Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 18 • agosto 2003 • página 3
El amor propio, cuando está contenido en los límites de un justo término medio, resulta un factor determinante del comportamiento moral
1
Tengo para mí que el amor propio es la más común de las especies de amor, y seguramente también la más persistente y duradera, porque el amor erótico, aunque intenso, es efímero, y el amor al prójimo, una simple quimera; no entro ahora en si bien o mal intencionada (como sospechaba Nietzsche), pero quimera, al cabo. Afirma Voltaire (hablando, precisamente, del amor propio) que siempre han existido dos clases de hombres: aquellos que en aras del bien público sacrifican su amor propio y los que no se aman más que a sí mismos, y añade: «Todo el mundo quiso y quiere ser aún de la primera clase, aunque todo el mundo pertenezca en el fondo de su corazón a la segunda.»
Lo cierto es que ni amamos a todo el mundo (empresa imposible, además de agotadora) ni a quienes amamos los amamos por un acto gratuito de bondad (gratuito por dirigir ese amor justamente a ellos y no al resto), sino que lo hacemos por lo que la relación misma nos proporciona, o si quiere decirse sin rodeos, por interés, sin que ello signifique que éste no puede ser enteramente lícito, porque de ningún modo debe confundirse dicho interés con aquél del que nace la adulación; la diferencia es muy simple: sucede que en el adulador el interés suele ser vergonzoso, y, sobre todo, que no hay más que interés. Ahora bien, nadie busca la compañía de quien le perjudica, le incomoda, le busca el mal o le hace sufrir (un alarde de masoquismo tal sólo se ve en algunos enamorados, a quienes el amor ciega y convierte momentáneamente en estúpidos y enemigos de sus propios intereses). Y de aquí se sigue que toda ligazón afectiva entre dos personas no es más que el producto de dos egoísmos que se satisfacen mutuamente. No existe más que un amor desinteresado: el amor a sí mismo.
El amor propio ha sido, en efecto, entendido frecuentemente como sinónimo de amor a sí mismo, y la pregunta que inmediatamente suscita, a saber, si se trata de vicio o virtud moral, exige entrar de inmediato en importantes matizaciones. Y aunque algunos lo han condenado sin más paliativos, como es el caso de Pascal («La naturaleza del amor propio (...) es la de no amar más que a así mismo y no considerar más que a sí mismo») o de F. de la Rochefoucauld («El amor propio es el amor de uno mismo y de todas las cosas para sí; hace a los hombres idólatras de sí mismos y los haría tiranos de los demás si la fortuna les diese los medios para ello»), otros, en cambio, han distinguido una manifestación viciosa y perversa de otra enteramente natural y lícita de dicho amor. Rousseau, por ejemplo, lo hace comenzando por no considerar sinónimos ambos términos, y, así, diferenciará entre amour de soi y amour propre, entendiendo el primero como un impulso natural y virtuoso, cuya finalidad no es otra que asegurar la propia conservación, en tanto que el segundo tendría su origen en la vanidad y habría nacido en el seno de la relaciones competitivas y envidiosas impuestas por la civilización. Por su parte, Espinosa considera que el amor propio (o contento de sí), en tanto que virtud, «es la alegría (...) que nace de nuestra contemplación». Y añade que cuando ésta es excesiva se convierte en soberbia («estimarse a sí mismo más de lo justo por amor propio»), que sería, entonces, la forma viciosa del amor propio. Sorprende, no obstante, que Espinosa piense que la alegría nacida de la contemplación de nosotros mismos pueda tornarse excesiva..., como si no lo fuese siempre. La plena satisfacción con uno mismo es una de las manifestaciones más rotundas y nítidas de la estupidez.
En la Edad Media se distinguían también dos formas de amor propio: una positiva, el amor sui, que no es otra cosa que la autoestima que inclina al individuo a una conducta moral, y el amor privatus, que vendría a equivaler al engreimiento y al egoísmo. Y ya San Agustín había distinguido dos modalidades de amor sui: una perversa y egoísta (el improbus amor sui) y la otra del todo natural y virtuosa (el probus amor sui), porque, después de todo, ¿en qué podría hallarse interesado un hombre más que en su propia salvación? Pero el análisis primero y más adecuado de la cuestión que nos ocupa se encuentra, sin duda, en Aristóteles, quien distingue dos sentidos de «amor a sí mismo» o filoautía. Uno negativo, que equivaldría al egoísmo (y conviene subrayar esto, porque el auténtico contrapunto del lícito amor a sí mismo no es la soberbia, como sostiene Espinosa, ni la vanidad, como piensa Rousseau, sino el egoísmo). Son censurables, según Aristóteles, aquellos buscan acaparar riqueza, honores o placeres en mayor medida de lo que les corresponde, es decir, los codiciosos, pero no quien se ama a sí mismo en el sentido de que quiere para sí lo mejor y los bienes más nobles. Resulta, pues, lógico y justo que el hombre bueno se ame a sí mismo, porque de ese amor sólo nobleza y utilidad se seguirán para él y para el prójimo; en cambio, ese mismo amor resulta desastroso en el perverso, puesto que, siguiendo sus bajas pasiones y malos impulsos, sólo desastres y perjuicios obtendrá para sí mismo y para los demás. La argumentación de Aristóteles resulta incontestable: «se debe querer más que a nadie al mejor amigo –escribe en la Ética a Nicómaco–, y (...) el mejor amigo es el que desea el bien de aquél a quien quiere por causa de éste, aunque nadie llegue a saberlo. Pero estos atributos pertenecen principalmente al hombre con relación a sí mismo (...) cada uno es el mejor amigo de sí mismo, y debemos amarnos, sobre todo, a nosotros mismos».
Es obvio, pues, que el amor propio, entendido como amor a sí mismo, siempre que no se manifieste como imbecilidad autista o mezquindad egoísta, es un sentimiento no sólo aceptable desde el punto de vista moral, sino también virtuoso. Paradójicamente (tal como se deduce de las palabras de Aristóteles), el malvado no pecaría tanto por exceso de amor a sí mismo, sino por todo lo contrario: por no amarse lo suficiente. Sólo podemos llegar a ser enteramente pérfidos una vez que hayamos perdido por completo el respeto a nosotros mismos, y para llegar a ese punto es preciso no amarse en absoluto. Creo que el amor a sí mismo (tal como sospechaban los escolásticos) es, no digo yo que el único, pero sí uno de los principales resortes de la acción moral.
Por lo demás, y visto ahora el asunto desde el lado biológico, ¿no es cierto que el amor a sí mismo es una de las manifestaciones del impulso de autoconservación? Sobra entonces cualquier discusión, y, como decía Voltaire, «lo mismo que nadie escribe para probar a los hombres que tienen un rostro, no hay necesidad de probarles que tienen amor propio. Este amor propio es el instrumento de nuestra conservación; se parece al instrumento de la perpetuación de la especie: nos es necesario, nos es querido, nos proporciona placer y es preciso ocultarlo».
2
Precisamente es Voltaire quien narra el caso de un mendigo que pedía limosna en Madrid, el cual, siendo recriminado por un individuo, que le acusó de ser un vago, cuando muy bien podía trabajar, respondió de la siguiente forma: «Señor, os he pedido dinero, no consejos», dicho lo cual le volvió la espalda ostentosamente.
Y es que el amor propio tiene (en nuestra lengua es, tal vez, el sentido principal) otra acepción muy próxima a la de dignidad u orgullo, mas no en tanto que ridículo envanecimiento o fatuidad, sino como el deseo de no causar lástima ni ser compadecido; también, quizá, de suscitar una buena impresión en los demás y conseguir que se formen una opinión favorable de nosotros. Esta modalidad de amor propio, que, en el fondo, lo es también de amor a sí mismo, impide, a quien la posee, ser rastrero o adulador, mendigar favores o beneficios, y, en general, actuar de forma vergonzosa. Se puede, ciertamente, pedir limosna sin perder la dignidad ni el amor propio, del mismo modo que es perfectamente posible ahogarse en riquezas siendo un completo miserable.
El amor a sí mismo, tal como antes lo interpretábamos, induce al comportamiento moral teniendo como referencia los intereses del propio individuo, porque quien se quiere bien, no puede desearse el mal. Y el amor propio, en el sentido en que ahora lo estamos examinando, hace lo mismo, pero recayendo en esta ocasión el beneficio sobre los intereses del otro, porque quien lo posee, antes preferirá dar que recibir, consolar que ser consolado, favorecer que ser favorecido..., y ello aunque, en el fondo, no lo haga sino por amor a sí mismo.
El caso narrado por Voltaire me trae a la memoria al hidalgo de nuestro Lazarillo de Tormes, por quien yo siempre he sentido una gran simpatía, contrariamente a la frecuente denostación de la ha sido objeto tan singular personaje: ¿o es que, acaso, si no tienes qué comer debes pregonarlo a los cuatro vientos? Pues no: sales a la calle con una palillo entre los dientes, y punto. Otra cosa es que se quiera hacer de la insuficiencia ostentación, y se quiera pasar por lo que no se es, o por tener lo que no se tiene. O también que se acepte la necesidad misma antes que ensuciarse las manos con un trabajo honrado (que ése sea el caso de nuestro hidalgo, no entro yo ahora en ello). Poseer amor propio no significa ser un vago ni tener un sentido ridículo de la propia valía. Tampoco vivir en la pura apariencia, lo que no es sino una pura necedad, porque, en el fondo, a nadie engaña más que a sí mismo (es como esos calvos que dejan crecer el cabello en uno de los lados de la cabeza y luego, dándole vuelta, lo pasan por encima del mondo cráneo. Antes también había alguno que se lo pintaba de negro con corcho quemado). A los demás no suele importarles gran cosa cómo nos va, a no ser que, al mismo tiempo, algo les vaya en ello. Ante lo que nosotros podamos aparentar ( y eso suponiendo, y es mucho suponer, que no se advierta) únicamente se muestran receptivos y sensibles los envidiosos, pero con esos no hay que tomarse demasiadas molestias, porque envidian hasta las desgracias. Así que aparentar lo que no se es, es jugar solo, y llegar hasta el extremo de creérselo (y hay individuos así), es la necedad misma llevada hasta extremos sublimes. Porque engañar a los demás es relativamente fácil, incluso con cierta frecuencia la gente no quiere sino ser engañada. Quienes piden una opinión, no quieren, en realidad, conocer tu opinión, sino que les confirmes la suya, y de igual modo, demandan un consejo, no para recibir un consejo, sino para ser reafirmados en la decisión que ya han tomado. Obsérvese detenidamente la forma como la gente hace una pregunta y se deducirá, casi siempre, la respuesta que quiere oír. ¡Y pobre de ti si tal respuesta se aleja de sus expectativas! Así que con eso de los consejos, además de perder el tiempo (nadie los sigue) se pierden amigos. Pero si es fácil engañar a los demás, engañarse a uno mismo es dificilísimo: se necesita, para ello, como digo, ser necio hasta niveles sublimes. Quien sea capaz de convivir año tras año consigo mismo, y observarse cada mañana al espejo, manteniéndose permanentemente engañado acerca de su propia persona, es un virtuoso de la estupidez. Sería de justicia hacer una colecta para erigirle una estatua en la que resulte bien reconocible y que lo represente en postura digna y seria, cual corresponde a su rango, y colocarla en la plaza pública con la siguiente leyenda escrita en el pedestal: «A la estupidez humana.»
Pero el amor propio, siempre que no invada los dominios de la necedad, al igual que el amor a sí mismo, siempre que no se instale en los ámbitos del egoísmo, son dignos de toda alabanza, porque quien se ame a sí mismo y tenga como uno de sus máximos objetivos el no perder la autoestima ni la dignidad, no puede sino querer lo mejor.