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El Catoblepas, número 19, septiembre 2003
  El Catoblepasnúmero 19 • septiembre 2003 • página 5
Voz judía también hay

El problema de la Biblia

Gustavo D. Perednik

Desde Jerusalén

Edward Flannery prologa su clásica obra acerca del odio antijudío, con una reflexión acerca del abismo entre las percepciones sobre el tema que separa a judíos de no-judíos. Para los primeros, siglos de persecuciones y matanzas son parte de su conciencia histórica; los segundos con frecuencia sienten que la cuestión es usualmente exagerada por una típica paranoia. Me he referido al asunto en El Catoblepas en «La fobia inadvertida» y, a otro abismo conceptual parecido, en «La singularidad de Jerusalén».

Me propongo en esta ocasión revisar un tercer distanciamiento, el relativo a la Biblia, que también para el judío despierta automáticamente asociaciones muy distintas de las que tiene incorporada el no-judío.

Permítaseme introducirlo con una reciente experiencia personal, durante una conferencia que dicté este año en la universidad de Pontevedra en Galicia. Durante mi exposición cité la figura de Jesús, mencionando los aspectos que lo caracterizaron como un judío de su época.

Un estudiante me replicó que era inapropiado «atribuir a Dios particularidades de un grupo específico, debido a la universalidad del concepto». Yo empero insistí, y aclaré que su observación, derivaba de una convicción católica que no era unánimemente aceptada. El estudiante me sorprendió cuando repuso que él no era católico sino ateo.

Quedé en la duda de qué malentendido se había producido en el diálogo, y durante mi almuerzo en La Grela, un amigo, sin proponérselo, disipó el equívoco. Cuando le participé mi extrañeza por el hecho de que alguien que no se considerara cristiano pudiera cuestionarme la alusión a la judeidad de Jesús, mi amigo repuso: «pero aún no siendo católico, uno puede entender el concepto de Dios y rechazar su particularización.»

Eureka. Lo que había ocurrido es que yo decía «Jesús» y mi audiencia escuchaba «Dios». Yo me refería a la figura histórica de Jesús de Nazareth, y quien me oía, impensadamente, entendía que yo hablaba de teología. Me pareció notable. No importaba cuáles fueran las creencias religiosas de quien escuchaba, la noción de la divinidad de Jesús está tan incorporada que, aún si no se cree en ella, se deduce automáticamente que esa es la intención de quien lo menciona. Esta disonancia es clásica. La asociación que hace un judío con la figura de Jesús se reduce a lo meramente histórico. La de alguien inmerso en la cultura cristiana, el nombre mismo del nazareno se entenderá como referido a la divinidad.

En general, con la Biblia se produce otra discrepancia cognitiva muy parecida. Para un no-judío, la idea de que alguien «estudie la Biblia» podrá asociarse con sacerdotes, conventos, religiosidad, antiguallas, clero. Para un judío, esas asociaciones no son evocadas en lo más mínimo. En todas las escuelas judías, tanto de Israel como de la Diáspora (incluso en las escuelas profesadamente ateas) se estudia diligentemente la Biblia. En Israel, la Biblia es motivo de investigación constante no sólo en institutos religiosos, sino en universidades y academias por doquier. Este país organiza los certámenes bíblicos internacionales y lleva a cabo seminarios y congresos sobre el tema. El idioma cotidiano de Israel es el de la Biblia, así como su calendario anual y festividades; también la geografía, que diera a cada lar y colina su nombre original, y la historia de las Escrituras, que se asume como propia.

La Biblia, para un judío, es la antología de por lo menos mil años de libros en los que se registra su antiquísima historia. Sumergirse en la Biblia no tiene que ver necesariamente con teología ni con religión. Más aún: en las escuelas religiosas de Israel (en las que hay dos programas de estudios paralelos: uno de estudios religiosos y otro de estudios seculares o generales) la enseñanza de la Biblia, curiosamente, se ubica en la sección de estudios generales.

Los biblistas de entre los judíos no abarcaron especialmente a personas religiosas. Desde Spinoza a Ben Gurión, abundaron los amantes de la Biblia que aprendieron en ella historia judaica, la belleza del idioma hebreo y su poesía, moralejas, ética, literatura sapiencial y mucho más.

Tal vez una parte de la diferencia de criterios resulte de que, cuando un judío habla de la Biblia, se refiere a lo que la cristiandad denomina «Antiguo Testamento». A diferencia del Nuevo Testamento, la Biblia Hebrea es muy poco teológica; es eminentemente histórica y nacional. Argüía Ernst Renan que la literatura nacional de los judíos, se había transformado en la literatura sagrada de los demás.

Teniendo ello en cuenta, no sorprenderá que durante los últimos Encuentros de Filosofía en Gijón, no faltó quien manifestara desagrado por el hecho de que en mis ponencias citara la Biblia. Yo decía «historia» y algunos escuchaban «Dios».

Una novela sesquicentenaria

Acaba de cumplirse un siglo y medio desde la primera novela hebrea, que Abraham Mapu publicara en Vilna en 1853, en las postrimerías del romanticismo. Su título fue Amor de Sión y su argumento el romance entre Amnón y Tamar, cuyo casamiento, anunciado desde el comienzo del libro, previsiblemente lo rubrica.

Cabe la doble pregunta de cómo logró el ingenuo argumento de Mapu fascinar a la generación del siglo diecinueve, y más aún, cómo puede seguir despertando interés en el lector del siglo veintiuno, para quien no es especialmente desafiante el maniqueísmo del autor, que desde el comienzo presenta a sus personajes como «Yedidia el generoso» o «Yozabad el malvado».

Para colmo, el argumento es artificialmente enredado, y el inevitable desenlace viene precedido por casi treinta capítulos poblados de complicaciones que parecerían carecer de relevancia. En rigor, no la tienen. Es que en términos generales, nada del argumento es importante. Y he aquí el quid de esta novela.

Lo fundamental no es el amor de Amnón por Tamar, ni que ésta sea salvada por su amado de los dientes de un león u otras peripecias, sino que ambos se relaten una y otra vez el episodio en un lenguaje hebreo que hace de las delicias del lector.

La afectada ligazón que une los distintos episodios de la novela, entorpece su lectura, pero no lo principal: la reconstrucción de la vida en Judea de hace veintiocho siglos, los reyes Ajaz y Ezequías, la guerra contra los filisteos, el heroísmo y el cautiverio, todo ello relatado en el mismo lenguaje de los profetas.

Mapu logra reconstruir la civilización judaica en su esplendor, por medio de cuadros que no son eslabones coherentes de una crónica, sino partes de un poético rompecabezas.

La vida reconstruida es natural, bucólica, agrícola, libre, en la tierra de los profetas, del amor y la alegría del vivir. El pueblo judío, que en el siglo diecinueve emergía de su letargo, se enorgullecía de ese período añorado, el de independencia y vida natural en la tierra de Israel. La sencillez del estilo bíblico es la grandeza del autor.

En esto la novela se hilvana con la rama del romanticismo alemán que procuró identidad nacional. Del mismo modo en que Johann Gottfried Herder, iniciaba el Sturm und Drang por medio de coleccionar canciones nativas (Volkslieder) como evidencia de su linaje cultural, así, Abraham Mapu trabajó veinte años en esta novela para pulir el lenguaje bíblico perfecto y recrear la edad de oro de Judea. (Dicho sea de paso, Herder, amigo personal de Moisés Mendelssohn, también fue un precursor del hebraísmo).

La labor pionera de Mapu, paradójicamente, justificó por un lado su traducción a varios idiomas, pero por el otro hizo imposible que esas traducciones reflejaran fielmente el límpido lenguaje de la Biblia, que es el verdadero protagonista, con sus retruécanos, poemas intercalados, sueños premonitorios, y versículos bíblicos insinuados página tras página.

El sendero que inauguró Mapu fue irreversible, y los escritores hebreos comenzaron a dedicarse a la novelística, que a partir de entonces produjo una obra por año y numerosas traducciones. Y se puso afán en la recreación del antiguo Israel, esfuerzos que probablemente llegaron a su cúspide en la monumental épica de Moshe Shamir, Rey de Carne y Hueso (1954).

Dicha novelística, que allanó desde las letras la obra edificadora del sionismo, se sitúa en tiempos bíblicos, y constituye una oda a la vida natural, sin teologías de ninguna índole.

 

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