Nódulo materialistaSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org


 

El Catoblepas, número 23, enero 2004
  El Catoblepasnúmero 23 • enero 2004 • página 1
polémica

Enrique Moradiellos y compañía:
«Con ira y cerrazón» indice de la polémica

Antonio Sánchez Martínez

Desde nuestra última intervención polémica con Enrique Moradiellos hemos encontrado diversos materiales que confirman las tesis de que buena parte de la historiografía universitaria está sumida en una «cerrazón ideológica» tal que la lleva a producir gran cantidad de «basura historiográfica», aunque sea «políticamente correcta»

Han pasado unos meses desde nuestras últimas intervenciones en la polémica sobre la obra de Pío Moa y la guerra civil (en El Catoblepas, nº 17, pág. 10, e indirectamente en El Catoblepas, nº 20, pág. 15) y aún estamos esperando la respuesta de D. Enrique Moradiellos (cuya última intervención puede encontrarse en El Catoblepas, nº 16, pág. 12, en cuyo número se encuentra también la réplica correspondiente de D. Pío Moa, pág. 1). Mucho nos tememos que el profesor de la Universidad de Extremadura va a optar por el silencio y la censura (allí donde pueda ejercerla) más que por la contienda leal.

Desde entonces hemos descubierto diversos materiales que nos reafirman en las tesis sobre la cerrazón ideológica de la labor historiográfica de Enrique Moradiellos, y que es extensible a buena parte de la «historiografía basura» universitaria (como nos han sugerido los magníficos artículos de José Manuel Rodríguez Pardo, en El Catoblepas, nº 18, pág. 10, e Íñigo Ongay de Felipe, en El Catoblepas, nº 22, pág. 1). En el presente artículo nos proponemos incidir en tales tesis trayendo a colación los materiales mencionados.

En el encabezamiento de este escrito nos permitimos parafrasear el título de una de las obras de Enrique Moradiellos («Sine ira et studio») porque creemos que la expresión «Con ira y cerrazón ideológica» recoge mucho mejor la realidad de su historiografía y la de la prole (no de «proletarios») de progres que le acompañan. La reseña publicada por D. Enrique sobre la obra España Traicionada. Stalin y la guerra civil, en septiembre de 2001, en el número 4 de la revista Barataria virtual (accesible en internet{1}), así lo demuestra. Se podría decir que D. Enrique retuerce los argumentos de los autores de tal obra hasta hacerlos irreconocibles, llevando el agua a su propio molino ideológico.

Lo primero que nos sorprende es que D. Enrique, que pone a bajar de un burro la obra de Radosh, posteriormente apelase a sus contenidos para recriminar a Pío Moa que no la tuviese en cuenta (según cree Moradiellos, ver El Catoblepas, nº 15, pág. 11), pero que no se atreviese a utilizar los argumentos expresados en esta reseña (seguramente consciente de la debilidad de los mismos).

Vayamos por partes. Dice D. Enrique, en relación a los documentos de España Traicionada:

«Especialmente significativos y crudos son aquellos que desvelan la importancia de la penetración soviética en los servicios policiales y en el Ejército de la República. Aunque quepa cuestionar la tajante afirmación de que, en el otoño de 1937, "el 60 por ciento de sus mandos eran miembros del Partido Comunista de España" (p. 441). La única reserva genérica al respecto radica en que esa documentación no siempre resulta la más pertinente para algunos temas dado el carácter unilateral de la fuente informativa básica (el archivo militar ruso y los informes remitidos por los asesores soviéticos desde España, incluidos los del servicio secreto militar). Así, por ejemplo, como reconocen los propios autores, en el controvertido y crucial tema de cuándo (día y mes) y por qué (motivo o motivos) decidió Stalin prestar ayuda militar directamente a la República, "la documentación disponible no nos sirve de mucho en este asunto" (p. 54).»

De entrada ya vemos cómo Moradiellos mezcla dos argumentos que pueden disociarse perfectamente (el del «grado de implicación» de la URSS en la guerra civil, y el de sus «intenciones»), pretendiendo con ello, según creemos, minusvalorar la tesis del «pérfido Stalin» (que Bolloten ya había demostrado con creces hacía tiempo, y al que Moradiellos no cita ni por asomo), para apoyar la tesis contraria: la del «honesto Stalin» (y, de paso, al «honesto y moderado Negrín», aunque esta manera moralista de ver las cosas creemos que es poco pertinente «políticamente»). Pero, para rematar la faena, Moradiellos intenta apoyar su menosprecio por los editores (Radosh, Habeck y Sevostianov) con otra cuestión que tampoco está ligada a la de las «intenciones» de Stalin, sino al momento de comenzar su intervención en España (cuestión que Radosh no trata explícitamente). Y así nos dice:

«Sin embargo, esa notable carencia y sus consecuentes ambigüedades habrían podido ser compensadas si se hubieran incluido en la selección documental los fondos del Archivo del Ministerio de Asuntos Exteriores de la Federación Rusa (utilizados y parcialmente publicados por Elorza y Bizcarrondo) y los fondos de la Tercera Internacional (consultados por Skouteisky y hoy custodiados en el Centro Ruso de Conservación y Estudio de la Documentación de Historia Contemporánea). De haberlo hecho así, se hubiera podido señalar que la decisión de intervenir la tomó personalmente Stalin el 14 de septiembre de 1936 y que dos días después ya estaba en funcionamiento la «operación X» a cargo de oficiales de la NKVD (Comisariado del Pueblo del Interior) y el GRU (Servicio de inteligencia militar), como ha demostrado claramente el trabajo de Gerald Howson (cap. 17 de su libro).»

Y para que parezca que ambos argumentos están necesariamente «asociados» (como pretende Enrique Moradiellos) nos dice:

«También se habría podido indicar que la primera remesa marítima de envíos bélicos soviéticos zarpó el 26 de septiembre de 1936 de Crimea y arribó a Cartagena el 4 de octubre de ese mismo año (Howson dixit). Y respecto a los motivos de Stalin para arriesgarse a dar ese paso y abandonar la cautelosa política de no-intervención oficialmente adoptada desde el principio de la guerra, no hubiera dejado de ser instructiva la inclusión del siguiente documento publicado por Elorza y Bizcarrondo (p. 460) procedente del Archivo del Ministerio de Asuntos Exteriores de Rusia. Se trata de las instrucciones que el titular de dicho ministerio, Maxim Litvinov, redactó a principios de septiembre de 1936 para conocimiento y uso del nuevo embajador soviético en Madrid, Marcel Rosenberg:
Hemos discutido en reiteradas ocasiones el problema de la ayuda al gobierno español después de su partida, pero hemos llegado a la conclusión de que no era posible enviar nada desde aquí (...). Nuestro apoyo proporcionaría a Alemania e Italia el pretexto para organizar una invasión abierta y un abastecimiento de tal volumen que nos sería imposible igualarlo (...). No obstante, si se probara que pese a la declaración de No Intervención se sigue prestando apoyo a los sublevados, entonces podríamos cambiar nuestra decisión.»

Como podemos ver la cita de Moradiellos no aclara más de lo que ya dice Radosh, que se mueve en la línea de Bolloten (que es radicalmente distinta a la interpretación del PCE, que básicamente sigue Moradiellos). Al respecto lo único que cabe es hacer hipótesis lo más ajustadas posibles partiendo no sólo de las «razones» propagandísticas» (camuflaje), sino de las «obras». Por eso Radosh, en la nota 18, nos emplaza «en este asunto» a archivos que aún no están totalmente abiertos a la luz pública. Pero eso le trae sin cuidado a Moradiellos, que hablando «desde la cátedra» (universitaria) se atreve a decir:

«Las carencias de amplia base documental aludidas no tendrían demasiada importancia si fueran un hecho aislado y no proyectaran su sombra sobre el conjunto de los comentarios contextualizadores que introducen los documentos. Pero no es el caso. Por el contrario, esos comentarios denotan reiteradamente un notable desconocimiento (o quizá una sistemática desconsideración) de algunas de las contribuciones historiográficas más recientes y solventes sobre el particular.»

Vemos que aquí ya no sólo cuestiona la «contextualización» de los documentos ofrecida por Radosh, sino la misma «base documental» que al principio parecía valorar el mismo Moradiellos. Con ello pretende desprestigiar dicha obra de manera radical. Por nuestra parte creemos que la única contextualización errónea de Radosh es la relativa al apartado inicial titulado «Transfondo histórico», en la que trata el período de la Restauración y la II República a grandes rasgos, y de la que precisamente no presentan documentos, guiándose, en este aspecto, por obras de autores poco fiables que no mencionan, pero que estarían cerca de la cuerda del incombustible Paul Preston. Pero respecto a la interpretación de los documentos presentados en la España Traicionada la guía de Bolloten creemos que es intachable, a pesar de que D. Enrique pretende desprestigiarla con sus «artes» características. Moradiellos aprovecha la «debilidad» de algunos datos de la Introducción de la obra (págs. 16 y siguientes) precisamente para «llevar el agua a su molino». Por esto nos dice (confundiendo, de nuevo, la contextualización de los documentos aportados sobre el período de la guerra civil, con la contextualización general, que incluye períodos anteriores):

«A título meramente ilustrativo, la obra revela una marcada ignorancia de las dimensiones españolas del tema y de la producción historiográfica española al respecto. Sólo así puede explicarse el escándalo que supone que la primera frase de la introducción del libro sea para decir que la guerra civil comenzó "el 16 de julio de 1936" (página 11). Lamentablemente, «perlas» similares jalonan el texto en demasiadas ocasiones. Como cuando se dice que la UGT bajo control de Largo Caballero estaba "dominada por los comunistas" (si bien el traductor, en nota al pie de la página 37, nos explica que eso sólo sucedía "en Cataluña"). O como cuando se atribuye a Julio Álvarez del Vayo, ministro de Estado, la condición de "ministro de la Guerra" (p. 606).»

Moradiellos lo mezcla todo (sin mencionar los criterios) según le conviene. Pretende equiparar errores de «detalle» con errores de «enfoque global», para así barrer todo de un plumazo (como si se tratase de «basura historiográfica», como intentó hacer con nuestro error al leer «revolucionario» en vez de «reaccionario», que expusimos en El Catoblepas, nº 17, pág. 10). Vemos cómo entre dos errores ciertos (en relación al «16 de julio» y Álvarez del Vayo como «ministro de la guerra») hay una acusación que no puede sostenerse tal cual contra Radosh y compañía: el «intento» de controlar la UGT y todo tipo de partido que pudiera hacer sombra al Partido Comunista (sometido a la URSS) y a su hermana la Comintern. Y a esto es a lo que se refiere Radosh, sin especificar las fechas, y que se puso de manifiesto en mayo del 37 (y posteriormente) cuando los comunistas lanzaron de lleno sus ataques a lo que ellos llamaban «trotskistas» (supuestos aliados de los fascistas), a los anarquistas y al POUM especialmente (que al ser un partido pequeño, fue más fácil de reducir). No debemos olvidar que el PSUC acabó controlando la UGT, y que la misma dirección de la CNT acabó enfrentada a los dirigentes más radicales de la FAI precisamente por la política seguidista de aquella respecto a Negrín (y el PCE –Stalin–). Moradiellos oculta (intenta barrer) lo que dicen Radosh y Burnett Bolloten: el intento de Stalin, desde 1935 (políticas de «Frente Popular»), de «hacerse pasar» por un «demócrata moderado» con la intención de buscar el apoyo de las democracias occidentales frente a Hitler, buscando provocar una guerra entre dichas democracias y Alemania, en la que se desgastasen ambas (consideradas por Stalin enemigas), y así aprovechar su debilidad para desarrollar sus propios planes expansionistas. El documento que trae a colación Moradiellos (presentado por Elorza y Bizcairrondo) demuestra, en contra de lo que pretende D. Enrique, que Radosh acierta en su interpretación de los hechos: Stalin temía en esos momentos entrar en una guerra abierta con Alemania, y por eso utilizó el camuflaje de la «moderación» y la «No intervención».

Y continúa Moradiellos achacando a Radosh su falta de atención a los historiadores españoles (a los de su cuerda; no dice nada de Pío Moa o de Ricardo de La Cierva, por ejemplo), mezclando cuestiones y derivándolas hacia «datos concretos» (número de brigadistas, &c.) que para nada deslucen las aportaciones de los editores de España Traicionada.

Más adelante Moradiellos también acusa a los editores de no tener en cuenta las obras de Haslam y Roberts, sin ver que España Traicionada no es una obra como la de Bolloten (que sí consideró la principal bibliografía entonces disponible). Pero lo peor es que el profesor universitario hace estas críticas eruditas sin sacar provecho de ellas, pues no nos dice qué aportan para contrarrestar la interpretación de los autores criticados (en el fondo Bolloten). Y es que su impotencia en este aspecto es abrumadora, motivo por el cual se ve en la necesidad de retorcer y mezclar las cuestiones hasta el límite.

Y, como no podía ser de otra forma, termina acusando a Radosh de utilizar interpretaciones parciales, maniqueas y simplistas (como luego hará con Moa, estrategia muy similar a la llevada por el PCE –los soviéticos en la práctica– contra sus enemigos, por ejemplo contra anarquistas y POUM, a los que tendían a identificar como «trotskistas», que, a su vez, eran asociados con los «fascistas», identificados, a su vez, con los «franquistas»...). Quien cae en un maniqueísmo simplista es el mismo D. Enrique Moradiellos, cuya historiografía está al servicio de la ideología «progresista» que hoy en día, en el presente, intenta confundir a Franco con el «fascismo», asociándolo, a su vez, con el Partido Popular con claras intenciones políticas en el presente.

Y es que la manera de «argumentar» de Moradiellos es un constante ejercicio de incoherencia lógica, de la que acusa a sus «enemigos», como se expresa inmediatamente después:

«La parcialidad mostrada por Radosh y sus colaboradores en este aspecto parece responder a una línea interpretativa que tiende a considerar probada en todos sus extremos la hipótesis de la perfidia de Stalin en España. Sólo así se entiende esa radical desconsideración hacia la obra y los logros de otros autores que han utilizado igualmente fuentes primarias soviéticas para matizar esas premisas o poner en cuestión explicaciones demasiado maniqueas y simplistas. De hecho, resulta significativo que el único de estos autores citado ponderativamente en el libro sea Howson. Y esto porque su estudio sobre la ayuda militar soviética a la República demostró indubitablemente que "Stalin estafó a la República" al cobrar precios abusivos por un material de guerra no siempre en buen estado. Pero esa verdad histórica probada lleva a los autores a una conclusión absurda por ilógica : "A partir de la amplia investigación de Howson, ya no se puede volver a afirmar que la Unión Soviética fue el baluarte de la lucha contra Franco" (p. 13). Cuando precisamente la obra de Howson demuestra todo lo contrario: sin la ayuda militar soviética, que es probable que llegara a representar algo más del 60% de todas las importaciones bélicas republicanas, hubiera sido sencillamente imposible resistir hasta el mes de abril de 1939.»

Como no creemos que la «mala fe» de Moradiellos pueda ser tan grande, creemos que lo que le falta es la misma lógica. En el anterior párrafo se ve claramente que Radosh pretende demostrar que la URSS no era el alma caritativa que decía ser «ayudando a mantener la Democracia Española» como estado «independiente». Y dicha tesis se puede mantener, entre otras cosas, por el control que tuvo sobre la venta de armas a la República, como ha concretado Pío Moa, pues la entrega del oro a Moscú significó el principio del fin de la independencia política de los «rojos» frente a los intereses estratégicos de Stalin (aunque la independencia interna del gobierno se perdió al entregar las armas a los sindicatos, hecho al que tuvo que enfrentarse posteriormente el mismo PCE). Pero Moradiellos lleva esta argumentación a otro molino que no tiene nada que ver (el del grado y cuantía de la ayuda soviética). Está claro (para todos) que la URSS fue el principal baluarte de los «republicanos» (aunque los motivos de la pérdida de la guerra no pueden atribuirse, sin más, a los factores «cuantitativos»). Por lo tanto, no sabemos a qué viene decir que «Howson demuestra lo contrario» de lo que (supuestamente) le atribuye Radosh. Esas atribuciones son parte de la «lógica peculiar» de Moradiellos, no de Radosh. (Sobre la importancia de la «intervención extranjera» veremos más abajo otra ramificación de la polémica entre don Enrique y don Pío.)

El siguiente párrafo de la reseña es otra piedra preciosa:

«Esa dependencia extrema de la hipótesis de la perfidia de Stalin lleva a los autores del libro a otros errores de juicio igualmente notables y claramente en contradicción con los documentos que publican. No es el menor de ellos considerar que el Dr. Negrín como jefe de gobierno desde mayo de 1937 se "había convertido en su instrumento (de los soviéticos)" y a continuación señalar que "con frecuencia cedía a la presión de otros y no llevaba a cabo los planes que había prometido" (p. 264). Tampoco cabe entender la ilegalización del "trotskista" POUM decidida por el gobierno de Negrín (y el previo asesinato de Andreu Nin a manos de agentes soviéticos) como una demostración de la "conversión" de la República en una especie de "democracia popular" avant la lettre, a pesar de "la insatisfacción del PCE con respecto a la incapacidad del gobierno de Negrin para aplicar las medidas defendidas por Moscú" (p. 444). Entre otras cosas, como ya subrayaron Elorza y Bizcarrondo, porque no hubo en España un «proceso de Moscú» en tomo al POUM, con su cadena de autoinculpaciones y ejecuciones sumarias, sino un proceso judicial con garantías legales que acabó rechazando la acusación de espionaje en favor de un delito de rebelión y sin ninguna sentencia de pena capital contra los acusados.»

Aquí Enrique Moradiellos debería repasar los capítulos de Bolloten dedicados al asunto (que son la base, creo, de Radosh). Pero es más cómodo mezclarlo todo para «sacar ganancia en río revuelto».

En este asunto habría que tener en cuenta aspectos que hemos tratado en nuestro artículo «El cerrojo ideológico de Moradiellos» (El Catoblepas, nº 17, pág. 10). En la obra de Radosh (y más aún en la de Bolloten) se pone de manifiesto, con incontables testimonios de protagonistas de «izquierdas», que Negrín se vendió completamente a Stalin (ya había sido tanteado por agentes soviéticos incluso antes de los ataques a Caballero). Pero Negrín (y Stalin) debían conjugar su política de expansión (toma del poder en todos los ámbitos posibles) con su política de «camuflaje» de cara a las Democracias occidentales. El gobernante canario, además, debía conjugar estos intereses con su condición de «socialista», con lo que no podía seguir el juego, de una forma total y descarada, a los comunistas (como reconocían ciertos asesores comunistas como Togliatti). De ahí el que constantemente busque ministros que sin ser oficialmente comunistas (como Álvarez del Vayo) sin embargo «todo el mundo sabía» (en los ámbitos del poder de la España republicana) de qué pie cojeaban. ¿Por qué no se relee detenidamente Moradiellos la obra de Bolloten, o los testimonios directos y la innumerable documentación que presenta? ¿Por qué tanto apelar eruditamente a obras que no consigue aprovechar de manera efectiva, pues las tesis de Bolloten, a lo sumo, salen reforzadas (siempre que se mantenga una mínima coherencia)? Está claro que la «cerrazón ideológica» es la que ciega a Moradiellos y le hace caer en constantes incoherencias. Por eso, además, no podemos creer que su obra esté libre de la «ira», y pretenda anclarse en el «studio», en el conocimiento, sino todo lo contrario.

Respecto al asesinato de Nin (que tampoco era ningún santo) hoy día está bastante claro que lo mataron los rusos. Pero eso no resta responsabilidad a los gobernantes españoles, que como ya demuestra Bolloten en el capítulo pertinente, sabían lo que podía suceder y no hicieron nada por evitarlo. Y respecto al juicio contra los dirigentes del POUM (los que no fueron asesinados) puede decirse otro tanto. Si fue un juicio abierto fue muy a pesar del PCE –Stalin– que intentó llevar a cabo «purgas» con todos los «trotskistas». Pero al final de la guerra no hubiera sido mucho mejor el destino de los no-procomunistas republicanos, socialistas, anarquistas, &c., como demuestra lo que sucedió en la URSS y en las «democracias populares» posteriores. Y por eso la mayoría de los dirigentes (excepto los recalcitrantes prosoviéticos) acabaron por rendirse a Franco antes que someterse a Stalin (marzo del 39).

Pero acabemos de exponer los argumentos de Moradiellos respecto a las intenciones de Stalin, para apreciar mejor su propio maniqueísmo y artes «lógicas»:

«Otros dos últimos ejemplos permiten apreciar hasta qué punto los comentarios de contextualización de los autores están en contradicción con los documentos publicados. En primer lugar, la omnipresente idea de que Stalin pretendía con su ayuda a la República forzar a la postre un enfrentamiento armado entre las democracias y el Eje para estimular la revolución social en Europa, queda desmentida con el documento 55: la tajante prohibición de Stalin de que "los aviones bombardeen buques italianos y alemanes" (p. 335). Era ésta una reacción notablemente moderada y «contrarrevolucionaria», en vista de la oportunidad para desencadenar un conflicto general que planteó Hitler a finales de mayo de 1937 con su decisión de bombardear impunemente Almería en represalia por el previo hundimiento del acorazado Deutschland en el puerto de Palma. En segundo orden, cabe disentir de la idea de que Stalin no tuvo en cuenta cálculos tradicionales de gran potencia, de orden básicamente estratégico, a la hora de decidir enfrentarse al Eje Ítalo-germano en España. Al menos tal parece ser el sentido de un informe del vicejefe del servicio secreto militar soviético de principios del año 1937 (documento 33), en el que su autor (el comandante Anatoly Nikonov) afirmaba:
"Una victoria de los fascistas en España puede crear las condiciones para reforzar la agresividad de todos los Estados fascistas; en primer lugar y ante todo, de la Alemania hitleriana, profundizando extraordinariamente el peligro de guerra en Europa, en especial de un ataque de Alemania contra Checoslovaquia y otros países democráticos y de una guerra contrarrevolucionaria contra la URSS (p. 174)".
No parecen estos argumentos tan lejanos a los apuntados por algunos de los sostenedores de la hipótesis del honesto Stalin, al fin y al cabo. Recuérdese a este respecto la conclusión alcanzada por Denis Smyth en su artículo "We are with You : Solidarity and Self-Interest in Soviet Policy towards Republican Spain", en P. Preston (ed.), The Republic Besieged. Civil War in Spain (Edimburgo, Edinburgh University Press, 1996, p. 104):
"La intervención de Stalin en la guerra civil española no fue el producto de una resurrección del internacionalismo revolucionario en la política exterior soviética. Por el contrario, la implicación soviética en la contienda civil española pretendió consolidar, y quizá profundizar mediante una alianza militar, el acercamiento de Moscú a las potencias occidentales en función del compartido peligro nazi."
En definitiva, la obra de Radosh, Habeck y Sevostianov es una contribución muy destacada a la historia de la dimensión internacional de la guerra civil española por sus aportaciones documentales inéditas. Pero no cabe pensar que sea la última palabra en un asunto todavía demasiado complejo para considerarlo plenamente resuelto. Después de todo, siguen sin despejarse todas las incógnitas que rodean la sombra proyectada por Stalin en la contienda civil española.»

Creemos que Bolloten (por ejemplo en el capítulo 61 de su magna obra) analiza bastante bien la tesitura internacional relacionada con la guerra de España, muy en contra de lo que dicen Moradiellos y sus acólitos. El «acercamiento de Moscú a las potencias occidentales en función del compartido peligro nazi» fue justamente la estrategia que pretendió propagar Stalin. Pero el gobierno de Chamberlain, sobre todo, no era tonto. Y sabían que detrás de ese acercamiento había intereses hegemónicos muy concretos.

Pero comentemos el texto. Indalecio Prieto buscaba algo muy distinto a Stalin, en contra de lo que pretende hacernos creer D. Enrique Moradiellos. Prieto buscaba (como comentamos en el artículo citado) enfrentar a España con Alemania de manera abierta para provocar un conflicto internacional (no encubierto y limitado como era entonces). Sin embargo Stalin pretendía enfrentar a las Democracias occidentales (a Gran Bretaña sobre todo, dado su poderío Imperial) contra Alemania. Y buscaba hacerlo de tal manera que ambos contendientes (ambos enemigos de la URRS) se desgastasen lo máximo posible en un conflicto bélico, de manera que su debilidad hiciese de la URRS un árbitro más fuerte para imponer su política imperialista (sea del signo que fuere). Stalin (a través de Negrín como «representante de paja») se opuso a las pretensiones de Prieto de provocar una guerra abierta (de la URRS) con Alemania. El iluso (y traidor) de Negrín siguió la estrategia de Stalin («resistiendo»), esperando que Gran Bretaña y Francia se inmiscuyeran en el conflicto civil español, provocando de esta manera una guerra europea (o mundial). Pero, como hemos sabido mucho mejor después, eso era imposible (ya Azaña y otros muchos no se fiaban de tales posibilidades, pero aún se veían muy débiles para enfrentarse a un PCE que copaba los poderes fundamentales del Estado, y que sólo se debilitó por las divergencias internas del bando «republicano», y por los reveses que le propinaba Franco).

La intervención abierta de la URRS o de las potencias «democráticas» era imposible entonces, como se demostró con el pacto secreto entre Stalin y Hitler y porque, como dice Bolloten, Chamberlain temía tanto o más a Stalin que a Hitler. Pero la ambición de Hitler (y sus malos pronósticos) provocó la intervención de las «democracias», y posteriormente de la URSS (pero ya acabada la guerra civil). Por eso Gran Bretaña (y los Estados Unidos) acabó siendo un aliado circunstancial (solidaridad débil, frente a terceros) de la URRS. Pero, como se demostró posteriormente, el «camuflaje» (de «moderado») de Stalin no ocultó sus verdaderas pretensiones políticas. La estrategia de cada contendiente era conocida (en lo esencial) por los respectivos enemigos. Sólo Alemania e Italia acabaron perdiéndolo todo enemistando a unos y otros contra ellos.

Negar que España, de vencer Stalin, hubiera acabado siendo una «democracia popular» más, es no querer ver lo evidente. La misma Pasionaria (a la que cita Bolloten en la pág. 990 de su magna obra) tenía muy claro lo que debía ser España con el apoyo de la URSS. Nos dice Dolores Ibárruri:

«Con la guerra provocada por la sublevación militar fascista, se aceleró el desarrollo y la transformación de la revolución democrática burguesa de una forma original, como ya he señalado.
En la guerra y con el respaldo del pueblo en armas, la República democrática burguesa se transformó en una República Popular, la primera en la historia de las revoluciones democráticas contemporáneas.
Si la revolución de 1905 en Rusia dio el acervo revolucionario de la clase obrera los Consejos obreros o Soviets, como la forma más democrática del poder del proletariado, la guerra nacional revolucionaria del pueblo español contra el fascismo dio la democracia popular, que después de la segunda guerra mundial ha sido en algunos países una de las formas de transición pacífica hacia el socialismo.
¿Para qué necesitaba el Partido Comunista lanzarse al asalto intempestivo del Poder, prescindiendo de todos sus aliados, si las transformaciones democráticas revolucionarias fundamentales se realizaban en el transcurrir de la lucha de todo el pueblo contra la agresión fascista?
Al Partido Comunista lo que le interesaba, y en lo que ponía toda su alma y todas sus fuerzas, era la derrota de los facciosos, porque en esta derrota estaba la clave de la consolidación de las conquistas populares y del desarrollo de la Revolución democrática en España.» (Dolores Ibárruri, El único camino, Collection Ebro, nº de Edición 93, págs. 460 y 461. Las cursivas son mías.)

Como podemos ver, la Pasionaria mantiene que la guerra fue «provocada», no sólo «acelerada», por los «militares fascistas». Pero en esta obra, en que se atreve a reconocer el tipo de sociedad «democrática» que buscaban los comunistas, sigue negando (ocultando, camuflando) su lucha a muerte con otras alternativas (algunas «revolucionarias») que durante la guerra buscaron su propia constitución (distinta a la que buscaban los propios comunistas, pero una vez ganada la guerra). En la actualidad hay «estudiosos» (muchos de ellos universitarios, como Julio Aróstegui) que siguen manteniendo las mismas «patrañas» (como las llama Ricardo de la Cierva en su última obra Historia Actualizada de la Segunda República y la Guerra de España 1931-1939. Con la denuncia de las últimas patrañas, Editorial Fénix, Madrid, septiembre de 2003).

Por lo que sabemos hoy día, Stalin intervino en España, de la manera en que lo hizo, con claras intenciones dominadoras y de extensión de la revolución bolchevique soviética por todo el mundo. Pero en 1936-1939 no podía arriesgarse a un enfrentamiento directo ni con Alemania, ni con las «democracias» occidentales (que también eran sus enemigas, como reconocieron incluso algunos comunistas que no entendían la «contrarrevolución» que el PCE estaba desarrollando en España, y acabarían por abandonar las filas stalinianas). Muchos «patriotas» españoles (huidos o no) prefirieron entregar España a Franco antes que verla sometida al dictado de Stalin. Que Moradiellos cite el documento 33 de Radosh pretendiendo que sintoniza con la tesis del «honesto Stalin» nos parece el colmo de la incoherencia o la desfachatez, pero ya no nos sorprende nada de este «presunto historiador» (como le llama Ricardo de la Cierva, y nos ha recordado José Manuel Rodríguez Pardo en El Catoblepas, nº 18, pág. 10).

Otros materiales de la polémica

Lo bochornoso del asunto es que don Enrique es tan «leal» (como le gusta autocalificarse cuando repite la coletilla «según nuestro leal y falible saber y entender») que publica viejos materiales despreciando las críticas que ha recibido al respecto, a las que no hace la más mínima referencia. Esta estrategia la hemos descubierto al menos en dos situaciones (en Revista de Libros y en Ayer).

En la mensual Revista de Libros (nº 79-80, julio-agosto de 2003) nuestro historiador universitario publicó un artículo titulado «La guerra Civil: los mitos de Pío Moa», que debería ser una reseña de la obra de Moa Los mitos de la Guerra Civil, pero que, en el fondo, no es más que un esquemático resumen del texto publicado en El Catoblepas, nº 15, pág. 11, con el título «Las razones de una crítica histórica: Pío Moa y la intervención extranjera en la Guerra Civil española».

En el mismo número de Revista de Libros apareció un artículo de Stanley G. Payne titulado «Mitos y tópicos de la Guerra Civil» (accesible en la web de Revista de libros{2}) que pone en solfa la historiografía universitaria sobre dicha temática. Éste último, a su vez, tuvo una pretendida réplica por parte de Santos Juliá a través del texto «Últimas noticias de la Guerra Civil» (nº 81 de la citada publicación). El mismo título indica que se toma con sorna la «novedad» de lo dicho por Moa (y apoyado por Payne). Pero nuestro catedrático de Historia del Pensamiento Político de la UNED deriva, al estilo de Moradiellos, la problemática planteada por don Stanley hacia la mera consideración cuantitativa de «nuevas» aportaciones historiográficas (frente a la supuesta falta de novedad de las tesis de Moa, que ciertamente está en la línea de Bolloten), cuando lo que cuestiona don Stanley G. Payne es la «calidad» de dichas aportaciones (prisioneras de la «corrección política» que, paradójicamente –añadimos nosotros– es la de buena parte de los vencidos en la guerra civil, especialmente la manifestada a través de la versión defendida por el PCE).

Además, el Sr. Juliá no tiene el más mínimo reparo en meter en el mismo saco los «estudios» sobre la guerra civil y los dedicados a épocas posteriores, en relación al exilio o al periodo franquista, con especial incidencia en la «represión» (que ya sólo podía ser «franquista», dado que a los vencidos poco poder les quedaba para reprimir nada, salvo su propia impotencia, motivo por el cual buena parte de ellos, y de sus seguidores, hoy rebosan de resentimiento). Dicha interpretación es la dominante políticamente hoy día, y con claras motivaciones políticas en el presente. Y es esta «corrección política» progresista la que incita a muchos profesores y becarios universitarios a publicar tanta «basura historiográfica» (fabricada, ideológica). Es decir, su «cerrazón ideológica» les lleva a retorcer los hechos («reliquias» y «relatos», incluidos los de los «enemigos» políticos) hasta caer en su imposible justificación (reconstrucción) o en la incoherencia más bochornosa.

Al hilo de la publicación del número 79-80 de Revista de Libros obtenemos otra prueba de lo acertada de la tesis de Stanley G. Payne, reforzada por la confluyente e inteligente crítica de José Manuel Rodríguez Pardo e Íñigo Ongay. Se trata del libelo publicado por D. Alberto Reig Tapia en defensa de Enrique Moradiellos frente a Pío Moa. A través de dicho escrito (aparecido en la revista Sistema, nº 177, de noviembre de 2003, con el título «Historia e ideología. Quosque tandem Pío Moa?», y accesible en internet{3}) don Alberto pretende echar un cable a Enrique Moradiellos en su polémica con Pío Moa, y para ello reduce su crítica a justificar la censura practicada contra el escritor vigués sin desarrollar un solo argumento de peso contra las tesis de Moa (se atiene a los tópicos consabidos de la historiografía progresista). Se conforma con insultar a don Pío (al que simplemente considera como parte del «fascismo») de modo, en ocasiones, manifiesto. He aquí un botón de muestra, al hilo de su comentario del artículo de Payne:

«"Dentro de ese vacío parcial de debate histórico surgió repentinamente hace cuatro años la pluma previamente poco conocida de Pío Moa..." Efectivamente, era sólo conocido por su "pipa" (pistola). Ahora, como en el verso de Vicente Aleixandre, pretende hacer de las espadas asesinas dulces labios. Pero no engaña a nadie, salvo a Payne pues, en verdad, hay labios como espadas.»

Pero don Alberto (Catedrático de Ciencia Política de la Universidad Rovira i Virgili de Tarragona) debe considerar que se puede insultar sin ira, y que su libelo está escrito, también, «sine ira et studio», como si fueran los «fascistas» los empeñados, actualmente, en recuperar una «memoria histórica» peculiar, que contribuye a conformar la «historiografía basura» actual (con claros fines políticos en el presente). Así nos dice:

«No cabe excluir la posibilidad de que, ante el resurgir de la memoria democrática, puesta de manifiesto mediante numerosas publicaciones, y con el tema de las exhumaciones de cadáveres de "paseados" por los vencedores de la Guerra Civil española en los medios de comunicación, el franquismo sociológico, sus herederos ideológicos, se hayan visto en la necesidad de desempolvar sus vetustos clichés a modo de reafirmación personal. Que se estén tranquilos. Nadie pretendió nunca tras la muerte de Franco y menos va a pretender ahora reabrir tribunal de inquisición alguna. La historiografía mal que les pese seguirá su curso, proseguirá su labor sine ira et studio. Hay tanta "ira" por parte de los profesionales de la Historia sobre estos asuntos como "estudio" por parte de estos nuevos propagandistas. Es decir, ninguna; nulo. Pero lo que no vamos a hacer es callarnos y dejarles el camino expedito.»

Está claro que no se callan (sobre todo a la hora de «propagar» sus patrañas en los múltiples medios de comunicación y de enseñanza de que disponen), pero ya quisiéramos, al menos, que fuesen más leales en el debate y no tan amigos de la censura ideológica.

En octubre Pío Moa mandó a Revista de Libros (nº 82) un artículo, con el título «Los mitos de Moradiellos», en que responde al escrito de D. Enrique (del número 79-80). De lo dicho por el vigués queremos destacar los siguientes párrafos:

«Sin extenderme más, por falta de espacio, señalaré que eso hace de la contienda española y la mundial dos sucesos muy diferentes, pese a una persistente propaganda que presenta la española como primera fase de la segunda.
Así, la Guerra Mundial comenzó no con un enfrentamiento entre Hitler y Stalin, como en España, sino con un acuerdo entre ellos, y con la intervención directa de las democracias que en España se habían negado a actuar, mientras que Franco, supuestamente títere de las potencias fascistas, permanecía neutral, como ya había anunciado cuando la crisis de Munich. Es difícil encontrar más diferencias, y sin embargo los neostalinistas siguen empeñados en la leyenda.
En resumen, la intervención y la no intervención internacional en España tuvieron como efectos básicos la pérdida de la independencia del Frente Popular –y no del bando nacional–, en el aislamiento de la «hoguera española» en Europa y un básico equilibrio en las aportaciones militares, influyendo poco en el desenlace militar de la contienda.
Y, en fin, para refutar una tesis conviene entenderla bien antes, e ir al núcleo de su articulación, en lugar de perderse en aspectos sin duda interesantes, pero secundarios, como hace Moradiellos.»

Nosotros no llegamos a pensar que ambas guerras fueran «muy diferentes», pero sí que no pueden confundirse, como pretenden quienes aún hoy día mantienen las patrañas del PCE sobre la alineación de Stalin con las «Democracias» occidentales. Está claro que el nazi-fascismo (entendido genéricamente) supuso un modo peculiar de desarrollo «capitalista», pero Stalin, a la larga, debía hacer frente, para desarrollar su proyecto comunista soviético, tanto a los «fascistas» como a los «demócratas occidentales», como se puso de manifiesto posteriormente, desde 1945 hasta la caída de la URSS. Y empeñarse en identificar a las «democracias populares» (como hubiera sido España de acabar bajo la férula de Stalin) con el bando de los buenos y al franquismo con el de los malos (los «fascistas») es el colmo de la arbitrariedad y el maniqueísmo más simplista, sobre todo cuando analizamos los «resultados» de ambos tipos de sociedad.

Pero, para más inri, en la revista Ayer (número 50, publicada en el mes de noviembre de 2003, según nos dicen los editores de Marcial Pons) aparece un artículo de D. Enrique Moradiellos titulado «La intervención extranjera en la guerra civil: un ejercicio de crítica historiográfica», que resulta ser una copia casi exacta del artículo de El Catoblepas, nº 15, pág. 11 (aunque creemos, por ser Moradiellos el compilador, que dicho artículo podría estar proyectado para ser publicado en Ayer con anterioridad a su publicación en El Catoblepas). La cuestión (de hecho) es que, en esta ocasión también, el Sr. Moradiellos hace caso omiso de las críticas recibidas por sus tesis en El Catoblepas o en Revista de Libros. ¿No ha podido o no ha querido introducir en su escrito de Ayer una nota haciendo referencia al asunto? ¿Tan grande es su desprecio hacia sus contrincantes dialécticos (aunque seguramente encubre su propio autodesprecio)? El problema está en que si hubiera introducido la mencionada nota se habría delatado, y los editores de Marcial Pons se habrían sentido ofendidos al comprobar que, a pesar de que exigen «originales», el artículo de Moradiellos no lo es (salvo ciertas correcciones de estilo y poco más, como que en Ayer mencione que Pío Moa replicó su intervención en Revista de Libros, nº 61, aunque, como en otras ocasiones, tampoco precisa que quien dijo la última palabra fue Moa, que también replicó a su escrito del número 66).

Ambos artículos son prácticamente idénticos. De hecho hasta mantiene su mención a la «documentación» de la aduana francesa para afirmar que no hubo tránsito de armas (aviones) antes del 7 de agosto de 1936. Su cerrazón le impide escuchar nuestra crítica (no había radares) para admitir que en aquellos tiempos era imposible un control exhaustivo de las fronteras, sobre todo aéreas. En el Documento 30 de España Traicionada (pág. 164) se aprecia cómo, a pesar del bloqueo, llegaban armas desde la URSS, y lo único que impedía que se mandasen vía aérea era la distancia con España (insalvable en aquellos tiempos sin hacer escalas).

Pero dicha cerrazón se aprecia también en la introducción de don Enrique al Dossier sobre la guerra civil (titulado «Ni gesta heroica, ni locura trágica: nuevas perspectivas históricas sobre la guerra civil»). En dicha introducción, aparte de repetir todos los tópicos y vaguedades que plasmó en El Catoblepas, sigue una estrategia sibilina. En primer lugar distingue entre una historiografía «anticomunista» y otra «antifascista». Ambas serían míticas (por arrastrar un «compromiso político») y, por lo tanto, equiparables (con lo cual da a entender que cabe otro tipo de historiografía –la tercera, a la que él se apunta– que estaría libre de dicho lastre). Ahora bien, esta misma clasificación es muy genérica y confusa, lo que nos hace pensar que es una simple estrategia para equiparar a ambas respecto a su «calidad». De esta manera presentará a la tercera alternativa como «desmitificadora» («neutral», «moderada») y muy superior a las anteriores.

Pero enseguida se manifiesta la fragilidad de tal división («interesada», a pesar de cómo se lo represente nuestro historiador). Tal tipología se corresponde (políticamente) con las «tres erres» (tres Españas) tan queridas para D. Enrique, y de las que hablará en esta misma introducción (haciendo caso omiso, también, de lo que se le replicó en El Catoblepas). La demostración de lo que decimos es que dentro de esta nueva historiografía se refiere a la obra de Burnett Bolloten, The Grand Camouflage (sin mencionar, él sabrá por qué, su magna obra de 1989) tachándola como «un análisis filoanarquista y antisoviético sobre las actividades comunistas en la guerra» (pág. 21 de Ayer, nº 50). Es decir, dentro de la nueva historiografía (supuestamente iniciada en 1964 con una mayor libertad para acceder a los documentos{4}, y que debería ser «desmitificadora» en lo que tuviera de «neutral» políticamente) distingue, implícita pero «maniqueamente», entre historiografías lastradas políticamente e historiografías (supuestamente) no lastradas, «moderadas», «neutrales» (como la suya, según él).

De esta manera dentro de la misma historiografía actual (posterior a 1964) se daría una distinción entre las «politizadas» (casualmente anticomunistas, en la misma representación de D. Enrique) y las «neutrales» (casualmente en la línea de la interpretación del Partido Comunista, aunque en esta ocasión D. Enrique no lo «represente» explícitamente, pero lo «ejercita», como acabamos de demostrar una vez más). Es curioso, además, que a D. Enrique le parezca muy tardía la fecha de 1964 para que se restableciese una mayor libertad de expresión (parece no entender que lo que hubo en España fue una guerra civil muy peculiar), pero no se da cuenta de que esto va en contra del tópico progresista de que hasta la muerte de Franco nadie podía publicar lo que el régimen no quisiese.

Por lo tanto, según nuestra perspectiva (etic), lo que pretende D. Enrique es hacernos creer que, frente a una historiografía «reaccionaria» y otra «revolucionaria», cabe otra «moderada», «reformista», «neutral». Pero, como dijimos en El Catoblepas, nº 17, pág. 10, dicha clasificación es genérica y oscura (porque entre otras cosas no caben clasificaciones historiográficas exentas respecto de la política), y que la tercera opción (la de Tuñón de Lara), en la práctica, en el ejercicio, está en la línea «antifascista» del PCE (con lo que recae, además, en un dualismo maniqueo más simplista y engañoso que el que pretendía combatir).

El maniqueísmo de los «progresistas» (como Moradiellos) se expresa de diversas maneras, pero se reduce, en último término, al dualismo «atraso / progreso», deudor de una Leyenda Negra remozada para interpretar al franquismo. De esta manera el «reformismo» (la España reformista) que nos presenta D. Enrique se siente más cercano al «revolucionarismo» que a la «reacción». En el siguiente párrafo queda recogido tal dualismo (a pesar de que no quiere caer en el «maniqueísmo»):

«En definitiva, la dinámica sociopolítica presente en España en la época de entreguerras no era una mera lucha dual («una España contra otra») sino una pugna triangular que reproducía la existente en toda Europa y cuyos apoyos respectivos se encontraban tanto en la zona de la modernización como en la del atraso.» (pág. 28. Las cursivas son nuestras.)

Pero al tratar de las «responsabilidades» de los dos bandos que se formaron (reaccionarios frente a la obligada coalición entre reformistas y revolucionarios, según don Enrique) descubrimos que nuestro historiador debe asumir que no cabe la neutralidad historiográfica que pretendía eludir, aunque, según su «leal y falible saber y entender», se siente moralmente obligado a reconocer el prestigio de la historiografía universitaria («especializada») frente a los meros «principiantes» como Moa (o frente a los pobres «funcionarios» como La Cierva):

«Y esta atribución y gradación de responsabilidades no deja de ser un ejercicio sumamente subjetivo y sometido a las preferencias político-ideológicas personales de cada analista, como es lógico. Sin embargo, asumiendo ese irreductible componente interpretativo subjetivista, la mayor parte de la historiografía especializada ha llegado a varios acuerdos mínimos sobre el particular.» (pág. 31.)

Y la clave del asunto nos la presenta a través de la interpretación de Julio Aróstegui y, sobre todo, de Edward Malefakis:

«Si en 1939 no hubiese estallado un fogonazo, la mecha no se habría encendido (...). Si no ocurrió así en España, no fue a causa de la impaciencia de los republicanos, de los regionalistas, de las clases trabajadoras o de los intelectuales, todos los cuales estaban demasiado divididos para ser capaces de provocar una chispa lo bastante fuerte. La mayor responsabilidad recae sobre aquellos que no aceptaron un cambio social de tal magnitud y tenían a su disposición importantes medios técnicos de coerción y la disciplina para emplearlos de manera eficaz. Los conspiradores militares de 1936 no pretendían, claro está, provocar la chispa que envolvió a España en llamas. Sólo deseaban derribar al régimen progresista de la República. Lograron su propósito. Pero, al mismo tiempo, sumieron al país en la guerra civil más desastrosa de toda su historia.» (pág. 34, las cursivas son mías.)

Al parecer, según Malefakis (Moradiellos), es más importante atender a quién encendió la mecha en un momento dado (olvidándose de Octubre del 34, aunque no acabase en guerra abierta, como dijimos en nuestro artículo de El Catoblepas, nº 20, pág. 15) que analizar el proceso de constitución de la situación explosiva. De esta manera, además, se evita entrar en un análisis detallado de los proyectos políticos defendidos por los bandos enfrentados (múltiples y contradictorios en el bando frentepopulista) y de las consecuencias (políticas y socioeconómicas) del régimen de Franco en comparación con las de las «democracias populares» comunistas. Se aprecia que, implícitamente al menos, la progresía se siente hermanada a las «democracias populares», a pesar de cómo acabaron. ¿O consideran que «progresaron» más que la España franquista? Si es así, que nos digan en qué.

En una línea similar, pero desde una izquierda más «humanitarista» e indefinida políticamente, se nos presenta el artículo de Gabriel Cardona (Universidad Autónoma de Barcelona) titulado «Entre la revolución y la disciplina. Ensayo sobre la dimensión militar de la guerra civil». De no saber que se refería a la Guerra Civil hubiéramos pensado que era un libelo «contra la guerra» en la misma línea en que la progresía se está movilizando en nuestros días. Aparte de otras muchas estupideces (como la de considerar, implícitamente, a los soldados del ejército regular franquista como autómatas sin conciencia por ser «disciplinados» y enfrentados a un «pueblo» sin disciplina pero heroico) don Gabriel nos regala textos como los siguientes:

«Los republicanos estuvieron en desventaja desde el principio a este respecto. Contaban con la mayor parte de la población y del territorio, con las regiones industriales y con las reservas de oro del Banco de España. Pero no sólo les faltaba un ejército, sino los elementos básicos para formarlo y articularlo. Contra lo que parece a simple vista, hasta tuvieron dificultades de reclutamiento para nutrir sus filas combatientes. Espontáneamente, muchos de los trabajadores se apuntaron a la revolución y a las primeras columnas milicianas, hasta que la revolución se convirtió en verdadera guerra y ya no fue suficiente el entusiasmo para abastecer la demanda de hombres.» (pág. 44.)

Como vemos, no sólo no se pregunta (ni mucho menos contesta) por las causas de lo que describe (atendiendo a los «proyectos» de cada una de las corrientes políticas que se enfrentaron, que en muchas ocasiones constituían puras utopías), sino que además pretende encubrir las incoherencias bochornosas a las que se ve abocado a través de una ideología «democraticista» y «antimilitarista» peculiar (muy cercana a lo que Gustavo Bueno llama Síndrome de Pacifismo Fundamentalista). Pero veamos otra joya:

«Para ganar la guerra hacen falta conocimientos específicos de táctica y de estrategia. Mover miles de hombres con sus municiones, transportes y pertrechos requiere preparación, organización, adiestramiento y reflexión meditada, cuestiones que, trabajadas durante siglos, han creado esa ciencia terrible que los antiguos llamaron el arte de la guerra. Porque la sola voluntad no gana batallas.» (pág. 45.)

El texto se comenta por sí mismo. Lo que nos preguntamos al leerlo es si nuestro autor ha superado la edad de la tierna e ingenua adolescencia. Y otra joyita más:

«La cultura de la necesidad de un ejército regido por la técnica militar se encontraba firmemente arraigada entre las derechas españolas de 1936, acostumbradas desde antaño a tratar con los generales y a confiar su seguridad política en el peso de los sables. Las vivencias y creencias de las izquierdas eran muy distintas, porque jamás habían pensado en hacer la guerra sino en llevar a cabo la revolución liberal, marxista o ácrata, y fueron sorprendidas [¡angelitos!] por la guerra.» (pág. 45, los corchetes son míos.)

Como vemos, implícitamente, D. Gabriel Cardona, preso de una ramplona ideología humanitarista, «separa» radicalmente dos entidades: el «pueblo» (la «sociedad civil» espontánea) y el «estado» (con su brazo ejecutor: el «ejército»). Y mientras valorada positivamente toda «revolución» (más aestatal, que antiestatal) por ser (supuestamente) incruenta y por buscar un paraíso irenista (por su supuesta espontaneidad indisciplinada), todo proyecto estatalizado (y militarizado) sería malo, «cruento». Además pretende hacernos creer que la «militarización» es una manía más propia de la derecha que de las izquierdas (entendidas desde posiciones «pacifistas»). No sabemos en qué mundo vive don Gabriel, pero parece que no se ha enterado de que existen izquierdas definidas cuyas «revoluciones» han desembocado en estados fuertemente militarizados y bastante violentos.

Aparte de lo vaga que es su exposición de lo que ocurrió en la guerra civil, su torpe música es la que estamos hartos de oír de boca de los defensores de la Logse, del antiautoritarismo, de los movimientos antiglobalizadores (antisistema), de los defensores del diálogo y de la no-violencia, &c. Pura y estúpida metafísica «democraticista» y humanitarista, como la que, no podía ser de otra forma, se está movilizando contra el PP en nuestros días, tanto en relación al Prestige o la guerra de Irak (como dijimos en nuestro artículo de El Catoblepas, nº 15, pág. 1), como la que, con más premeditación, se está oyendo en relación a la superación de la Constitución del 78 (por parte de una especie de nuevo «Frente Popular antiPP»). Pero después de tantas estupideces el mismo Sr. Carmona debe admitir algo de realismo en su exposición, por eso dice, inmediatamente después del último párrafo:

«Únicamente el Partido Comunista de España contaba con recursos mentales y políticos belicistas gracias a las enseñanzas de la revolución bolchevique, la guerra civil rusa, las teorizaciones de Lenin y las experiencias de Trotsky. Durante años, los muchos activistas cualificados del PCE fueron enviados a Moscú para formarse y no sólo recibieron enseñanza revolucionaria, sino también formación militar.» (pág. 45, las cursivas son mías.)

Don Gabriel prefiere hablar de «activistas» antes que de «militantes» comunistas, o cualquier otro calificativo «estatalista». Y no podía ser menos cuando vemos cómo acaba su libelo:

«La República había sido agredida por un pronunciamiento militar masivo, que recibió el apoyo de Hitler y Mussolini, mientras las potencias democráticas occidentales se lavaban las manos y el pueblo se defendía con furia. Pero la República no podía derrotar a sus adversarios y no los derrotó, porque, militarmente, tenía la guerra perdida desde el principio. A pesar de todo, su resistencia duró casi tres años.» (pág. 51, las cursivas son mías.)

Como vemos, para el Sr. Cardona todo se reduce a un asunto de héroes (pacifistas) y villanos, en la que los buenos tenían la guerra perdida desde el principio. Pero, paradójicamente, los primeros Gobiernos frentepopulistas (tras el 18 de julio) se autoproclamaban «de la Victoria» y lucharon durante casi tres años. Y es que la coherencia lógica acaba resintiéndose ante tanta «cerrazón ideológica».

Otro de los autores del dossier editado por Enrique Moradiellos, y que centra su discurso en la guerra civil, es Julio Aróstegui, profesor de la Universidad Complutense de Madrid. Para no extendernos mucho más diremos que su artículo titulado «Guerra, poder y revolución. La República española y el impacto de la sublevación», también está en la línea interpretativa del PCE. Se empeña en culpar de todo lo que ocurrió al bando «rebelde» y se empecina en despreciar y derribar la tesis central de Burnett Bolloten pero sin armas dialécticas que se lo permitan. De hecho acaba preso de la trama de argumentaciones forzadas que construye, y concluye el escrito sin dar una explicación que sirva de réplica a lo que pretendía criticar. Y es que cuarenta años de pormenorizada investigación no se pueden borrar de un plumazo, aunque no vamos a negar la eficacia propagandística de Julio Aróstegui, sobre todo en aquellos espíritus perezosos y dogmáticos para los que «rectificar es de tontos», indigno de los dioses de la Academia de la Historia.

Después de leer la obra de estas «eminencias» entendemos mejor la crítica (amarga) de Stanley G. Payne a buena parte de los universitarios españoles. Y es que no quieren «rectificar» (como decía Azaña en el texto de la obra de Pío Moa que nos cita Iñigo Ongay en la nota 18 de su excelente trabajo). Y es que la «corrección política» (dominante) no siempre está coordinada con la historiografía más potente (verdadera). Ésta convive con otras, y ayudan a conformar ortogramas divergentes (objetivamente divergentes, más allá de la pasión que pongan los protagonistas en sus respectivos empeños). Hoy mismo vemos cómo la historiografía basura sigue siendo la más poderosa políticamente, a pesar de que el PP gane las elecciones. En dicho partido también hay corrientes políticas que contribuyen a minar la potencia de España.

Las historiografías del presente aún son españolas, aunque unas contribuyan a la distaxia de España y otras a su permanencia. La basura historiográfica actual («verdaderos relatos falsos») deberá tenerse en cuenta en el futuro para entender el pasado (por parte de la historiografía futura). Pero su valor político (su «corrección») dependerá de lo que sea de España y de los ortogramas en que se vea envuelta. Desde nuestra perspectiva lo peor que puede pasar es que la historiografía basura actual contribuya a formar ortogramas que dejen de ser «españoles», con lo que la valoración política de la misma (en el futuro) será muy distinta al cambiar de parámetros (por ejemplo si buena parte de las posibles «naciones fraccionarias» acabasen en la órbita europea de Francia o Alemania). Si España se mantiene viva en algún sentido (a través de lo que quede de ella) la historiografía de las Leyendas Negras podrá ser barrida de la manera pertinente. Pero la basura (historiográfica) no desaparece del todo, y lo mejor que se podría hacer con ella es reciclarla (incorporarla para entender mejor nuestro pasado de cara al futuro). Tratar de ocultarla es contribuir al autoengaño, lo que a la larga debilita.

Las corrientes historiográficas que consideramos «verdaderas» lo serán en la medida en que tengan potencia para ayudar a conformar ortogramas españoles, en la medida en que quede algo de España digno de tenerse en cuenta en la Historia Universal.

Notas

{1} Enrique Moradiellos, «Reseña y crítica de Ronaid Radosh, Mary R. Habeck & Grigory Sevostianov (editores), España traicionada. Stalin y la guerra civil, Planeta, Barcelona 2002, 628 págs.», en Barataria, Revista castellano-manchega de ciencias sociales, nº 4, septiembre de 2001. En http://www.acms.es/barataria/rese%96aBar04.html

{2} En http://www.revistadelibros.com/Editions/Detail.asp?IdNews=2548

{3} En http://www.h-debate.com/Spanish/debateesp/Gue-civil/tapia.htm

{4} En esta misma descripción supuestamente «moderada», «reformista», «desmitificadora» y «antimaniquea» se le ve claramente el plumero a D. Enrique Moradiellos. Buen ejemplo de ello es la manera en que se refiere a Ricardo de La Cierva, del que dice que es un «funcionario muy prolífico» (pág. 18 de Ayer, nº 50), pero sin darle el calificativo de «historiador». Posiblemente se deba a su resquemor por la manera en que el mismo Ricardo de la Cierva se refiere a él como «presunto historiador» (ver al respecto el magnífico artículo de Iñigo Ongay, en El Catoblepas, nº 22, pág. 1).

 

El Catoblepas
© 2004 nodulo.org