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El Catoblepas, número 14, abril 2003
  El Catoblepasnúmero 14 • abril 2003 • página 3
Guía de Perplejos

De la felicidad

Alfonso Fernández Tresguerres

El autor defiende la tesis de que el concepto de «felicidad» sólo cobra algún sentido en el contexto de las ciencias psicológicas, resultando puramente confuso, y hasta irrelevante, en el ámbito de la filosofía

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Pocas cuestiones habrán sido tan debatidas como ésta de la felicidad; pocos conceptos, también, más utilizados que éste; y, al mismo tiempo, pocos conceptos tan confusos y pocas cuestiones tan oscuras se podrán hallar en la literatura filosófica (y no sólo filosófica) como la de determinar en qué consiste eso que llamamos «felicidad».

Las concepciones históricas tradicionales oscilan entre lo que (a falta de mejores términos) podríamos denominar una concepción sensualista y una concepción intelectualista de la felicidad.

Por la primera entiendo aquellas posiciones en las que la felicidad aparece asociada a algún tipo de satisfacción sensible o sensorial. Es el caso, con toda certeza, de los cirenaicos. Aristipo, que identificaba la felicidad con el placer (procurarse sensaciones placenteras y evitar las dolorosas), no dudaba en colocar en un mismo plano todos los placeres, e incluso en considerar superiores aquellos provenientes del goce corporal (aunque también es verdad que, dentro de la misma escuela cirenaica, Heguesías de Alejandría, autor de un tratado Sobre el suicidio a través del ayuno, afirmaba que es vano todo intento de alcanzar la felicidad, motivo por el cual alguno de sus discípulos llegaron a suicidarse, lo que a él le valió el apodo del Pisithánatos o el que convence para morir).

En el hedonismo epicúreo, la doctrina de Aristipo se encuentra, sin duda, matizada. Epicuro, sin dejar de identificar el bien con el placer, propondrá un «calculo prudente» que nos ayude a discriminar entre los diversos placeres, y, desde luego, en la versión epicúrea del hedonismo, los placeres superiores no son, ciertamente, los corporales (pese a la «mala fama» que perseguirá a Epicuro en toda la tradición cristiana; «mala fama» de la que, después de todo, es más responsable Lucrecio que él mismo). Según Epicuro, lo que hace la vida verdaderamente feliz es la serenidad de ánimo (ataraxia), que se alcanza tras la superación de los miedos (a los dioses, a la muerte, al destino y al dolor) por efecto del tetrafármaco, y si a ello se suma la ausencia de sufrimientos corporales (aponía), esto es, el disfrute de una cierta salud, no habría más que pedir: tal sería el placer (hedoné) y la clave de la vida feliz. Con todo, parece claro que la concepción epicúrea del placer y de la felicidad, identificados con la ausencia de dolor (tanto físico como psíquico, podríamos decir), o, si se quiere exponer en términos positivos, la identificación de la felicidad con el bienestar físico y psicológico, encaja plenamente en lo que hemos denominado la «concepción sensualista».

Este es también el caso del utilitarismo. Así, de manera expresa, la felicidad es entendida por Stuart Mill como placer y ausencia de dolor: «El credo –dice– que acepta la Utilidad o Principio de la Mayor Felicidad como fundamento de la moral, sostiene que las acciones son justas en la proporción con que tienden a promover la felicidad; e injustas en cuanto tienden a producir lo contrario de la felicidad. Se entiende por felicidad el placer y la ausencia de dolor; por infelicidad, el dolor y la ausencia de placer (...) el placer y la exención de dolor son las únicas cosas deseables como fines; y (...) todas las cosas deseables (que en la concepción utilitaria son tan numerosas como en cualquier otra), lo son o por el placer inherente a ellas mismas, o como medios para la promoción del placer y la prevención del dolor». El principio utilitarista de "la mayor felicidad para el mayor número de personas" (porque se trata, a fin de cuentas, de la felicidad general, no meramente individual) puede encontrarse también en Hume o en Adam Smith («La felicidad consiste en la tranquilidad y el gozo»), y, por supuesto, en Bentham. Pero en tanto que éste último cree posible una especie de aritmética de los placeres, en la medida en que, siendo cualitativamente iguales, todos ellos pueden ser cuantificados, bastando, por tanto, con sumar la cantidad de placer y restar la cantidad de dolor producidos por una determinada acción para tomar posición frente a ella, Mill piensa, por el contrario, que los placeres no sólo se diferencian por la cantidad, sino también por la cualidad. Resulta, pues, perfectamente lícito hablar de placeres inferiores, que tendrían su origen en la mera sensación, y placeres superiores, derivados del intelecto, los sentimientos y la imaginación. La similitud con Epicuro es, sin duda, más que notable, si bien Stuart Mill no está dispuesto a admitir que los epicúreos hayan formulado adecuadamente el principio utilitario y sus consecuencias, ya que para ello es necesario –opina el filósofo inglés– introducir elementos estoicos y cristianos.

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Por su parte, las concepciones intelectualistas serían aquéllas que entienden la felicidad como la posesión o disfrute de algún bien concreto, mas no de naturaleza sensorial, sino intelectual. Por decirlo con palabras de Stº Tomás, la felicidad (beatitudo, que en su terminología, y en general en la terminología cristiana, traduce el término felicitas) consiste en « un bien perfecto de naturaleza intelectual». O como dirá Boecio: «un bien que una vez conseguido no permite desear otra cosa. Es la suma de todos los bienes y los encierra todos. La felicidad es un estado perfecto del alma, causado por la reunión de todos los bienes (...) un estado de carencia de necesidades y autosuficiente». Dicho bien universal y supremo, para Boecio lo mismo que para Stº Tomás, y con ellos toda la tradición cristiana, no es otro que Dios. San Agustín, por ejemplo, la entenderá como la posesión (fruitio) de Dios; y San Buenaventura no entiende que haya otra felicidad que aquélla derivada del conocimiento, amor y posesión de Dios.

Pero la concepción intelectualista de la felicidad ni nace con el cristianismo ni es exclusiva de él. Tal es la forma en que es concebida de manera preferente (con la excepción de la tradición epicúrea y acaso también de los sofistas) en la filosofía griega y romana. Aristóteles es, a este respecto, una referencia obligada. La felicidad, en su opinión, consiste para cada ser en la vida conforme a su naturaleza, en el ejercicio de aquella actividad que le es propia; y en el caso del ser humano, esa actividad no es otra que el conocer mismo, de donde resulta que la felicidad la hallará el hombre en la actividad del alma conforme a la razón (tanto teórica como práctica), esto es, en la vida teorética o contemplativa.

Pero ya antes de Aristóteles podemos encontrar la misma idea en Sócrates (y en Platón). El intelectualismo ético socrático, que supone que basta conocer el bien para hacerlo, implica que el bien es siempre aquello que nos hace más felices, o lo que es lo mismo, que la felicidad acompaña de manera inmediata a la virtud. Siglos más tarde, Espinosa lo expresará de forma aún mucho más contundente, cuando escribe que: «La felicidad no es el premio de la virtud, sino la virtud misma». Y ya que hemos mencionado a Espinosa, no estará de más añadir su nombre a los de la lista de las concepciones intelectualistas. La felicidad, para él, además de en «perseverar en el ser», consiste en «perfeccionar cuanto podamos el entendimiento o razón, y en esto sólo –añade– consiste nuestra suprema felicidad o beatitud»; sin duda porque gracias a esa «reforma del entendimiento» podemos dominar nuestras pasiones y alcanzar el amor intelectual de Dios, que nos permite comprender el conjunto de la realidad como una necesidad fundada en Deus sive Natura (comprensión en la que radica nuestra verdadera libertad); y si al amor intelectual de Dios y el dominio de las pasiones añadimos la vida en el Estado, habremos dado con los elementos en los que consiste, según él la vida feliz.

Después de Aristóteles, los estoicos insistirán también en que la felicidad se encuentra en la razón, en la vida conforme a la recta razón (tal parece ser el sentido del lema de Zenón: «Vivir conforme a la naturaleza»). Quien vive de ese modo, será capaz de dominar sus pasiones y alejar de su ánimo todo deseo de bienes externos, como primer paso hacia la felicidad (algo que los estoicos aprendieron de los cínicos), porque, como señala Epicteto: «Es imposible que coincidan felicidad y deseo de lo ausente».Pero, además, le será dado alcanzar la imperturbabilidad (apatheia) y la serenidad de ánimo (ataraxia), frente a un destino en el que todo lo que acontece es necesario que acontezca, y, además, está bien que así sea, porque esa determinación hace del universo, y de la propia vida humana, algo bueno, armónico y ordenado, esto es, un cosmos, y no un caos. Séneca dejó expresado todo esto de una forma espléndida, cuando escribe que «es una vida feliz la que está de acuerdo con la propia naturaleza; esta vida no puede existir más que si, en primer lugar, la mente es cuerda y no pierde jamás la cordura; después, si es decidida y apasionada además de sublime en su sufrimiento, si se adapta a las circunstancias, no está angustiosamente preocupada por su cuerpo y por lo relacionado con él; es más, está pendiente de las otras cosas que constituyen la vida, sin sentir admiración por ninguna, dispuesta a utilizar los bienes de la fortuna, no a esclavizarse a ellos». Esta última observación pondría (me parece) a los estoicos a salvo de la crítica de Cicerón, quien afirma que: «La filosofía de la antigüedad sostiene que la felicidad radica únicamente en la virtud, pero la felicidad no es absoluta si no se suman a ella los bienes corporales y todos los otros necesarios para poder ejercerla». La objeción de Cicerón es trivial: nadie duda (ni Aristóteles ni lo estoicos) que resulte absolutamente imprescindible la satisfacción de una serie de necesidades corporales mínimas para poder ser feliz. En el caso concreto de Séneca, lo que se predica no es tanto la renuncia a los «bienes de la fortuna», cuanto el no hacerse esclavo de ellos, porque la infelicidad, según los estoicos, es precisamente el estado propio de quien vive dominado por sus pasiones. Y, al fin y al cabo, el propio Cicerón está de acuerdo, cuando, después de tal observación, admite que, sin embargo, podemos vivir felizmente aun sin bienes corporales.

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Pese a sus diferencias, sensualistas e intelectualistas coinciden, pese a todo, en un aspecto: considerar la felicidad como algo objetivo. Lo que quiero decir es que en ambas parece darse por supuesto que la felicidad reside en la posesión o disfrute de un objeto o estado tales que necesariamente habrán de hacer feliz a quien consiga alcanzarlos; y que esto es así resulta obvio si tenemos en cuenta las pretensiones de validez universal que subyacen en las éticas de la felicidad. El asunto resulta especialmente claro en aquellas concepciones sensualistas más groseras, en la que, por ejemplo, se identificase la felicidad con el poder, la riqueza, los honores o el placer corporal; pero no lo es menos en las posiciones sensualistas más refinadas (a las que aquí nos hemos referido) o en las intelectualistas: la felicidad no es nunca un estado psicológico-subjetivo, distinto y variable según los individuos, sino algo absolutamente objetivo que en modo alguno podría dejar de hacer feliz a quien tuviese la suerte de poseerlo, o, por mejor decir, la sabiduría suficiente para alcanzarlo. Ahora bien, me parece que esto es enteramente discutible.

Creo que lo verdaderamente significativo de la crítica kantiana a las éticas de la felicidad reside justo en este aspecto. No se trata ya de que la autonomía del comportamiento moral y la trascendentalidad de los principios morales sólo puedan alcanzarse obrando por respeto al deber, cumplimiento que no siempre, por fuerza, ha de hacernos felices, sino que la felicidad misma es un concepto puramente relativo, es, como dirá Kant, «el nombre de las razones subjetivas de la determinación». La felicidad es trasladada, de este modo, al ámbito de la pura subjetividad: «Ser feliz –escribirá Kant– es necesariamente la exigencia de todo ente racional, aunque finito, y, en consecuencia, inevitable motivo determinante de su facultad apetitiva (..) o sea, algo que se refiere a un sentimiento de placer o dolor que subjetivamente sirve de fundamento, y mediante él se determina lo necesario para estar contento de su estado. Pero precisamente porque este motivo determinante material sólo empíricamente puede ser conocido por el sujeto, es imposible considerar este problema como una ley, porque ésta, como objetiva, debe contener en todos los casos y para todos los seres racionales exactamente el mismo motivo determinante de la voluntad, pues aunque el concepto de felicidad sirva siempre de fundamento a la relación práctica de los objetos con la facultad apetitiva, no es más que el título general de los motivos determinantes subjetivos y no determina nada específico (...) En efecto, dónde haya de poner cada cual su felicidad, depende en cada uno de su particular sentimiento de placer y dolor, y aun en un mismo sujeto, de las necesidades provenientes de las modificaciones de este sentimiento». La felicidad es, pues, relativa por partida doble: lo es cuando se considera sujetos distintos, que podrían colocar su felicidad en cosas diferentes (y aun opuestas); pero lo es también referida al mismo sujeto, porque nadie puede estar enteramente seguro de que aquello en lo que hoy cifra su felicidad continuará haciéndole igualmente feliz en el futuro, para ello sería preciso, como observa Kant, ser omnisciente. Algo que, además de ser cierto, recuerda aquel viejo proverbio oriental: piensa muy bien lo que deseas, no vaya a ser que te sea concedido.

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Particularmente, yo no dudo que Kant tiene razón en este punto (sin que por ello me sienta obligado a comprometerme con el conjunto de su ética). Es cierto que la polaridad placer / dolor, y el consiguiente deseo de alcanzar el primero y evitar el segundo, constituye una de las pulsiones o motivaciones fundamentales tanto en el ser humano como en el resto de los animales. Podríamos, pues, entender por «felicidad» aquel estado o aquella vida en los que prima el placer (o lo agradable) sobre el dolor (o lo desagradable); supuesto que no es concebible vida alguna exenta por completo de cualquier tipo de dolor (exceptuando la vida en la sepultura, esto es, la no vida), y supuesto, también, que hayamos realizado aquel «cálculo prudente» que aconsejaba Epicuro (y Sócrates antes que él), ya que ni todo dolor debe ser evitado (por ejemplo, aquél que tenga como finalidad salvarnos la vida) ni todo placer gozado (si de su disfrute han de derivarse sufrimientos superiores al placer mismo). El problema es que si no es posible determinar cuál ha de ser el objeto u objetos que por fuerza habrían de hacer felices al conjunto de los seres humanos, entonces el problema de la felicidad no puede rebasar el contexto meramente psicológico y subjetivo. ¿Qué nos causa placer y nos produce dolor? ¿Cuáles son, en consecuencia, los objetos que debemos perseguir y debemos evitar? Ni siquiera el ámbito de aquellas necesidades más básicas o elementales parece constituir un punto de encuentro, desde el momento en que hay quien basa su felicidad en una vida llena de privaciones, entre las que se incluye, además de la renuncia al sexo, el alimento, la bebida o el sueño satisfechos sólo al límite mismo de la subsistencia. Y en cualquier caso, no sé yo por qué a la simple satisfacción de las necesidades habría que llamarlo «felicidad». Se trataría de una cuestión tan genérica que, en realidad, nada significaría: es como si se decidiera identificar la felicidad con el hecho mismo de estar vivo. Ahora bien, el estar vivo (como el tener satisfechas una serie de necesidades) no constituye la felicidad en sí misma, sino tan sólo la condición para ser feliz.

Pero si el problema de la felicidad no puede plantearse más allá de la pura subjetividad, entonces tal problema reviste un interés meramente psicológico, no filosófico. En filosofía el concepto de «felicidad» habrá de ser considerado sencillamente vacío, e incluso irrelevante, si ha de ser verdad eso de que el reino del pensamiento es lo objetivo, no el gusto o la opinión.

Que un individuo consiga una serie de cosas apetecibles, que alcance un estado de ánimo que podríamos calificar de bienestar o autocomplacencia, que viva con alguna ilusión o algún proyecto vital, o, en fin, que se sienta amado o tenga la dicha de disponer de un trabajo satisfactorio, es algo, sin duda, deseable, y, sin duda, también, sería de desear que tales metas fuesen asequibles a todo el mundo, y, desde ese punto de vista, tal vez podrían considerarse tales objetivos como ideas reguladoras de la praxis política. Pero todo eso, que podemos resumir como un estado de satisfacción –o por lo menos de una mínima satisfacción– con lo que uno es y con lo que uno hace, no tiene, en términos filosóficos, la menor trascendencia, porque en ningún caso puede cristalizar en concepto, sino que permanece completamente a merced de las circunstancias y las disposiciones subjetivas: en último término, a nadie importa ni afecta más que al individuo mismo, y, ocasionalmente, también a su terapeuta. En psiquiatría y en psicología clínica, en efecto, los criterios que se manejan para dibujar el límite (siempre difuso y determinado por parámetros sociales y culturales) entre el comportamiento normal y el patológico tienen mucho que ver con lo que, en líneas generales, puede entenderse por felicidad. Así, por ejemplo, según Morgan, algunos de esos criterios serían los siguientes: que el individuo sea incapaz de utilizar sus talentos, que sufra de ansiedad en un grado inusitado, que su comportamiento pueda llegar a resultar francamente molesto o peligroso para los demás (o para sí mismo), y, por último, que el individuo sea (o se sienta) marcadamente infeliz. O, por citar otro autor, Theodore Millon considera que el individuo «normal» sería aquél que es capaz de funcionar de forma autónoma y competente, que muestra la tendencia a adaptarse de forma eficaz y eficiente al propio entorno social, que es capaz de poner en marcha o mejorar las propias potencialidades y, finalmente, que posee una sensación subjetiva de satisfacción. Tenemos, pues, que la infelicidad y la insatisfacción excesivas motivadas sin causa aparente o por una causa sobrevalorada hasta el extremo de resultar (infelicidad e insatisfacción) desproporcionadas con relación al sufrimiento que la causa misma podría autorizar a considerar razonable, sería indicio de alguna anormalidad comportamental. La felicidad en el ámbito de la psicopatología parece, pues, que pueda tener algún sentido (independientemente de que los criterios expuestos, tanto los de Morgan como los de Millon –y los propuestos por otros psicólogos– sean susceptibles de discusión, cosa que ahora no nos interesa). Y me atrevería a decir que ese sentido que cobra en el campo de la psicopatología es casi el único a partir del cual la felicidad puede configurarse como concepto: satisfacción, autocomplacencia, desarrollo de las propias capacidades, adecuada interacción con el medio y con los otros, autoestima, sentirse aceptado y querido, &c., vendrían, seguramente, a perfilar los rasgos del individuo al que cabe llamar «feliz». Pero el concepto de felicidad que a partir de todo eso cabe construir permanece anclado en el terreno de la pura subjetividad psicológica, y, como tal, depende enteramente de los avatares a los que se halla sujeta la propia vida del individuo; nada, en suma, que pueda ser establecido ni propuesto en términos universales y objetivos; nada que pueda ser objetivado ni determinado, y, por tanto, nada que puede ser establecido como la meta de la praxis moral, en general. El error de las éticas de la felicidad es previo, incluso, a su carácter relativo: sucede que el objeto mismo que proponen y con el que identifican el bien es una pura quimera. La felicidad, entendida en sentido psicológico (y no hay otro), puede ser el objeto de la acción individual, apoyada por un cúmulo (y nunca mejor dicho) de felices circunstancias, pero no el objeto de la acción ética o moral.

Mas no se entienda que con lo que digo lo que estoy haciendo es manifestar mi asentimiento al pesimismo de Schopenhauer, quien no duda en afirmar que: «El único error innato que albergamos es el de creer que hemos venido al mundo para ser felices». Yo no afirmo que sea imposible llegar a ser (o a sentirse) feliz: afirmo que es irrelevante, y que es algo que sólo al individuo mismo importa. Habrá quien se siente rebasar de felicidad por las cosas más nimias, al punto que no dudará en exclamar con Voltaire: «soy tan feliz que me da vergüenza», y habrá quien ante el menor contratiempo se sienta completamente desdichado, y a ello sólo cabe decir que allá cada cual.

Pero aun enfocado en clave psicológico-subjetiva (la única posible), es absurdo plantear el problema de la felicidad en términos de todo o nada. Sucede como con el problema de la libertad: ¿somos libres o no lo somos? La pregunta misma resulta ridícula: sin duda somos libres de muchas cosas y no lo somos de muchas otras, y, desde luego, no lo somos en términos absolutos. A veces, incluso, las opciones disponibles que tenemos son mínimas, pero eso no significa que no podamos ejerce nuestra libertad para elegir entre ellas. ¿Somos felices o no lo somos? La pregunta es igualmente ridícula. Sin duda, tenemos momentos felices y momentos desdichados, momentos de satisfacción y momentos de desconsuelo, y la felicidad residirá, en todo caso, en el cómputo total de mi existencia, en la que tales momentos (felices y desdichados) hayan sido incorporados a mi biografía, configurando una vida que, en el momento final, pueda, sin sonrojo y sin vergüenza, asumir como mía. Lo que no es lo mismo que aquel viejo dicho, según el cual de ningún hombre debes afirmar que es feliz hasta después que haya muerto. Evidentemente que de nadie se puede decir que es feliz cuando no se conocen las desgracias que pueda depararle el futuro (en el mejor de los casos se podrá decir que ha sido feliz hasta ahora, o, mejor, que hasta el momento presente su dicha ha sido superior a su desdicha), pero, al mismo tiempo, aplicar el término «feliz» a un difunto resulta un tanto grotesco. Además, un difunto no se plantea demasiados problemas, y, por supuesto, no se plantea el problema de la felicidad, y, por otra parte, le da lo mismo lo que se diga de él.

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«La felicidad –afirmaba John Locke– es una disposición de la mente y no una condición de las circunstancias». Con la salvedad de que seguramente las circunstancias juegan en todo esto un papel más importante del que parece dispuesto a concederles el filósofo inglés, creo que el considerar la felicidad como una «disposición de la mente» resulta enteramente acertado, y resume de forma correcta la posición que yo mismo he pretendido defender en estas notas. Y el que sea una «disposición de la mente» implica que, como decíamos, nos encontremos ante una cuestión ante la que hay que abandonar toda esperanza de alcanzar una conceptualización objetiva, porque es algo que cae por completo del lado psicológico-subjetivo; pero implica también que en lo que llamamos «felicidad» pesa más tal disposición (psicológica y subjetiva) que las propias circunstancias (esto sí estoy dispuesto a concedérselo a Locke, aunque yo no iría tan lejos como para considerar que estás resultan siempre irrelevantes, si acaso fuera eso lo que él quiere decir). Esto explica el que algunos puedan sentirse dichosos con muy poco, en tanto que otros se sienten permanentemente desdichados sin importar cuan envidiables puedan ser las condiciones objetivas que los envuelven. En cierto sentido, seguramente tiene razón F. de la Rochefoucauld cuando sostiene que: «Se necesitan pocas cosas para hacer feliz a un hombre juicioso; al necio no le satisface nada; ésta es la razón de que casi todos los hombres sean desdichados»; lo mismo que, mucho antes, ya nos había enseñado Marco Aurelio, cuando afirmaba que: «En muy pocas cosas radica la vida feliz». Mi conformidad con el gran moralista francés va acompañada, sin embargo, de algún reparo, y por eso he dicho «en cierto sentido», porque, en otro sentido, yo no dudaría en afirmar que hay un tipo de felicidad que, antes que juicio, denota estupidez: quien sea capaz de afirmar que se siente enteramente feliz y satisfecho (de sí mismo y del mundo que le tocado en suerte vivir) de una forma plena, definitiva y acabada, muestra una de las manifestaciones posibles no sólo de la falsa conciencia, sino también de la estupidez. El mismo Marco Aurelio nos recordaba que: «El arte de vivir se asemeja más a la lucha que a la danza». Y Cicerón, con excelente criterio, razonaba del siguiente modo: «Nadie que experimente incertidumbre en asuntos de máxima importancia puede ser feliz. Por tanto, nadie puede ser feliz». La felicidad no es (ni puede ser) un estado, sino, a lo sumo, una sucesión de momentos fugaces, y que, por lo general, sólo a posteriori conocemos como felices, a saber: cuando comprobamos que las cosas podían empeorar, y lo han hecho. Como también decía F. de la Rochefoucauld: «Nunca somos tan felices ni tan desdichados como creemos». La felicidad absoluta sólo podría darse, pues, cuando, llegados a un determinado punto, fuese factible afirmar, con Groucho Marx: «Seamos optimistas: las cosas no pueden empeorar».

Yo no sé mi me atrevería a llegar tan lejos como Schopenhauer y afirmar que: «Únicamente el dolor es positivo, puesto que hace sentir. Todo bien, toda felicidad, toda satisfacción de este mundo, son cosas negativas que no hacen más que suprimir un deseo y terminar una pena»; pero sí estoy firmemente persuadido que la única felicidad a la que razonablemente podemos aspirar es la derivada de un estado en el que el dolor, las preocupaciones y la insatisfacción resulten tolerables. O, si se quiere decir de otro modo: que la máxima felicidad coincide con el mínimo sufrimiento. Sólo quien se halle a salvo de cualquier inquietud, mediante la anestesia que proporciona la necedad, puede considerase y sentirse enteramente feliz. Como muy bien observaba Jardiel Poncela: «Hay dos sistemas de conseguir la felicidad: uno, hacerse el idiota; otro, serlo». Y, por lo demás, cualquiera que no sea idiota sabe perfectamente que en este mundo hay demasiadas cosas que hacer como para perder el tiempo preguntándonos si somos o no somos felices.

 

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