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El Catoblepas, número 18, agosto 2003
  El Catoblepasnúmero 18 • agosto 2003 • página 24
Libros

La (in)suficiente democracia
y el lado oscuro de la política

Julián Arroyo Pomeda

A propósito del libro de Chantal Mouffe,
La paradoja democrática, Gedisa, Barcelona 2003

La conocida trinidad revolucionaria ilustrada, cuyos contenidos nos traen permanentemente nostálgicos recuerdos, tiene la virtud evidente de presentarse a modo de grandes ideales de la humanidad, nunca logrados. Siempre presente entre los filósofos de cualquier tiempo, así como de los constructores sociales y creadores de lineamientos axiológicos y religiosos, renace actualmente entre las más recientes y vigorosas teorías políticas. Libertad e igualdad constituyen dos referentes por los que han ido transcurriendo las acciones históricas de los seres humanos. El hecho de que todavía sigamos intentando alcanzarlos constituye una prueba palmaria de que aún nos encontramos lejos de ellos, aunque siempre estemos dispuestos a situarnos en su órbita de influencia.

Chantal Mouffe se encuentra situada en un contexto sociocultural, político y académico adecuados para plantear con sabía teórica renovada estos temas ancestrales, que tanto importan a nuestras formas democráticas de vida. Ha enseñado en universidades de Europa, Estados Unidos y Latinoamérica, y ahora lo hace en Londres, como profesora de Teoría Política.

Aunque La paradoja democrática no sea una obra de creación propiamente dicha, le sobran méritos para ocuparse de estos temas y otros semejantes, al haber trabajado en asuntos de democracia, política y socialismo. Su petición del retorno de lo político y la radicalización de la democracia son marcas definitivas de su vía de análisis, que los ensayos actuales en nada desmerecen. Al contrario, acentúan y aun profundizan sus principales centros de interés, contribuyendo al debate con argumentaciones del más intenso calado.

Ahora nos ofrece una conferencia y cuatro artículos, publicados entre 1995 y 2000. Todos ellos giran en torno al mismo tema e incluyen incluso los términos de democracia y política. Para enlazarlos todavía más, este hilo conductor ya establecido abre con una introducción que explica el titular (la paradoja democrática) y concluye con otro concepto nunca negado, aunque su explicitación se hace cada vez más necesaria para clarificar situaciones de hecho, aceptadas casi siempre sin el necesario resorte critico, que toma como algo de suyo que la ética pertenece al fondo interno del contenido de la democracia y, por extensión, de la política. Desde luego, no sería nada correcto plantearlo de otra manera. Pues bien, Chantal Mouffe, no sólo se atreve a hacerlo, sino que va más allá en su crítica, planteando el futuro mismo de la democracia.

Por no ser una obra escrita de un tirón, y desde el principio al final, estos ensayos contienen algunas reiteraciones, que su autora reconoce, pero que no son obstáculo para hacerse cargo de la cuestión principal, si la democracia liberal moderna tiene una naturaleza paradójica. Ahora bien, tal paradoja resulta sumamente inquietante, especialmente para las concepciones políticas teóricas. Tanto molestó intelectualmente a Platón que terminó rechazando el régimen democrático y proponiendo su propia teoría del Estado. Quizás fue el primero en hacer públicas sus desavenencias, pero no sería el último. Que no se trata sólo de tiempos antiguos lo confirma la posición del mismo Ortega –sólo veinticinco siglos después, y cuando el sistema político democrático parecía tener asegurado el futuro, definitivamente–, cuyas reticencias le hicieron calificar a la democracia de «morbosa». ¿Se trata de simple raigambre de aristocracia intelectual, de un pensamiento burgués inevitable, de cuestiones más profundas que nunca se explicitaron y que estamos obligados a deducir a partir de ciertos indicios, o de la naturaleza misma de la democracia, que tiende necesariamente a producir paradojas, aunque vengan diferenciadas específicamente en cada uno de los contextos temporales o Zeitgeist?

Libertad e igualdad, ¿reconciliación imposible?

En la tesis de Ch. Mouffe, hay que preguntarse si el pueblo tiene que ejercer radicalmente la soberanía, o si es imprescindible establecer límites equilibrados a tal ejercicio. La democracia de tradición liberal aceptará esto como lo más natural, aunque podría reflexionar entonces acerca de la naturaleza de la democracia o gobierno del pueblo, porque en ese caso las instituciones serían un poder superior y último. ¿Acaso no constituye esto un ataque frontal a la democracia misma? Toda la libertad que se desee, mientras no vaya contra las instituciones. Cuando menos, sí que parece que estamos en una cierta paradoja.

Mas vayamos al otro polo, el de la igualdad. ¿Acaso la soberanía popular no puede establecer la identidad política entre gobernantes y gobernados? Un gobierno del pueblo supone trabajar en favor de la igualdad en todos los ámbitos y, en todo caso, son las instituciones las que establecerán sus propios límites (se autolimitarán) para garantizar la legítima defensa de la igualdad. Que el gobernante se autolimite a sí mismo en sus actuaciones prácticas, porque sólo es el representante del pueblo, que le da la legitimidad que posee, aunque sus líneas programáticas de actuación exijan determinadas tomas de partido, es, igualmente, bastante paradójico.

¿Qué hacer entonces? Bueno, lo más razonable sería la articulación y reconciliación entre libertad e igualdad, sólo que este intento de solución inclina siempre la balanza en uno de los dos sentidos. Por eso, nuestra historia reciente estableció la divisoria identificadora entre «democracias burguesas» y «democracias populares» o, dicho de otro modo, entre derecha e izquierda. (Obsérvese la infiltración, ciertamente contra natura, de los denominados «partidos populares» de raíz claramente derechista, por mucho que se proclamen de centro, cuando la democracia popular fue siempre socialista. Ningún partido liberal o neoliberal extraerá a sus dirigentes de las capas populares, de las que lo único que le interesa son sus votos.) En el momento en que se llegue a erradicar el antagonismo de raíz, quedará el territorio bastante asumible de la defensa de las libertades formales, que son garantizadas a los ciudadanos no radicalmente, porque en cuanto pongan en peligro las instituciones empiezan a limitarse.

Sin embargo, lo que nunca se toca es la «sacrosanta» propiedad, ni la economía de mercado, ni el derecho a obtener beneficios y riquezas, porque todo ello redunda en el bienestar de los ciudadanos, que gozan de suficiente libertad para establecer sus negocios y competir con los productos. Desde estas premisas se concluye en que cuando va bien la economía en un país, lo que marcha bien es, paralelamente, todo lo demás, disfrutando los ciudadanos de un bienestar social creciente. De este modo quedan borradas las fronteras y desaparece la tensión entre igualdad/libertad. ¿Qué otra cosa hacen hoy los partidos socialdemócratas con sus «terceras vías», si no es eliminar la división izquierda/derecha porque quieren ir, precisamente, más allá de la una y de la otra? Todo «consenso racional» en el fondo oculta la paradoja, renunciando a la lucha política y prescindiendo por ello de presentar una alternativa ilusionante. En este sentido sostiene Mouffe que «el antagonismo nunca puede ser eliminado y constituye una posibilidad siempre presente en la política» (página 29). No vale argumentar que el capitalismo salvaje del XIX se ha transformado –lo que nadie negará–, pero eso no significa que se haya convertido en bondadoso, porque sus efectos siguen siendo la explotación de los recursos, aunque se resienta el medio, y la extensión de las redes de mercados en los que obtener mayores beneficios, junto con la explotación del mismo productor y de los mismos consumidores, es decir, todos los ciudadanos «libres e iguales», como proclaman los textos. El capitalismo se ha transformado, pero la explotación y las desigualdades se incrementan en idéntica proporción. Es cierto que cada vez más ciudadanos pueden acceder y se perciben dentro de la burbuja de cierto bienestar, aunque ésta misma constituya una fortaleza que les impide ver a los «otros» que se encuentran desterrados fuera. La misma burbuja protectora desprecia a los que no son capaces con sus negocios de subirse al tren del progreso.

Para conseguir mayores porcentajes en las ganancias no se repara en nada. Primero fue eliminar la rigidez de los contratos, que acabó limitando fuertemente la estabilidad en los empleos. Necesitaban flexibilizar para poder competir mejor. Ahora la flexibilidad ha de extenderse todavía más, aunque sea a costa del hecho cierto de la precariedad. Se pide el doble nivel de contratación, que parece un buen chollo, ya que empiezan trabajadores jóvenes con idéntica categoría y capacitación que el trabajador que lleve treinta años o más en la empresa, pero, eso sí, con un salario considerablemente menor. Se «justifica» porque así se pueden aumentar los contratos a los jóvenes y, además, cuando alcancen esos treinta años habrán conseguido también el nivel superior. Entonces se contratan de nuevo a jóvenes con la mitad del salario, etc. La competitividad queda conseguida y los mayores niveles de beneficios también (para los empresarios, claro) y el número de puestos de trabajo aumenta igualmente a costa de los trabajadores que más han servido a la empresa y del complemento por antigüedad, que irá desapareciendo. Estas suelen ser las líneas del planteamiento en nuestro mundo globalizado. Claro que se ha transformado el capitalismo y cómo para desgracia social general y en beneficio de unos pocos, por eso «uno debe decidir en qué lado de la confrontación agonística se sitúa» (página 31).

Las líneas de consenso no interesan a Mouffe, por ser incapaces de aceptar el antagonismo, que es la raíz de la política. El pluralismo de valores de la modernidad confirma que la armonía es imposible, igual que los enfoques éticos posmodernos. Por todo esto, la democracia es imperfecta y la política tiene su lado oscuro. La división de la sociedad es natural. Todo eso implica un hiato intrínseco entre ética y política, una permanente tensión entre libertad e igualdad y un cuestionamiento permanente de lo político por la ética, mientras que la política toma decisiones necesarias.

Me parece profiláctico el libro de Mouffe, contribuye mucho a la buena salud mental de los ciudadanos que se interesan por lo político y se esfuerza en distinguir a unos de otros, porque no todo da igual.

Postsocialdemocracia versus democracia neoliberal

En cuanto al contenido, primero hace cuentas con la democracia liberal moderna, cuya mejor expresión es John Rawls, que recibe su mejor respiración de Kant, y el racionalismo. La democracia moderna tiene una raíz pluralista, aunque no se trata de un pluralismo de presencia y objetividad, sino de legitimar el conflicto y la afirmación de libertad para todos. Pluralismo es antagonismo y diferencia: «toda identidad resulta puramente contingente» (página 39). No puede haber un consenso racional universal ni un modelo único de discusión, porque esto supondría destruir el pluralismo.

En segundo lugar, analiza la crítica de la democracia liberal, centrándola en dos puntos concretos: los límites de la ciudadanía y el consenso liberal. Ciudadanos son quienes pertenecen al demos y tienen una igualdad sustancial, siendo homogéneos y formando unidad. Poseen la virtud cívica y gozan del derecho de crear leyes. Los demás (extranjeros) se encuentran excluidos. El consenso requiere unidad y, por tanto, exclusión de toda división y eliminación del pluralismo o, al menos, su limitación fuerte. Tales deficiencias de la democracia se entienden mejor dentro del proceso de inclusión/exclusión que promueve la globalización.

En tercer lugar se acerca a Wittgenstein, no porque contenga una teoría política, sino porque ayuda y abre vías para pensar sobre la democracia. Le proporciona un giro distinto y nuevas líneas de enfoque para superar las perspectivas racionalistas-universalistas.

El problema está en si hay que establecer criterios universales, válidos para todos, sin atender al contexto histórico-cultural, o si esto resulta imposible, ya que el contexto no puede ser erradicado. Pues bien, para Mouffe la democracia es mucho más que un conjunto de procedimientos para llegar al consenso, aparte de que éste sólo puede establecerse sobre la base de una forma de vida común. Según Wittgenstein, sobre la forma común de vida se da una pluralidad de voces y con ellas lo que importa es buscar la responsabilidad. Por eso no puede existir un control total y dominante, sino formas de vida y puntos de vista distintos que hagan posible esa búsqueda de responsabilidad de cada individuo. Así se confirma que no hay una única forma de gobierno válida, sino que la democracia es una entre otras posibles.

En cuarto lugar expone Mouffe su modelo agonístico de democracia frente al modelo deliberativo, que hunde sus raíces históricas en la Atenas del siglo quinto, y que hoy representan Rawls y Habermas, especialmente, con sus propuestas de justicia y legitimidad, respectivamente. Se contrapone agonismo a antagonismo: no hay enemigos, sino adversarios políticos. La existencia de adversarios implica pluralismo y la necesidad de tomar decisiones para alcanzar los objetivos democráticos. El agonismo revitaliza, además, la democracia, ya que el excesivo consenso lleva a la apatía y pasividad. Concluye Mouffe en que «el enfoque agonístico es mucho más receptivo que el modelo deliberativo a la multiplicidad de voces que albergan las sociedades pluralistas y contemporáneas, y también es más receptivo a la complejidad de sus estructuras de poder» (página 118).

Por último, analiza el Nuevo Laborismo, planteándolo como una política sin adversario, según su pretensión, presentándose como el único centro radical. La transformación necesaria quiere ser tan profunda en la situación de globalización que se está abandonando la lucha en favor de la igualdad, lo que ha constituido siempre la principal seña de identidad de la izquierda y su identificación visible. Frente a tal abandono, queda todavía un proyecto de izquierdas que no renuncia a la lucha por el pleno empleo, conformándose con las políticas neoliberales de flexibilización. Medidas para reducir la jornada de trabajo con el fin de redistribuirla entre los posibles asalariados, desarrollar una economía pluralista, en lugar de la economía del mercado, y proporcionar un ingreso básico para quien no alcance el nivel y que sea complementario con otros recursos. Esto sólo puede hacerse en una Europa de políticas comunes y no en función de la pura competitividad. Así tendríamos una alternativa postsocialdemócrata ante el neoliberalismo y ambos conceptos de derecha e izquierda gozarían de su contenido imprescindible.

Pueden encontrarse en estos ensayos unas líneas básicas importantes para iniciar el diseño de una nueva teoría política, que garantizara la continuidad y el progreso del sistema democrático, frente al cansancio y descrédito que cada vez asumen más ciudadanos, al ver cómo se desdibujan las señas de identidad de lo político con peligro de su evaporación y el regreso a tiempos de la premodernidad.

 

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