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El Catoblepas, número 19, septiembre 2003
  El Catoblepasnúmero 19 • septiembre 2003 • página 7
La Buhardilla

11-S, dos años después de la vesania

Fernando Rodríguez Genovés

Tras los atentados terroristas contra Nueva York y Washington del 11-S, EEUU encabezó una campaña internacional contra el terrorismo islamista y sus asociados, de largo recorrido y articulado en fases estratégicas con el fin de restablecer la paz y un orden internacional justo y estable. Hoy, dos años después de la vesania, en plena guerra mundial, algunos Gobiernos democráticos y amplios sectores de la opinión pública, más allá de negar esta circunstancia, han tomado partido, pero lamentablemente no por la opción previsible, sino por la más temeraria, la de la enemistad

«La humanidad civilizada no había dominado aún lo suficiente el mal como para poder abandonarse al sueño del progreso por la paz y la moralidad.»
Ernest Renan, Marco Aurelio o el fin del mundo antiguo

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Hace dos años

11 de septiembre de 2001 Hace dos años, el 11 de septiembre de 2001, tuvo lugar la mayor acción terrorista contra la población civil que se tenga noticia desde el final de la II Guerra Mundial. Fue una acción combinada dirigida por la red integrista islámica, Al Qaeda, la cual eligió a EEUU como país y a destacados objetivos singulares como blanco del ataque: el World Trade Center de la ciudad de Nueva York, el Pentágono en Washington y al Presidente de los Estados Unidos de América. Los dos primeros objetivos fueron parcialmente consumados, el tercero, no. Resultado: tres mil personas masacradas, una ciudad malherida, un país embestido y el modo de civilización moderno, occidental y democrático amenazado. Aquellos hechos, espacialmente circunscritos a un área geográfica, tuvieron, sin embargo, un alcance general e instauraron una nueva fase del terrorismo: el terrorismo global. ¿Qué significa «terrorismo global» o megaterrorismo?

Una violencia sin límites practicada por fundamentalistas islámicos que amenaza el mantenimiento de la seguridad mundial, el pacífico entendimiento entre civilizaciones y la viabilidad de los regímenes democráticos.{1}

Aquellos hechos ya los califiqué en esta revista el primer aniversario de la aciaga jornada como El día de la vesania. Propongo hacer ahora un ejercicio de evocación y reexamen de aquella jornada infausta y de sus consecuencias, empezando por traer a la mente las divisas grabadas por los supervivientes en el escenario herido de la Zona Cero y la escueta prosa de su promesa: We will never forget.

nunca olvidaremos el once de septiembreEl día después del 11-S, partimos de cero, pero desde ese momento no nos hemos quedado en blanco. La historia de la infamia, nos guste o no, se repite y continúa flagelando a la humanidad. Hannah Arendt dejó escritas en su libro sobre el totalitarismo tres interpelaciones amargas, que pretendían poner a los hombres cara a cara con el horror, unas preguntas tremebundas con las que su generación, la de mediados del siglo XX, se había visto forzada a vivir sobre las cenizas y la ominosa existencia del Holocausto, de entonces. Hoy, a comienzos del siglo XXI, nuestra generación se ve enfrentada nuevamente a la vesania del presente, a la hybris del terrorismo islamista y sus asociados. Ahora, como entonces, se elevan inquietantes las tres interrogantes que conmueven las conciencias de los hombres libres: «¿Qué ha sucedido? ¿Por qué sucedió? ¿Cómo ha podido suceder?»{2}

Las preguntas, empero, no acaban ahí. ¿Qué fue la vesania? Respuesta: un ataque pérfido, amén de criminal, que ambicionaba no sólo aniquilar ciudadanos estadounidenses y golpear los símbolos de la civilización occidental –la capital del orbe planetario, el centro mundial del comercio, el corazón de la defensa de Occidente, la presidencia de la primera democracia del globo– sino inmolar y echar por tierra los signos de la Civilización sobre la Tierra, toda expectativa de libertad en el horizonte, para ser sustituidos por el Dogma de Fe, el Fanatismo y la Esclavitud.

La vesania significa la locura, o más exactamente, la insania desatada por unos sujetos enloquecidos dispuestos a la destrucción sin medida ni control, sin antecedentes, sin razón.

La vesania evoca la locura furiosa, la violencia desenfrenada, el odio criminal, la ruina y la descomposición interior de unas mentes peligrosas que sólo en la devastación y la demolición ven cumplidos sus instintos de muerte. La vesania llama a la flama y al ardor. Convoca la sombra del totalitarismo nihilista que amenaza con ensombrecer el mundo y proponer un ultimátum a la Humanidad: os plegáis a nuestro Ser Todopoderoso o la Nada, el No-Ser.

La premeditación y la alevosía del ritual de muerte y desolación hablan de un plan ambicioso y sin cuartel, de una hazaña que debía dejar una huella profunda, un inmenso socavón, una gran depresión. Si el terrorismo procura, siempre y por encima de todo, aterrorizar y acobardar a la muchedumbre, la vesania del 11-S proyectaba trastornar sin limitaciones, atravesar el cuerpo y tocar el nervio de la resistencia personal y civil. Se trataba de destruir una ciudad, un país, un sistema de vida, pero también de rajar el alma, de una gran humillación como preámbulo de la capitulación definitiva que vendría a continuación. Al golpear el alma, se quería desanimar, desunir y enfrentar, desgarrar, hacer sufrir más allá de la muerte; destruir al infiel y mandarlo al infierno.

La imagen de las Torres Gemelas de Manhattan está grabada en las mentes de millones de personas del mundo entero, registrada en infinidad de fotografías y películas que pasan diariamente por las televisiones de todas las naciones del globo –algo lamentable para la americanofobia, pero que ahora venía muy oportuno a los productores de la vesania: por eso la eligieron–. Cada plano, cada secuencia, cada ángulo reproducido nuevamente desde la destrucción del modelo, representa una nueva agresión y una nueva victoria para el provocador.

No se trata, por tanto, de que con esta planificación de la fechoría el criminal vuelva otra vez al lugar del crimen, sino más bien que la víctima y sus deudos vuelvan incontables veces a contemplar lo que ya no existe, lo que les falta. El sky line define el horizonte y delimita nuestras vistas. Pues bien, el objetivo de la vesania de los sacerdotes era convertirla en silueta del abismo y orla de las tinieblas. Hacer de ella un retrato del horror con el que meter el miedo en el cuerpo a los infieles; una evocación del holocausto que no busca tanto recordarles que son ser para la muerte, cuanto literalmente anunciarles que van a morir por mano santa y vengadora, vesánica, muy pronto, próximamente, y que como los demás impíos arderán en el infierno de los injustos. Los destinatarios del mensaje son cristianos y entenderán el mensaje. Y si no, para eso están los monaguillos occidentales vergonzantes, haciendo sonar las campanillas, para hacer de intérpretes y traductores, acercando el recado profético, la llamada del desierto de los tártaros, a los habitantes sobrecogidos de una ciudad –y, por extensión, del mundo– condenados a la pena de muerte por el solo delito de haber nacido en el otro lado del paraíso.

Nueva York

Tampoco fue casual proyectar la acción fatal con el fin de que el hachazo tuviera lugar desde el propio sistema, haciendo lanzar sus elementos y atributos contra sí mismo, aprovechándose de sus medios e instrumentos, su hospitalidad, su tolerancia, sus libertades: son aviones de compañías americanas, ocupados mayoritariamente por americanos, los arietes que impactan contra las Torres Gemelas y el Pentágono, y se despeñan en un paraje de Pennsylvania. Los propios pasajeros no sólo son secuestrados, sino utilizados como proyectiles flamígeros. No se pide por ellos recompensa, ellos la pagarán, pues ellos y los que reciban el impacto de los cuerpos, los hierros y las llamaradas son la recompensa. Los terroristas se mueven con comodidad y parsimonia por el big country –y por otros países europeos, sin mayores contratiempos–, aprenden a pilotar aeroplanos en academias locales; se sienten como en casa. No ocultan su identidad de origen, súbditos musulmanes: ¿cómo van a sospechar de ellos por razón de su etnia o religión los tolerantes y multiculturalistas occidentales? Conocen muy bien el sistema que piensan embestir.

Se mueven, pues, con tranquilidad y seguridad en la patria de la libertad. Después de todo, es la libertad de los impuros, y se trata de demostrar para lo que sirve, a dónde puede llevarles tanta libertad. Esa libertad que quieren exportar a todas las partes del mundo. Incluso a las naciones puras de la Sharía y el chador. Están dispuestos a todo, a morir por su causa –ellos sí tienen causa–, y nada ni nadie puede pararlos. Para los infieles, el infierno; para ellos, el paraíso. Así lo han oído mil veces en las madrasas y mezquitas en boca de los sacerdotes. Es la ley. Cuando comprueben los condenados del demonio hasta dónde están dispuestos a llevar su determinación los creyentes, quedarán descompuestos y desarmados ante la prueba de la fe: inmolación, sacrificio y ofrenda. Ellos sí han recibido una educación en valores.

Y si todavía no entienden, los monaguillos occidentales vergonzantes se lo explicarán con todo lujo de detalles en sus escuelas y universidades, en los medios de comunicación, en las avenidas, haciendo sonar sus campanillas sin compasión, incansablemente.

Quienes poco después del día de la vesania celebraban la gesta de Bin Laden, lo hacían sirviéndose de la libertad de expresión –lo siguen haciendo–. Ebrios de satisfacción, pero exigiendo otra consumición, reclaman el derecho de manifestación para que siga la fiesta. Luego, vinieron las concentraciones y paradas contra EEUU, el capitalismo y las democracias, nada más se atisbaron las señales de que se iniciaba la contraofensiva. No fue una reacción inmediata ni precipitada, pero sí segura y firme. Tras recobrar el aliento contenido, el mando aliado comunicó al cuartel general del Terror un inequívoco mensaje: estamos en camino. Una empresa defensiva, preventiva de nuevos ataques, una guerra mundial contraterrorista estaba en marcha, poniendo de manifiesto que el sistema herido no ha muerto, que las democracias no se han rendido, que con el 11-S se ha puesto de manifiesto, es cierto, su vulnerabilidad –la fortaleza del sistema, para sus defensores; la debilidad aprovechada, para sus enemigos–, pero de ningún modo su derrota:

La invencibilidad es una cuestión de defensa, la vulnerabilidad, una cuestión de ataque.{3}

Después, tras la caída del régimen de los talibanes en Afganistán, protector de la banda de los assasins –levantándose con ello algunos velos, pero no todos aún– y el régimen de Sadam Husein, que amenazaba con extender y maximizar la batalla del espanto, vinieron las lluvias, el aguacero de gritos de «No a la guerra» por los bulevares de París y las calles de Barcelona. El pánico colectivo se extendió como una plaga, los gritos de muerte y los rostros de odio solapaban los murmullos de paz. Entonces la paz fue la coartada.

Los sacerdotes contemplan en el Oriente la escena con gran satisfacción, sin dejar de dar órdenes a los guerreros de la Yihad, a los mártires de la Fe: ¡Yihad, Yihad, malditos! Los mandan a Karachi, a Islamabad, a la isla de Terba (Túnez), a Bali, a Mombasa, a Riad, a Casablanca, a Bagdad, a Basora, a Bombay, a Israel... Mientras tanto, los monaguillos vergonzantes occidentales, los cofrades de la lucha final y la guerra santa –même combat contra Occidente–, disparan todas las alarmas que en su mano están; atemorizan y desaniman a unos, mientras disculpan a otros; luchan sin cesar, contra el Imperio más allá del limes; siguen la marcha, solícitos y aun entusiasmados, la huella de los predicadores; colaborando en los oficios, repiten sus letanías, solicitan limosnas al público presente, pintan de negro el paisaje y amasan los aceites para la extremaunción de los tercos tercios aliados de la guerra injusta; haciendo sonar sus campanillas de mal agüero. Mas, ¿por quién doblan las campanas?

Toda esa masa heterogénea, multiforme e incongruente, a la vez que muy plasta, híbrida –por la hybris y por la mixtura–, variopinta, que toca a rebato e interpreta la marcha fúnebre, esa muchedumbre inflamada por lo que ha denominado Gustavo Bueno el SPF, Síndrome de Pacifismo Fundamentalista, aquí la premiamos ahora con otros títulos, los de Warrior-Pacifismo y Pacifismo Convicto (PC). De este fenómeno no ocuparemos en la segunda sección.

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El Warrior-Pacifismo o el Pacifismo Convicto (PC)

Entendemos aquí por Warrior-Pacifismo a la clase de tropa de la legión pacifista que defiende el ideal de Paz, no desde la meditación trascendental, el ayuno voluntario o las ofrendas florales al río Ganges, sino por medio de movilizaciones callejeras, acciones directas y un ardor guerrero tales que para sí lo quisieran los más feroces belicistas. En realidad, sus militantes y conmilitones no desean la Paz, sino que sólo buscan armarla, crear confusión y desorden, debilitar a unas fuerzas armadas para fortalecer a otras. No van, en consecuencia, en son de paz, sino que actúan sin cuartel contra el enemigo, en su caso, los Estados Unidos de América y la democracia occidental liberal y moderna. Más que pacifistas y embajadores de la paz, son literalmente warriors, guerreros sin fronteras, mensajeros del miedo, ángeles del infierno.

También se les puede identificar como militantes del Pacifismo Convicto (PC). Quiere decirse: individuos y colectivos tan convencidos de la causa de la Paz, la sostienen con tal ceguera y fanatismo, que han conseguido algo, en verdad, extraordinario: llegar a su extremo opuesto, es decir, a favorecer bajo su enseña las guerras mismas, merced a una acción que consiste en, por un lado, dar alas y esperanzas al terrorismo global, mientras, por el otro, ponen zancadillas a la lucha contraterrorista. Los calificamos de convictos, porque se trata de una red de agrupaciones que no carece de antecedentes, sino que proviene de los excedentes de una ideología totalitaria y criminal, de la reconversión de unas agrupaciones ciudadanas y ecologistas ideologizadas y radicalizadas, que tienen una probada experiencia en agitación, desórdenes callejeros y otras complicidades en su singular manera de entender la participación ciudadana; y porque, en el fondo y según sus planes, no se dan jamás por vencidos.

No podría decirse, por consiguiente, que sean inocentes ni cándidos –como sería el caso de otros tipos de pacifismo, el revoltoso o seráfico, verbigracia, sea en versión adolescente o catecúmena– sino gentes muy experimentadas, de armas tomar. Contrarios a determinadas guerras –depende de quién y contra quién, dónde y cuándo–, se muestran condescendientes con otras, las cuales ignoran u ocultan sin ningún asomo de vergüenza o culpabilidad. Su indignación está muy domesticada, y se calienta con tanta facilidad en unos casos como se enfría en otros. Disfrutan, pues, de una indignación termodinámica. Con ellos se va uno a por lana y vuelve trasquilado, como les ocurrió a millones de personas –muy cándidas por su motivación, pero poco inocentes en cuanto al resultado de sus acciones– el día 15 de febrero de 2003 en las calles de medio mundo.

El Pacifismo Convicto –o PC, para simplificar lo simple– presenta unas sospechosas coincidencias de intereses con el terrorismo, también conocido entre sus delegados como alboroto, violencia, desorden público, malestar en la cultura y rebeldía con causa. Sea en Bilbao, en Bagdad o en Jerusalén. Son poco receptivos a voces como las de ¡Basta ya!, pero se envuelven tiernamente entre la muchedumbre que vocea ¡Nunca máis! Estigmatizan a los Gobiernos democráticos de turno, y a los que se apartan de los mandatos pacifistas, porque no hacen el amor y sí la guerra, les amenazan, asegurándoles que, por lo que de ellos depende, nunca jamás podrán gobernar ni vivir en paz, o sea, que Hamás.

§ § §

Las democracias y las naciones libres que siguen enteras e íntegras no se han sometido. La guerra contraterrorista que libran en la actualidad será todavía larga y costosa, pero más lo será por la acción de los comediantes y de los arquitectos del obstáculo, la barricada y el contrapeso internacional. He ahí una alianza de facto muy aventurada, oportunista y profundamente enemistosa, que reúne intereses muy contradictorios entre sí, y hasta hostiles, si bien reunida por las circunstancias y los sentimientos comunes: el antiamericanismo y el resentimiento. En esa argamasa, hasta el más desconcertado quiere obtener una ganancia particular: unos, por ejemplo, quieren sacar partido y otros, refundar el partido. Todo sea por aislar a los Estados Unidos de América y alterar el orden internacional, siguiendo así la senda tenebrosa iniciada el 11-S.

Mas, a pesar de las apariencias y la Propaganda, hay que decir que no lo han conseguido. En la actual etapa de la guerra, más de treinta naciones de la comunidad internacional participan activamente en la reconstrucción y estabilidad democrática de Irak, y catorce más mantienen negociaciones para sumarse a la coalición. Todo ello bajo una feroz presión terrorista en el interior del país que se ha sumado a la reacción desquiciada de los nostálgicos del régimen de Sadam Husein, multiplicadas ambas en sus efectos por la intensa irradiación publicitaria a escala global del Pacifismo Converso; explotadas por Francia (ya casi en soledad entre las naciones democráticas en el papel beligerante), en su loca ambición de sustituir a EEUU en la dirección hegemónica del mundo; y, en fin, contempladas con expectante y estudiada indiferencia por parte de las otras «potencias», o sea, Rusia, India y China, más preocupadas por consolidar predominios en sus áreas regionales respectivas que no en involucrarse en empresas mundialistas. Al menos por el momento...

Nota

{1} Fernando Reinares, Terrorismo global, Taurus, Madrid 2003, pág. 10.

{2} Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo, Taurus, Madrid 1974, pág. 28.

{3} Sun Tzu, El arte de la guerra, versión de Thomas Cleary, Edaf, Madrid 2002, pág. 42.

 

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