Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 23 • enero 2004 • página 2
Presentación del proyecto Symploké,
manuales de filosofía en español
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El «Proyecto Symploké» se orienta principalmente a la composición de manuales de filosofía, escritos en lengua española, y publicados ante todo a través de internet – www.symploke.net – pero sin descartar la edición en papel o en otros soportes según vayan aconsejando las circunstancias.
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No es nada fácil delimitar un concepto de «manual de filosofía». Ante todo, nos apresuramos a decir que un manual de filosofía no es un «libro de texto». El libro de texto está calculado para servir de «instrumento» a los alumnos o a los profesores que, en los establecimientos autorizados, públicos o privados, sigan cursos regulares, ajustándose a los planes que establecen las leyes vigentes. A veces incluso hay libros de texto diferentes para profesores y para alumnos. Los libros de texto de filosofía no son pues otra cosa sino una especie del género «libros de texto».
La discusión sobre la conveniencia o inconveniencia de los libros de texto está abierta permanentemente (al margen de las corrupciones más corrientes, a que ellos puedan dar lugar, se objeta que los libros de texto hacen perezoso al profesor, e incitan al memorismo al alumno, esterilizando su espíritu de iniciativa y de investigación). Obviamente todas estas objeciones tienen sus correspondientes réplicas, a las que aquí no nos vamos a referir.
Pero estas objeciones a los libros de texto, en general, se agravan cuando van referidas a los libros de texto de filosofía, y se agravan tanto que llegan a «probar demasiado», o dicho de otro modo, que cabría decir de ellas que van dirigidas no ya tanto contra la filosofía expresada en un libro de texto, sino contra la filosofía en general, en la medida en que ella pretenda ser algo más que «filosofar».
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Pero si el Proyecto Symploké no va dirigido, según hemos dicho, a la composición de libros de texto de filosofía, sino a la composición de manuales de filosofía, ¿no podríamos dejar de lado el debate acerca de las ventajas o desventajas de los libros de texto?
En parte sí –en todo aquello en lo que el manual difiere del libro de texto y, por consiguiente, puede ponerse a salvo de los inconvenientes que a estos se les atribuyen–. Pero en parte no, y, concretamente, en nuestro caso, en todo aquello que el manual pretenda ser un «manual de filosofía», que se enfrenta con la concepción de la filosofía como filosofar.
Un manual de filosofía no es un libro de texto, principalmente porque él no va destinado al alumno, a fin de proveerle de un instrumento para preparar sus exámenes, ni tampoco va destinado al profesor para ofrecerle, oficiosamente, ya preparados los temas propuestos por el plan de estudios, imprescindible en toda «filosofía administrada», que él se supone puede y aún debe preparar libremente. Un manual de filosofía pretende ser la exposición completa –dentro de la reducción de sus límites: un manual no es un tratado– de un conjunto de doctrinas, ordenadas con cierta independencia de las orientaciones implícitas en los cuestionarios oficiales (aún sin perjuicio de corresponderse con ellos) y desarrolladas según sus fundamentos propios, y según las diferencias que mutuamente mantienen entre sí con otros sistemas doctrinales. Un manual de filosofía no es por ello un «ensayo» o un conjunto de ensayos; como «género literario» debe asumir la forma de la exposición doctrinal, informativa de doctrinas (por tanto, de problemas, de respuestas alternativas, &c.), con indicación lo más precisa posible de datos positivos (fechas, estadísticas, títulos de obras) pertinentes. Un manual de filosofía es, por tanto, un modelo de referencia (o un contramodelo) que puede ser utilizado por el profesor o por el alumno. En el manual el profesor debe poder encontrar una exposición «objetivada» (en el sentido de que no sean meras opiniones propias subjetivas) con la cual puede contrastar, impugnándola, corroborándola, desarrollándola, su personal tratamiento de las cuestiones. Y el alumno puede encontrar en el manual (en nuestro proyecto, además, de forma gratuita y de acceso directo a través de cualquier ordenador), exposiciones y datos indispensables para coordenar y fijar sus conocimientos (el mayor espejismo de quienes, abominando de manuales o de libros de texto, creen poder sustituirlo por los «apuntes», que no pueden ser otra cosa sino manuales o libros de texto plagados de erratas, de ideas distorsionadas, &c.).
Por último, el manual es ocasión permanente para que las dificultades, dudas, objeciones, &c., que su estudio pueda suscitar en el alumno puedan también ser atendidas por el profesor, en un terreno mucho menos «subjetivo» o «autista» que aquel en el cual el profesor se ve obligado a encerrarse cuando únicamente dispone, como medio objetivo de comunicación entre él y sus alumnos, de los «apuntes» que los propios alumnos han tomado de él.
Es evidente que, en todo caso, las ventajas que el manual puede tener, en principio, sólo comenzarán a notarse si los contenidos del manual son buenos. Pues no es el manual, en general, el que es bueno; es este manual concreto, en comparación con otros, y según diversos grados de bondad.
Sin embargo, las dificultades de quienes objetan a los libros de texto de filosofía el pretender «ofrecer la filosofía en un libro», cuando lo único, al parecer, que cabría intentar, por parte del profesor, según la resobada fórmula kantiana («no es posible enseñar filosofía, sólo filosofar»), sería que el alumno «filosofase» con el profesor, se refuerzan, si cabe, cuando nos referimos a manuales de filosofía, puesto que un manual añadiría a un «simple libro de texto» ciertos componentes de «prepotencia y dogmatismo» de los cuales el libro de texto acaso no necesitase.
Pero, ¿qué es lo que se quiere decir con esta distinción entre «filosofar» y «filosofía», utilizada con frecuencia como arma arrojadiza contra todo aquello que no sea interrogación, debate, contradebate, es decir, contra todo lo que no sea aquello que algunos llaman «filosofar»?
Ante todo tenemos que advertir de grave error a quienes pretendan insinuar que con esta distinción estamos penetrando en alguna peculiaridad de la Filosofía (que sólo pueda enseñarse «filosofando»); porque otro tanto puede decirse de la Geometría o de otras disciplinas. También cabría decir: «No podemos enseñar Geometría, si no es geometrizando.» Quien se aprende de memoria un teorema de Euclides no aprende geometría; para entenderlo tiene que geometrizar. De hecho Euclides, además, parece que le dijo a Tolomeo, cuando este le manifestó que eran demasiado difíciles los Elementos que él había escrito por indicación suya: «Majestad, no hay caminos reales para aprender Geometría.»
Por ello, y con muy buen juicio, suele disolverse esta supuesta disyuntiva (o filosofar o filosofía) aduciendo la posibilidad de filosofar mientras se enseña filosofía, o de enseñar filosofía mientras se filosofa.
Lo que ocurre es que, tras la disyuntiva que nos ocupa, se esconde seguramente otra distinción, que aparece explícita en otros muchos contextos: la distinción entre filosofía como «perpetua inquisición, exploración, duda, buceo...» y la filosofía como sistema. Pues muchas veces, si no todas, cuando se contrapone el filosofar a la filosofía, lo que se está haciendo es oponer el «libre torrente del pensamiento» (el filosofar como pensar, como acción y efecto propio de «el pensador») a la filosofía como sistema doctrinal. Y muchos de quienes dudan de los manuales de filosofía (o los aborrecen) es porque de lo que dudan (o lo que aborrecen) es del sistema filosófico, que contraponen al «ejercicio crítico» propio del filosofar.
Con esto piden el principio, porque dan por supuesto que es posible un «ejercicio de filosofar crítico» al margen de toda doctrina sistemática. Sin duda, porque confunden el significado psicológico subjetivo de un «filosofar prístino» (un cavilar que muchos aprecian ya en el niño de cuatro años, cuando entra en la fase del ¿por qué?) con el significado histórico y social. Acaso porque presuponen que el filosofar («interpretado como amor al saber», como si ese amor al saber no se diera, y aún más intensamente, cuando va referido al saber entomológico o al saber filatélico) es una exigencia subjetiva originaria, vinculada a la curiosidad y temen que el sistema, o la doctrina, mate esa curiosidad. Habría que tener en cuenta, sin embargo, que la pregunta filosófica tiene poco que ver con la curiosidad, o con el «por qué» infantil (que muchas veces es un mero estereotipo); la curiosidad aparece en los niños y en los chimpancés, a quien nadie en su sano juicio puede atribuirles una actitud filosófica.
Para quien presupone que la filosofía no brota de la curiosidad subjetiva, o de la ignorancia psicológica, ni siquiera de la duda, sino de saberes firmes obtenidos previamente a lo largo de un dilatado proceso histórico, es decir, para quien presupone que la filosofía tiene un origen histórico, que se origina en la confrontación entre conocimientos firmes y científicos (por ejemplo, geométricos, como enfrentados también con otros conocimientos firmes), que suscitarán problemas (y el problema viene siempre después de un teorema) o asombros, entonces la contraposición entre el filosofar y la filosofía sistemática habrán de plantearse de otro modo.
Por ejemplo, teniendo en cuenta, o simplemente sospechándolo, que los problemas filosóficos y el asombro filosófico –por tanto, el «filosofar»– pueden ser suscitados por el enfrentamiento entre «sistemas metafísicos» diferentes. La filosofía académica, la filosofía de Platón, surgió –al menos según la tesis que hemos expuesto en otro lugar– del análisis de los enfrentamientos entre las diferentes metafísicas presocráticas, y con la referencia a saberes tan firmes como los de la Geometría de su época.
Quienes aborrecen el sistema, porque temen que él mate el filosofar, sustituyéndolo por dogmas doctrinales, demuestran tener un concepto puramente escolar (en modo alguno «escolástico», en el sentido histórico) del sistema filosófico. Porque el sistema filosófico es lo más opuesto al dogma que cabe imaginar, desde el momento en que un sistema filosófico sólo puede establecerse en el proceso de enfrentamiento dialéctico con otros sistemas. Este enfrentamiento implica sin duda un filosofar, y un filosofar continuado, porque continuas son las presiones que sobre un sistema ejercen los demás.
Por ello hay que dudar de si quienes pretenden reducir la filosofía a la condición de una «reflexión radical y crítica» saben bien lo que quieren decir.
¿Entienden la reflexión, en sentido psicológico, como «meditación solitaria», en la cual el «espíritu se inclina sobre sí mismo», acaso después de adoptar la postura contorsionada que atribuyó Rodin al Pensador, a la manera como los políticos franceses, los cartesianos del cogito, inducen a que todos los ciudadanos hagan «un día de reflexión» antes de las elecciones legislativas? En nuestros días el término «reflexión» parece dignificar cualquier «pensamiento», por infantil o necio que éste sea (dice un oyente al intervenir en una tertulia radiofónica: «Sólo quiero hacer una reflexión: la violencia de género aumenta porque los hombres somos muy egoístas.»).
Pero si entendemos la «re-flexión» en un sentido lógico objetivo (y no psicológico subjetivo), es decir, si entendemos la reflexión como una situación característica que se conforma al proyectar unas ideas sobre otras, a la manera como el rayo de luz re-flexiona al chocar con un espejo (por ejemplo, si se entiende la reflexión objetiva como el filtro del programa de un partido político, a través de otros), entonces la reflexión filosófica requerirá la confrontación de uno o más sistemas filosóficos, o el enfrentamiento de unas ciencias con otras. El carácter reflexivo atribuido a la filosofía, en este sentido objetivo, ¿puede ser otra cosa sino la misma condición de «saber de segundo grado», de un saber que comienza confrontando otros saberes previamente dados?
¿Y qué quiere decir «radical»? «Lo que va a la raíz», se responde de inmediato. Y esto parece muy claro en su momento negativo: una reflexión que no se queda en la hojarasca, sino que «penetra más adentro». Pero, ¿dónde está la raíz de la reflexión filosófica radical? ¿No es algo postulado o presupuesto a título de primer principio, como el cogito de los cartesianos, o el Dios de los ontologistas? Pero entonces, el que propone una «reflexión radical» se nos manifiesta inesperadamente como un fundamentalista. Porque acaso no hay una raíz o un fundamento único del que todo lo demás dependa. El fundamentalista dirá que, de no ofrecer una raíz, o un fundamento único, sólo cabe el escepticismo. Pero otra vez pide con esto el principio. Pues, ¿acaso no cabría encontrar evidencias in medias res –sin necesidad de llegar a supuestas raíces–, en construcciones circulares en las cuales los principios son al mismo tiempo las consecuencias? En cualquier caso, el que propugna una filosofía como «reflexión radical» debería tomarse al menos la molestia de decirnos a qué raíces se refiere.
¿Y cuando se habla de «reflexión crítica»? Difícilmente puede encontrarse una expresión más vaga y pretenciosa. Porque la crítica carece por completo de sentido si no se dan los parámetros o los criterios. Decir de alguien que tiene un «espíritu crítico» no es decir nada, desde una perspectiva filosófica; es decir demasiado, desde una perspectiva psicológica («espíritu crítico» designa a veces el mero negativismo del adolescente que está dispuesto a criticar incluso el teorema de Pitágoras que acaba de aprender, sin advertir que criticar algo puede significar muchas veces, no tanto espíritu de rigor, sino ignorancia de la cuestión).
Sólo es posible la crítica respecto de determinadas referencias canónicas: el musulmán critica al judío, y el judío critica al cristiano. La crítica, definida en un plano lógico, consiste esencialmente en operaciones de clasificación. El musulmán que critica al judío debe comenzar por determinar sus analogías y sus diferencias, clasificándolas en categorías más amplias, a fin de poder tomar partido a través de alguna de ellas. Por ello, quien no dispone de categorías adecuadas, o de criterios, «después de conocer bien al enemigo», no podrá criticarle objetivamente, por mucho «espíritu de crítica» que él tenga; sus críticas serán siempre desajustadas o indoctas, y el crítico se destruirá en su misma reputación de tal.
¿O es que quien habla de «reflexión radical y crítica» propugna en filosofía una especie de «vuelta a Kant», a la filosofía crítica? Poca fuerza de convicción, al menos para un materialista, tendría este requerimiento de la «vuelta a Kant». ¿O acaso quien propugna una «reflexión radical y crítica» quiere volver a Descartes, como «creador de la filosofía moderna edificada por la crítica a toda autoridad», que ve que la conciencia se ha emancipado de ella por la razón?
Es este un criterio vigente todavía en nuestra época, al menos es el criterio utilizado por muchos historiadores generales (y por muchos historiadores de la filosofía en especial) cuando tratan de definir esa «esencia» (descubierta ya bien entrado el siglo XX) que llaman «modernidad», y que no se reduce a la condición de un mero concepto historiográfico, por cuanto ella expresa, a su vez, una idea filosófica sobre la propia filosofía, y sobre el alcance del papel que pueda corresponderle en la «vida moderna»; una idea directiva, por tanto, de la organización de los planes de estudio que serían necesarios para la educación de la juventud en la vida de nuestra época. Pues «modernidad» significa precisamente, para muchos de quienes hoy creen poder comprender su «esencia», emancipación de la razón frente a la autoridad, pensamiento autónomo, &c. Una revolución que habría comenzado con Descartes y habría culminado con Kant, cuando dijo que la Ilustración era la emancipación del hombre, mediante la razón, de su culpable incapacidad. Pero una gran mayoría de los profesores de filosofía, incluso de aquellos que logran asumir responsabilidades directivas en la organización de los planes de estudios, consideran que Descartes y Kant siguen siendo los héroes y los modelos de la «filosofía radical y crítica»; lo que explica a su vez la consideración que alcanzan estos héroes en sus argumentaciones sobre la pedagogía de la filosofía y, por supuesto, el puesto principal que se les concede en la Historia de la Filosofía.
No es esta valoración de Descartes o de Kant, como modelos de la «reflexión crítica radical», una novedad, en cualquier caso, que se produzca en nuestros días, sino que es ya una tradición del profesorado de filosofía español, cuando se ve forzado a definir las diferencias entre su «ciencia» con otras disciplinas, sobre todo en el momento de organizar un plan de estudios de bachillerato. El 1853 don Nicomedes Martín Mateos, «apóstol de Bordas en España», en el escrito que dirigió al Excmo. Sr. Marqués de Gerona (Ministro de Gracia y Justicia), en una época en la que, como en la nuestra, se estaban discutiendo los planes de estudio para la nación, decía con absoluta convicción:
«¿Qué era la filosofía antes de Descartes? Una ciencia de statu quo, una abstracción de clasificaciones impertinentes, una ciencia de palabras. El Parlamento había prohibido enseñar máximas contra los autores antiguos y disputar contra los aprobados por los doctores y por la facultad de Teología. El escolasticismo había olvidado la sana filosofía de San Agustín, que enseñaba: "Que hay dos vías para conducir a las almas, la autoridad y la razón: que si la autoridad es la última en el orden de excelencia, es la primera en el orden del tiempo" &c. &c. La autoridad por tanto se había extralimitado, y cuando con ella arguyen a Descartes, responde: ¡¡autoridades a mí, que dudo hasta si hay hombres!!» (Nicomedes Martín Mateos, Breves consideraciones sobre la reforma de la Filosofía, Salamanca 1853, página 7.)
En estos debates aparecen seguramente confundidos el plano psicológico social (en el que se dirimen las cuestiones de la «libertad», «emancipación de la autoridad» de unos individuos o grupos frente a otros) con el plano filosófico. Difícilmente podrá subestimarse la importancia del primer plano, que es el plano de la psicología, de la sociología y de la historia, en el que transcurre seguramente la mayor parte de eso que llamamos «filosofar». Pero las revoluciones psicológicas o sociológicas contra las autoridades, ¿pueden interpretarse sin más como revoluciones filosóficas, mediante las cuales la «razón» o la «filosofía» alcanza su emancipación? Acaso Descartes o Kant (y con ellos sus admiradores) tuvieron el sentimiento psicológico de que estaban «emancipándose de la autoridad en nombre de la razón». Pero, ¿qué alcance podía tener este sentimiento, más allá de ser una expresión retórica y autopropagandística? ¿Es que antes de ellos no había habido crítica continuada, aún cuando psicológicamente esta tomase la forma del comentario que interpreta o aclara, transformándolas, las doctrinas heredadas? ¿Acaso Santo Tomás no fue más crítico del hilemorfismo de Aristóteles, interpretándole a su modo, en su teoría de la transubstanciación, mientras se declaraba aristotélico, que Descartes, al declarar contra Aristóteles que la cantidad del pan sagrado era su misma sustancia? ¿Tuvo en cuenta don Nicomedes que Descartes, cuando dudaba incluso de la existencia de otros hombres, lejos de estar reivindicando la razón de su cogito, contra la autoridad, estaba reduciendo su propio cogito a una apariencia similar a las que sentía el licenciado Vidriera, si es que tomamos en serio la afirmación de que mi ego no puede ser conformado al margen de los demás hombres, de los cuales, por tanto, no cabe dudar sin dudar de mí mismo? ¿Y cómo podría la filosofía, en cuanto «reflexión radical y crítica», someter a crítica radical a un teorema geométrico bien establecido? ¿Acaso este teorema no lleva incorporada ya la crítica, pero la crítica geométrica, no la filosófica? ¿Acaso puede darse por axiomático que la filosofía surge de la duda, antes que de saberes previos bien establecidos, pero acaso incompatibles con otros, también bien establecidos?
Concluimos: quienes siguen pretendiendo presentar a la filosofía como una «reflexión radical y crítica», a fin de deducir de esta definición, no sólo el «peso» que ella debe tener en un plan de estudios de bachillerato, sino también el lugar de orden que le corresponde (algunos profesores reivindican para la filosofía un lugar importante en la enseñanza primaria, precisamente antes de que pueda hablarse de «saberes previos bien establecidos») e incluso sus propios contenidos, ¿no están de hecho reincidiendo en la concepción metafísica tradicional de la filosofía como «la investigación de las primeras causas y de los primeros principios»? ¿Qué otra cosa puede querer decir «radical», en sentido positivo? «Ir a la raíz», ¿es algo distinto que ir a los fundamentos, a las primeras causas o principios? Tendría sentido que alguien reivindique esta voluntad de «saber radical», de ir a la raíz, cuando al mismo tiempo nos la haya presentado; pues de otra manera no podemos saber a qué raíz se refiere, ni siquiera si tal raíz existe. Si nos la presenta, tendrá que hacerlo a través de un sistema filosófico, o bien a través de una «declaración de principios» dogmáticos, como los que presentaban a la filosofía en su régimen de ancilla theologiae. Y en cualquiera de ambos casos, ¿no es excesivo comenzar el debate acerca del «lugar de la filosofía» en el plan de estudios, así como en los debates acerca de sus contenidos, exigiendo a todos los que vayan a intervenir en estos debates compartir el sistema filosófico o la declaración de fe que en ese planteamiento del debate está implicado?
A nuestro entender, y en el momento del debate sobre el lugar, papel, contenidos, &c., de la filosofía en un plan de estudios, se hace necesario proceder con una definición práctico operatoria de la filosofía, que no comience exigiendo cosas tan metafísicas como «primeras causas» o «reflexiones radicales», es decir, que no comience dando por hecho que el profesor de filosofía (si no ya el libro de texto o el manual) tiene la responsabilidad de enseñar a sus alumnos a ejercitarse en ese tipo de reflexión radical y crítica, o en el de conocer alguna causa o primer principio en los que se supone él debe estar ya impuesto. ¿O acaso puede alguien pensar (sobre todo si fue clérigo) que por haberse librado de las dogmáticas religiosas, el profesor de filosofía tiene ya asegurado el ejercicio de una «reflexión radical y crítica»?
Desde hace treinta años venimos proponiendo la conveniencia de definir (en el terreno práctico operatorio) a la filosofía de un modo positivo, es decir, teniendo en cuenta los contenidos objetivos más permanentes de los que de hecho se ocupa, y no de un modo metafísico, alegando los deseos hacia saberes radicales o hacia primeras causas, a través de la reivindicación de las Ideas (en el sentido amplio de la tradición platónica, y no sólo en el sentido restringido –el de las Ideas ilusiones trascendentales de la tradición kantiana–) como materia propia de la filosofía. Sin duda esta propuesta implica una reconstrucción determinada, pero esta reconstrucción puede, en gran medida, mantenerse en el mismo terreno práctico positivo (no metafísico) en el que se mueven los debates en torno a los planes de estudios, a los libros de texto y a los manuales de filosofía. Como elementos mínimos de una tal reconstrucción citaremos los cinco siguientes:
(1) Las Ideas (con mayúscula) están presentes en toda la tradición filosófica y en los más diversos sistemas filosóficos encontramos Ideas o elementos, si no idénticos, sí afines y susceptibles de ser puestos en correspondencia, a través de fenómenos comunes. Así por ejemplo la Idea de Causa, la Idea de Dios, la Idea de Sustancia, la Idea de Cantidad, la Idea de Materia, la Idea de Espíritu, la Idea de Tiempo, la Idea de Justicia, &c.
(2) Las Ideas se distinguen de los Conceptos, que se mantendrían en el terreno de las técnicas, de las tecnologías o de las ciencias positivas. «Arquitrabe» es un concepto arquitectónico, no es una Idea. «Razón doble» es un concepto trigonométrico, no es una Idea.
(3) Las Ideas no proceden de una mente divina, ni de una mente humana (no son «secreciones» de la «razón pura» cuando silogiza en forma categórica, hipotética o disyuntiva); proceden de Conceptos tecnológicos o científicos, vinculados a fenómenos operatorios, y precisamente como una reflexión objetiva, primero entre los conceptos de diferentes categorías, después entre Conceptos e Ideas, y por último entre las Ideas mismas. Las Ideas aparecen ya, sin duda, muchas veces, antes de ser «institucionalizadas» como ideas filosóficas, en la vida social ordinaria, en la filosofía mundana o vulgar. Los lenguajes de las sociedades que han alcanzado un determinado desarrollo (en la «civilización») constituyen el mejor reflejo de la presencia de Ideas, sin que por ello pueda concluirse que las Ideas son meros contenidos lingüísticos.
(4) Las Ideas nunca actúan como entidades solitarias, sino en «sociedad» con otras Ideas. Los sistemas filosóficos intentan reconstruir esas «sociedades de Ideas» según líneas características.
(5) La diferencia principal entre una filosofía mundana o vulgar y una filosofía académica (de tradición platónica, y no precisamente universitaria) podría exponerse diciendo que la filosofía mundana contiene múltiples Ideas, pero cuyas conexiones sistemáticas se llevan a cabo impulsadas por intereses ideológicos o tradiciones dogmáticas conscientes o inconscientes. Generalmente las conexiones, en la filosofía mundana o vulgar, se establecen por pares (Espacio/Tiempo, Reposo/Movimiento, Materia/Espíritu, Izquierda/Derecha) o por tríos (Pasado/Presente/Futuro, Poder legislativo/Poder ejecutivo/Poder judicial) pero sin profundizar en la razón de estos agrupamientos ni en los vínculos entre los pares, las ternas o las cuaternas entre sí.
Por este motivo a la filosofía mundana no podemos conferirle el atributo de «legisladora de la razón». La filosofía académica, en cambio, puede redefinirse precisamente por su carácter sistemático; sistematismo que sería dogmático cuando no está confrontado con otras alternativas sistemáticas, y sistematismo que comienza a poder ya ser llamado crítico cuando contenga esa confrontación dialéctica. En estas confrontaciones dialécticas de unas cadenas de ideas con otras, a través de los fenómenos, haríamos consistir el carácter crítico (clasificatorio) de la filosofía académica. Y como criterio dialéctico de estas confrontaciones tomaríamos, en primer lugar, la potencia reductora que un sistema filosófico pueda tener ante los demás, y la resistencia que un sistema ofrezca a ser reducido por otros.
Insistimos que esta definición de filosofía, en cuanto puede constituir una dedicación, incluso un oficio, está calculada para que quien filosofa espontáneamente o profesionalmente pueda dar a sus vecinos alguna indicación aproximada de su ocupación. Si alguien pregunta a quien está filosofando espontáneamente, o a un profesor de filosofía: «¿en qué te ocupas?», puede quedar decepcionado, si no ya estupefacto, si escucha como respuesta: «Me ocupo en reflexionar críticamente sobre la realidad radical»; o bien: «Me ocupo en el conocimiento de las primeras causas de las cosas.» Pues estas respuestas no definen evidentemente su ocupación efectiva (si así lo creyera alguien, había que creer también que quien está filosofando está caminando en terrenos propios de algún dios o de algún extraterrestre), sino a lo sumo las pretensiones de ese «pensador».
En cambio, si en la respuesta dice algo semejante a esto: «Me ocupo en el análisis de ciertas ideas tales como la idea de Causa, de Principio, de Raíz, de Reflexión, de Realidad, y de la concatenación entre ellas», quien pregunta puede recibir una información positiva sobre la ocupación de su vecino más precisa y similar a la que recibiría alguien que preguntando a un matemático de qué se ocupa escuchase como respuesta: «Me ocupo del concepto de conjunto, de los números enteros y fraccionarios, de las tangentes y cotangentes» (en lugar de escuchar: «Me ocupo de la esencia de la cantidad que constituye la sustancia del universo»; una respuesta también similar a la de un gramático que ante la pregunta en qué te ocupas respondiera: «Me ocupo de los verbos activos o pasivos, de los morfemas de género y de número, de las concordancias y de asonancias», en lugar de decir: «Me ocupo de la forma de expresión más profunda del espíritu humano»).
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El Proyecto Symploké, de manuales de filosofía en español, se inspira en la concepción de la filosofía académica que acabamos de exponer en este bosquejo. Por este motivo el Proyecto Symploké es constitutivamente dual, porque él podrá desplegarse según dos vías, cada una de las cuales «comprende» de algún modo a la otra:
(I) La vía que podríamos llamar sistemática doctrinal, orientada a expresar las ideas más importantes de un sistema filosófico en confrontación, desde luego, con otros. La vía sistemática requiere tomar partido por un sistema; no es posible una neutralidad, que sería acrítica, por naturaleza. Sin embargo, el partidismo no implica dogmatismo, si la parte asumida se mantiene en confrontación dialéctica constante con otras. En principio, un manual de filosofía podría tomar, como punto de vista, «la parte» de cualquier «sistema coherente». El Proyecto Symploké toma la parte del materialismo filosófico.
Desde un punto de vista abstracto (abstracto respecto de la vía histórica de la que hablaremos en II), es decir, poniendo entre paréntesis los vínculos de filiación entre los sistemas, y suponiendo que los sistemas [S1, S2, S3] que se confrontan están ya constituidos, se nos abre una estructura matricial en la que aparecen, por un lado, en columnas, las Ideas (I1, I2... In) y por otro lado, en filas, los Sistemas (S1, S2, Sk)
I1 | I2 | I3 | I4 | I5 | I6 | I7 | ... | In | |
S1 | |||||||||
S2 | |||||||||
... | |||||||||
Sk |
Un Sistema Sp se nos presenta así, en horizontales, como una concatenación de Ideas, Ii. La idea de Sustancia, por ejemplo, habrá que exponerla tanto en el sistema Sq de Aristóteles como en el sistema Sr de Espinosa. Pero si esta confrontación no se hace desde una parte con capacidad reductora («crítica»), la confrontación será meramente léxica o doxográfica.
Una Idea Iq, además de tener que ir referida a Conceptos y a fenómenos operatorios, se nos presenta como un contenido de diversos Sistemas S. No cabe en principio hablar de una filosofía (como sistema) que tenga lagunas o casillas de la matriz en blanco, es decir, que carezca de capacidad para «reexponer» al menos las más diversas ideas que puedan ser suscitadas; y aquí podemos encontrar un criterio para diferenciar el filosofar de la filosofía. Aproximadamente podríamos decir que el filosofar se mueve en la dirección de las columnas, mientras que la filosofía se mueve en la dirección de las filas.
(II) La vía que suele llamarse histórica, y que conduce a la composición de una Historia de los Sistemas Filosóficos. «Historia» que no tiene solamente el sentido de una «historia linneana» (exposición de escuelas, doctrinas) sino el sentido de una «historia evolucionista» o darwiniana, que nos muestra cómo los sistemas, además de su pluralidad simultánea, han surgido sucesivamente, a veces por emanación, unos de otros, pero casi siempre por influencia de un medio fenoménico con sus propias legalidades. Y esto es debido a que un sistema filosófico, cuando se le considera construido a partir de ideas, no puede entenderse como una mera transformación de otros sistemas previos. Las Ideas de las cuales se alimentan los sistemas no son eternas, ni pueden figurar como átomos ingénitos; las Ideas, que brotan de la Tierra, son históricas, e incluso las Ideas que pretenden ofrecernos representaciones de realidades eternas tienen también una fecha de nacimiento: por vía de ejemplo, la Idea de un Dios monoteísta no es eterna, sino que fue «institucionalizada» por Aristóteles; la Idea de Cultura no es eterna sino que fue «institucionalizada» por Herder.
Por este motivo tampoco la Historia de los Sistemas es neutral, también aquí hay que tomar partido. Es evidente que la vía histórica, en cuanto es historia filosófica, para no recaer en la mera doxografía (por otra parte necesaria, desde un punto de vista filológico), tiene que hablar desde un sistema, de la misma manera que la confrontación sistemática (para no recaer en la lexicografía) tiene que hacerlo desde la parte de un sistema. Esto excluye, en general, toda perspectiva de eclecticismo y de confusión entre la importancia (o trascendencia) histórico cultural de unas ideas o sistemas y su significado filosófico desde el sistema tomado como referencia canónica. Nadie puede negar, como cuestión de hecho histórico, la importancia histórica de Descartes o de Kant; pero desde el materialismo filosófico no cabe reducirnos a estos criterios, según los cuales Espinosa, o Santo Tomás, habrían de quedar reducidos a un rango inferior.
Un manual de historia de la filosofía que tenga pretensiones filosóficas, si está expuesto desde coordenadas materialistas, tendrá que «tirar abajo», o demoler, una gran parte de las construcciones históricas ofrecidas por el idealismo. Por ejemplo, desde la perspectiva del materialismo, no podríamos reescribir, como suele ser habitual, la lección correspondiente sobre Descartes, presentándolo como «el instaurador del racionalismo moderno», como «el pensador que ofreció a la filosofía un nuevo fundamento, el cogito». Y no porque insistamos en buscar precedentes agustinianos, o cualquier otra fuente (entre ellas a Don Quijote), al cogito, sino simplemente porque no es un principio. Asimismo, ¿cómo considerar como modelo del racionalismo moderno a una filosofía que postula una sustancia espiritual, como res cogitans, y la pone a trabajar en una glándula del esfenoides? Descartes es sin duda un genio como matemático; pero el chovinismo francés, o el de sus émulos españoles, al modo de don Nicomedes Martín Mateos, no puede justificar la decisión de irradiar el prestigio de su genio matemático sobre un sistema filosófico tan ruin, por no decir ridículo. ¿Y qué decir de Kant, de su idealismo de la conciencia formal ética, de sus postulados prácticos de la razón, en el que acoge como necesarios para la vida moral a las ilusiones trascendentales? ¿Y qué decir de sus fabulaciones sobre el sistema de las categorías, cuyo mérito –y es muy grande– no es tanto filosófico cuanto estético (el mérito propio de una construcción tan arbitraria y gratuita como ingeniosa)?
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El Proyecto Symploké que presentamos ahora tiene sin duda bastante que ver con otra empresa que hace ya más de quince años, al amparo de la nueva situación creada por los gobiernos de la nueva democracia, llevamos a efecto Carlos Iglesias Fueyo, Alberto Hidalgo Tuñón y el que esto escribe, Gustavo Bueno Martínez. Aquel Symploké, sin embargo, más que un manual de filosofía estaba concebido como un libro de texto, en papel, que pretendía ofrecer a los estudiantes y a los profesores un conjunto de lecciones ajustadas puntualmente a los planes de estudios presentados a la sazón por el gobierno socialista. Sin embargo la perspectiva desde la cual fue escrito ese libro era también la perspectiva del materialismo filosófico, en el estado de desarrollo que había alcanzado en aquellos años. Para nuestra sorpresa, esta obra fue puesta en entredicho por funcionarios del gobierno socialista, cuya desorientación era tan grande que llegaron a tachar al libro de «prosoviético». El escándalo que esa censura desencadenó en la prensa nacional, dado que obligaba a replantear la cuestión de la libertad de cátedra en la nueva democracia, fue muy notable. Todo se arregló, sin embargo, con ventaja para el libro, gracias a un programa de televisión (Fernando García Tola me invitó al programa que él dirigía, Querido Pirulí; yo le pedí, tras agradecer su invitación a un programa de gran audiencia –quince millones de espectadores–, el plantear el problema de la libertad de cátedra que se había suscitado a propósito de Symploké; en los anuncios que la prensa dio de este programa figuraba mi intervención; cuando llegué al programa –23 de marzo de 1988– Tola me enseñó un oficio del Ministerio, que acababa de recibir, en el que se notificaba que Symploké estaba autorizado como libro de texto), y el libro pudo beneficiarse, en varias ediciones, de la propaganda gratuita que el escándalo le proporcionaba.
Pero el actual Proyecto Symploké, en el que se prevé la colaboración de un grupo de profesores idóneos (entre ellos se cuentan también los antiguos autores de Symploké) es una versión enteramente distinta y autónoma respecto del libro de texto, ya pretérito, del mismo nombre. Por de pronto comprenderá una parte histórica, a la que atribuimos tanta importancia como a la parte sistemática. Además el actual proyecto no está orientado, como hemos dicho, a componer un libro de texto que corresponda a un cuestionario oficial. Esta orientado a componer manuales de filosofía sistemática, cuya estructura no vaya subordinada a ningún plan de estudios vigente (además, siempre efímero), sino manteniendo su organización propia. Lo que no significa que la temática propuesta por los cuestionarios vigentes no esté también de hecho incorporada a los manuales, ni que se dejen de ofrecer guías pedagógicas de correspondencias que faciliten seguir esos programas. Estas correspondencias podrán ajustarse no sólo a diversos planes de estudios que puedan sucederse en España, sino también a otros planes de estudio de Naciones que hablan en español. El formato electrónico e internet son prácticamente el único instrumento que permite hoy mantener fluidamente y al día estas correspondencias.
Por último, los manuales de filosofía objeto del Proyecto Symploké no están dirigidos, por supuesto, en exclusiva a los estudiantes: su público virtual es mucho más amplio. Este público potencial no lo es tanto en calidad de estudiantes que tienen que examinarse (menos aún en calidad de estudiantes de «clases acomodadas», a las que se refiere el Plan general de Instrucción Pública del Duque de Rivas, de 4 de agosto de 1836), sino en calidad de ciudadanos que han tenido acceso a una instrucción pública o privada, pero como podría tenerlo cualquier otro ciudadano. Es decir, los manuales que proyectamos van dirigidos a toda la Nación de los ciudadanos. La razón es que presuponemos que la filosofía sistemática interesa principalmente, no tanto a los individuos subjetivos (porque para intentar resolver los «problemas filosóficos» de un individuo subjetivo existen ya psiquiatras, psicólogos, masajistas y también grupos de licenciados en filosofía decididos a «practicar la filosofía» en su función tradicional de «medicina del alma», que ya asumieron los epicúreos o los estoicos) cuanto al ciudadano que tiene que formarse juicio (filosófico) en cuanto miembro de una sociedad política.
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Un manual de filosofía sistemática no es un libro de texto que haya de estar subordinado a un cuestionario oficial vigente; su órbita pretende sobrepasar su intervalo de vigencia que, según nos notifica la experiencia, suele ser muy corto. En la Nación española, instaurada por la Constitución de 1812, cada diez, pero también cada dos o tres años, un Plan de Estudios ha sucedido a otro: al Plan del Duque de Rivas, de 4 de agosto de 1836, sucede el Plan de don Pedro José Pidal, de 17 de septiembre de 1845; a la modificación de este Plan por don Nicomedes Pastor Díaz, de 8 de julio de 1847, sigue el Plan de Bravo Murillo de 14 de agosto de 1849. Y así sucesivamente, cada dos, tres o diez años a lo sumo, hasta nuestros días, los de la Ley de Calidad de la Educación de 23 de diciembre de 2002, de Pilar del Castillo Vera, así como el Real Decreto de 27 de junio de 2003 («por el que se establece la ordenación general y las enseñanzas comunes del Bachillerato»).
Sin embargo, a pesar de las diferencias de órbitas calculadas para un manual y para un libro de texto, ajustado a un cuestionario vigente, no deja de tener una gran importancia la confrontación de las órbitas asignadas a los manuales y a los libros de texto, puesto que ambos tipos de obras tienen obviamente una gran «porción de masa» común, o incluso objetivos muchas veces convergentes, que podemos definir mediante la fórmula antes utilizada: ofrecer un «cuerpo de doctrina» a los ciudadanos de una sociedad política.
Se comprende que los contenidos, ritmos y orientaciones que desde cada gobierno (según que este sea monárquico o republicano; progresista o conservador; de izquierdas, de centro, de derecha) pretende imponer en los libros de texto no sean exactamente iguales (aunque, de hecho, sean mucho más parecidos de lo que, desde algún punto de vista, podrían preveerse: las diferencias se aprecian más en los preámbulos de las leyes, que casi ningún profesor lee, que en los programas concretos, que todo profesor no tiene posibilidad de no leer). Con esto no queremos decir que las orientaciones, contenidos, &c., inspiradas en los Preámbulos no hayan tenido de hecho una gran importancia práctica.
En cualquier caso queda abierta la posibilidad de medir, no ya un manual o libro de texto dado, con el cuestionario oficial vigente, sino inversamente, de medir los cuestionarios oficiales vigentes que se han sucedido, con las coordenadas de un sistema filosófico, como pueda serlo el materialismo.
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No es esta la ocasión de llevar a cabo una confrontación en forma entre el concepto de filosofía (y de sus contenidos, historia, &c.) que tomamos como canon y el de los diversos planes que se han ido sucediendo, refiriéndonos por nuestra parte a la España de los siglos XIX y XX (sin abandonar, para el futuro, la misma confrontación en otros países de habla española). Nos limitamos a exponer aquí algunas indicaciones muy generales, orientadas a determinar el lugar que puede ocupar nuestro proyecto de manual en relación con la sucesión de los planes de estudios de bachillerato durante casi doscientos años (si nos mantenemos, en general, al margen de los planes de estudio universitarios, se debe a que en la Universidad regía antes el principio de la absoluta libertad de programación y métodos por parte de cada cátedra que el del seguimiento de un programa establecida por una autoridad oficial extrauniversitaria).
La más importante seguramente es la siguiente: que, a pesar de las apariencias, puede afirmarse que la filosofía, en cuanto tal, no figura en los planes de estudios que fueron sucediéndose en España durante la regencia de María Cristina y durante el reinado de Isabel II; pero tampoco figura como tal en los planes del sexenio revolucionario, ni en los de la restauración borbónica, ni en los de la dictadura de Primo de Rivera (el «Plan Callejo»), ni en los planes de la Segunda República (los Planes de Marcelino Domingo y de Villalobos). Hay que esperar a 1938, a la Ley de Reforma de la segunda enseñanza de Pedro Sáinz Rodríguez, en plena Guerra Civil, y en la parte de la España franquista, para ver cómo la filosofía figura como tal, por primera vez, y en un régimen sui generis, en los planes generales de educación nacional.
Esta afirmación general (sobre la ausencia de la filosofía en las sucesiones de planes de estudios que han ido sucediéndose en España desde el Plan de Instrucción Pública de 4 de agosto de 1836 hasta la Reforma de 20 de septiembre de 1938) podrá hacer creer a muchos estudiosos que no tiene más objeto que «negar la evidencia». Pero esta creencia puede ser explicada perfectamente. El estudioso que cree que negar la presencia de la filosofía en el periodo 1836-1938 es negar la evidencia, es porque está situándose en una perspectiva etic (la de su propia concepción de la filosofía, de sus partes y de sus contenidos, que él encuentra, al menos parcialmente, confirmadas en las diferentes legislaciones que se suceden en este intervalo histórico). Nuestra afirmación, en cambio, se sitúa en una perspectiva emic, a saber, la de los propios legisladores. Y es desde esta perspectiva desde la que creemos poder afirmar que no era la filosofía la que figuraba en los planes de estudios de referencia, y que por el contrario, es un simple espejismo que sufren quienes interpretan como «filosofía» determinados contenidos que efectivamente están presentes en esos planes.
En efecto, y ante todo: el término mismo «filosofía» no se utiliza en general en los Planes de Estudios del intervalo considerado. Sólo incidentalmente se utiliza el término «filosofía» en el Plan de don Pedro José Pidal, de 17 de septiembre de 1845; y figura como denominación del Bachillerato superior (que seguirá a un Bachillerato elemental, de cinco años), al que efectivamente se pone el nombre de Bachillerato en Filosofía, de dos años, que comprende dos secciones, una de Letras y otra de Ciencias (en la que se cursan, entre otras disciplinas, las Matemáticas sublimes, la Química y la Zoología).
En este Bachillerato o Ampliación a la Segunda Enseñanza, equivalente a los años primeros de las facultades de letras o de ciencias, es en donde figura, y sólo en la sección de Letras, una asignatura denominada «Filosofía con un resumen de su historia», junto con la «Economía política», el «Derecho político y administrativo» y las lenguas inglesa, alemana, latina, griega, hebrea y árabe. En la Segunda enseñanza elemental, y en su tercer curso, sólo figura la asignatura: «Principios de Psicología, Ideología y Lógica».
Ahora bien, lo que quiero decir es que estas disciplinas no están introducidas a título de disciplinas filosóficas, orientadas a poner a disposición de los estudiantes de Segunda Enseñanza instrumentos para una «reflexión radical y crítica», o simplemente las líneas maestras de algún sistema filosófico completo tomado como canon. Estas disciplinas (Psicología, Ideología y Lógica) parecen calculadas más bien como disciplinas positivas, orientadas a suministrar una información práctica, de cultura general y preparatoria (el equivalente de las antiguas Summulae) a los estudiantes sobre algunas cuestiones muy elementales de Psicología y de Lógica, con algo de Ideología (una disciplina entonces de moda, comparable con la actual Psicología evolutiva, y que muy pronto desaparecerá por completo del horizonte académico).
Pero ocurre que prácticamente en todos los sucesivos planes de estudio, el modelo «Psicología, Lógica y Rudimentos de Derecho» (a veces «Ética») es el que se mantiene invariante, desde el Plan de don Pedro José Pidal. Y esto es tanto más significativo en cuanto que los Planes eran sustitutorios, ya en el reinado de Isabel II, de los planes anteriores en los que figuraba o bien una «Lógica y Metafísica» (con recomendación expresa del libro del padre Jacquier, en la Real Cédula del 12 de julio de 1807), o bien una «Ideología, Religión, Moral y Política», en el Plan de Instrucción Pública del Duque de Rivas, de 4 de agosto de 1836.
En el Plan de Bravo Murillo (14 de agosto de 1849), en una segunda enseñanza de cinco años, se establece, para el quinto año, junto con la «Física» y la «Historia Natural», la «Psicología y Lógica» y la «Religión y Moral». El Plan de Claudio Moyano, que había logrado la enseñanza primaria obligatoria y gratuita, de 23 de septiembre de 1857, establece una enseñanza media de seis años; en el último año se cursarán unos «Elementos de Psicología y Lógica» (que un Real Decreto de 26 de abril de 1858 modifica así: «Elementos de Psicología, Lógica y Ética»). En la reforma del 21 de octubre de 1868, y en el Decreto de 25 de octubre de 1868, Ruiz Zorrilla (que fue Gran Maestre de la Masonería española) mantiene para el «bachillerato en artes» el nombre de «Psicología, Lógica y Filosofía moral» (aparece por primera vez la «Antropología», junto con la «Lógica» y «Biología y Ética», en el Bachillerato superior).
Es en la Primera República, el 3 de junio de 1873, bajo la presidencia de don Estanislao Figueras (con Eduardo Chao en Fomento) cuando encontramos un profundo cambio de orientación: un bachillerato de seis años con cuatro grupos de disciplinas; el tercer grupo comprende [todo ello con un cierto tufillo masónico]: «Antropología» (o «ciencia del hombre considerado en su espíritu, en su cuerpo y en la relación entre ambos»), «Lógica» («comprendiendo las teorías generales y elementales de Doctrina de la ciencia y Enciclopedia de las principales ciencias particulares»), «Biología y Ética», «Cosmología y Teodicea» (o «ciencia del mundo y ciencia de Dios, comprendiendo asimismo los principios universales de Religión»). Pero este Plan de estudios republicano, en el cual la filosofía sigue teniendo una inspiración espiritualista, de cuño krausista, se queda en el papel. En 10 de septiembre de 1873 don Emilio Castelar deja sin efecto el Plan del año anterior, por premura de tiempo, y la República cae al año siguiente.
La primera reforma importante de la Restauración se establece por Real Decreto de 13 de agosto de 1880, siendo Ministro de Fomento Fermín de Lasala, pero sigue el modelo tradicional de la «Psicología, Lógica y Filosofía moral» para los estudios generales de la enseñanza media. Otro tanto hay que decir del Plan de Estudios de 16 de septiembre de 1894, ministro Alejandro Groizar: «Elementos de Psicología, Lógica y Ética», para los estudios generales de segunda enseñanza («Psicología elemental» en tercer año, «Principios de Lógica y Ética» en cuarto año). En los estudios preparatorios, en la sección de ciencias morales, se introduce una «Antropología general y Psicología», «Sistemas Filosóficos», «Sociología y Ciencias éticas», junto con «Ampliación de Latín y Elementos de lengua griega», «Estética, Teoría del Arte e Historia de las Literaturas».
En la «Exposición» del Real Decreto de 13 de septiembre de 1898 (ministro Germán Gamazo) se subraya la importancia de la asignatura de «Religión», porque «su desaparición dejaría sin base los estudios filosóficos y morales». Y se apoya en el ejemplo de países de «ilustración superior» tales como Austria, Alemania, Suecia, Noruega, Rusia, Suiza e Inglaterra (por cierto, países no católicos en su mayoría). La «Exposición» habla de ciencias históricas, de ciencias naturales, de ciencias físico químicas, pero también de «ciencias filosóficas» (entre ellas enumera la Religión, la Psicología, la Lógica y la Ética) y de «ciencias estéticas» (la Literatura preceptiva y la Teoría e historia del arte). El Real Decreto establece una segunda enseñanza de seis años. En el quinto figuran la «Psicología y Lógica»; en el sexto la «Ética y Derecho usual con Economía política».
Una novedad de enfoque la ofrece la reforma de Luis Pidal y Mon (Marqués de Pidal), todavía durante la Regencia de María Cristina, en el reinado de Alfonso XIII. En este Plan, expuesto en el Real Decreto de 26 de mayo de 1899, se establece una segunda enseñanza de siete años; en él aparece por primera vez la denominación «Filosofía», asignada al sexto año (cuatro horas semanales) y al séptimo año (cinco horas semanales). Sin embargo, bajo esta denominación, lo que encontramos es: «Lógica y nociones de Psicología» para el sexto año; y «Elementos de Metafísica y de Ética, con Derecho Natural» para el séptimo año. Pero el Real Decreto del 20 de junio de 1900 (siendo ministro de la regencia Antonio García Alix) vuelve al modelo tradicional: «Psicología y Lógica» (en cuarto año), «Ética y Sociología» (en quinto). Otro tanto hay que decir del Plan del Conde de Romanones de 12 de abril de 1901, y 17 de agosto de 1901: «Psicología y Lógica» en quinto curso y «Ética y rudimentos de Derecho» en sexto.
Al comienzo del reinado de Alfonso XIII un Real Decreto de 6 de septiembre de 1903, siendo ministro de instrucción Gabino Bugallal, establece un Plan de estudios general para obtener el grado de bachiller que estaría vigente muchos años («el plan del tres»). Se trata de un plan de seis años comunes (sin distinción de ciencias y letras) y sin grandes novedades por lo que a nosotros respecta: en quinto año figura como asignatura alterna la «Psicología y Lógica», en sexto, también alterna, «Ética y Rudimentos de Derecho».
Durante la Dictadura de Primo de Rivera un Decreto de 25 de agosto de 1926 organiza la segunda enseñanza: es el famoso «Plan Callejo» (del ministro que lo presenta, Eduardo Callejo de la Cuesta). Este plan establece un bachillerato elemental de tres cursos y un bachillerato universitario de otros tres cursos; uno de ellos común y los otros dos divididos en una sección de Letras y otra de Ciencias. Solamente en la sección de Letras figura la asignatura «Psicología y Lógica» en quinto curso, y la «Ética» en sexto. El «Plan Callejo» es por tanto el plan que menos peso dio a las asignaturas que comúnmente asociamos a la filosofía.
La Segunda República (reforma del 7 de agosto de 1931), siendo ministro de Instrucción Pública Marcelino Domingo, comenzó manteniendo la «Religión», aunque como asignatura voluntaria, en segundo curso; y sigue el modelo consabido: «Psicología y Lógica» en quinto curso, y «Ética y Rudimentos de Derecho» en sexto curso. Pero más interés tiene el Plan del 29 de agosto de 1934, el llamado «Plan Villalobos» (del ministro de Instrucción Pública, el salmantino Filiberto Villalobos González), que estableció el Bachillerato de siete cursos comunes, y en el que figuraba ya por su nombre la asignatura de «Filosofía y Ciencias Sociales», con cuatro horas en sexto curso y seis horas en séptimo curso.
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El cambio más importante experimentado para la situación de la filosofía en el bachillerato español tiene lugar en plena Guerra Civil, con la Ley Sáinz Rodríguez de 20 de septiembre de 1938. Es ahora cuando la filosofía alcanza su mayor reconocimiento, en cuanto tal, y además, cabría decir, que no ex abrupto, por cuanto continuaba la perspectiva que le había abierto el Plan Villalobos en la República. Pero ahora no son ya dos años, sino tres, y además, concebidos «desde el punto de vista de la filosofía»: una «Introducción a la Filosofía» en quinto curso, una «Teoría del conocimiento y Ontología» en sexto curso y una «Exposición de los principales sistemas filosóficos» en séptimo curso. Al mismo tiempo este incremento de horario e incorporación de temas distintos de los que venían dados a lo largo de un siglo («Psicología y Lógica») determinan una necesidad de ampliación del profesorado que, unida a la creciente expansión de los centros de Enseñanza Media en España, dio lugar a la constitución de un cuerpo de Catedráticos y Profesores de Filosofía de gran influencia, y cuya capacidad de presión en nuestros días es, en gran medida, efecto de aquellos otros.
Ahora bien: ¿a qué se debe el incremento espectacular de la presencia de la filosofía en el Bachillerato en el comienzo de la «época franquista»? Sin duda a las condiciones políticas que habían conducido a los rebeldes a cobijarse bajo la cúpula ideológica de la Iglesia católica, así como a esta misma institución, a declararse defensora de quienes la protegen, en una «verdadera Cruzada» contra las amenazas del anarquismo y del comunismo ateo. El nuevo régimen se trazó, como objetivo ideológico político, la restauración del «ser auténtico de España», interpretado desde un «humanismo cristiano» que procuraba resucitar el humanismo católico renacentista del Concilio de Trento. En suma, la filosofía ocupaba un lugar primordial, pero en su función de ancilla Theologiae. «El Catolicismo –leemos en el preámbulo de la Ley– es la médula de la Historia de España. Por eso es imprescindible una sólida instrucción religiosa que comprenda desde el Catecismo, el Evangelio y la Moral, hasta la Liturgia, la Historia de la Iglesia y una adecuada Apologética, completándose esta formación espiritual con nociones de Filosofía e Historia de la Filosofía.»
En teoría, estas funciones atribuidas a los estudios de filosofía en el bachillerato se mantienen hasta la época de la transición democrática. En teoría, porque en la práctica la misma naturaleza «escolástica» de esa filosofía, que requería intrínsecamente el debate con tesis opuestas, constituía un principio de independencia y apertura (aún dentro de su misma condición ancilar) que llegaba más o menos lejos según las circunstancias. Lo verdaderamente significativo es que un régimen, que se cobijaba en la cúpula de la Iglesia, no hubiera caído en el misticismo antifilosófico que luego veríamos representado en los talibanes islámicos, sino que, por el contrario, siguiendo precisamente la tradición escolástica, hubiera creído necesario recurrir a la filosofía, no sólo para interpretar la fe, sino para combatir a sus enemigos el anarquismo y el comunismo. Esto era suficiente para que la filosofía alcanzase una posición firme, como servidora de la fe; su emancipación era cuestión de tiempo, y en realidad estaba ya lograda, si no en la representación, sí en el ejercicio. Desde el momento que en clase de Filosofía había que debatir las pruebas de la existencia de Dios, se estaba ya poniendo en tela de juicio la propia existencia de Dios.
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A partir de 1978 las reformas de los planes de estudios del bachillerato fueron también sucediéndose. Las asignaturas de filosofía mantuvieron su presencia, más o menos precaria. Aunque estuvieran libres, teóricamente, de la cúpula teológica, esta libertad no significó cambios espectaculares, acaso porque los profesores y los autores de libros de texto continuaban siendo creyentes confesionales, más o menos liberales, y en una gran parte, seminaristas, curas o frailes exclaustrados, que habían pasado por la guerra civil. Los cuestionarios oficiales proponen enunciados que están formulados con una intención ambigua, como si estuvieran destinados a evocar problemas metafísico teológicos propios de la etapa del franquismo, por ejemplo: «La dimensión trascendental del hombre», puesto que ellos podían ser tratados desde una perspectiva abiertamente confesional cristiana (por ejemplo, el tema «El sentido de la vida»), como puede verse en los contenidos que ofrecían los libros de texto de la época. En 1987 Symploké se aventuró en el ofrecimiento de unas respuestas al cuestionario oficial que estuvieran impregnadas seriamente de materialismo filosófico (incluso en el tratamiento del tema sobre «La dimensión trascendental del hombre» y «El sentido de la vida»). Pero Symploké estaba estructurado enteramente en función del hombre, es decir, se presentaba como una suerte de Antropología filosófica, una perspectiva humanística que obligaba a forzar muchas veces la materia para someterla a este objetivo (por ejemplo, el Cálculo lógico, la Lógica de Proposiciones, la Lógica de Clases o la Metodología del saber científico se presentaban en el capítulo «Dimensión lógico racional del hombre»); como si la lógica de clases y la teoría de conjuntos fuesen una «dimensión» humana: el hombre servía aquí simplemente como leit motiv, a falta de otro, para unificar la materia total; pero la unificación era aparente, porque obligaba a interpretar a todas las partes del sistema como «dimensiones» del hombre. La «dimensión psicobiológica del hombre» (para recoger los temas de psicología del cuestionario oficial), la «dimensión lógico racional del hombre» (para recoger los temas de lógica, gnoseología y epistemología), la «dimensión socio estatal del hombre» (sociología, política y derecho) y la «dimensión trascendental del hombre» (ética y moral, libertad, persona humana y el problema religioso).
Acaso fuera preciso distinguir los planes de estudios de la etapa en la que el Ministerio de Educación estuvo controlado por los gobiernos del PSOE (1982 a 1996) y los planes de estudios del control del Ministerio por los gobiernos del PP (1996-). Cabe señalar muchas diferencias y también analogías. Acaso las más significativas, desde nuestra perspectiva filosófica, sean las siguientes:
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En los planes de la etapa del PSOE parece alentar una voluntad de distanciación de cualquier vestigio de dogmatismo que suele estar vinculado al sistematismo. Según esto a la filosofía se le asigna un objetivo preferentemente psicagógico: se trata, al parecer, no ya tanto de ofrecer a los alumnos información positiva o doctrinal (porque no se trata de «adoctrinar») sino de educarle en un filosofar que se hace consistir en esa «reflexión radical y crítica» (una filosofía entendida en sentido genitivo) de la que hemos hablado arriba. A quienes escribieron la introducción del Real Decreto de 2 de octubre de 1992 (siendo ministro Alfredo Pérez Rubalcaba) parecía decirles mucho, o todo, lo de la «reflexión radical y crítica»: «Caracteriza a la Filosofía una reflexión radical y crítica sobre los problemas fundamentales a los que se enfrenta el ser humano...» Remacha unos párrafos después: «La principal justificación de la presencia de la Filosofía en el Bachillerato es la promoción de la actitud reflexiva y crítica». Desde luego, manifiestan que «la afirmación kantiana de que "no se aprende filosofía, se aprende a filosofar", conserva toda su verdad...». Los «contenidos» que señala, distribuidos en cuatro grandes apartados, son también todos ellos de signo «humanista»: 1. El ser humano, 2. El conocimiento, 3. La acción humana, 4. La sociedad.
En esta época, adquiere un gran impulso una asignatura encomendada muchas veces a los profesores de filosofía, denominada Ciencia, Tecnología y Sociedad. Es una disciplina importada de Estados Unidos e Inglaterra que ofrecía la ventaja, frente a los libros de filosofía convencional, de suscitar temas de máxima actualidad, relacionando la ciencia con la tecnología moderna y con los problemas sociales. Nada habría que objetar a los cursos de CTS en sí mismos considerados; pero al ser presentados casi siempre como la más auténtica forma de llevar adelante la «reflexión radical y crítica» y dada la orientación que, en general, se daba al tratamiento de sus temas, se saca la impresión retrospectiva de que los CTS servían a la socialdemocracia española para ofrecer un sustituto al materialismo histórico, de estirpe marxista.
También merece la pena destacar que entre los autores de filosofía contemporánea citados («aunque sin descartar a tantos otros») figuran Habermas, Wittgenstein, Sartre y Ortega, pero no Husserl, ni Heidegger, que eran de «obligada referencia» pocos años antes.
En suma, prevalecen los intereses éticos, sociales y constitucionales, el eclecticismo, y sobre todo la preocupación por hacer reflexionar crítica y radicalmente a los alumnos al margen de cualquier sistema de ideas.
¿Qué es lo que ha cambiado desde la época en la cual la filosofía, en el franquismo, era ancilla Theologiae? Se ha liberado de la dogmática religiosa, pero, ¿se ha liberado de toda dogmática? Nos parece que no: se ha sustituido una dogmática por otra. La nueva dogmática tiene que ver ahora con la política democrática, con la Constitución. No se toleraría que un libro de texto, o un profesor de filosofía, plantease ni esbozase siquiera alguna crítica a la Constitución o a la Democracia. Ahora no se acusaría, como en la época de Franco, a un profesor de filosofía de «rojo» o «de ateo»; se le acusaría de «franquista» o de «fascista», de «antidemócrata». La filosofía, liberada del régimen de ancilla Theologiae, entra ahora en el régimen de ancilla Democratiae.
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Las reformas de los planes de filosofía durante la etapa del gobierno del Partido Popular, desde 1996, toman una orientación notablemente diferente de la que había asumido en la etapa socialista, sin perjuicio de semejanzas interesantes. Por ejemplo, en el Real Decreto de 3 de agosto de 2001 (ministra Pilar del Castillo Vera), al definir la Filosofía se mantiene la referencia al sintagma «reflexión radical y crítica», pero curiosamente, se transcribe este sintagma entre comillas, como distanciándose de él, a la vez que marca una continuidad con los planes anteriores (al fin y al cabo mientras que la LOGSE de 1990 establecía una ruptura con la etapa anterior derogando la LGE de 1970, la de Villar Palasí, la LOCE de 2002 se presenta como una adaptación de la LOGSE de los socialistas). Y, por nuestra parte, creemos ver en esas comillas una voluntad de despegarse del psicologismo y del subjetivismo en el que se mantiene el sintagma de marras, haciendo constar explícitamente que la filosofía, como «reflexión radical y crítica», se ha ocupado a lo largo de la historia de unos problemas específicos referidos a la totalidad de la experiencia humana.
La concepción de la filosofía que ahora se trasluce tiene muchos puntos de contacto con la concepción del materialismo filosófico. Por de pronto, la filosofía es explícitamente declarada como algo que no es una ciencia, aunque es racional; no parece derivar de una «naturaleza, deseo o curiosidad» común a todos los hombres (como si los chimpancés no fuesen también curiosos, sin por ello ser filósofos), sino de condiciones históricas, puesto que a la filosofía se le reconoce de hecho como una tradición que pertenece a lo que nosotros solemos llamar el área cultural de difusión griega. Se le reconoce también un carácter sistemático, que confiere a la filosofía una suerte de sustantividad institucional, que podría hacerse consistir en el repertorio de «estructuras conceptuales» acuñadas por tradiciones vigentes en una sociedad (desde la doctrina aristotélica de las cuatro causas, hasta la doctrina kantiana de las doce categorías); una sustantividad institucional que poco tiene que ver con la sustantividad de quienes la conciben como una «sabiduría exenta». «Un curso introductorio –se dice en la introducción a la asignatura Filosofía I– debe dotar a los alumnos de una estructura conceptual suficiente de carácter filosófico.» Hay que proponer a los alumnos la visión de «la organización sistemática del propio quehacer filosófico». No se reduce pues la enseñanza filosófica a doxografía, sino que tiene un carácter sistemático.
A los «apartados» que venían distinguiéndose, se añade uno de carácter ontológico: «La realidad.»
Se reconocen varios sistemas filosóficos, pero no uno solo. Por tanto se recomienda que la filosofía se exponga sistemáticamente, y como no puede recomendar ni siquiera alguno en especial, opta por una solución práctica, que concilia el sistematismo con el neutralismo: que cada profesor, o cada libro de texto, exponga sistemáticamente (no doxográficamente) con tal de que su exposición sea coherente.
Esta solución, ¿no tiene acaso el riesgo de conducir a un relativismo filosófico, y a una desintegración de la unidad de la disciplina? El riesgo se evitaría si a esta recomendación se añadiesen consideraciones tomadas del principio de que un sistema filosófico sólo puede exponerse en confrontación con los demás; porque de este modo recuperaríamos la unidad de la disciplina, aunque fuese en la forma de una unidad polémica.
Señalaremos, por último, como una diferencia importante entre los planes de la etapa del PSOE y de la etapa del PP, el hecho de la «sustitución» de la disciplina Ciencia, Tecnología y Sociedad (CTS) por otra disciplina denominada Sociedad, Cultura y Religión (SCR). Mientras CTS se encuentra en franca retirada, tras unos años de auge, la asignatura SCR comienza su periodo de expansión. Es una disciplina que tiene también un gran juego «estratégico», puesto que permitiría, en principio, introducir el estudio de la Religión desde una perspectiva confesional (pero plural: católica, evangélica, judía, islámica) para quien lo desee y neutra para quien lo prefiera. Pero en todo caso, la Religión queda «inmersa» entre la Sociedad y la Cultura. Dicho de otro modo, se le imprime un «giro antropológico» a la Religión, difícil de recusar, porque también puede ser asumido este giro desde una perspectiva confesional («la Religión es la forma superior de la Cultura»).
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Sobre la organización de un manual (de los manuales) de filosofía
Un sistema filosófico suele ser entendido como una gran construcción doctrinal que ha de poder sacar «de su seno» –es decir, de los principios del sistema– una división de la doctrina íntegra en sus diferentes partes, a las cuales se hará corresponder el «sistema» de las disciplinas filosóficas (a veces llamadas «ciencias filosóficas»). De este modo contamos con el sistema de las ciencias filosóficas de Aristóteles, con el sistema de Wolff o con la Enciclopedia de las ciencias de Hegel.
Pero no siempre «se le exige» a un sistema filosófico que contenga también el «sistema de las ciencias filosóficas»; incluso se reprochará a tal exigencia una contradicción con la idea misma de sistema filosófico, cuyas partes debieran entenderse vinculadas «de modo continuo, todas con todas» (la división de un sistema en disciplinas se justificaría a lo sumo en función de razones prácticas que tienen que ver con la administración, más o menos burocrática, de la doctrina sistemática en planes de estudios definidos).
Desde la perspectiva del materialismo filosófico, y en virtud del principio de symploké, es decir, desde el pluralismo materialista, no es admisible la tesis de la continuidad, que se resiste a distinguir partes diversas; pero tampoco tiene por qué admitirse la equivalencia del sistema al «sistema de las ciencias filosóficas». En el pluralismo materialista no cabe tal sistema de las ciencias filosóficas, comenzando por la tesis de que tales ciencias no se reconocen como unidades fuera de las categorías. Pero sí cabe reconocer la multiplicidad de «corrientes» diversas en el proceso de concatenación de las ideas; a estas diversas corrientes (que no tienen por qué ser interpretadas como meros artefactos pedagógicos, puesto que tampoco en la realidad «todo está en todo») podrán corresponder, si no ciencias, sí determinadas «disciplinas» filosóficas. El sistematismo filosófico no se hará consistir, por tanto, en una suerte de retícula en la que todos sus puntos estuviesen interconectados con todos los demás, en función de un principio único, sino más bien en una multiplicidad (indefinida) de «líneas de concatenación de ideas» que en lugar de mantenerse sueltas o aisladas se cruzan una y otra vez. En consecuencia, la cuestión de la «constitución» del sistema de las disciplinas filosóficas, se plantea en realidad en el materialismo filosófico como el problema de la clasificación de estas líneas de concatenación, de las que habrá que partir.
Ahora bien: la clasificación de las líneas de concatenación capaz de conducir a una organización del saber de segundo grado institucionalizado (con la sustantividad institucional que le confiere el haber sido acuñado en términos, vocabulario, sintagmas o doctrinas identificadas como filosofía, diferenciado de los vocabularios técnicos, o anatómicos, o geométricos, o mitológicos) puede entenderse de dos modos:
O bien como una operación de división de un todo sistemático presupuesto (aunque esa totalidad no pretenda ser trascendental y dotada de unicidad) en partes, adaptables a la práctica de una «administración» editorial o didáctica de la filosofía, o bien como un agrupamiento de las Ideas concatenadas (por pares, ternas, cuaternas o cadenas más largas), de suerte que estos agrupamientos puedan constituir unidades temáticas más o menos estables y susceptibles a su vez de ser coordenadas sistemáticamente.
Estos dos modos de entender la organización de la «materia filosófica institucional» no tienen por qué interpretarse disyuntivamente; en realidad se trata de una misma operación de clasificación de la materia, una vez en la dirección descendente (la que va del todo a las partes) y otra vez en dirección ascendente (la que va de las partes al todo). Pero siempre la clasificación se hará en función de determinados criterios que son indisociables del sistema, implícita o explícitamente, que se despliega a través de esa clasificación.
Cuando presuponemos explícitamente un sistema, como materia a dividir (por ejemplo el sistema aristotélico, el sistema estoico, el sistema tomista, el sistema hegeliano) es evidente que la «organización de la materia» –la distinción entre las disciplinas filosóficas– tendrá que estar determinada por las mismas líneas del sistema. Dicho de otro modo: no cabrá hablar de «disciplinas o ciencias filosóficas» en abstracto, porque estas unidades estarán siempre dadas dentro del sistema; así, la Teología, que es una parte del sistema aristotélico, desaparecerá como tal disciplina en el sistema del positivismo, que la reducirá a Sociología; la Teodicea sólo tendrá sentido como disciplina en el sistema de Leibniz.
Sin embargo, lo cierto es que muchas de estas disciplinas o unidades de clasificación de la materia filosófica han sido a su vez institucionalizadas en una tradición universitaria que difícilmente puede ignorarse: Ontología, Cosmología, Epistemología... Aunque estas disciplinas asuman el formato de «ciencias especiales» (como la Fisiología, como la Geología), no lo tienen propiamente; y aunque en su origen estén subordinadas a un sistema, de hecho encuentran correspondencias, mediante las transformaciones consiguientes, en otros sistemas. Estas correspondencias sólo podrán establecerse por la mediación de los fenómenos (de los conceptos fenoménicos operatorios), en función de los cuales suponemos organizado el saber de una sociedad determinada (pongamos por caso la distinción entre cuerpos inorgánicos y cuerpos orgánicos o vivientes).
Cuando nos atenemos a la concepción de la filosofía sistemática como una «concatenación de ideas» (ideas, entendidas como unidades institucionalizadas dentro de un proceso histórico; y además, ideas que no sólo resultan de las «columnas» que cruzan diferentes líneas sistemáticas de la matriz de referencia, sino que también están dadas en función de fenómenos intercategoriales) lo más prudente, desde una perspectiva práctico dialéctica que no comienza exigiendo explícitamente un criterio (un sistema determinado) es plantear la organización de la materia filosófica en partes como una operación de clasificación de las corrientes de concatenación de las Ideas, tomando como criterios de correspondencia entre los diversos sistemas y en la medida en que ello sea posible, los fenómenos comunes o correspondientes a los diferentes sistemas (pongamos por caso, el fenómeno de la «sociedad política» tanto para los totalitarios como para los anarquistas; el fenómeno de la «religión» tanto para los teístas como para los agnósticos o para los ateos).
Supongamos (principio de symploké) que cada una de las Ideas no puede estar aislada de todas las demás, sino vinculada a otras, pero no a todas ellas («no todo está vinculado a todo, del mismo modo, ni desvinculado de todo»). Podemos entonces distinguir, en el entramado o entretejimiento de las Ideas, tomando a cualquiera de ellas como referencia, dos sentidos en las corrientes de concatenación: o bien el sentido expansivo de la concatenación de una idea con otros círculos de fenómenos y esto de un modo recurrente (en el límite: la irradiación trascenderá a los diversos círculos del mundo) o bien en un sentido convergente hacia una idea (o grupos de ideas dados) en torno a los cuales se centran las demás. Desde este punto de vista, la clasificación principal que tendríamos que hacer sería aquella que partiendo de las ideas, como unidades institucionales, y de su concatenación siempre imprescindible, establezca dos tipos de agrupamiento:
Las agrupaciones de ideas concatenadas en sentido expansivo, divergente, indefinido, y que por tanto no se dan «centradas» en torno a algunos círculos de fenómenos característicos, sino a cualquiera de ellos, se concatenarán a través de Ideas trascendentales a cualquier círculo de fenómenos particulares; y los agrupamientos de ideas que en principio se concatenen en sentido convergente hacia un centro o círculo de fenómenos explícitamente contrapuesto a otros (pongamos por caso, el Estado, el Derecho, la Biosfera).
La agrupación de las ideas del primer tipo merecerán el título de Filosofía general; las agrupaciones del segundo tipo darán lugar a Filosofías especiales.
La Filosofía general comprenderá dos géneros principales de agrupaciones de Ideas, establecidas en función de las Ideas trascendentales, en el sentido dicho de su institucionalización. Porque las ideas trascendentales institucionalizadas por la tradición son precisamente las dos siguientes: la Idea de Realidad (relacionada con la Idea del Ser, a la que muchos la reducen) y la Idea de Verdad (relacionada con el Conocer, a la que algunos pretendan reducirla). Probablemente la institucionalización de estas ideas tuvo como punto de partida la oposición Objeto/Sujeto o bien la oposición Ser/Conocer. Pero las Ideas de Realidad y de Verdad desbordan la distinción originaria (el «Conocimiento»; por ello, la «Teoría del conocimiento» se mantiene prisionera de sus marcos psicológicos, que hablan del sujeto cognoscente).
En cualquier caso, las disciplinas filosóficas generales institucionalizadas (en el vocabulario, en la bibliografía, en los planes de estudios, &c.) que mejor se corresponden respectivamente con las Ideas de Realidad y de Verdad son la Ontología (la Metafísica) y la Gnoseología (o Teoría de la Verdad científica y de la Verdad en general).
En cuanto a las filosofías especiales la pluralidad de las Ideas que pueden constituirse en centros de convergencia de agrupamientos de Ideas constitutivas de disciplinas filosóficas especiales (o «centradas») hace que las posibilidades de clasificación sean aquí indefinidas. Podrá haber disciplinas filosóficas centradas en torno a una Idea, referida a un círculo de fenómenos característicos, como pueda serlo la Moda (Filosofía de la Moda), el Toreo (Filosofía del Toreo), la Arquitectura (Filosofía de la Arquitectura), la Música (Filosofía de la Música), la Tecnología (Filosofía de la Técnica), la Religión (Filosofía de la Religión), el Derecho (Filosofía del Derecho), la Guerra (Filosofía de la Guerra), &c.
Podrá haber disciplinas centradas en torno a dos Ideas referenciales correlativas: Izquierda/Derecha, Espacio/Tiempo, &c.; a tres: Ciudad/Campo/ Estado, Ciencia/Tecnología/Sociedad, Sociedad/Cultura/Religión, &c.
Es evidente que las filosofías centradas tienen una unidad muy precaria (en nada se parece a la unidad de un cierre categorial), dada la concatenación de cada «centro» con otras Ideas. Por ejemplo, la Guerra se concatena con el Estado, y recíprocamente, por lo que la Filosofía de la Guerra y la Filosofía del Estado son en realidad inseparables, aunque no se resuelvan la una en la otra. Pero esto no constituye ningún inconveniente para organizar disciplinas filosóficas centradas muy diversas, siempre que esas concatenaciones convergentes mantengan un determinado interés práctico.
Lo que no excluye a su vez el intento de clasificar, por reagrupación, estas diferentes filosofías centradas. Y aquí otra vez disponemos de múltiples criterios. Uno de los criterios más sólidamente institucionalizado, al que corresponden ideas especiales, también institucionalizadas, es aquel por el que se agrupan, por un lado, las ideas que están centradas en torno a diversos círculos del espacio cósmico, y, por otro lado, las que están centradas en torno a círculos dibujados en el espacio antropológico. Corresponden a las ideas de Naturaleza y de Cultura (o Espíritu). Según esto podríamos clasificar las filosofías especiales en dos grandes rúbricas, pero con el sentido de un agrupamiento, no de una división: Filosofía de la Naturaleza y Filosofía de la Cultura (o filosofía del Espíritu, o Filosofía humana).
La Filosofía de la Naturaleza, es decir, el conjunto de filosofías centradas en torno a círculos pertenecientes al mundo cósmico, se clasificará según la división común aceptada que separa, con líneas de frontera muy borrosas, los fenómenos relativos a los cuerpos inorgánicos (Filosofía física) y los fenómenos relativos a los cuerpos orgánicos (Filosofía biológica).
Además, reconoceremos la institución de una disciplina que engloba a todos los centros del espacio cosmológico, tanto de lo inorgánico como de lo orgánico: es la Filosofía de la Naturaleza.
Por su parte, las Filosofías humanas (culturales, del espíritu, &c.), centradas en torno a fenómenos dados en el espacio antropológico, pueden clasificarse según los tres ejes que reconocemos en este espacio.
Ante todo los «centros» que puedan ir referidos al eje circular (tales como «Sociedad Política», «Empresas mercantiles», «Persona humana», «Libertad», &c.). Ahora las disciplinas convergentes en este eje se corresponden más bien a la rúbrica de «Filosofía social y política». También a este eje circular se refieren las disciplinas normativas tales como la Ética, la Moral y el Derecho.
En torno a los centros que pueden ir referidos al eje angular se organizarán las disciplinas que tienen que ver con la Filosofía de la Religión.
Y las que se refieren a centros polarizados en torno al eje radial (que no hay que confundir con el espacio cosmológico: el eje radial es un eje antrópico, mientras que el espacio cosmológico prescinde de esta connotación, por segregación del sujeto) puede englobarse en las disciplinas especiales que suelen denominarse Filosofía de la Tecnología, Filosofía del Arte, Arquitectura, Música, &c.
Por supuesto cabe establecer disciplinas centradas en torno a contenidos de dos ejes: circular/radial (sería el caso de Ciencia, Tecnología y Sociedad) o circular/angular (sería el caso de Sociedad, Cultura y Religión).
Además está instituida una disciplina que engloba a todos los contenidos del espacio antropológico, y que comprende tanto a la Antropología filosófica como a la Filosofía de la Historia.
Recapitulamos: el número de disciplinas filosóficas que, desde el materialismo filosófico, cabe organizar es, en principio abierto, y está determinado por la materia misma que la realidad ofrece, a través de sus diferentes círculos fenoménicos. El pluralismo implícito al materialismo filosófico no favorece una clasificación cerrada (menos aún descendente) de disciplinas filosóficas, al modo de la clasificación de las ciencias filosóficas de Aristóteles o de las de la Enciclopedia de Hegel. Pero tampoco excluye la posibilidad de reconocer fundamento a todas las disciplinas institucionalizadas, y que, de un modo u otro, son reconocidas tanto en sistemas materialistas como en sistemas espiritualistas.
Ver la Adenda publicada en El Catoblepas, nº 28, junio 2004