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El Catoblepas, número 22, diciembre 2003
  El Catoblepasnúmero 22 • diciembre 2003 • página 8
Historias de la filosofía

La muerte de Heráclito

José Ramón San Miguel Hevia

La historia verdadera jamás contada
de la vida del medista Heráclito y de su aparatosa muerte

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Darío el grande, ya en el veinticinco aniversario de su llegada al trono, había dado a Artafernes, la orden de convocar en Sardes a todos los diputados de las ciudades estado del Asia Menor, con objeto de integrarlas plenamente en el Imperio. La empresa no parecía nada fácil, sobre todo después de la revuelta encabezada por Mileto y seguida por casi todos los jonios, y de la contundente represalia de los persas, que habían deportado al continente o esclavizado sin demasiados miramientos a sus enemigos. El conflicto estaba demasiado reciente, y el clima de odio y desconfianza entre las dos comunidades todavía no se había podido disipar.

Por lo demás el margen de maniobra para llegar a una solución política era muy escaso. Ciertamente había que descartar un régimen parecido al de Atenas, aunque los partidos populares y la población más helenizada lo mirase con simpatía. Darío mismo había contratado un esclavo con la única misión de amargarle las comidas recordándole a los atenienses, y en estas condiciones cualquier veleidad democrática sería inmediatamente denunciada por los ojos y oídos del Rey, y controlada por la acción independiente del virrey, el secretario y el general. Pero tampoco el régimen tiránico, que primero estuvo vigente en la Jonia en forma de vasallaje feudal había dado un resultado demasiado satisfactorio. Artafernes recordaba que los cabecillas de la insurrección fueron precisamente reyezuelos impuestos por Darío, el primero de ellos Aristágoras de Mileto. Su poder absoluto estaba limitado a puntos muy concretos de la geografía del Imperio, pero gracias a él se consiguió poner en jaque el dominio del gran Rey, con resultados espectaculares, aunque pasajeros.

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La asamblea de representantes jónicos tenía un extraordinario colorido. Los sacerdotes de los grandes templos, el Clarion de Colofón, el Artemision de Efeso, aparecían revestidos de imponentes vestiduras, que los distinguían de los ciudadanos comunes. Pero cada ciudad seguía su moda, unas habían establecidas rígidas leyes suntuarias, mientras que otras rivalizaban entre sí en elegancia. Como además estas comunidades estaban divididas entre una minoría, que adoptaba las costumbres y la indumentaria de los persas –hasta el punto de que llegaban a usar pantalones– y el resto de la población, fiel a sus tradiciones helenizantes, el resultado de todo ello era un alegre y disparatado desconcierto.

Artafernes no quería en ese primer encuentro provocar las sospechas de sus antiguos enemigos, y por ello dejó para más adelante la organización interna de las ciudades estado, notablemente afectadas en su dimensión política por los efectos de las recientes guerras. Sabía que la victoria sobre los jonios no sería completa si el Imperio no encontraba un modus vivendi, lejanamente aceptable para la forma de ser de los griegos. Pero mientras esto sucedía estaba obligado por su condición de virrey del Asia Menor, a lograr una especie de contrato que encajase a las pólis dentro del Imperio. Teniendo en cuenta el carácter particularista de los helenos, decidió que la fórmula ideal para pacificar la Jonia consistía simplemente en forzar un acuerdo por el que las ciudades se comprometían a renunciar a la violencia en los conflictos que pudiesen surgir entre ellas. Darío, a través de su satrapía de Sardes, aseguraba la paz de esta parte occidental de su Imperio, que desde ahora debía dirimir sus diferencias por el diálogo amistoso. A cambio de esta garantía del orden público, los jonios entregarían su tributo anual, reconociendo así su subordinación.

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La operación diplomática de Artafernes se completó con una atrevida decisión política del joven general y almirante Mardonio, que ocupó las riveras asiáticas del Helesponto con la ayuda de una flota y un ejército abundantes. Mardonio suprimió las tiranías, y en vez de ellas estableció un régimen popular por el que los ciudadanos se alternaban en el poder. A cambio de esta actitud tolerante, Darío exigió que las ciudades reconociesen su soberanía haciéndole entrega públicamente «del agua y la tierra», introduciendo unidades de medida persas, y renovando los tributos de cada pólis en función de su riqueza. El mapa político de las islas y puertos de Jonia había experimentado mientras tanto un cambio radical. Mileto y su templo, destruidos por los persas, ya no eran la cabeza de un emporio marítimo ni el centro de información de todos los procesos de colonización en el Ponto. La capitalidad se trasladó a Colofón y sobre todo a Efeso, una comunidad campesina, unida desde siempre a los imperios continentales, que por lo demás había permanecido en la reciente insurrección, fiel a los monarcas aqueménides. El rey Darío por su parte había contribuido desde su llegada al poder, a dar riqueza al Artemision, que de esta forma se convirtió en el más potente banco del Asia Menor. El sumo sacerdote del templo tenía nombre persa, Megabizo, y también la tribu de los magos, verdaderos profesionales de la liturgia irania, rendían culto al fuego. Al lado de ellos, un conjunto de sacerdotes que seguían estrictas normas de castidad, asistían a la virgen Artemisa, una divinidad que en el Asia Menor tenía perfiles y funciones muy distintas de las que desempeñaba en el panteón heleno.

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En cambio, el otro templo de Efeso estaba dedicado a Deméter, y su culto había sido introducido por los colonos griegos, y seguido por la población culturalmente más helenizada, que pasó a tener un papel marginal, cuando la ciudad quedó integrada en el imperio persa. El sacerdocio era vitalicio, y pertenecía por herencia a los descendientes del rey Androclo, que supervisaban los ritos y las ceremonias iniciáticas. La diosa de la fecundidad regulaba la agricultura, el matrimonio, la vida civilizada y las leyes, y su fiesta más espectacular, las Tesmoforias, tenía por protagonistas a las mujeres casadas.

En aquellos momentos el rey-sacerdote del templo de Deméter se llamaba Heráclito y era de sobra conocido, por su posición religiosa y política dentro de la comunidad helena de Efeso, y por sus doctrinas que hacían de él el sabio más eminente de cuantos entonces vivían en las comunidades griegas del Asia Menor. Desgraciadamente estas notables cualidades estaban acompañadas de un ánimo melancólico y sombrío, que lo aislaba de todos sus conciudadanos a quienes por otra parte despreciaba profundamente.

La comunidad helena de Efeso, en vista de la tolerancia que el Imperio demostraba hacia los regímenes populares de las ciudades jónicas, y del papel central que el templo y su sacerdote tenían a la hora de organizar la vida civilizada, decidió pedir a Heráclito un código de leyes para la ciudad. Los delegados, elegidos cuidadosamente entre los varones más atrevidos y más diplomáticos, solicitaron con la mayor educación la ayuda del sabio, haciéndole ver que por su posición y jerarquía, a él antes que a nadie correspondía el oficio de legislador, tanto más cuanto que tenía fama de ser uno de los más sabios de los griegos. La contestación de Heráclito a esta demanda fue tan contundente como inesperada.

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—Por lo que se refiere a mis presuntas obligaciones profesionales –comenzó diciendo el cascarrabias– como guardián de los oficios de Deméter y legislador de la vida civilizada, debo comunicarles con pesar que se han equivocado de dirección. Hace exactamente quince días que he renunciado al cargo vitalicio de Basileus en favor de mi pobre hermano, que guarda todavía cierta consideración hacia los helenos. Para mí sería una pérdida irreparable de tiempo y de prestigio mantenerme en el oficio de rey y mucho más dar leyes a un estamento de la ciudad absolutamente corrompido. Sus actitudes, señores, son totalmente infantiles, y prefiero mil veces jugar con los niños, que por lo menos no toman la vida en serio, a platicar con quienes no saben escuchar ni menos hablar.

—Y no me vengan diciendo que ustedes son en Efeso una mayoría pues no pienso por ello dedicarles la más mínima atención. Los componentes de esta mayoría siguen caprichosamente sus opiniones y viven en un mundo propio como quienes sueñan, como los borrachos que no saben dónde van y necesitan ser llevados a cuesta por un niño de pocos años, o como los sordos, que están ausentes por cercana que sea su presencia. Su maestro es la multitud y los cantores populares, y no se dan cuenta de que la masa del pueblo es miserable y sólo unos pocos verdaderamente nobles. Señores, no se puede actuar ni hablar como si se estuviese dormido, igual que hicieron sus padres, ni asustarse por mis palabras, como unos imbéciles.

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—También es verdad –continuó Heráclito que al parecer estaba aquel día en forma– que los aristócratas prefieren por encima de todo ver cómo su gloria corre de boca en boca, y hasta morir en batalla, porque a esos grandes trabajos corresponden mayores premios, de forma que los honran los dioses y los hombres. En cambio esa famosa mayoría es igual que los asnos cuando prefieren la paja al oro o los bueyes, felices al comer algarrobas, o si quieren, los cerdos revolcándose en el lodo. Para mí, señores, uno solo vale por diez mil, con tal de que sea el mejor y el más noble.

—Pero el comportamiento de la ciudad de Efeso hacia sus varones ilustres es todavía más indigno que el de otros helenos. Los habitantes de Priene consagraron un templo en homenaje a Bías, aunque ese admirable varón afirmó que la mayoría de los hombres son innobles. En cambio ustedes han condenado al ostracismo a Hermodoro, partidario del gran rey Darío, decretando que no deberá existir nadie superior, pero que si efectivamente existe ha de ir a vivir en otra ciudad y entre otras gentes. Si efectivamente esta delegación viene a pedirme leyes y está dispuesta a seguirlas, mi primer edicto ante tales disparates sería que todos ustedes se ahorquen y dejen el gobierno a los niños.

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—No sólo soy uno de los varones más sabios entre los helenos, como me han recordado, sino el mayor de todos en sabiduría –cosa que por otra parte no tiene demasiado mérito, en vista del nivel de inteligencia que demuestran sus oráculos, poetas, filósofos y políticos–. En la esfera religiosa, su actividad es patética, sobre todo cuando se empeñan en borrar sus crímenes con sacrificios sangrientos, pues se parecen a un idiota, que hubiese andado con barro y quisiese después lavar sus pies precisamente con barro. Sólo unos pocos hombres nobles, libres de toda impureza pueden ofrecer holocaustos dignos.

—Su conducta al conversar y suplicar a las imágenes sordomudas, fabricadas por sus manos, demuestra que no conocen, ni siquiera de lejos, la naturaleza de los dioses y los héroes. No muy lejos de nosotros, Jenófanes de Colofón, caminando por las infinitas ciudades de la Hélade favorables al Gran Rey, dirige su sátira implacable contra esos dioses, parecidos a los hombres por su figura, sus pasiones y su conducta indigna. Cuando ustedes tengan un mínimo de sentido común se avergonzarán de sus ridículas creencias, y se darán cuenta –como ese gran aeda canta– de que si los caballos, los bueyes y los leones tuviesen manos, pintarían los cuerpos de sus dioses, tal y como cada uno tiene el suyo.

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—Si de estas alturas descienden ustedes a los poetas, hallarán una ignorancia parecida. Soy de la opinión de que Homero es el más inteligente de los helenos, pero el Ciego no puede alcanzar el conocimiento de las cosas visibles y por eso lo engañan hasta los más jóvenes. Yo no tendría inconveniente en suprimirlo de los certámenes públicos, con la ceremonia de los azotes, y lo mismo haría con Arquíloco, para que los líricos y los épicos se hagan compañía. Peor es el caso de Hesíodo, que a pesar de ser totalmente ignorante, hasta el punto de no conocer el día ni la noche es el maestro de la mayoría.

—Ustedes me dirán que por lo menos los filósofos helenos forman una escuela digna de respeto, pues conocen muchas cosas. Pero ni siquiera esta universal erudición es un criterio de distinción del auténtico sabio, porque en este caso la distribución en espacios y días de Pitágoras y Hesíodo valdría tanto como la crítica a la mitología de Jenófanes y la descripción de Persia por Hecateo. Tengo particular simpatía por Pitágoras, que es el abuelo de todos los charlatanes y además ha tenido el capricho de inventar un hemisferio sur totalmente inalcanzable para nuestra mirada.

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—Como no quiero que me acusen de crítica destructiva, o lo que es peor, de holgazanería, debo decirles que, al contrario que la mayoría de los ignorantes, me he dedicado a investigar los secretos ocultos de la naturaleza, como un buscador de oro, que cava la tierra sin cesar, por muy escasos que sean sus resultados. Y les voy a comunicar mis hallazgos en las materias más variadas, pero para no seguir la triste condición de Hermodoro, he tomado una serie de precauciones, que ahora mismo ustedes conocerán.

—Ante todo he depositado mi pensamiento, verdadero en todos sus puntos, en el templo de Artémis, donde tiene derecho de asilo y donde además alcanzará la necesaria publicidad. Porque con toda seguridad, Megabizo, los magos y la élite aristocrática de Efeso, que apoya al Rey Darío verán con suma satisfacción mis palabras, hasta tal punto que ya no tendré necesidad de buscar el apoyo y el aplauso de la necia mayoría del pueblo. Después de esto, no tengo inconveniente en hacer un breve resumen de mi doctrina, con la esperanza de poner seso en su cabeza y una furia desatada en su ánimo.

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—Lo primero que afirmo, de acuerdo con Jenófanes, es que existe un solo dios supremo –no armen escándalo y déjenme hablar– diferente de los hombres por su forma y su pensamiento. Y al contrario de lo que todos ustedes piensan –porque he tenido ocasión de oír sus palabras este Señor Sabio está separado de cualquier realidad. Pero como además han tenido la insensata ocurrencia de pedirme leyes para su ciudad, debo decirles para su desesperación que los ordenamientos humanos se cimentan en el divino, pues manda cuanto quiere, es suficiente y lo trasciende todo.

—Para que no se enfaden demasiado, si ustedes quieren puedo llamar al Unico Sabio, Zeus, porque es el mayor entre los dioses y los hombres, pero sólo por eso, ya que la naturaleza de ese Señor Supremo es totalmente distinta de cuanto pueda concebir su menguada imaginación. También les puedo conceder que gobierna todas las cosas con el látigo de su rayo, pero no se hagan ilusiones, pues ese fuego, que los magos encienden cada día al aire libre, que se inflama y apaga con medida en el cielo común a todos, y aumenta o disminuye marcando las pautas del año, es sólo la imagen sensible del Dios.

—Aparte de estas semejanzas traídas por los pelos, su mitología nada tiene que ver con un conocimiento y una fe verdaderamente serios. Unicamente la naturaleza divina, el Uno que todo lo sabe, tiene conocimiento, y si ustedes se comparan con él en sabiduría, belleza, y en cualquier otra cualidad positiva, serán parecidos a un niño o más exactamente a un mono. Su pretensión de alcanzar los misterios más venerables, señores, es ciertamente una enfermedad sagrada.

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—Y no me presuman ustedes de su régimen político y de la continua rotación de los ciudadanos, que alternan el descanso de su vida con el trabajo anual de un cargo público. La vida de cualquier comunidad es esencialmente mudable y se parece a la trayectoria de la circunferencia de un círculo, al camino de los rodillos, recto y curvo, a las notas de una melodía, y sobre todo a la corriente interminable de un río, cuyas aguas son siempre diferentes dentro del mismo cauce.

—También el Imperio del Gran Rey exige una alternancia generacional, pues entre nosotros es una misma cosa lo despierto y lo dormido, lo vivo y lo muerto, lo joven y lo anciano, ya que cada estado nace del contrario y se trasforma en él. Me llevaría demasiado tiempo hacerles entender que una generación dura treinta años y el ciclo entero del Gran Eón treinta por trescientos sesenta, es decir, nada menos que diez mil ochocientos años.

—Ya hemos atravesado el invierno de ese Gran Eón, dominado por hombres que tienen como ustedes el alma oscura y húmeda, y hemos entrado en la estación cálida, al término de la cual el Imperio llegará a su plenitud, y la Justicia del Señor Sabio descubrirá a los devas, creadores y testigos de mentiras. Comprenderán fácilmente que ante tan colosales magnitudes la rotación anual de Efeso tiene la velocidad de un miserable regato comparado con la lentitud majestuosa de un río caudal. Resumiendo, señores, váyanse ustedes a paseo.

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Sabedor el rey Darío del desplante que Heráclito había dado a sus conciudadanos y del público homenaje que en su discurso había rendido al Imperio persa, decidió escribirle para que se incorporase a su brillante corte. No era la primera vez que el Gran Rey solicitaba la ayuda de los científicos y pensadores griegos, porque en su calidad de político eminente, sabía encontrar y respetar el talento de sus virtuales enemigos, mucho más si por sus opiniones estaban cercanos a su forma de ser y de pensar. Además Efeso seguía siendo la capital espiritual del Imperio aqueménida entre todas las ciudades de la Jonia, y ya dentro de Efeso Heráclito era el ciudadano más ilustre por su sabiduría y por su condición de rey que había resignado, para estar más cerca de la élite noble, partidaria de los medos. La carta del Rey, después de alabar la sabiduría del filósofo, concluía aproximadamente en los siguientes términos.

—Darío, hijo de Histaspes, quiere que le hagas una visita en su palacio real, pues desea ser tu discípulo. Ya tendrás experiencia de que los helenos no tienen la costumbre de distinguir a sus varones sabios, y que desprecian sentencias verdaderamente dignas de ser escuchadas, sobre todo cuando su conocimiento exige aplicación y ánimo atento. En cambio en mi palacio te prometo el primer lugar, un trato serio y justo y seguir con veneración tus consejos.

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Heráclito seguía teniendo una actitud altanera y puntillosa, lo mismo con sus vecinos que con los extranjeros, por muy ilustres que ellos fuesen. Por lo demás conocía la aventura del médico Democedes de Crotona, que obedeciendo a una solicitud parecida, asistió al Gran Rey, permaneció durante muchos años prisionero en su corte como en jaula de cristal y sólo consiguió escapar de su triste condición y volver a su querida ciudad mediante una huida verdaderamente complicada. Por todo eso su contestación a Darío fue breve y terminante.

—Es verdad que todos mis contemporáneos son unos auténticos majaderos, cautivos de la desmesura, la vanidad y el poco juicio. Pero como yo los desprecio y permanezco impasible ante sus insultos y su actitud llena de envidia, estoy feliz con lo que tengo, y no experimento personalmente la menor necesidad de abandonar Efeso. Sería por otro lado indigno de mí andar a estas alturas de mi vida, persiguiendo la ostentación y la grandeza, y por eso mismo no puedo admitir la invitación de su majestad.

Heráclito permaneció en Efeso, y allí conoció los últimos años de Darío y los primeros de Jerjes, un nieto de Ciro, a quien el Rey había nombrado sucesor. La derrota de Maratón no tuvo mayor efecto en las ciudades jonias, que permanecieron fieles a Persia, por temor a una nueva represalia y en agradecimiento a la relativa autonomía de que disfrutaban. Ni siquiera influyó en esta actitud obediente la decisiva batalla de Salamina, que fue percibida como una defensa del flanco europeo de la Hélade, sin consecuencias inmediatas en los puertos del Asia Menor.

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La nave mensajera había abandonado el promontorio de Micala, frente a la isla de Samos, y ya contorneaba la amplia bahía que desde allí llevaba hacia el norte, primero hasta Efeso y después a los demás puertos del Asia Menor. Sus dos compañeras navegaban, una al sur de la Jonia y la otra a Samos, Quíos, Lesbos y las islas del Egeo, todas para anunciar el último parte de guerra y provocar un universal alzamiento contra los persas. Sus noticias eran verdaderamente sorprendentes, y señalaban el fin de la larga contienda contra los medos.

Los generales Jantipo de Atenas y Leotíquides de Lacedemonia habían derrotado a la guarnición naval de los medos, parapetada en Micala y lo que era más importante, quemaron todos sus barcos, anulando para siempre el dominio de sus eternos enemigos sobre el mar. Al mismo tiempo llegó el anuncio de que el enorme ejército de tierra persa, estacionado en la Grecia europea, había sido derrotado en Platea, por las fuerzas mancomunadas de todas las ciudades griegas.

Noticias todavía más sensacionales confirmaron ese doble anuncio. El jefe de los persas, Mardonio, había sido herido y muerto en batalla y su desaparición fue causa de la desbandada general y de una persecución sin cuartel contra los restos de su antiguo ejército. El príncipe Masistes, hijo de Darío, huyó también desde Micala a Sardes, junto con los menguados supervivientes persas del combate naval. Y todavía más, los dos hijos de Jerjes, enviados por su padre a Efeso en compañía de Artemisa luego del desastre de Salamina abandonaron la ciudad, dando señal de que tanto ellos como su pueblo renunciaba al dominio de la costa oriental del Egeo.

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El nuevo escenario político varió bruscamente. Después de la retirada de los persas al continente asiático, y de la generosa renuncia de los espartanos, que a pesar de ayudar decisivamente a la victoria helena, se recluyeron en sus seguros dominios del Peloponeso, las islas y ciudades portuarias del mar Egeo, unas de buen grado y otras por fuerza, formaron una confederación con el tesoro común en la isla de Delos y admitieron la indiscutible hegemonía naval de los atenienses.

También Efeso, abandonó su tradicional política, que desde siempre la había ligado sucesivamente a los imperios continentales –los babilonios, los lidios y los medos– y se incorporó a la Commonwealth de Atenas. El partido popular apoyó con entusiasmo la nueva situación, y la élite aristocrática, evidentemente frustrada, no tuvo más solución que acatar y admitir lo irremediable. Heráclito, quizás el representante más ilustre de esa nobleza partidaria de los persas, no pudo ocultar su proverbial mal humor, abandonó temporalmente su ciudad natal y se refugió entre la población de montañeses y campesinos que la rodeaba. Había calculado mal : la estación cálida y definitiva del gran Eón, el dominio del Dios Sabio estaba todavía lejos, y en cambio reinaba un invierno, donde predominaban los hombres de alma oscura y húmeda. Heráclito no tenía sentido del humor ni paciencia para esperar una mutación, que de todas formas parecía muy lejana y decidió organizar con todo cuidado la despedida de este cochino mundo. Pero antes de nada investigó lo que él mismo había escrito acerca del doble destino de las almas, pues sólo quienes esperan en él pueden encontrar lo inesperado.

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El aliento por el que cada uno de los humanos tiene vida, puede ser seco –como sucede en la raza de los nobles– y en tal caso expira un aroma fragante, o puede ser húmedo –como es el caso de la mayoría– y su hedor es entonces repulsivo e insoportable. De todas formas, cuando las almas llegan al Hades desprendidas de su envoltura corporal les queda como último residuo el olor. Por eso los perros cuando olfatean a los hombres, son muy capaces de conocerlos y les ladran, aunque nunca los hayan visto, y por eso mismos las narices pueden distinguir la naturaleza de todas las cosas, aunque se convirtiesen en humo. Y el fuego que quema las especias recibe en cada caso el nombre que corresponde al olor de cada una de ellas.

Cuando llega el momento último, los alientos secos suben hasta la suprema región del sol, desde donde proyectan sobre el mundo un rayo luminoso, causante de la primavera y el verano del Gran Eón. Pero en cambio los alientos húmedos, impedidos por el peso del agua, no pueden atravesar el círculo de la Luna, y caen en forma de lluvia, que finalmente es absorbida por la Tierra. Así que estos alientos mueren convertidos en agua y el agua en tierra, y a la inversa, de la tierra procede la humedad, y de la humedad el vaho oscuro y la estación del Gran Invierno. El Cielo luminoso y el Infierno sombrío son los dos términos del Universo y de la existencia humana.

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Cuando Heráclito sintió que llegaba su momento final, se investigó a sí mismo, se dio cuenta de que su aliento seco era el más sabio, el más fragante y el mejor, como correspondía a un hombre verdaderamente noble, y se decidió a prepararse unos funerales verdaderamente dignos de él. Sabía por las enseñanzas de los magos, que es preciso desprenderse de los cadáveres, como de una basura que todo lo mancha. Por eso no es lícito enterrarlos, ni ahogarlos, ni tampoco quemarlos, porque contaminarían uno de los principios elementales, la tierra, el agua o el fuego. Y ese sería el destino de su cuerpo si lo dejase en las manos criminales de los devas mentirosos y de los helenos ignorantes. Sólo quedaba un recurso para que la naturaleza quedase limpia de la basura de su cuerpo, y era entregarlo a la voracidad de los pájaros o los perros, según una receta heredada de los mismos sacerdotes del Señor Sabio. Heráclito midió cuidadosamente cada uno de sus pasos.

Fingió ante los físicos griegos una enfermedad, que naturalmente ninguno pudo diagnosticar ni mucho menos curar. Después se preparó una cataplasma con la boñiga de los bueyes, la extendió por su cuerpo hasta hacerlo completamente irreconocible, se expuso al sol y a la atención de los perros, y todo ello tuvo una consecuencia fatal y quizá querida, ya que los animales devoraron su cadáver inmundo y dejaron por fin marchar a su domicilio astral y a su aliento luminoso.

 

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