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El Catoblepas, número 19, septiembre 2003
  El Catoblepasnúmero 19 • septiembre 2003 • página 12
Artículos

A vueltas con Amor y pedagogía
desde la filosofía y la religión

Luis Manuel Augusto González

Una reinterpretación en clave literario-filosófica
de esa obra de Miguel de Unamuno

Algunos piensan que invento lo contado y lo creen cuento. Estando en la casa de antaño perteneciente, pues hace ya que murió, a un tal Avito Carrascal, encontré por fortuna en su biblioteca, entre tratados de ciencia, una vieja Biblia de esas que huelen a tiempo. No poco estupor sentí. Era obligado plantear el porqué de un libro precisamente como ese en un lugar tan cargado de espíritu positivo. Libros ordenados con pulcritud analítica, rallando lo patológico, y en consonancia con el esquema de la jerarquía entre las ciencias, dejaban ver, a modo de nota discordante en la melodía del saber del bon sens, un ejemplar bastante desgastado de las Sagradas escrituras. Hojeando el Libro, hallé, o tal vez ellos me encontraron a mí, unos fragmentos de papel amarillento escritos a mano. Llevarían allí sin ver la luz del sol tantos años como tiempo no respiraba el sagrado libro. La curiosidad, perdición del hombre, impulsó a mi ser a saber del contenido de los papeles. ¿Qué pensamientos albergaría esos retazos de papel desgastados encerrados en tan sacrosanto sepulcro? Cauto, y a la par temeroso por el misteriosos respeto infundido por lo antiguo, me atreví a sostenerlos entre mis dedos sin siquiera leerlos. Esperaba. Mi corazón palpitaba por lo insólito del hallazgo. En mi mente se agolpaban las preguntas sobre el contenido de los mismos. Me abrumaban, casi desvanezco. ¿Desvelarían un saber oculto a los ojos del hombre? ¿Encerraban conocimientos prohibidos y arcanos, fruto de la concienzuda investigación al modo de un libro del que oí una vez hablar llamado: Ars magna combinatoria, o simplemente contenían unos pensamientos acerca de algún tema en concreto cuyo autor, probablemente el propio Avito Carrascal, decidió legarlos al futuro como herencia agónica de su maltrecha existencia? Me fue imposible seguir cuestionando el contenido de papeles hallados. Me abalancé a su lectura ávido, cual ave de presa.

El manuscrito en cuestión, era o trataba de ser un conjunto de reflexiones personales, como si fuesen hojas arrancadas de un diario, sobre la muerte de su hijo Apolodoro y las circunstancias de la misma. Pero no únicamente eso. Avito tocaba a un tiempo temas de pedagogía, la relación entre determinismo y libertad, así como la concepción de la vida como un teatro y, sobre todo, el ansia de inmortalidad. En el fragmento, Avito da un giro radical, inesperado, a su condición existencial. No quiero aburrir al lector con mis palabras ni estropearle ni mucho menos el final del desgraciado –lo sabemos por lo que confiesa él mismo– Avito. A continuación me limito a presentar el hallazgo encontrado en lo más profundo de la Biblia del hombre Avito Carrascal.

§ § §

Al lector, a otro yo, que bien equivaldría a la voz de mi conciencia, es al que van dirigidas las siguientes lastimeras palabras. Pensamientos cuyo desencadenante fue el suicidio de mi Apolodoro; de mi hijo reconocido como tal, como mío, tras bajarlo del lugar de su funesta muerte. En ese momento, al reclamar su cuerpo al modo en que José de Arimatea hizo con el de nuestro Señor, al proclamarlo como mío, fue cuando empecé a adormecerme poco a poco con el opio de la religión. Cuando abracé a mi Marina, a la eterna fe, me encontraba falto sin saberlo del consuelo del que me privaba la ciencia pedagógica. Sentí, al hacerla mía con el abrazo de amor, como si me donase y compartiese algo de su ser creencial. Por su parte ella, mi querida y somnolienta materia, en este dormir mío despertó y, con nuestra reconciliación en el amor unificador de los padres ante el cuerpo inerte de su hijo, nos hicimos uno por el dolor de la falta de lo más amado.

A raíz de la ausencia filial, volvieron a mi mente los recuerdos de la niñez, del estado teológico antaño acallado a causa del positivo, y con ello renací. Me convertí y realicé, mas he de confesar que nunca del todo en ambos, sino más bien en busca del consuelo y ayudado por el peso de la costumbre. Hombre me hice o, como me recuerda mi demonio familiar tan a menudo –¡tan demasiado a menudo!–, caí en los brazos de algo parecido a la fe. Pero no en la fe estéril que emanaba del pedestal de la cultura y la ciencia, sino en la fe en el crucificado que cada uno de nosotros llevamos dentro; un cristo que en la hora nona de su postrera muerte gritaba aquello de: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Marcos 15:34), como el bueno de san Manuel pensó más de una vez. Y al igual que el santo varón, no creo, pero quiero creer y he aquí mi gran contradicción. Frecuentes visitas realicé a la iglesia en busca de fe. Pero no creer aunque lo quiera. Mi etapa cientificista influenciado por Comte y Spencer, por todo el empuje racionalista del hegelianismo no pasó en balde; no desfilaron ni en mi cabeza danzó en vano toda la monumental obra de ingeniería lógica. La Razón horadó profundamente todo mi ser: mi fe, mi confianza, mi donación plena a Dios. Mas quiero vivir, vivir por siempre siendo yo, y ello sólo me lo puede proporcionar la existencia de un dios personal con los atributos del teísmo clásico; un ser que, según el dictum anselmiano, sea aquello mayor que lo cual nada cabe concebir; un espíritu necesario, trascendente, omnipotente, omnisciente y que se revele a los hombres a través de sus intervenciones en el transcurso de la Historia. Un sujeto así, ha de ser el garante de mi supervivencia postmortem. El responsable de garantizar un trasmundo es negado taxativamente por la Razón. No me permite el entablar diálogo alguno con aquella realidad última o gran Tu consolador. La razón me impide volar en busca de ese refugio, reducto de la personalidad, al contrario que la fe tradicional del pueblo. La confianza en Dios poco me consuela, no me llena porque a ésta le sale inevitablemente al paso, a cortarle las alas, la Razón. Y, del mismo modo, con la sola razón tampoco encuentro todo el consuelo necesario para soportar la idea de algún día dejar de ser, de no ser como negación de la conciencia. En esta lucha interminable y agónica me veo abocado de la que únicamente se sale, si acaso, con la fría muerte.

Si alguna vez alguien leyese las presentes palabras, en mis parvas memorias, pues poco es mi legado al género humano, quiero plasmar y hacer público mi renuncia parcial al positivismo del que hice tan buena gala durante la maleducación pedagógica de mi hijo Apolodoro. Demasiadas dosis de razón estéril le suministre: produjo el fenómeno –¡ya he vuelto a caer!– de su muerte. La Razón mata y se ha de completar con la fe o, en todo caso, con una educación que cultive y fomente la imaginación. Los niños han de desarrollar su fantasía burladora de toda lógica anquilosante. No se les tiene que privar, como yo hice en aras a la diosa Razón, y mucho menos en su infancia, de tan divino regalo producto de los dioses. Ahora, tarde, doy la razón a don Fulgencio cuando me decía que dejase a mi Apolodoro inventar si le apetecía, que ya le llegaría el tiempo de la lógica: la muerte de la inocencia.

La educación de mi Apolodoro, fundamentada en la sola razón pedagógica con la finalidad de crear el genio sociológico... ¿y el individuo, pienso ahora? ¿y mi hijo de carne y hueso, el que sentía y sufría de amor? ¿dónde quedó durante toda mi locura? El inconveniente fundamental, el de verdad, era el no reparar en su individualidad. Tanto prepararle para lo que sería, hizo olvidar y relegar lo esencial: ser un hijo mío, sobre todas las cosas. No cesaré ni me cansaré de repetir, hasta la hora próxima de mi reunión con Dios, para que otros desdichados no cometan mi mismo error, que los genios son producto del instinto. Son fruto del acto de la inconsciente unión entre los padres. Cuando sus almas se comunican sin necesidad de mediación lingüística, entonces hay común-unión entre ellas: amor instintivo-inductivo. Durante la educación de mi Apolodoro, la comunión con mi materia era inexistente por no producirse una unión real y efectiva entre Naturaleza y Razón. Predominaba el domeñamiento de la segunda sobre la primera: las consecuencias eran de esperar. Pero el sólo amor tampoco, como se ve por la pobre Rosita de mi Marina, es la solución definitiva a una buena educación. Un equilibrio, una comunión reconciliadora y complementaria entre ambas, como sugirió tímidamente mi difunto hijo: «hacer del amor pedagogía», es lo único que puede generar talento o, si cabe, individuos. En mis delirios pedagógicos estaba ciego, ciego de pedagogía; tan ciego como para permanecer impasible ante la muerte mi hija meteorizada, producto del arte natural de la braquimorena. Como cuando soplamos un diente de león, sin siquiera prestar importancia al hecho –¡no! ¡Dios mío! ¡otra vez los hechos! Demasiada importancia a la educación racional y olvidé, o la razón cientificista me hizo querer hacer olvidar, la parte afectiva de todo proceso educativo, el sentimiento, las emociones con las que teñía mi hijo el caleidoscopio de la vida. En el transcurso del progreso –¡otra vez mi demonio!–, o mejor, del proceso educativo de Apolodoro, la pobre materia adormecía, tolerándome mis desvaríos cientificistas. Era la Naturaleza y yo la Razón cuya unión por matrimonio darían origen al genio. Una vez sucedido todo, me pregunto, ya no si el procedimiento para crear el genio era el adecuado, pues los resultados son nefastos, sino si acaso era el padre propicio para generar al genio, o ¿es que hay algún padre adecuado para crear genios? o incluso ¿se pueden crear éstos conscientemente? ¿es posible el sueño de la eugenesia? El genio es producto del inconsciente. Se gesta y se desarrolla. Es nature y nurture a un tiempo. Las opciones son complementarias no excluyentes. Naturaleza y Razón, Amor y Pedagogía, juegan un papel decisivo en la educación. Su relación es recíproca. Sin la interrelación educacional necesaria entre ambos lados del binomio, nos vemos abocados al más estrepitoso fracaso. El genio, individuo singular configurador de su talidad. Instinto capaz de modificar el ambiente con su acción creadora y original. Pero también el genio es producto de la educación, de los estímulos recibidos del exterior. Confieso mi equivocación en considerar que los genios, en la especie humana, tenían que ser niños, en lugar de niñas. Aun con tristeza recuerdo la poca atención prestada a mi hija durante su vida y la morbosa descripción de los fenómenos –¡otra vez más fenómenos! ¡no!– vitales y su fatal sucesión. En todo este mundo no hay manifestación menos humana, amorosa, para con un moribundo que el explicar a los familiares presentes los procesos mórbidos que acontecen en el cuerpo agónico de la persona amada. Tal persona tan carente de escrúpulos era yo. Así era Avito Carrascal, como alguien dijo una vez sobre mi: «anda por mecánica, digiere por química, y se hace cortar el traje por geometría proyectiva.» y tenía que morir mi hijo para abrirme los ojos con el acto más sublime y último de su existencia. ¿Último? ¿o es que acaso mi Apolodoro no dejó en el vientre de Petra una semilla, un hijo con el que se le recordaría?

Una vez muerto y enterrado mi hijo, marché a hablar con don Fulgencio. Por sus numerosas entrevista con Apolodoro, presentí que él sabría algo de los motivos de su suicidio. Mi intuición no era en vano. La noticia fue una sorpresa y desató temor en el ánimo de don Fulgencio. Llegó a contemplar la posibilidad de ser él, con sus duros comentarios acerca del fracaso de la novelilla de Apolodoro, el detonante, el incitador a mi hijo al suicidio. Como decía, en mi charla con el filósofo extravagante, tuve conocimiento de lo último de lo que hablaron y no dejó de extrañarme. A lo que parece, estuvieron conversando acerca de un tal Erostrato, el cual, por anhelo de pasar a la posteridad, quemó el templo de Éfeso... ¿Es algo compartido entre los hombres el ansia de inmortalidad? ¿Por qué queremos los hombres ir en contra de nuestra naturaleza? ¿Por qué queremos durar y pasar a la historia a través de las sombras de inmortalidad? Porque como le recordaba don Fulgencio, según me dijo, a mi Apolodoro: «no creemos ya en la inmortalidad del alma y la muerte nos aterra, nos aterra a todos, a todos nos acongoja y amarga el corazón la perspectiva de la nada, del ultratumba, del vacío eterno.»

Los hombres somos mortales. Nuestro ansia de conocimiento supone una falta de fe. El árbol de la Ciencia del Bien y del Mal supone el despertar de la consciencia, la conciencia de la muerte del otro y, por ende, la nuestra. Los hombres hemos mamado de los pechos de la Razón, negadora de la inmortalidad de lo finito del hombre. La fe, a penas tiene peso para los que hemos probado la amarga leche de la diosa Razón; credibilidad insuficiente para saltar o apostar como Jacobi y Pascal. La cuestión no planteada es mi pregunta: ¿y si no hay nada después de la muerte? ¿y si resulta que para representar nuestro papel contamos sólo con este teatro? La aterradora visión de la Nada obliga al hombre a buscar refugio y escapar. Se imbuye de finitud, de mundo, desciende hasta el lugar de la inmanencia. Ya no creemos. Aquel que en su vida no dude por un momento, aquel que siempre tenga fe, vivirá eternamente porque no tendrá conciencia de que algún día dejará de ser. Jamás confianza, nunca fe en la trascendencia, aunque la deseemos; la razón: nos conformamos con falsos modos de inmortalidad. La fe se muestra ineficaz para cohesionar nuestra subjetividad existencial, luego buscamos substitutos, sucedáneos de inmortalidad: las obras y los hijos, el recuerdo en la mente de los que todavía viven. Pero esas sombras de inmortalidad son falsas, malas imitaciones. Tampoco nos sirven ni los hijos ni la fama. No proporcionan la inmortalidad verdadera, la de la totalidad de nuestro cuerpo y conciencia como individuo singular y concreto. Según se mire, sólo queda el consuelo o la esperanza. Esperanza en que nuestros actos sean recordados, nos sobrevivan; consuelo inconsolable porque queremos ser, ser siempre, tenemos hambre de Dios, sed de inmortalidad. El conatus spinoziano, ese perseverase en el ser constitutivo de lo existente, incita al hombre, a todo lo que existe como modo del Deus sive Natura, a permanecer en la existencia, a querer no morir nunca. En definitiva, a ansiar la inmortalidad. Y ese querer, ese deseo, constituye la íntima naturaleza, constituye al hombre existenciariamente: Yo, entendido como el conjunto de rango igual al sumatorio de todos los hombres que por el teatro de la vida han desfilado, quiero vivir por siempre.

A los tocados por la razón; a los que dudaron –al contrario que Descartes–; a los sin patria, a los abandonados en la encrucijada entre la Razón y la Fe; a todos aquellos que no nos quedamos con ninguna de las dos pero cogimos ambas; a todos aquellos sabedores que el hombre es, tomando aquello de Píndaro, sombra de un sueño, los hijos o las obras son nuestros modos de inmortalidad. «Haz hijos, haz hijos», le increpaba don Fulgencio a mi hijo, sabedor de que ese es el modo de inmortalidad, de perdurar más tiempo, es el modo más seguro pero no infalible. Algo así le aconsejaba yo a ese Augusto Pérez cuando nos encontramos en la iglesia, lugar más de búsqueda de fe, de querer creer, que de confirmación: «¡cásate, Augusto, cásate!». Es por el matrimonio como los padres pueden conseguir la inmortalidad a través de la descendencia de sus hijos y de los hijos de los hijos.. Amén. Vano consuelo otorga, sombra de inmortalidad es. Mas no nos queda otra: inmortalidad biológica viviendo en la inconsciencia, en los rasgos constitutivos de la personalidad o caracteriología de las generaciones futuras. Perpetuar nuestro ser a través de la carne de nuestra carne y de la sangre de nuestra sangre.

El amor sexual es nuestra ansia de inmortalidad. Por todos los medios, crear hijos para evitar la muerte. Vivir, aunque la vida en sí no tenga sentido y no sea más que sueño. ¿Y para los que no tienen hijos o los hijos no les sobreviven? A individuos Fulgencio o como yo el único consuelo es el de perdurar por nuestras obras, por nuestros actos como hizo Erostrato o tal vez pretendió hacer mi hijo con su suicidio. El erostratismo: enfermedad humana, demasiado humana. Hambre de prevalecer sobre todas las cosas aun a riesgo de la vida. Causa, junto con el amor, como diría Menaguti, de todas las grandes obras de los hombres concretos. Arte, poesía, música, política, ciencia, religión, y sobre ésta última, son formas de alcanzar la inmortalidad: modos de dejar una huella en la Historia. Pero ¿hasta cuanto durará la historia del hombre, el relato de los avatares de lo humano en la existencia? El ansia de conocer más, el querer ser yo en todos, el hacer el mundo mío, obliga al hombre a mantener una cruenta lucha exenta de reglas: batalla de almas de vivos contra muertos, en la que se disputan pedazos del cielo de la fama. El hombre quiere ser imperecedero. Pero la imposibilidad de lograr la supervivencia del cuerpo se presenta como un escollo insalvable. La opción es la búsqueda de alternativas a esta perdurabilidad de la esencia de uno en el recuerdo de otros. Porque el hombre, si hay algo que no tolera, es la no-existencia, la aniquilación total de todo recuerdo y huella de su conciencia. Queda sumido bajo las arenas del tiempo todo resquicio de individualidad, de intento de sobresalir, de separarse de la masa. Pero el hombre quiere destacar. Se rebela contra su destino. Da culto a la inmortalidad y rechaza, teme a la muerte total, que borra todo rastro en la historia. A pesar de todo, como finitud, el hombre se configura en esa quiebra entre el anhelo de inmortalidad y su constitutiva finitud. El hombre individual y es más, como especie, sucumbirá al inexorable paso del tiempo. Su moira le fue dada. Nadie puede oponerse, ir contra el destino. ¿Qué es un ligero viso de conciencia en el Cosmos? ¿Y un surgir, apogeo y declive de una civilización para la Historia del Mundo? La grande y verdadera –y por ello menos nuestra, más falsa– Historia. Recuérdese las primeras palabras de Nietzsche de Verdad y mentira en sentido extramoral. Por mucho tiempo que el hombre dure, milenios tal vez... Todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia. ¿Qué representa eso para el Tiempo? Un fiat, una pequeña luz, en el transcurso de los eones. ¿Cuál es el sentido de este mundo mío, coloreado por la conciencia? ¿de dónde venimos? pero sobre todo ¿a dónde vamos? ¿qué fin se le tiene destinado al hombre?

Las cuestiones abren la puerta a un problema capital: el de la libertad. ¿Es libre el hombre para poder meter en el teatro de la vida su morcilla, el acto metadramático de libertad que le otorga la inmortalidad y originalidad o, por el contrario, el gran Tramoyista tiene ya todo planeado sub specie aeterni y no admite corrección alguna en su divina tragicomedia? Según opinión de don Fulgencio Entrambosmares, porque eso de la libertad es más cosa de locos, de filósofos, de hombres extravagantes que de hombres normales, no somos libres. Todo está predeterminado. Somos marionetas de papel al servicio del gran Autor de la vida. Desde las tinieblas de la inconsciencia los hombres son, se limitan a aprender y a recitar un papel asignado. En un mundo así todo se encuentra ya predeterminado. Ni siquiera es posible incluir la morcilla en la trama de la obra, pues esa morcilla, ese momento presuntamente espontáneo ya estaba decidida su aparición. ¿Qué es la Libertad? Cabría responder del modo más dramático y real posible: una ilusión, un sueño, el sueño del que soñamos y participamos todos. Al igual que una piedra arrojada al aire con fuerza por una mano piensa que es libre en su trayectoria y que desea llegar al suelo, del mismo modo, los hombres piensan, se imaginan libres, creen que sus actos son significativos y ello da importancia a sus vidas. La ilusión de libertad les vale para vivir: es verdadera. Al final, en el fondo oscuro, el implacable determinismo ontológico pasa su cuenta. De modo superfluo somos libres, podemos realizar nuestras grandes gestas, pero vistos sub specie aeterni el conjunto de las acciones humanas, del tan apreciado mundo del hombre, se asemejar al ejemplo de la piedra. ¿Y los sufrimientos? Los hombres con sus inquietudes, discuten, aman, odian, matan y dan forma a todo el conjunto de las obras humanas, de la obra, de la tragedia humana que se representa cada día en el teatro de la vida. Y ese es el caso: vivir, como creo que le increpaba el profesor de pintura a mi Apolo. Si la vida es un teatro hagamos que nuestra actuación arranque al menos unos aplausos, aunque leves, en el auditorio. Los instantes sobre el escenario son decisivos, es nuestra ocasión para lograr la perdurabilidad de nuestro ser en los espectadores, los que nos ven y nos recuerdan por el papel representado, por nuestra actuación. La obra vital interpretada, la que más nos interesa, de ésta precisamente no hay bis. Nadie obtiene una segunda oportunidad. Siempre nos encontramos cara a cara con la Nada... La Nada a la que yo me dirijo tras escribir estas palabras, porque no hay que me de consuelo, porque de tanto vivir con la razón muero. Mi demonio familiar. ¡Ah! pérfido segador de la vida de mi hijo, portador de penas y muerte. Ahora voy, ahora me mato yo, ¡sobre todo yo!, para que tú no lo hagas. Me mato no por la pedagogía, como mi hijo, sino por el amor, por amor a mí mismo. Para negar con un acto pasional y lleno de sentimiento la razón privadora de la trascendencia inmortal de mi conciencia. Quiero vivir por siempre y si muero tal vez encuentre el consuelo. El vivir, sin estar preso del sueño, duele. No soporto el intenso dolor. Sorprenderé a la muerte, la querré cuando ella no me quiera y romperé con el suicidio con el conatus natural. «Los tragos amargos cuanto antes Avito» –ya está este demonio. Decidido. Me quitaré la vida. A diferencia del pueblo, dormido en sus ensoñaciones de vida futura, soy consciente gracias a la razón de cuál es la verdadera realidad. Y es fría, tenebrosa, sin el refugio de la cándida fe. Me encuentro sólo, a la deriva, en un mar de tempestades donde no hay nada seguro, a salvo. Tarde o temprano, la balsa que somos no podrá soportar el envite de las olas y acabará por hundirse... Carezco de cualquier sentido, sea cual sea, en la vida, pues para vivir es necesario tener uno. Como decía el santo párroco de Valverde de Lucerna para acallar en los demás al demonio, vive trabajando y te preocupes demasiado por lo que nos intenta comunicar la cabeza, porque es algo harto sabido que la razón mata, que sólo nos da disgustos y eso bien lo sé. El suicidio es la consecuencia vital del racionalismo. Realizaré la única acción consecuente de toda mi vida: negar mi prolongación de la vida para confiar en otra intemporal. Si se me concediese un deseo, tan sólo quisiera saber si es verdad aquello que predican las religiones, aquello de lo que la razón me vedó tildándolo como falso... ¿y qué es lo verdadero y qué es lo falso? ¿Acaso lo verdadero no es lo que nos da vida y lo falso lo que nos la quita? Así, hijo de la falsa razón, yo, un hombre siente y piensa, me quito la vida. No soporto la agonía del existir impregnada de muerte; de la muerte de aquellos que me darían la vida, de mis hijos. Yo los maté y por ellos, para ojalá reunirme con ellos, me mataré. Es hora de morir.

Avito Carrascal

Postscriptum

En la parte final daremos suficiente cuenta de los motivos internos que nos han llevado a escribir, a adoptar una postura poco ortodoxa a la hora de enfrentarnos con Amor y pedagogía. Explicaremos las líneas argumentales ocultas a lo largo del comentario para subsanar los posibles malentendidos ocasionados por el presente ensayo. A no ser como justificación acerca de lo escrito o ante nosotros mismos, el postscriptum no forma parte del grueso del ensayo.

Tomamos una primera licencia en la recreación sobre Amor y pedagogía y ella versaba sobre qué comentar. En otros términos, consideramos como nuestro objeto no el libro en su conjunto con Prólogo, Prólogo-epílogo y Epílogo, sino únicamente la nivola misma. Es un requisito, sin cuya concesión las anteriores páginas carecerían de sentido, al omitir aspectos fundamentales encontrados en las partes no tratadas. En lo concerniente al móvil de la acción, a los motivos internos del proceso textual, cabe decir lo siguiente: abordamos el pensamiento de Unamuno desde una perspectiva pareja a la suya, desde la narración misma. Involucrándonos en el texto y recreándonos, haciéndonos uno con él. Creemos, y tal aserto lo tomamos como compromiso personal con el propio autor, que Unamuno se merece algo más: introducirnos en la obra, creernos, a sabiendas de lo ficticio, uno de sus personajes, viviendo una vida ajena: interpretando. La finalidad de todo el proceso posesivo de la personalidad, reside en la liberación del sistematismo para realzar el aspecto esencial de la nivola: el gozar el relato de dramatismo, de realidad vivida y surgida de la íntima naturaleza del autor. Destacamos enérgicamente el por qué realizamos del siguiente modo el ensayo, con el objetivo de no generar el equívoco del que aparentemente puede adolecer todo comentario en forma novelesca. Me explicaré. La razón del malentendido estriba en que, al emplear este método de comentario, la reelaboración del pensamiento del autor se puede ocultar, por falta de rigor aparente y deficiencias de conocimiento acerca del mismo. Así, y se creerá con error, que una persona con un conocimiento tremendamente superficial acerca del tema a tratar, es suficiente que lo exprese metafóricamente, con una elaboración retórica, para que pase por bueno, pues pone el insensato escritor toda la confianza en que el lector interprete adecuadamente en la línea vagamente señalada; que sea él el encargado de sacarle jugo al cadáver exquisito. Éste se encuentra bien lejos de ser nuestro caso.

Tras esta breve advertencia y considerado lo anterior, señalaremos que otro de nuestros propósitos fue el de, en función de apelar al juego unamuniano de la confusión entre realidad y ficción, como bien podemos ver en Niebla cuando el mismo autor se entrevista con Augusto Pérez, crear un espacio –nos estamos refiriendo al texto del principio, no en vano, en primera persona– con el que reproducir ese aspecto que Unamuno ha dado tanto juego en sus escritos. Con la creación de diversas dimensiones de realidad, pretendemos generar sendos espacios de actuación para perder el punto de referencia o trastocarlo y no saber –fingirlo es una petición de principio– diferenciar la realidad de la ficción. La forma de operar cobra mayor sentido al versar nuestro ensayo sobre el libro en el que Unamuno elabora el concepto de la vida como teatro; como un papel que el hombre, al igual que los personajes de la novela, se limita a seguir; de forma que nosotros seríamos también entes de ficción, representando el rol repartido por el divino Autor. Queremos dar cuenta de ello contando un relato de otro relato. A raíz de estos pensamientos decidimos articular el concepto de la inmortalidad de la ficción. Pensamos la mejor manera de seguirle el juego a Unamuno para alcanzar esta inmortalidad en consonancia con el concepto de la vida como teatro. Al igual que en las novelas unamunianas, nuestro personaje, Avito Carrascal, tenía que morir; debíamos matar al propio personaje para darle la vida y así evitar que, tal vez, otros se la amarguen. También el suicidio de Avito Carrascal tiene en nuestra narración, la cual no deja de ser uno de los posibles finales de la historia, el cometido de resaltar el aspecto dual que configura al propio personaje. Uno de los puntos a tener en cuenta en Amor y pedagogía, son las diferentes intervenciones a lo largo de la obra –veinte en total– de esa conciencia: el demonio familiar. Apolodoro murió por causa de ese daimon. Su padre tenía que caer bajo la misma espada pero entendida su muerte como un deseo de acabar, de matar a la parte cientificista que hay en él y que provocó ese exceso de pedagogía. Como se lo recrimina Federico al propio Apolodoro, la muerte de lo más querido para él: su hijo. A Unamuno, le rondó el espíritu del suicidio durante toda su vida. Avito Carrascal debía morir, tenía que ser más osado que su creador, creer en lo que Miguel de Unamuno no podía, aunque lo quisiese, creer en la inmortalidad del alma y la vida de ultrumba. Por ello el suicidio, el acto de valentía, o temeridad de Avito.

Con el ensayo hemos pretendido abordar los temas clave de Amor y pedagogía, analizar no tanto la obra como el pensamiento a través del que discurre el mismo y lo constituye, del modo más cautivador, pensando acerca de lo escrito. Bien se nos puede acusar de la falta de sistematicidad y rigor, mas todo esto carecerá de sentido si con ello hemos conseguido mover el ánimo del lector y comunicarle, exponerle, los aspectos más destacados de Amor y pedagogía narrados de modo nivolesco y no exentos por ello de una aportación propia. Al realizar esto hemos pretendido emular, recrear, en nuestro pensamiento el de Unamuno; jugar a las máscaras, a ser Miguel de Unamuno y Jugo, pero conscientes de que queremos serlo. No nos vale vivir la vida de otros porque queremos ser nosotros mismos por siempre... ¿Hasta cuando dejaremos de interpretar?

 

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