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El Catoblepas, número 15, mayo 2003
  El Catoblepasnúmero 15 • mayo 2003 • página 8
Animalia

El conocimiento animal y humano:
una aproximación (y II)

José Manuel Rodríguez Pardo

Se culmina el análisis de la Idea filosófica de Conocimiento,
iniciado en el número 6 de El Catoblepas, y se realiza
la crítica a algunos artículos aparecidos con posterioridad

1. Un problema recurrente

En el número 6 de El Catoblepas publicamos una aproximación a las cuestiones referidas a los procesos de conocimiento en el hombre y el resto de los animales. En aquel momento, era obligado pensar que la sección Animalia estaba en fase de pruebas y, a pesar de la actualidad e interés de su espectro temático, cabía mostrarse cautos sobre el futuro de la misma.

Sin embargo, la publicación en la propia revista de varios artículos en números sucesivos, como el de Eduardo Daniel Schurzbok, «¿Modelo universal de la "mente"?», publicado en el número 7; Fernando Flores Morador, «Lo humano y lo artificial en la comunicación electrónica», en el número 12; «Materialismo y ciencia: el sensualismo», de Javier Méndez-Vigo Hernández, en el número 13; así como diversos artículos o comentarios publicados en las secciones Guía de Perplejos de Alfonso Tresguerres y en la ya nombrada y aquí ejercida Animalia, han ido abriendo una serie de líneas que, a nuestro juicio, invitaban hacía ya tiempo a realizar una revisión y un complemento de lo dicho hacía meses. Por ello, este artículo va dedicado a abordar tal tarea, y de paso a intentar criticar o completar aquellos trabajos que han quedado un tanto confusos o erróneos en los citados números.

2. La cuestión del representacionismo y el solipsismo:
la filosofía ilustrada del siglo XVIII

En el artículo del número 13 publicado por Javier Méndez-Vigo se analiza el papel que jugó la ciencia en la filosofía sensualista y materialista del siglo XVIII. En dicho trabajo, aparte de la posición netamente doxográfica, de exposición de doctrinas, que mantiene, podemos encontrar las dos tendencias extremas dentro de la teoría del conocimiento que ya criticamos en el trabajo del número 6: el representacionismo y el solipsismo. Cabría añadir que este método de exposición doxográfico, que no ofrece doctrina firme en ninguno de los aspectos estudiados, tiene defectos variados que consideramos necesario corregir.

Así, según Javier Méndez-Vigo, «este siglo tiene como disciplina autónoma una teoría del conocimiento; lo que no quiere decir que los pensadores de las Luces no estuvieran preocupados por dichos problemas. Ahí queda la cuestión de Molineux que va a centrar el debate en este siglo y al que, por fin, Diderot dará una solución 'dialéctica'», tesis un tanto confusa, pues lo que no vamos a encontrar en su escrito es un criterio para afirmar si el conocimiento puede serlo aun siendo falso, o debe ser también verdadero. La «autonomía» de la Teoría del Conocimiento no se entiende excesivamente bien, pues como veremos, dicha disciplina no deja en ningún momento de manejar problemas filosóficos.

Seguidamente va desgranando algunas de las concepciones existentes entonces sobre el conocimiento. Así, para Locke, «el Espíritu es concebido como 'un complejo de sentimientos', mientras que el Alma es definida como 'combinación de sensaciones'». En Helvecio, que simbolizaría el empirismo más radical, y en Diderot, con nociones racionalistas, se encuentra «el rechazo del dualismo cartesiano y la defensa de los sentidos en la explicación cognoscitiva. [...] Pero también es verdad que dicho materialismo va a depender a su vez de qué lado de la ciencia se parta. Distinto será si se parte del mecanicismo, o bien si se parte de la dinámica y, por tanto, de los descubrimientos realizados por la Ciencias Naturales –en particular la biología. Lo que en última instancia queda claro es que ambas concepciones materialistas tienen un eje común: la sensibilidad física», &c.

Esta exposición, en su comienzo, resulta un tanto acrítica, y muestra los defectos de la simple presentación doxográfica de los materiales. Por ejemplo, ¿hasta qué punto podría decirse que había Biología en el siglo XVIII, o que la filosofía mecanicista no parte de la ciencia (aunque no se trate de la dinámica)? Tomemos la misma cita, aunque de otra edición, que presenta Javier Méndez-Vigo sobre las concepciones biológicas de Diderot:

«DIDEROT. –Sí; pues al comer, ¿qué hacéis? Apartáis los obstáculos que se oponían a la sensibilidad activa del alimento. Lo asimiláis a vos mismo; hacéis de él carne; lo animalizáis; lo hacéis sensible; y lo que ejecutáis con un alimento yo lo haré cuando quiera con el mármol. [...] Cuando el bloque de mármol se vea reducido a polvo impalpable, mezclo este polvo con el humus o la tierra vegetal; los amaso juntos bien; riego la mezcla, la dejo pudrirse un año, dos años, un siglo, el tiempo no me importa. Cuanto todo se haya transformado en una materia más o menos homogénea, en humus, sabéis lo que haré? [...] Siembro allí guisantes, habas, coles y otras plantas leguminosas. Las plantas se alimentan de la tierra y yo me alimento de las plantas [...] Hago, pues, carne o alma, como dice mi hija, una materia activamente sensible; y si no resuelvo el problema que me habéis propuesto, por lo menos me aproximo mucho a ello; pues confesaréis que hay más distancia de un pedazo de mármol a un ser que siente que de un ser que siente a un ser que piensa.»{1}

Así, se supone una posición lamarckista, muy común en aquella época, en la que la materia se va transformando de lo orgánico hasta lo inorgánico. Sin embargo, tal tesis no puede ser considerada hoy día como verdadera. Sabemos muy bien de las dificultades que impiden hablar de un momento constitutivo preciso de la Biología como ciencia. De ello hemos estado hablando en esta sección Animalia en muchos artículos. De hecho, aunque Diderot ponga acento especial en la organización física de la materia, su teoría no se distingue de la del materialismo grosero de La Mettrie, pues supone que los cuerpos vivos pueden descomponerse en sus partes materiales. O mejor dicho, a partir de partes materiales suyas (los átomos empiristas, la materia) pueden formarse células, tejidos y organismos vivos. Eso sí, al margen de toda materia orgánica que los transforme, que es el truco de la tesis de Diderot (transformar una sustancia inorgánica en orgánica a partir de un vegetal y un animal), hoy día insostenible. De hecho, a pesar de la síntesis de la urea realizada por Wohler en 1828 a partir de una sustancia inorgánica, ir más allá de ese descubrimiento parece imposible, a no ser que admitamos el lamarckismo y la creación de nuevas especies en el laboratorio.

Por lo tanto, recomendamos la lectura del artículo que hemos publicado en el número 12 de la revista sobre La Mettrie para comparar ambas doctrinas y ver su similitud. Asimismo, hemos de decir que la única diferencia entre Diderot y La Mettrie está en su concepción de la teoría del conocimiento, más volcada la del segundo hacia los problemas fisiológicos y por lo tanto a lo que hemos denominado en nuestro artículo del número 6 como solipsismo. Podríamos decir que Diderot, al igual que Helvecio, se vuelca hacia el representacionismo y la tradición filosófica espiritualista, por mucho que quieran ambos desligarse de ella. Y ello por varios motivos. El primero, por la tesis de Helvecio «juzgar es sentir»{2}. Esta tesis, a pesar de que prescinde de todo elemento racionalista, no se aparta del espiritualismo que afirma que los sentidos reflejan los objetos por medio de las imágenes percibidas (o una parte de su sustancia, que para los empiristas sería incognoscible).

Es más, cuando Javier Méndez-Vigo afirma que: «Para Diderot la tesis de que la materia no puede reducirse a una única propiedad –sea esta la extensión o bien la sensibilidad– le permite dar una salida distinta al "problema de Molyneux". Ya la misma Encyclopédie en el artículo Invisible nos lanza la siguiente cuestión: "¿El ciego ve los objetos en su cabeza o en la punta de los dedos?"», se observa que Diderot se ha lanzado claramente hacia el representacionismo. Porque, ¿qué sentido tiene el cuestionar si los objetos están en la cabeza del observador o no? Sabemos que, como decía Leibniz, nuestra mente es como una máquina que procesa las imágenes del exterior, pero un examen de dicha máquina no nos permitirá hallar las imágenes, que se refieren a objetos que son precisamente del exterior. El problema fundamental de esta concepción representacionista, también común a la solipsista, es que supone un solo objeto que se enfrenta a un objeto del mundo exterior, cuando para conocer algo se necesita de la experiencia intersubjetiva (por ejemplo, el caso de la astronomía, que no pudo constituirse como ciencia sin las observaciones de distintos astrónomos distanciados en varios siglos unos de otros). Un problema similar lo presenta Fernando Flores Morador al criticar la famosa metáfora de la mente como máquina de Turing, aunque en su artículo Flores caiga en el error de reducir el mundo del hombre a lenguaje, experiencia comunicativa:

«Comencemos haciendo una lista de las limitaciones de la metáfora de las máquinas de Turing. La objeción más importante que se puede hacer a un modelo Turing de la mente humana (y en general a la de cualquier ser vivo) es la de que ésta no puede ser entendida como un individuo aislado. El juego de la imitación propuesto por Turing para dilucidar el problema de la capacidad mental de las máquinas es un buen ejemplo. Para poder reproducir una célula mental viva mínima, sería necesario entonces, proyectar un modelo Turing de por lo menos dos máquinas y una sola cinta. La inteligencia de los seres vivos esta subordinada a las reglas del diálogo con otros seres vivos. De esto se deduce que toda forma de análisis de la inteligencia artificial posible, debe incorporar interacciones entre máquinas que simulen con éxito las interacciones que se dan en la comunicación entre seres vivos. Observemos que el malentendido subyacente en la metáfora de Turing, tiene otras fuentes, entre ellas la idea generalizada de que en tanto el pensamiento humano se genera en el cerebro, es en el cerebro individual donde la comunicación tiene lugar. Por el contrario, se nos aparece como mucho más probable, el hecho de que el pensamiento humano tenga su base en una red de cerebros.»{3}

Este defecto queda manifiesto al continuar la lectura del artículo de Javier Méndez-Vigo, cuando afirma de Helvecio que «Si los sentidos nos golpean a todos nosotros desde el mismo momento en que recibimos la vida, entonces las impresiones que nos golpean a nuestros sentidos serán distintas. Es decir, que Helvetius piensa que nuestros sentidos son afectados de distinta forma en cada uno de nosotros». Pero semejante tesis nos conduce a una situación sin salida: y es que si somos incapaces de adquirir las mismas ideas al conocer, entonces, el conocimiento no tiene que ver con la verdad. Sin embargo, nosotros mantenemos que sólo el conocimiento verdadero es verdadero conocimiento.{4} De lo contrario, el conocimiento quedaría reducido a una cuestión puramente psicológica, con la Verdad como un atributo suyo, entre otros.

Este defecto no es ninguna nimiedad, y se observa en la conclusión del artículo de Javier Méndez-Vigo, cuando comenta la apelación de Helvecio al bien común para salvar los problemas de la diversidad de conocimientos: «He ahí la solución: sólo si se tiene como objetivo el bien común; sólo si se tiene como objetivo el gobierno de la nación pude darse la armonía entre el individuo y la sociedad. Con esto queremos señalar la diferencia existente con respecto a la areté clásica. El mundo que ha nacido con la Reforma, el mundo moderno tiende a la armonía. Pero lo hace partiendo de la privaticidad; y a partir de la misma tiende a adentrarse en las distintas soluciones para introducir la virtud del citoyen [burgués]».

Al margen de la curiosidad de señalar la modernidad como canon para entender a los ilustrados del siglo XVIII, que desde el materialismo histórico debería retrasarse hasta la utilización de la imprenta de tipos móviles y el uso de la pólvora para fines bélicos, es también reseñable el concepto de privaticidad. Porque esa privaticidad sirve para mantener la noción representacionista y fuertemente relativista del conocimiento que cuestionamos. Resulta contradictorio, y es el problema principal de Helvecio, el querer suponer que los conocimientos recibidos por cada individuo son diferentes, configurando así diferentes reuniones de individuos, con la existencia de una utilidad pública, fundada además sobre principios «simples e invariables». ¿Cómo pueden ser simples e invariables los principios cuando se supone, desde el empirismo, que los juicios y las ideas se configuran a partir de la sensación y de sus infinitas posibilidades de combinarse? Este problema, como sabemos, ha sido superado por Marx en la famosa Tesis 3 sobre Feuerbach: «Los educadores también han sido educados». De este modo, no puede existir una utilidad común, sino la utilidad que un grupo social concreto impone al resto, ya sea por su mayor sprit de finesse, su mejor sabiduría: la burguesía.

Pero centrándonos en la cuestión del conocimiento, hemos de volver al problema de Molineux y el dilema de si el ciego «ve» los objetos en su cabeza o en la punta de los dedos. Sin embargo, sabemos que tal situación, como criticamos en nuestro artículo del número 6, es puramente metafísica. Y ello porque nosotros no vemos los objetos en nuestra cabeza. Al igual que cuando sentimos algo, lo sentimos fuera de nosotros, en el exterior, a distancia, de forma apotética, también lo vemos a distancia, es decir, de forma alotética (αλλοξ = otra cosa; θεσιξ = posición). Así, las apariencias que percibimos, sin perjuicio de que sean verdaderas o falsas, implican algo real que está alejado de nuestra visión, de la apariencia externa que nos muestra la imagen percibida.

Por ejemplo, la conducta de caza de un depredador, es una conducta alotética, pues la imagen de la presa que recibe el atacante no es la que causa la conducta, sino el propio animal que percibe apotéticamente la presa. A diferencia de lo que pensaba toda la tradición espiritualista, de la que ni Helvecio ni Diderot quedan excluidos por sus doctrinas, los representacionistas, nuestros sentidos no representan los objetos por medio de las imágenes. Ni siquiera en el caso de tener unos a priori que los empiristas se negaban a admitir. Y ello porque LAS IMÁGENES RETINIANAS NO SON LOS OBJETOS DE VISIÓN: los auténticos objetos de visión son los reales, que están a distancia apotética.{5} Sólo la dialéctica de los múltiples sentidos y sujetos coordinados por las operaciones de los sujetos operatorios, permite que tanto hombres como animales configurar lógicamente su mundo entorno.

En definitiva, no cabe preguntarse cómo son realmente las cosas que percibimos en el exterior sin traspasar el ámbito de las apariencias, sin haber comprobado previamente las fuentes de nuestro conocimiento. Algo que los empiristas no se dignaban a hacer, pues al seguir a Locke, tendrían que reconocer, como éste admitía, que aunque sepamos que un palo es recto y sumergido en el agua se nos muestre estar doblado, no podemos asegurar su rectitud, pues «los sentidos nos engañan».

3. El conocimiento animal y su diferencia con el humano

3.1. Los «modelos universales de la mente» aplicados a nuestra problemática

Recordando la temática de nuestro artículo del número 6 de la revista, en él tratamos de clasificar los distintos nombres que se le dan a la disciplina relativa al conocimiento (epistemología, gnoseología, &c.), así como ligarla al problema de la Verdad, y con ello a la relación entre las Ideas de Apariencia y Verdad. Lo ya escrito en su momento ha sido aprovechado para ejercer la crítica sobre artículos publicados con posterioridad, de lo que hemos tenido ejemplos más arriba. Sin embargo, hemos de cerrar el trabajo con la respuesta a la pregunta planteada al final de aquel estudio de hace meses:

«Llegado a este punto, en el que tanto los hombres como los animales son capaces de formar apariencias, surge la inevitable pregunta: ¿en qué nivel estaría entonces la diferencia entre los hombres y los animales? Si el logos ya no es una parte constituyente y única del hombre. Si el conocimiento ya no es una parte siquiera de esos «actos espirituales», sin duración en el tiempo (Ortega y Gasset), ¿dónde queda la esencia del hombre? ¿Qué es lo que distingue al hombre realmente, y nos explica lo que es el conocimiento humano? Responder a éstas y otras preguntas nos llevará redactar otro artículo.»

Y para ello nos valdremos de la crítica a otro artículo que fue publicado justamente en el número siguiente, el 7. Se trata del trabajo de Eduardo Daniel Schurzbok, «¿Modelo universal de la "mente"?», cuyo rigor positivo no discutimos. Sin embargo, sí cuestionamos sus concepciones filosóficas acerca de lo que él denomina como mente, que requiere a nuestro juicio otro método de análisis menos contradictorio. Para empezar, habrá que intentar desgranar lo que quiera decir el autor del artículo con la expresión «modelo universal de la mente». Para ello, hemos de acudir a la primera acepción que ofrece sobre lo que él concibe como mente. Afirma Eduardo Daniel Schurzbok:

«En lo que tendríamos que estar de acuerdo al menos es que lo que denominamos «mente» es algún subsistema cerebral que surgió en algún antepasado homínido. La cuestión es dar con algunas ideas que nos permitan imaginar cómo podría darse un sistema semejante en otros sistemas físicos que no tengan relación con los humanos. Una característica notoria de tal subsistema cerebral es que manifiesta propiedades que sus componentes, las redes neurales básicas, no poseen, tales como conciencia, manejo de lenguaje abstracto, capacidad de optar no en forma plenamente determinista.»

Sin embargo, esta tesis emergentista, que supone que la mente es el resultado de la configuración fisiológica alcanzada en algún estadio concreto de la evolución humana, resulta reduccionista y no aclara tal palabra. En primer lugar, y al margen de las distintas concepciones, lo que se considera como mente o espíritu, el nous en la tradición filosófica, es una especie de lo que la citada tradición denomina anima, el término alma, que se refiere a los seres vivos, animados. Si Aristóteles en su tratado Acerca del alma afirmó que el alma es la entelequia o perfección de los cuerpos que tienen el principio del movimiento en sí mismos, es decir, que están vivos, hay que partir de ese principio de movimiento intrínseco, de la vida subjetiva, como una cuestión de hecho. Es decir, que del mismo modo que en la Física «todo lo que se mueve es movido por otro», por pura causalidad mecánica, lo que caracteriza a los seres vivos, y en este caso también a los seres dotados de mente (que tendrían el añadido de manejar abstracciones, tan caras a algunos dogmáticos y falsarios refutadores del materialismo filosófico), es la configuración orgánica, distinta de la de la materia inerte.

La distinción de Aristóteles entre el alma vegetativa o epithymia, el alma sensitiva o psique y el alma racional o nous (la mente de la que habla el Sr. Schurzbok), para señalar las diferencias entre los vegetales, los animales superiores y los hombres, es en realidad la terminología que habría que utilizar para no caer en confusiones. Sin embargo, el enfoque del Sr. Schurzbok es muy cercano al positivismo, y más concretamente al de un positivismo de corte cartesiano, que tiende a distinguir de forma dualista y dicotómica entre cuerpo y mente, ignorando que también existen otros seres dotados de vis repraesentativa y vis apetitiva, y a los que no se les reconoce mente, sin por ello reducirlos a simples cuerpos inanimados. Sobre el mismo hemos tenido ocasión de ejercer duras críticas en la ya fenecida (tras muchas añagazas y triquiñuelas erísticas por parte de nuestro oponente) polémica sobre el materialismo filosófico.

Sin embargo, el criterio que posteriormente expone Eduardo Daniel Schurzbok para clasificar a la mente como sistema autoorganizado, es también compatible con los sistemas autorreferenciales de Maturana y Varela{6}, aunque no los cite explícitamente. Es decir, analizar la mente como un sistema no reconstruíble a partir de sus partes materiales, de los fotones y neuronas que la sustentan, sino reconstruible a partir de otras partes formales suyas:

«Posible caracterización de un sistema autoorganizado, aplicado a la mente:
1) las propiedades mentales no son poseídas por los grupos de neuronas que conformarían las memorias elementales del conjunto que daría lugar a la mente.
2) los elementos no pueden ser cualquier tipo de memoria sino aquellas que sustentan a los conceptos (MSC)
3) habría que postular la existencia de ciertas MSC que codificarían a otras MSC.
4) hay que postular que existe un subconjunto de MSC que actúa como un mecanismo que automantiene el fenómeno emergente.
5) el sistema de la mente debe poseer bastante redundancia esto se reconocería por la gran tendencia a mantenerse y recuperarse el sistema ante toda clase de traumas.
6) el sistema posee aleatoriedad incorporada a procesos ordenados, como es notorio en los procesos creativos, intuitivos.»

Sin embargo, en la característica 7) arrastra el problema del emergentismo y el dualismo mente / cuerpo ya citado. Es decir, una vez producida la confusión de intentar reconstruir los procesos mentales en base a sus partes materiales, los procesos fisiológicos que se producen simultáneamente con el pensamiento abstracto, se intenta analizar su estructura formal acudiendo al recurso de la lógica formal:

«7) un ajuste notable que genera el sistema es la producción de modelos muy precisos de la realidad por medio de las matemáticas y la lógica, tan extraño parece esto que dio lugar al mundo de las ideas de Platón y los matemáticos suelen ser platónicos en su mayoría cuando no se les pregunta qué es lo que hacen y formalistas cuando se les pide que den cuenta de lo que hacen (del libro Experiencia Matemática de Reuben Hersch y Philip Davies). (Los objetos matemáticos y lógicos sorprenden porque todos podemos estar de acuerdo sobre ellos como si fueran objetos físicos, quizá una explicación sencilla y no esotérica sea que todos podemos coincidir porque de todos los imaginados suelen ser los mínimos. Pero no en todos los casos se pueden establecer propiedades mínimas, tal es la cuestión que queda planteada desde el teorema de incompletitud de la aritmética y sistemas afines de Kurt Gödel el cual lleva a matemáticas no estándar como el análisis no estándar de Abraham Robinson. Si tratáramos habitualmente de matemáticas no finitas es posible que no habría la unanimidad como para creer en cielos platónicos.)»

Sin embargo, para construir un sistema axiomático que explique los fenómenos mentales, el espectro verdadero/falso (0,1) de la lógica formal tradicional se muestra insuficiente. De ahí el recurso a la lógica difusa:

«Es necesario tratar además la cuestión de lógicas no estándar (o no bivalente: valor de verdadero o falso) porque cuando pensamos no lo hacemos siempre razonando perfectamente, sino también pensando intuitivamente y así logramos producir verdaderos nuevos pensamientos y además siempre queda sin explicar qué es eso de «intuir» [...] Pues algo semejante podría pasar cuando intentáramos representar por medio de un posible modelo lógico-matemático el proceso de pensar que es sumamente autorreferente y tendría que hacer colapsar mas bien temprano que tarde la lógica bivalente (en dicho modelo, en la realidad tendrían que ocurrir procesos que si se pudieran representar en retículos –objetos matemáticos que utilizó Von Neumann y G. Birkhoff– éstos no representarían sucesos lógicos bivalentes. Por medio de esas construcciones matemáticas Von Neumann mostró que ciertos fenómenos cuánticos tienen relaciones en los retículos semejantes a los de una lógica trivalente: verdadero, falso e indeterminado).»

Sin embargo, este proceso le lleva al Sr. Schurzbok al problema del cognitivismo como Teoría del Conocimiento, es decir, el utilizar unas computaciones determinadas para simplemente describir los hechos, o al menos con esa la intención:

«Los procesos de autoorganización pueden verse como orden producido por sucesos aleatorios, para esto no se tenía ninguna representación matemática idónea, el trabajo de Chaitin y de Feigenbaum muestra que hay cosas mejores (en principio) para representar formalmente el azar que los algoritmos pseudoaleatorios; y quizá, los superomegas ¿podrían formalmente ser una representación idónea de procesos de autoorganización? (me lo pregunto porque la salida finita de un proceso infinito desde una perspectiva finita ¿no sería vista como orden surgiendo del azar?).»

Esta posición dualista tiene defectos graves. El principal, el reducir los procesos cognitivos a la esfera humana:

«Antes que nada podríamos simplificar las cosas, tomando en cuenta ciertas consideraciones. Así, cosas como inteligencia, consciencia, autoconciencia, libre albedrío, sentimientos podríamos relacionarlos en forma más compacta si convenimos que los sentimientos no hacen al núcleo de la cuestión (nuestros primos biológicos los chimpancés, con los que compartimos casi el 99 % de los genes, tienen sentimientos, pero a pesar que han aprendido en parte el lenguaje de los sordomudos no han superado la edad intelectual de un niño de dos años). La inteligencia podríamos considerarla algún tipo especial de procesamiento (o cómputo, pero no considero adecuada esta palabra ya que los cerebros no son computadoras, lo cual se está haciendo patente en las nuevas ideas que surgen en la teoría de la computación, como se verá algo), la consciencia como producto del control de dicho tipo de procesamiento y el libre albedrío como la capacidad de opción y de acción del sistema con dicho tipo de procesamiento. La autoconciencia sería el núcleo del control de tal tipo de procesamiento. Queda por descubrir de qué se trata tal tipo de procesamiento.»

Este postulado del Sr. Schurzbok, no muy firme debido a la falta de conceptualización sobre lo que es autoconciencia, inteligencia, libre albedrío, &c., que supone como cualidades pertenecientes a lo que denomina mente (algo más que cuestionable, pues supone como decimos reducir la inteligencia al ámbito humano), no podemos admitirlo. Tenemos razones poderosas para ello, entre ellas las que nos ofrecen los estudios de lenguajes animales realizados por diversos etólogos, y sintetizados en una famosa obra de Eugenio Linden{7}. Y es que, al tratar de analizar lo que sea el pensamiento humano, a partir de sus «primos biológicos» los chimpancés, no puede reducirse a un problema de neurología, descrita por una lógica formal difusa, sino que tiene que ver con el ámbito de la vida subjetiva, en términos filosóficos, anímica.

Por ello, no pensamos que este sistema propuesto en el número 7 pueda formar un «modelo universal de la mente», pues no se transita más que por un dualismo consistente en buscar un retículo cognitivista, por medio de la lógica formal, para explicar el determinismo fisiológico del pensamiento, solipsista. Digamos que se mueve, en los términos que los biólogos del conocimiento Maturana y Varela han postulado, «entre el representacionismo y el solipsismo». Además, la concepción dualista no puede ser universal, pues por medio de la lógica no puede darse cuenta de procesos que también tienen que ver con la mente, como la creación literaria, la imaginación, la resolución de problemas cotidianos y otras cuestiones que no son puramente solipsistas, sino de la cultura objetiva, suprasubjetiva para ser más exactos. Por ello, el Sr. Schurzbok se ve obligado a afirmar que las abstracciones y el lenguaje humano son una herencia formada en la época de nuestros antepasados homínidos, situación que nos llevaría a admitir la lamarckista herencia de los caracteres adquiridos:

«Podríamos agregar que los cerebros funcionan determinados por las percepciones que tienen y en los de los mamíferos con el mecanismo del sueño se comenzó a dar lugar a otro tipo de procesos independientes de las percepciones. Tal el caso de los sueños que producen los cerebros (y posiblemente no sólo en los primates sino en muchos mamíferos en general). Tales procesos espontáneos podrían ser la prehistoria de la mente humana. Ahora habría que pensar que no todos los fenómenos espontáneos estarían relacionados con el mecanismo del sueño, en la misma vigilia quizá en cerebros tan considerables como los de nuestros antepasados homínidos quizá comenzaron a copiarse los recuerdos espontáneamente y en el proceso evolutivo es posible que se hayan preservado los originales y a continuación en otro proceso se relacionaran quizá percepciones similares p. ej. de todos los árboles creándose nuevas agrupaciones de memoria que podrían ser las que sustenten a conceptos como «árbol» en cuanto se las pueda denominar con un lenguaje (las MSC)».

Si bien es cierto que los homínidos han ido evolucionando hasta poder adquirir un lenguaje articulado, éste no es sólo algo exclusivo del género humano, sino también de los simios, como han demostrado los matrimonios Fouts, Gardner y Eugenio Linden en Monos, hombres y lenguaje. En todo caso, en los procesos de abstracción, aunque sean exclusivos del hombre, no marginan los signos de los chimpancés. Lo que sucede es que existe una variación entre el lenguaje simiesco y el humano basado en cuestiones ontogenéticas, pues los simios parecen limitados en su magnitud y carácter de los dominios lingüísticos en que participan. El desarrollo ontogenético del lenguaje en el hombre implica distintas relaciones interpersonales afectivas (asociadas al recolectar y compartir alimentos, por ejemplo) de la cultura objetiva{8}. Ya dijimos en su momento en el número 12 de El Catoblepas que las características φ (de physis, físicas) del hombre eran moldeadas por las características π («culturales», de la cultura objetiva), como en el caso más palmario del lenguaje, desarrollado por bandas de apenas un centenar de individuos en los chimpancés, por millones de personas en el caso de los lenguajes humanos. De ahí que la lógica formal del Sr. Schurzbok, aunque se mueva en el ámbito de los sistemas difusos, no puede ser un objeto meramente descriptivo (cognitivismo, representacionismo) de los fenómenos deterministas del cerebro (solipsismo). Es necesario tener en cuenta también la vertiente social y la cultura objetiva para valorar lo que es la mente.

3.2. Tesis sobre la diferencia entre el conocimiento animal y el humano.

Una vez llegados hasta este momento, en el que ha de sentarse una tesis definitiva acerca de las diferencias entre el conocimiento animal y el humano. Si los animales son inteligentes, utilizan símbolos, son capaces de crear apariencias, manejan el lenguaje, &c. ¿dónde quedan las diferencias? Creemos que la mejor manera de entender esto es apelando a un aspecto ya comentado anteriormente: la capacidad de abstracción. Dicha capacidad para abstraer a partir de problemas concretos, encontrando semejanzas entre problemas aparentemente distintos, y diferencias entre problemas aparentemente idénticos, explicaría por qué el hombre es capaz de plantear problemas y el animal simplemente de resolverlos (a veces lo que hace el animal es intentar resolver los problemas que sus observadores han planteado). Y esto ya marcaría una diferencia fundamental, pues mientras ningún Washoe ha intentando investigar cómo los humanos aprenden a utilizar el lenguaje, son los etólogos los que han conseguido que Washoe resuelva los problemas que ellos han planteado como posibles. Para decirlo en palabras de Alfonso Tresguerres en su artículo «De la inteligencia y la necedad», en el número 11 de El Catoblepas:

«Así, en tanto que el animal permanece preso de la forma en que una vez aprendió a resolver un problema o sencillamente a hacer algo, el ser humano es capaz de inventar soluciones nuevas y cada vez más perfectas. Además (y ésta seria la tercera diferencia esencial), si el animal puede resolver problemas, el ser humano, además, se los plantea. Un animal resuelve (o intenta resolver) los problemas con los que se encuentra en su vida diaria, pero sólo el hombre parece poseer la facultad de plantear problemas nuevos, hasta tal punto que, en alguna medida, podríamos definirlo como el «animal que se busca problemas», como el 'animal que se mete en problemas'». [...] Pero si esto es así, si la inteligencia consiste en la ironía, la duda, la interrogación, la sospecha, el hacerse cuestión de la realidad y el buscarse problemas, entonces es preciso concluir que la inteligencia no consiste tanto en una serie de aptitudes, como de actitudes: ser inteligente es una forma de comportarse y actuar, de vivir: es, si así quiere decirse, pese a lo que tiene de redundante, una forma de ser.»

Y también en otro artículo suyo, «De la risa», en el número 8 de El Catoblepas:

«El animal, al que no cabe negar dotes tales como el aprendizaje, el lenguaje, el uso de instrumentos, la cultura o la inteligencia (entendida, al menos, como la capacidad de resolver problemas), no posee, en cambio, capacidad para el pensamiento abstracto, para el pensamiento simbólico, o, si así se quiere decir, para la formación y uso de conceptos generales (y en el niño –advirtámoslo– no se desarrolla sino a partir de una cierta edad: por eso, si nuestra sospecha es acertada, el niño no ríe como lo hace el adulto). Para el animal cada cosa es única y concreta. Es como un nominalista que ni siquiera entendiese la posibilidad de formar conceptos generales, aunque sólo fuese a título de meros flatus vocis. [...] Un experimento llevado a cabo con un chimpancé, de nombre Rafael, resulta muy significativo a este respecto. A Rafael se le enseñó a apagar una llama, para acceder a un plátano colocado detrás de ella, con un vaso que llenaba con el agua de un cántaro; y se le enseñó también, colocado en una plataforma sobre un lago, a lavarse con el agua de éste, que recogía, asimismo, con un vaso. A continuación, en la plataforma sobre la que se hallaba el animal se colocó el fuego con el plátano, y en otra plataforma separada el cántaro con agua. Pues bien, Rafael no llenó su vaso de agua en el lago para apagar la llama, sino que, haciendo un gran esfuerzo, pasó, auxiliándose con un tronco, a la plataforma donde se encontraba el cántaro, llenó en él su vaso y retornó a la plataforma donde se encontraba el fuego y el plátano para apagar la llama, tal como se le había enseñado, con el agua del recipiente. El caso de Rafael muestra que, para él, el agua del cántaro y la del lago no son en absoluto el mismo agua, sino dos aguas distintas, cada una de ellas asociada a funciones diferentes. Pero en el caso del ser humano, la capacidad de abstracción permite descubrir semejanzas esenciales entre cosas diferentes, y también diferencias esenciales entre cosas semejantes, lo que permite la formación de conceptos generales y abstractos, de símbolos y, con ellos, del segundo sistema de señalización y del lenguaje. Si un individuo humano actuase como Rafael nos resultaría inmediatamente risible (y si el propio chimpancé nos lo parece es porque no podemos dejar de imaginar a un hombre en su lugar, es decir, haciendo eso mismo). ¿Por qué? Seguramente porque, de repente, habríamos descubierto con profundo asombro por nuestra parte que tal individuo ha sido capaz de establecer una tal diferencia entre cosas esencialmente iguales, una diferencia que le conduce a actuar con ellas y frente a ellas cual si se tratara de realidades completamente diferentes».

Sin embargo, y sin perjuicio de las diferencias existentes entre el hombre y el resto de los animales en lo referente al conocer, no cabe duda que todo lo que se vaya descubriendo acerca de los animales, deberá influir en nuestra concepción de lo que es el hombre. Si de ellos nos alejamos en su día, hasta el punto de segregarlos de toda actividad no sólo cognoscitiva, sino consciente, reduciéndolo todo a un dualismo mente/cuerpo, el acercarnos nuevamente a ellos tendrá que cambiar, de forma definitiva, toda una serie de pseudoconceptos mantenidos desde la impiedad mecanicista y positivista, a veces llevada al extremo por dogmáticos polemistas. Situación que no es el caso de los artículos aquí criticados, con gran rigor positivo algunos de ellos, sino de otros autores, de cuyo nombre preferimos no acordarnos.

Notas

{1} Denis Diderot, Escritos filosóficos. Ed. Nacional, Madrid 1983, págs. 25-27.

{2} Helvecio, Del Espíritu. Ed. Nacional, Madrid 1984, pág. 95.

{3} Fernando Flores Morador, «Lo humano y lo artificial en la comunicación electrónica», en El Catoblepas, nº 12, febrero 2003, pág. 4.

{4} Gustavo Bueno, Televisión: Apariencia y Verdad, Gedisa, Barcelona 2000, pág. 278.

{5} Gustavo Bueno, Televisión..., págs. 157-175.

{6} H. Maturana & F. Varela, El árbol del conocimiento, Debate, Madrid 1990.

{7} Monos, hombres y lenguaje, Alianza, Madrid 1985.

{8} H. Maturana & F. Varela, op. cit., pág. 187.

 

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