de excusa de las prácticas políticas nacionalistas inspiradas en el Pacto de Estella, por el que PNV y EA se alineaban con ETA para que no los maten: y los que no lo firmen que se atengan a las consecuencias.

{9} Fernando Savater y José Luis Pardo, Palabras cruzadas. Una invitación a la filosofía, Pre-Textos, Valencia 2003, pág. 59.

{10} Jon Juaristi, La tribu atribulada. El nacionalismo vasco explicado a mi padre, Espasa Calpe, Madrid 2002, pág. 179.

{11} Sería muy conveniente que en España se empezase seriamente a discutir sobre sus perspectivas de futuro en el concierto mundial, pero para ello, amigos míos, es preciso serenarse, dejar las pancartas y los lemas por un momento, y ponerse a pensar y a trabajar. Un punto de partida muy interesante se encuentra sintetizado en el libro de Víctor Pérez-Díaz, Una interpretación liberal del futuro de España, Taurus, Madrid 2002 (reseñado por el autor del presente artículo en Blanco y Negro Cultural, suplemento cultural del diario madrileño ABC (nº 548, 27 de julio de 2002, con el título de «Un país con porvenir»). Podría tomase como punto de partida para dicha reflexión este fragmento del libro: «la aliada lógica de una España liberal sería un Reino Unido interesado en mantener su relación especial con los Estados Unidos y reforzar la alianza euroatlántica, la ampliación al este, e impulsar las reformas estructurales en Europa para fomentar el desarrollo de mercados abiertos y competitivos.», pág. 125.

{12} Michael Ignatieff, «La carga de EEUU», El País, 8 de febrero de 2003.

{13} Un libro que representa una magnífica ocasión para conocer con detalle y rigor la constitución del Estado de Israel puede leerse en: Josep Pla, Israel, 1957. Un reportaje, Destino, Barcelona 2002. Una recensión del mismo («El nacimiento de un Estado»), escrita por el responsable de esta sección, puede leerse en el número del mes de febrero de 2003 de Revista de Occidente, 261, Madrid, págs. 148-151.

 

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