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El Catoblepas, número 24, febrero 2004
  El Catoblepasnúmero 24 • febrero 2004 • página 2
Rasguños

Sobre el aforismo
«Hablando se entiende la gente»

Gustavo Bueno

El monárquico Juan Carlos de Borbón, Rey de España,
y el republicano secesionista catalán José Luis Pérez Carod
aseguran que «Hablando se entiende la gente»

1

La expresión «Hablando se entiende la gente» es una frase hace tiempo acuñada que se usa regularmente tanto en el español común, en el román paladino, como en el español literario (sobre todo el de los novelistas, desde Fernán Caballero hasta Pereda, desde Cela hasta Vargas Llosa). Tanto en el lenguaje de la televisión (se recordará un programa de Tele 5, en los años noventa, dirigido por Tip y Coll, cuyo rótulo era «Hablando se entiende la gente»), como en el lenguaje político. En efecto:

La utilización más señalada de la frase, en estos meses electorales, fue la que corrió a cargo de S. M. el Rey Don Juan Carlos I, cuando el 17 de diciembre de 2003, con ocasión de la recepción en la Zarzuela del recién nombrado presidente del parlamento de Cataluña, el republicano (es decir, antimonárquico) y separatista (es decir, antiespañol) señor Ernesto Benach, pronunció la frase que nos ocupa: «Hablando se entiende la gente.»

«Hablando se entiende la gente», dijo el Rey Juan Carlos I, el 17 de diciembre de 2003, al presidente del parlamento de Cataluña, el republicano y separatista Ernesto Benach

No es fácil determinar el alcance que el Rey quiso dar a la frase: ¿para justificar la entrevista protocolaria, pero distanciándose de ella? ¿para sugerir la posibilidad de una reconciliación, mediante el diálogo, del partido republicano catalán con España y con su Monarquía? Lo cierto es que la frase de referencia, puesta en boca del Rey de España, fue reproducida innumerables veces por todos los medios de comunicación y, salvo escasísimas excepciones, fue alabada y exaltada por lo que tenía de «reconocimiento en democracia» de la necesidad del diálogo con los disidentes y de la libre expresión. Sobre todo se encareció la oportunidad de la frase real, por muchas personas que se consideran representantes de la izquierda «culta», «intelectual» y «progresista», «pacifista» (¡No a la Guerra!) y dialogante en la mejor disposición habermasiana.

José Luis Pérez Carod tras un atril de ERC rotulado «Parlant la gent s'entén» La propia ERC (Esquerra Republicana de Catalunya) ha decidido, al parecer, incorporar esta frase real a su repertorio electoral, como anunció el 28 de enero de 2004 su adalid, José Luis Pérez Carod, al presentar el lema de su campaña para las elecciones generales de marzo: «Hablando se entiende la gente», «Parlant la gent s'entén».

Estas izquierdas no sólo alabaron, ponderaron y exaltaron la ocurrencia de don Juan Carlos ante el señor Benach; también descalificaron a quienes, en artículos o entrevistas de prensa o de televisión, mostraron (como yo mismo lo hice) alguna reserva ante la frase real.

Algunas personas que se sienten integradas en una «tradición de izquierda democrática culta y progresista» descalificaron airadamente mis reservas «sin necesidad de más comentarios»: su fundamentalismo democrático era tan acendrado que llegaron a insinuar que el mero hecho de poner reservas a esta sentencia del Rey, que, al parecer, ellos ven como sagrada en democracia, testimonia una proximidad al fascismo o a la intolerancia.

Conviene recordar, sin embargo, que una parte de esta «izquierda democrática» de nuestros días, que «suele reclamarse» habermasiana, es heredera de una tradición católica de hace ya más de cuarenta años, aquella que, impulsada por don Joaquín Ruiz Giménez, se canonizó en los Cuadernos para el Diálogo (¿no es una injusticia que Jurgen Habermas haya recibido el Premio Príncipe de Asturias cuando todavía Joaquín Ruiz Giménez –o incluso Luis del Olmo– no lo han recibido? ¿quién empezó en la España del siglo XX a recordar, aún siendo ministro de Franco, que «hablando se entiende la gente»?). Los tiempos de los Cuadernos para el Diálogo eran los tiempos del «diálogo entre marxistas y cristianos», los tiempos en los cuales, según una célebre frase atribuida a Bergamín, decía un marxista dialogante convencido a su interlocutor: «Marxistas y cristianos podremos seguir hablando juntos hasta la muerte; allí nos separaremos, ustedes irán al cielo y nosotros al infierno.»

Y si podían, en efecto, seguir hablando juntos hasta la muerte es porque esos marxistas y esos cristianos eran solidarios... frente a un tercero, como pudiera serlo, en la ocasión, la Unión Soviética. Cuando la Unión Soviética cayó (y en su caída tuvo alguna parte el mismo diálogo que habría de conducir el papa Wojtyla), el diálogo entre marxistas y cristianos también se dio por acabado. ¿O es que puede olvidarse que la solidaridad entre grupos, o bloques históricos (como pudo serlo el bloque marxista-cristianos dialogantes) se establece siempre contra terceros enemigos comunes? Los obreros españoles –se dice– son solidarios frente a los patronos; y los patronos españoles son solidarios frente a los obreros. También, obreros y patronos españoles pueden ser solidarios contra los obreros y los patronos franceses. Pero, ¿cómo podrían ser solidarios todos los hombres entre sí, salvo que tuvieran algún enemigo común, pongamos por caso, los marcianos de la Guerra de Mundos, por ejemplo?

La solidaridad, invocada hoy una y otra vez, y no sin razón, como base del diálogo fértil, no es la virtud prístina, origen de las demás virtudes sociales y políticas. ¿Acaso una madre da de mamar a su hijo por solidaridad con él? En todo caso la solidaridad que se despliega dentro de un grupo se enfrenta, en general, con solidaridades que interfieren o se entrecruzan con aquélla. Un ejemplo reciente nos lo suministra lo sucedido en Nueva York a raíz del 11-S, con los bomberos solidarios, que, movidos por el más noble espíritu de solidaridad con un considerable conjunto de viudas de bomberos fallecidos a raíz del derrumbamiento de las Torres Gemelas, acudieron, por solidaridad con ellas, a consolarlas, hasta el punto de que acabaron emparejándose o liándose con ellas. Para ello tuvieron que romper los lazos de solidaridad matrimonial que mantenían con sus propias esposas. Amargamente estas han tenido que ir dándose cuenta de cuales son los límites que habría que poner a la solidaridad inmoderada de sus maridos.

Queda por tanto abierta, aunque sea a título de sospecha, esta cuestión, como generalización de la experiencia del diálogo entre marxistas y cristianos, solidarios ante la Unión Soviética: ¿qué tiene que ver la frase «hablando se entiende la gente» con la solidaridad de las gentes que hablan entre sí, en general?

2

No estará fuera de lugar, para comenzar, el ensayo de un «diagnóstico» de la naturaleza estilística de la frase que nos ocupa: «Hablando se entiende la gente.»

Ante todo, podría interpretarse esta frase como si estuviese contenida en el estilo propio de las proposiciones descriptivas, que representan hechos, «cosas o procesos que ocurren, que son». Por ejemplo, la frase que nos ocupa, podría interpretarse como representativa de hechos como el siguiente: dos individuos, que no se conocen, llegan a la parada de un autobús de línea cuando éste acaba de arrancar, perdiendo el autobús que iba a llevarles a otra ciudad próxima a la suya. Deciden sobre la marcha alquilar entre los dos un taxi. Uno de ellos suscita la cuestión sobre el modo de distribuir los gastos y de llevar a cabo los itinerarios respectivos en la ciudad terminal de su viaje. Efectivamente, aparecen dificultades, ventajas alternativas o desventajas, recelos mutuos; la discusión se prolonga hasta el punto de que, en un momento dado el taxista se impacienta y amenaza con dejar plantados a los viajeros frustrados. A punto de cesar la conversación, y comprendiendo ambos que no les conviene tomar taxis por separado, estos dos individuos deciden reanudar el trato, que ya tenían avanzado, y, tras una corta deliberación, se ponen de acuerdo y alquilan el taxi. «Hablando se entiende la gente.»

Sin duda esta interpretación descripcionista, y, por qué no decirlo, ramplona en grado extremo, de la frase que nos ocupa, se validaría plenamente si la refiriésemos a un conjunto indefinido de casos ya sidos, similares al que hemos tomado como prototipo.

Pero la frase «hablando se entiende la gente» no puede ser reducida a la condición de una proposición descriptiva. Si lo fuera, y se diese por probada empíricamente, nadie podría salir al paso de ella, menos aún, impugnarla. Sospechamos, por tanto, que si la frase en cuestión («hablando se entiende la gente») suscita adhesiones o impugnaciones, es porque no es interpretada simplemente como una proposición descriptiva de situaciones que la validen, sino como una proposición normativa. Con esta frase no estamos expresando hechos («el ser») de un determinado círculo, sino que estamos formulando alguna regla de comportamiento, alguna norma de conducta (un «deber ser»), similar a esta otra frase: «la gente debe hablar si quiere entenderse».

Obviamente, la interpretación normativa no excluye la posibilidad de interpretaciones descriptivas factuales; ni excluye la posibilidad de apoyarse en éstas, y no ya como un modo ilegítimo de justificar el deber ser por el ser, puesto que los hechos invocados podrían ser ellos mismos aducidos como «hechos normativos», como hechos que hacen derecho. Citar hechos en los cuales se aprecia la capacidad que el hablar de la gente ha tenido para que esta misma gente haya logrado entenderse, no tiene por qué interpretarse, salvo petición de principio, como un apoyo en el terreno factual, empírico, sino precisamente como una verificación de la practicidad real y efectiva de la norma: «La gente que se conduce por la norma de hablar para entenderse, se entiende de hecho.» La referencia a hechos ilustrativos podría ir orientada sencillamente a los críticos que recelan de las normas utópicas, impracticables, y contraproducentes.

Estaríamos, por tanto, en un caso de reinterpretación de los hechos desde las normas, más que en un caso de fundamentación de las normas en los hechos. O, si se prefiere, se trataría de probar, a partir de determinados hechos normativos, la conveniencia de aplicar a otros hechos la norma que tan buen resultado dio en las situaciones empíricas aducidas.

Ahora bien, una proposición normativa, concisa y sentenciosa, ofrecida como guía de conducta, es un aforismo práctico. La frase «hablando se entiende la gente» es, sin duda, un aforismo, y no una mera proposición especulativa o descriptiva. Las sentencias o aforismos atribuidos a los siete sabios («nada en exceso», «conócete a tí mismo»...) tampoco son propiamente proposiciones especulativas; tienen una intención normativa.

Pero los fundamentos de la validez de una proposición normativa, de un aforismo práctico, son de orden muy distinto a los fundamentos de las proposiciones descriptivas. La validez de las proposiciones descriptivas tiene que ver, sobre todo, con la verdad y con su demostración; la validez de las proposiciones normativas tiene que ver con la bondad y con la prudencia.

Sin duda ni uno ni otro género de proposiciones pueden reclamar siempre una validez absoluta «para todo universo posible». La validez va referida a un campo definido.

Supondremos que «la gente» es el campo de validez del aforismo «hablando se entiende la gente». Lo que buscamos entonces es determinar los límites de la validez del aforismo que nos ocupa. No se trata, en principio, ni de aprobarlo incondicionalmente, ni de impugnarlo de plano. El problema de la validez de un aforismo es prácticamente el mismo problema que el de la validez de la norma por él expresada. Presuponemos aquí que las normas –característica de toda institución, y criterio diferencial, por tanto, de las culturas humanas respecto de las culturas animales– se oponen a las rutinas. Presuponemos que las normas pueden redefinirse como «rutinas victoriosas», en un grupo humano, o, para ceñirse a nuestro caso, en una «gente». Las normas asumidas por un grupo, o por una gente, aparecen siempre enfrentadas a otras alternativas, normativas o rutinarias, a las cuales la norma trata de mantener en sujeción. Por ello no tiene sentido una norma que prohibe algo que no tiene alternativa positiva («no comerás carne de hipogrifo», porque no existen hipogrifos, y, por tanto, no puedo comerlos) o que prescribe algo que no tiene alternativa negativa («vivirás eternamente»). Las normas sólo tienen sentido cuando van referidas a un campo que puede ser rebelde en relación con ellas. Y esto nos permitirá aplicar a la interpretación de las normas una regla que también se aplica a las proposiciones especulativas: entender una norma es determinar contra qué normas o rutinas va dirigida. Entender el aforismo «hablando se entiende la gente» equivale a determinar contra qué formas de comportamientos va dirigida la norma que en este aforismo se expresa.

3

El campo o ámbito de aplicación del aforismo «hablando se entiende la gente» puede considerarse delimitado por el sustantivo que contiene («la gente», como conjunto de varios individuos o términos) pero en tanto que él está determinado por dos verbos, que expresan operaciones o relaciones entre los términos que componen la gente: hablar, como operación llevada a cabo por los términos que componen una gente, y entenderse, como relación resultante, al parecer, de la operación hablar.

Desde el punto de vista de la sintaxis lógica (no ya gramatical) el aforismo presupone por tanto un campo de términos, constituido por los individuos que forman «la gente» (aunque el sustantivo «gente» sea singular, desde un punto de vista gramatical, sin embargo es un plural, desde el punto de vista semántico, porque un solo individuo aislado no es capaz de constituir gente alguna; o, dicho de otro modo, «gente» no es un singular, sino un plural totalizado, si bien no de un modo distributivo sino atributivo). Supuesta esta pluralidad de términos, el aforismo recomienda que, a fin de conseguir una relación estable (de «entendimiento») entre esos términos (una relación en virtud de la cual puedan seguir hablando esos términos dentro de un todo estable, en equilibrio dinámico), se procede a aplicar una operación, a saber, aquella que se expresa con el verbo «hablar», por cuanto sin duda, hablar es operar o interaccionar unos individuos respecto de otros.

(1) ¿Qué es la gente, como campo de aplicación del aforismo? El término «gente» tiene, sin duda, acepciones que no son pertinentes en el momento de referirnos a un campo de términos en el que hay operaciones de hablar y relaciones de entendimiento mutuo, porque «la gente» en su acepción de muchedumbre o «gentío» no es un campo que pueda considerarse en disposición de hablar. La «gente», como gente masiva, y sobre todo como muchedumbre, escucha, o bien grita, vocifera, canta... pero no habla. Es cierto que los gritos, o exaltaciones colectivas (por ejemplo desde las gradas de un estadio), o cánticos de la gente proceden de las gargantas de los sujetos individuales que la componen, a título de «unidades sonoras»; pero ahora, entre otras cosas, el griterío o los sonidos modulados, brotan de esas gargantas simultáneamente. Puede decirse que las corrientes de aire producidas por cada boca individual se confunden unas con otras en un único clamor, algarabía o concierto, en cuyo seno las voces individuales se desvanecen (sólo desafinando –decía Unamuno– es posible hacerse oír, como individuo, cuando se canta en coro). El habla se hace imposible.

Por ello, la gente, en cuanto campo de las operaciones que caracterizan el hablar, no ha de entenderse como una multitud compuesta de unidades individuales; la gente capaz de hablar, conversar o coloquiar, no se resuelve en unidades individuales, sino en pares (o parejas) de individuos, o en ternas, o en cuaternas, o en septenas (como en el Colloquium heptalomeres, de Juan Bodino, quien nos ofreció la conversación o simposium que, en torno a la religión, mantuvieron, hace ya cuatro siglos, un católico, un calvinista, un luterano, un judío, un mahometano, un tal Senamus y otro tal Torralba). La «gente», como conjunto de grupos formados por personas capaces de hablar –incluso cuando esos grupos son numerosos y coexisten, pero sin perder su estructura, en un gran café «lleno de gente»– no está constituida por tanto por personas individuales, sino por grupos de personas, capaces de conversar; por lo demás, esos grupos de personas pueden ser de muy diversa condición. Pueden ser «gentes de negocios», o bien puede ser «gente viajera»; puede ser «gente de trueno» o bien puede ser «gente de cultura» (así se llaman hoy, algunas veces, los «creadores», cineastas, artistas e intelectuales que conversan en diferentes tertulias simultáneas de los cafés, y que se reúnen de vez en cuando para firmar, por escrito, manifiestos contra la guerra y la telebasura); también hay «gente menuda» y hay «gente gorda».

(2) Lo importante es que estas gentes –es decir, los individuos que forman las gentes capaces de conversar– hablen entre sí, es decir, silabeen frases sucesivamente, unas después de otras, en discursos o sermones a través de los cuales ellos queden como anudados o cosidos unos a otros, y no meramente yuxtapuestos en monólogos que se suceden (sobre esta imagen de la conversación como hilo capaz de anudar a los hombres en una gente, sugirió Varrón la conexión entre sermo y sarto: la palabra une a unos hombres con otros en un grupo, como el sastre une a unos trozos de tela con otros en un traje). Hablar no es, por tanto, únicamente dialogar. Más aún, casi nunca un diálogo puede llegar a ser fértil. Por lo menos es preciso un trío –tria faciunt collegia–, porque con tres interlocutores (a, b, c) ya se crean seis líneas simples de conversación: (a, b) y (b, a), (a, c) y (c, a), (b, c) y (c, b), más coaliciones significativas (y no sólo dos) como ocurre en una conversación o diálogo entre dos personas. Las gentes capaces de hablar hablan entre sí, es decir, en su propio grupo; sólo que este grupo puede tener elementos de intersección, a través de los cuales podrá entablarse una comunicación entre ellos, es decir, entre la gente, entendida no sólo como un conjunto distributivo de grupos, sino como un conjunto de grupos intersectados boca a boca por el lenguaje.

Ahora bien, para que este lenguaje boca a boca pueda «entretejer» a la gente que habla, es necesario que el lenguaje sea entendido por todos los hablantes del grupo. Y si queremos extender el «entenderse» a otros grupos, el lenguaje utilizado habrá de ser el lenguaje común, un román paladino. Y este lenguaje, que es capaz de anudar a gentes muy diversas que hablan el mismo idioma, es un lenguaje (y a ese lenguaje se refiere, sin duda, el aforismo) que si tiene importancia política ha de ser un lenguaje especificado como lenguaje nacional. Por mucho que me aproxime a un grupo de individuos que hablan en chino, yo, que desconozco totalmente esta lengua, no podré entenderme con ellos, hablando con ellos. La traducción que ERC ha hecho del aforismo real al catalán, presentándolo como emblema de su campaña electoral, «Parlant la gent s'entén», si no interrumpe la validez del aforismo aplicado a las relaciones entre catalanes que hablen catalán e hispanohablantes, sí la dificultan notablemente; pero esto es otra cuestión (cuando se han reunido gentes nacionalistas catalanas, vascas y gallegas que hablando se entienden entre sí en catalán, vasco o gallego, han tenido que recurrir al español –cuando no sabían inglés, francés o alemán– para, hablando, entenderse entre sí).

Asimismo el aforismo tampoco se refiere a un lenguaje artificial, perfecto, como aquel que buscaba Leibniz, con objeto de lograr un entendimiento pleno entre todos los hombres que fuera capaz incluso de acabar con todas las disputas («una vez conseguido el lenguaje lógico perfecto –cada palabra un concepto, cada concepto una palabra– se acabarán las discusiones; bastará que los interlocutores se sienten en los extremos de la mesa y sacando sus plumas digan: ¡Calculemos!»).

Pero este lenguaje perfecto sólo sería útil para las gentes especializadas en una materia definida. Si quisieran comunicar con otras gentes, deberían recurrir al lenguaje ordinario. Además, ni siquiera cabría decir que el grupo de especialistas se entendería hablando, puesto que ellos estaban escribiendo, con sus cálamos, o con sus ordenadores, provistos de lenguajes lógico matemáticos.

No por ello hay que considerar imperfecto al lenguaje natural. Precisamente la carencia de univocidad de las palabras de los lenguajes naturales es una de sus mayores perfecciones, porque gracias a esa multivocidad las palabras permiten interconectar campos y grupos heterogéneos. Es decir, pueden servir de puentes de intersección de conceptos e ideas distintas, pero no incomunicadas; por tanto, disociables, pero no separables (salvo que artificialmente establezcamos una separación entre ellas mediante definiciones convencionales). El lenguaje ordinario nos preserva, por ello, del riesgo de separación entre ciertas cadenas de conceptos, respecto de otras, con las cuales, sin embargo, median interconexiones decisivas.

Si nos atuviéramos a los lenguajes artificiales perfectos, nuestro aforismo («hablando se entiende la gente») perdería la virtualidad indefinida que él lleva asociada. Con lenguajes artificiales perfectos, si ellos pudieran sustituir los lenguajes ordinarios, podría decirse, a lo sumo, que hablando se entiende la gente especializada en él (que además ya no necesitaría hablar, sino escribir), pero no «la gente» en general.

(3) ¿Y cómo interpretar el «entenderse» que figura en el aforismo? Suponemos que el «entenderse», como relación mutua que ha logrado establecerse entre las personas que forman parte de las gentes que han estado hablando, no es una relación entre personas y proposiciones, sino una relación establecida, a través de los lenguajes, entre las propias personas. El aforismo no se refiere, salvo que forcemos mucho su aplicación, a la relación entre un profesor que explica verbalmente a sus alumnos una lección de su programa y el grupo de alumnos (que, por cierto, fácilmente constituye una masa o conjunto de individuos antes que una gente, como conjunto de grupos), podría decirse, sin duda que «hablando» (el profesor) entiende la gente masiva que llena el aula o la sala de conferencias. Pero el aforismo dice: «se entiende», es decir, se entienden los individuos de una gente entre sí. Pues no puede darse por probado que porque los individuos que forman un grupo o gente masiva entiendan lo que les habla el profesor, el predicador o el político, se entiendan entre sí. Todos pueden entender al profesor, al predicador y al político, y cada cual a su manera, sacando consecuencias diferentes y aún incompatibles entre sí.

El «entenderse la gente» (las gentes) al que se refiere el aforismo, no es pues un entender especulativo, sino un entender práctico entre los individuos. Es un entenderse en cuanto a acuerdos materiales entre los individuos, y no el mero consenso entre los individuos que forman una asamblea de «partidos» que, sin embargo, deciden dejar de lado provisionalmente su desacuerdo, acaso simplemente como un paréntesis para volver a reunirse en la próxima sesión.

Estar de acuerdo es llegar a compartir objetivos, al menos en lo fundamental, coordinar intereses materiales, es decir, establecer acuerdos solidarios (contra terceros, explícitos o implícitos); no se trata de mantener acuerdos formales que precisamente impliquen la discordia («mi primo y yo –dice Francisco I de Francia, refiriéndose a Carlos I de España– estamos siempre de acuerdo: los dos queremos Milán»).

El aforismo, al proponer, como norma, las operaciones del hablar para que la gente se entienda, interpreta sin duda ese entendimiento entre las personas en el sentido más amplio, un entendimiento que acaso también puede lograrse a través de la «comunicación no verbal» (como cuando se dice que dos personas mudas «se entienden» en el terreno erótico más primario, a través de sus miradas o de sus gestos). El aforismo parece referirse, por tanto, a aquellas situaciones en las cuales el entendimiento de las personas, aún siendo del mismo género que el entendimiento primario, es de alguna especie o disposición más compleja, que requiere precisamente del lenguaje de palabras para alcanzar el acuerdo.

El aforismo tiene además un sello optimista, desde el momento en que no contiene restricción explícita alguna. Nos dice, en general, que hablando puede llegarse a un acuerdo; que hablando puede la gente, en general, llegar a entenderse.

Por ello, quienes interpretan el aforismo en tesitura optimista, como norma general, consideran a quienes dudan de la capacidad instrumental del hablar para llegar a acuerdos –y más aún, a quienes consideran que el instrumento verbal puede conducir a desacuerdos inesperados, irreversibles y profundos– como si fueran gentes dogmáticas, sin espíritu democrático; en el fondo fascistas residuales, inclinados a imponer consensus manu militari y no a través del diálogo.

4

«Hablando se entiende la gente.» ¿Contra quién (o contra qué) se dirige este aforismo? Sin duda, si nos atenemos a lo que ya hemos dicho, contra otras orientaciones, concatenaciones causales presentes en el campo que constituye el ámbito de su aplicación, es decir, contra otras corrientes que puedan considerarse vivas o efectivas entre las gentes y que resisten, por tanto, a la aplicación del aforismo.

Pero en la medida en que esas resistencias tengan a su vez sus propios fundamentos, podrán también ofrecer sus contenidos a otras normas de orientación opuesta a la que sugiere el aforismo. Dicho de otro modo, nuestro aforismo se enfrentará (como ocurre en otros campos) a otros aforismos de sentido opuesto, y orientados a recomendar a la gente que calle; pongamos por caso: «No hables hasta que lo que vayas a decir valga más que el silencio»; o bien: «Por la boca muere el pez»; o bien: «En boca cerrada no entran moscas»; o bien: «No conviene dar tres cuartos al pregonero»; aforismos tan tradicionales como el que comentamos y que sin embargo ofrecen normas totalmente opuestas a él, en nombre de la prudencia.

Teniendo en cuenta la posibilidad de dar a los aforismos, aunque sea con un cierto grado de artificiosidad, la estructura de una proposición condicional, del tipo (p → q) –«si la gente habla, llegará a entenderse»–, podremos utilizar el sistema de las oposiciones lógicas entre las proposiciones condicionales para determinar, de un modo sistemático, las posiciones que «resisten» o «limitan», y seguramente con fundamentos propios, al aforismo que nos ocupa: «hablando se entiende la gente». Sencillamente se trata de establecer los límites del aforismo que nos ocupa mediante la consideración de los aforismos opuestos y de los fundamentos de estos aforismos.

Si interpretamos el aforismo titular como una proposición hipotética designada por I («si la gente habla, entonces la gente se entiende») podremos obtener el sistema de las siete oposiciones al aforismo cuando tengamos en cuenta las oposiciones por reciprocidad, por negación simple y por negación doble (que nos conducirá a la oposición por contrarreciprocidad). No todos los aforismos obtenidos en este sistema son independientes, dada la equivalencia (antes lógica, es cierto, que gramatical o retórica) de las proposiciones contrarrecíprocas; equivalencias que representaremos mediante llaves cuyas flechas van aplicadas a las proposiciones equivalentes.

Hablando se entiende la gente

Los aforismos I, II, VII y VIII forman un grupo de transformaciones (mediante las oposiciones de reciprocidad y negación doble) representables en un cuadrado lógico:

Hablando se entiende la gente

Los aforismos I, III, IV y VII forman un grupo de transformaciones (mediante las oposiciones de negación sencilla y doble), en el que se ha prescindido de la oposición por reciprocidad:

Hablando se entiende la gente

Quedan pues, como aforismos independientes, los cuatro siguientes:

1   I(p → q)«Hablando se entiende la gente»
VIII (┐q → ┐p) «Si la gente no se entiende es porque no habla»
 
2 II(q → p)«La gente se entiende hablando»
VII(┐p → ┐q)«Si la gente no habla la gente no se entiende»
 
3 III(┐p → q)«Callando se entiende la gente»
V(┐q → p)«La gente no se entiende hablando»
 
4 IV(p → ┐q)«Si la gente habla no se entiende»
VI(q → ┐p)«La gente se entiende si no habla»

5

¿Tienen algún sentido los aforismos opuestos al de referencia? Y en la medida en que lo tengan, ¿de qué modo limitan estos aforismos al que nos ocupa, o acaso lo corroboran (cuando entre ellos sólo hay oposición de reciprocidad)? El aforismo VIII, «Si la gente no se entiende es porque no habla», se opone por contrarreciprocidad al aforismo I, «Hablando se entiende la gente», pero, sin perjuicio de esa oposición, y precisamente por ella, el aforismo VIII es equivalente al I: es una versión dialéctica del mismo, que refuerza su sentido, subrayando que la razón por la cual la gente no se entiende es porque no habla lo suficiente. Y puesto en esta forma el aforismo titular nos ayuda a penetrar en la clave de la apariencia inexpugnable que suele revestir ante muchos este aforismo titular: es un aforismo que contiene ya prevista la regla para resolver cualquier dificultad que pudiera surgir en su aplicación, evitando el reconocimiento de cualquier tipo de falsación: hablando se entiende la gente, y si en alguna ocasión no se entiende la gente hablando, es porque no ha hablado lo suficiente. Que siga hablando, y la gente llegará a entenderse, o estará ya entendiéndose. Quienes confieren evidencia indiscutible al aforismo que comentamos utilizan por tanto el mismo mecanismo de reiteración que utilizan los brujos que mueven las piedras para hacer llover, cuando quieren responder a las objeciones de quienes les echan en cara que la sequía sigue, después de sus ritos: «es que no hemos movido las piedras lo suficiente» (el mecanismo de salvación de la falsación por reiteración es distinto del mecanismo de conjuración de la falsación por apelación a motivos externos ad hoc: «no ha llovido porque otros brujos mueven las piedras en sentido contrario»). Es el mismo mecanismo de salvación de la falsación que utilizan los demócratas fundamentalistas ante quienes les muestran algunos déficits graves de la democracia: «Estos déficits no comprometen en absoluto a la democracia, y sólo pueden corregirse con más democracia.»

El mecanismo de la reiteración, como procedimiento de salvación de una norma práctica, a fin de hacerla «impermeable» a toda dificultad de aplicación capaz de comprometerla, no es, en nuestro caso al menos, un simple expediente cerril, y aún peligroso, establecido en la línea del «mantenella y no enmendalla». El mecanismo de reiteración puede ser absurdo aplicado a otros campos, como el de la medicina (en el sentido hipocrático: «si el diagnóstico fue correcto y la medicación apropiada habrá que insistir en el tratamiento, aunque el enfermo empeore»; porque como recordaba el padre Feijoo, en la carta 21 del tomo quinto, citando a Sydenhan, «los enfermos se curan en los libros y mueren en sus camas».

Pero el aforismo que nos ocupa no es propiamente un aforismo médico, y el funcionalismo de su reiteración puede tener otros fundamentos. Supongamos que «entenderse la gente» significa, en un momento dado, «seguir conviviendo o coexistiendo pacíficamente». En este supuesto, y sobrevenido un desacuerdo grave entre dos Potencias (por ejemplo, un desacuerdo sobre fronteras o sobre tasa de desarmes) la diplomacia propicia conversaciones y negociaciones interminables que acaso dan lugar a desacuerdos aparentemente irreductibles que incluso determinan la retirada de alguna delegación de la mesa de negociaciones. El «principio de reiteración» inducirá a no dar por acabadas las conversaciones. Volverán estas a reanudarse, y esto durante meses, incluso años. Y es de evidencia práctica que mientras las negociaciones sigan, mientras se siga hablando, las Potencias enfrentadas seguirán conviviendo, «entendiéndose», sin que la sangre llegue al río. Pero en la hipótesis límite de que las negociaciones se reiterasen durante años y años, y aún siglos (como ocurre con las negociaciones de España con Inglaterra sobre Gibraltar, o con Marruecos sobre Ceuta y Melilla), ¿podríamos atribuir al mecanismo de reiteración el status quo de «entendimiento» del que partíamos? Seguramente no. Si este entendimiento se mantiene no es acaso porque las conversaciones se reiteren, sino por otros motivos. No serían las conversaciones, el hablar, lo que hace que las Potencias (la gente diplomática) se entienda, sin alterar el status quo, es el status quo lo que lleva a estas gentes a seguir hablando. No es que la gente se entienda hablando, sino es que sigue hablando y hablando porque ya se ha entendido en el terreno resbaladizo en el cual el hablar es a la vez un modo de explorarse mutuamente, en el que cada dialogante busca la ocasión propicia para dejar de entenderse con el antagonista.

El aforismo II («la gente se entiende si habla»), equivalente lógico del VII («si la gente no habla no se entiende»), no se deduce del aforismo I, ni del VIII. Aún supuesto que la gente, hablando, se entienda, no podríamos decir que la gente, para «entenderse» debiera hablar. Hay formas de comunicación no verbal que permiten entenderse a las gentes, ya sean parejas heterosexuales u homosexuales, ya sean grupos o gentes de garra o de monipodio. Y esto nos lleva al aforismo III.

El aforismo III, «callando se entiende la gente», es el aforismo que se enfrenta en toda la línea con el aforismo «hablando se entiende la gente». Pero, ¿está fundado?

Acaso podría decirse que «tiene sus fundamentos», que no es enteramente gratuito. Incluso que tiene tantos fundamentos como su contrario. Y esto no plantearía dificultades de principio. Los aforismos contrarios pueden tener validez a la vez; por tanto, el efecto de cada uno de ellos no será tanto la «impugnación total» del otro, cuanto la limitación de su esfera de influencia. La construcción aforística «callando se entiende la gente» (que tiene sin embargo los mismos derechos que el aforismo titular que comentamos) puede apoyarse en múltiples situaciones particulares en las cuales quepa advertir que el silencio puede ser, en ocasiones, el procedimiento más prudente para evitar un mal entendimiento entre las gentes, fundado en acuerdos situados a un nivel distinto del nivel que habría que remover cuando la gente habla de ciertas cosas. Se dirá (frente a quienes aseguran que nada debe ocultarse, y que callar equivale siempre a cerrar las heridas en falso) que muchas «cuentas pendientes» sólo cabe saldarlas poniéndolas entre paréntesis, incluso olvidándolas. Sólo así puede mantenerse una convivencia o entendimiento que quedaría muy comprometida si, al hablar de ellas, «abriésemos las heridas», y no porque estuvieran cerradas en falso, sino simplemente porque podrían ser reabiertas. Hablar, en determinadas condiciones, puede ser una imprudencia si se quiere que la gente siga coexistiendo pacíficamente. «No hay que nombrar la soga en casa del ahorcado.»

Así, el silencio acerca de muchos asuntos relacionados con la Guerra Civil española, muchas veces considerado culpable o cómplice, que durante los años posteriores a la transición fue acaso una medida de prudencia política. ¿Hasta cuando habría que mantenerla? Hace ya años, se ha comenzado a hablar de la revolución de Octubre de 1934, de la Comuna Asturiana, o de la Guerra Civil de 1936 a 1939, de los «cuarenta años del franquismo»; se ha justificado la conveniencia de hablar de estas cosas en nombre de una supuesta «memoria histórica» postulada incluso para quienes todavía, y aún siendo historiadores, no habían nacido en aquellos años, y por tanto difícilmente podrían tener memoria histórica, salvo por metáfora indocta e irresponsable. ¿Puede decirse que las gentes de España se han entendido más hablando de estas cosas que callando sobre ellas? Ahí están los «diálogos», o monólogos superpuestos, entre hombres tan eminentes como Enrique Moradiellos, Pío Moa, Preston, Ricardo de la Cierva, Salas Larrazabal, Javier Tussell. Los que se han entendido entre sí sobre estos asuntos, en lo fundamental, como Antonio Sánchez, José Manuel Rodríguez Pardo o Iñigo Ongay, no ha sido solamente hablando sobre ellos, sino sobre otras muchas cosas también que requieren leer, pensar y escribir. Después de hablar y reiterar los argumentos una y otra vez, los interlocutores de esta polémica sobre la revolución de octubre y la guerra del 36 no se han movido un milímetro de sus posiciones iniciales. Difícilmente podría aducirse esta polémica, mantenida por gente tan competente como la formada por Moradiellos, Preston o Tussell, por un lado, y Pío Moa, Antonio Sánchez o José Manuel Rodríguez Pardo por otro, como un argumento a favor del aforismo «hablando se entiende la gente».

Lo que vienen en llamarse «memoria histórica» en nuestros días, de la que se habla, ¿no ha exacerbado los desentendimientos o desacuerdos, y no sólo entre las derechas y las izquierdas, sino sobre todo en el terreno de los proyectos secesionistas que actúan en Cataluña, en el País Vasco y en Galicia? «Hablar de estas cosas» da lugar a que cada interlocutor hable de lo que le interesa más; hablar equivale para muchos a buscar y «encontrar» corroboraciones de sus proyectos en la historia de los siglos anteriores (en los Fueros, en los layetanos o en los celtas), y justificar sus proyectos con esos «recuerdos». Porque hablar es un término demasiado ambiguo. Cada cual hablará a su manera y por ello, para seguir entendiéndose en otros planos, lo más prudente sería callar.

Hablar puede significar precisamente no querer entenderse en un status quo determinado. Por ejemplo, en el status quo promovido por la Constitución española de 1978, por la que franquistas y antifranquistas, con la Amnistía, decidieron «olvidar» sus diferencias en nombre de un nuevo «entendimiento democrático». Y es esencial tener en cuenta que aquí el «olvido» no tenía tanto el alcance psicológico de una amnesia, sino el alcance político de una reorganización de los datos y de los recuerdos, en una escala práctica y de su subordinación a otros «recuerdos» de otra índole. Remover esos recuerdos, en rigor, reconstruirlos interesadamente, hablando de ellos (como hacen en estos últimos meses José Luis Pérez Carod y Pascual Maragall) no es el mejor camino para llegar a entenderse con los demás españoles. Y cuando el señor Benach, presidente del parlamento catalán que designó a Maragall y a Carod, fue a visitar protocolariamente al Rey de España, para hablar con él, seguro que no fue buscando «entenderse» con él, en cuanto Rey constitucional, salvo que pensase («hablando se entiende la gente») que don Juan Carlos acaso estaba dispuesto a entenderse con los proyectos de Estados libres asociados, con tal de que estos le siguieran manteniendo nominalmente como Rey de la Confederación. Seguro que no quería entenderse con el Rey para mantener el status quo, entre las diferentes regiones de España, creado por la Constitución de 1978, porque en todo caso, hablar, no ya de la «memoria histórica», sino de las construcciones históricas (incluso de la historia ficción levantada por historiadores profesionales al servicio de los nacionalismos o de una izquierda metafísica) que desde 1978 se han ido levantando en el País Vasco, en Cataluña o en Galicia, tiene precisamente como único objetivo el no seguir entendiéndose dentro del sistema de las autonomías. Renan sabía que «los franceses debieron olvidar para construir la nación francesa, sus orígenes galos, francos, burgundios o normandos». Y, otra vez aquí, «olvido» es un término psicológico mal utilizado, porque no tiene el sentido psicológico de amnesia, como hemos dicho, sino el político de ordenación de los recuerdos en una escala práctica dentro de un proyecto para el porvenir.

Preferían callar quienes veían en el silencio una voluntad, no ya de olvidar psicológicamente, cuanto de considerar a los recuerdos dolorosos como elementos que debieran quedar subordinados a otros nuevos proyectos de convivencia democrática. Pero quienes, pasadas las primeras décadas de la transición, creyeron ver que el silencio perjudicaba sus proyectos de aproximación al poder, a través de las urnas, y que conducía a un status quo que, a su juicio, perjudicaba sus intereses, entonces buscaron hablar, en nombre de la «memoria histórica», con objeto de reivindicar su falta de entendimiento con quienes ellos consideraban (y de un modo totalmente antidemocrático) como una continuación del franquismo: lo más antidemocrático que cabe imaginar es que el partido político de la oposición, en plena campaña electoral, esgrima contra el partido antagonista, sus supuestas vinculaciones con el franquismo: se trata de golpes bajos que nada tienen que ver con la democracia. Hablar, a título reivindicativo, de la «memoria histórica», es buscar no el entendimiento, sino la confrontación, dentro de la lucha partidista y electoralista: es volver a hablar llamando asesino a Santiago Carrillo por su supuesta y no probada responsabilidad en Paracuellos; es llamar asesino a Manuel Fraga por sus actuaciones como ministro de la Gobernación en la época de Franco.

Hablar, en resolución, puede también querer decir que no queremos seguir entendiéndonos con los que hablan el mismo lenguaje. ¿No es este mismo aforismo («callando se entiende la gente») el que de hecho se aplica ordinariamente en la convivencia entre gentes de diversas confesiones religiosas? «Evitemos las confrontaciones públicas, y por supuesto, las domésticas, sobre cuestiones de fe, o de religión: son asuntos propios de la vida íntima y privada de cada cual.» Si las personas que tienen diferentes creencias, incompatibles entre sí («el cristianismo es un politeísmo blasfemo», según muchos musulmanes; «el islamismo es una herejía ridícula del cristianismo», según la tradición cristiana), hablar de ellas en la mesa de la casa, o en el parlamento, significaría que la coexistencia pacífica entre los que hablan se pondría en peligro. Si estas gentes quieren seguir entendiéndose en el terreno doméstico, o laboral o político, lo más prudente es callar sobre estos asuntos comprometidos: «callando se entiende la gente».

El aforismo IV, «hablando no se entiende la gente» (equivalente lógicamente al aforismo VI, «la gente se entiende si no habla») tiene también sus fundamentos, pero tales que se reducen a un terreno casi tautológico: «no se entiende la gente que no quiere hablar, precisamente para no entenderse» (en los contextos, por ejemplo, de los que hemos hablado al comentar el aforismo III, «callando se entiende la gente»). Pero es evidente que, fuera de ese terreno, seleccionado ad hoc, el aforismo IV es tan ambiguo y gratuito como lo es el aforismo I de referencia («hablando se entiende la gente»). Pues es evidente que hay muchas situaciones en las cuales «la gente» tiene que hablar para entenderse, y otras en las cuales «la gente» tiene que callar en muchas cosas para entenderse en otras.

Precisamente porque el aforismo IV es el que más formalmente se opone, por contrariedad o subcontrariedad, al I, es por lo que sirve para establecer sus límites. Ya en el terreno de la oposición entre las proposiciones categóricas, se reconocía que las proposiciones contrarias (A/E) no podrían ser verdaderas a la vez, pero sí falsas a la vez; mientras que las proposiciones subcontrarias (I/O) podían ser verdaderas a la vez, pero no falsas al mismo tiempo. No cabe aplicar estas reglas, por supuesto, a las relaciones entre nuestros aforismos, que hemos interpretado como proposiciones hipotéticas, y no categóricas; pero tampoco es esta la ocasión para descender a las coordinaciones pertinentes. Aquí hablamos tanto de verdad cuanto de validez práctica.

No será suficiente, por tanto, tratar aquí a los aforismo I («hablando se entiende la gente») y IV («hablando no se entiende la gente») como si se opusieran de modos similares a aquellos en los que se oponen las proposiciones contrarias y subcontrarias, diciendo que estos aforismos (I y IV) son válidos (o prudentes) a la vez (en parte, en el terreno en que lo sean) y peligrosos (o imprudentes) a la vez (en parte, en el terreno en que lo sean). La razón es que tales aforismos, al utilizar términos imprecisos y ambiguos («hablar», «gente», «entenderse») adquieren diferente alcance funcional y práctico, según los «parámetros» desde los cuales estos términos se determinarán en cada caso.

Por ello, algunas veces, el aforismo «hablando se entiende la gente» puede ser prudente, conveniente (por ejemplo, para reivindicar un estado de injusticia, ya fue utilizado por Pereda, en 1889, en La Puchera: «Lo que se está hiciendo conmigo no tiene igual... ¡vamos, no tiene igual!... Bueno que al hombre se le estime en más o en menos de esto u de lo otro, porque pa eso están los ojos en la cara y el sentío en los aentros; pero ¡congrio! que le diga... ¡que se le diga, congrio! y hablando se entiende la gente»), pero puede ser imprudente en otras circunstancias, si se habla «antes de tiempo», y así lo veía Julián Zugasti y Sáenz (en El Bandolerismo, estudio social y memorias históricas, 1876: «–No se ha perdido nada en no hablarle, porque si el padre del chico asistió a la cita de Montilla, nosotros sabíamos muy bien que no llevaba el dinero; respondió el del pelo cano. –Sí, pero hablando, se entiende la gente. –¿Y para qué nos habíamos de acercar? ¿Para oír lamentos?»).

En general, el aforismo suele ser utilizado al servicio de unos presupuestos que comienzan ya por ir referidos a situaciones en las cuales se da por hecho que el hablar es preferible al callar, con lo que el aforismo adquiere un significado enteramente tautológico, cuya ramplonería no hace sino desvirtuarlo por completo. Dos ejemplos, el primero, la presentación del aforismo que Mariano de Blas hace en su libro De paso por la vida (Editorial Contenidos de Formación Integral):

«Hablando se entiende la gente. Este dicho encierra mucha sabiduría. Muchos problemas, malentendidos, se aclaran y solucionan por el simple hecho de hablar. Este procedimiento de hablar, de dialogar, es sumamente necesario, sobre todo en el matrimonio. Se puede decir que los esposos que saben manejar ese arte del diálogo, son capaces de resolver gran parte, por no decir todos los problemas que se presentan entre ellos. Lo primero que hay que decir es que es lo más natural del mundo que surjan problemas, tengan diferentes modos de pensar, diferentes puntos de vista entre ellos, entre los esposos; esto no es una tragedia, es normal, pero ¿qué es lo que hacen él y ella cuando surgen estas diferencias de opinión? Es un mal procedimiento el discutir. Nunca se gana una discusión, porque si se logra verdaderamente convencer a base de enojos o a base de gritos al consorte, lo único que se provoca, es una aversión, un enojo, y por lo tanto, una predisposición para taparse los oídos la próxima vez que surja una oportunidad de diálogo.»

El segundo ejemplo, igualmente tautológico, lo tomamos de un curso mexicano de la Fundación Conevyt:

«¡Bienvenidos y bienvenidas al curso Hablando se entiende la gente! Expresarse oralmente y por escrito significa, para la mayoría de las personas, la posibilidad de satisfacer diversas necesidades de participación, de información y de relaciones sociales, en general; por eso, este curso, Hablando se entiende la gente, tiene como propósito principal que usted continúe desarrollando sus habilidades en el empleo de la lengua hablada, sobre todo en sus usos más formales o 'académicos', aunque sin dejar de atender también a su uso menos formal o coloquial; esto con el fin de que usted pueda comunicarse e interactuar en diferentes ámbitos de su vida cotidiana. En este curso encontrará una revista que incluye diversos textos relacionados con temas afines a los que se tratan en éste, los cuales le servirán para ampliar la información de los mismos. Durante el desarrollo del curso, usted tendrá oportunidad de repensar las diversas situaciones donde se utilizan los lenguajes verbal y no verbal, reconociendo el mensaje que comunican y reflexionando acerca de las 'interferencias' que pueden obstaculizar la comunicación. Realizará actividades que lo o la llevarán a hacer entrevistas, exposiciones por escrito, o bien a investigar para preparar la exposición oral de un tema de interés. ¡No olvide que comunicándonos, aprendemos más! ¡Buena suerte!»

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El aforismo «hablando se entiende la gente» sólo podrá, según lo dicho, ser considerado como una norma válida (prudente) cuando vaya referido a una gente que puede suponerse en buena disposición para entenderse, mediante el lenguaje común. Es decir, el aforismo sólo es válido cuando pide el principio, cuando presupone que «esta gente» concreta está en disposición de entenderse hablando. Pero este presupuesto implica siempre un riesgo que, muchas veces, sería imprudente asumir. La validez del aforismo no puede deducirse de su genérico contenido normativo, sino de los «parámetros» que, en cada caso, se presupongan. Pero estos parámetros pueden convertir al aforismo no ya en un mero círculo vicioso, sino en una norma imprudente y peligrosa, a la que conviene poner freno.

En la vida civil, quien se guía por este aforismo puede dar lugar a situaciones que seguramente él mismo no deseaba. Por ejemplo, nadie tiene derecho «en nombre de la verdad» a descubrir, a lo largo de conversaciones íntimas, su origen a un amigo que lleva toda su vida viviendo en una familia que le adoptó de niño, y con la cual está identificado, si existen indicios de que esta revelación puede desequilibrar las relaciones afectivas o jurídicas del amigo con esa familia. ¿Y cómo establecer estos indicios? ¿Qué tipo de «entendimiento con el amigo» buscamos cuando nos decidimos a hablar con él de estos asuntos «enterrados», es decir, que se encuentran fuera de los intereses prácticos reales?

En situaciones como la descrita no podrá decirse que hablando se entiende la gente, precisamente porque, al contrario, hablando dejan de entenderse gentes que antes convivían normalmente.

En general: hablando, la gente puede llegar y llega de hecho a distanciarse y a enfrentarse de modo irreversible. Hablando con él, el «otro» puede descubrirme confidencialmente los principios delirantes que guían su conducta y sus objetivos criminales. Hablar con él me habrá sido útil, desde luego, para descubrir y entender la peligrosidad de mi amigo, pero no para «entenderme con él», sino para «entenderlo», como individuo peligroso, a quien me veré obligado a denunciar a la policía. Mi denuncia, por supuesto, dará fin al entendimiento con este amigo, que verá mi denuncia como una deslealtad o como una traición. En este caso habrá que decir que «hablando» esta gente, es decir, los amigos que hablaban, dejaron de entenderse como amigos.

Tampoco me entenderé, si soy racionalista, hablando con alguien que me diga que está endemoniado, o que tiene contactos íntimos con algún extraterrestre. Si quiero mantener mi amistad con él, lo mejor será no hablar del asunto.

El aforismo que nos ocupa puede resultar especialmente peligroso en la vida política, en general, y en la democracia, en particular. No sólo porque también la democracia tiene sus arcana imperii, de los cuales no conviene hablar (arcanos o secretos que deben mantenerse reservados o clasificados como secretos), sino también porque la democracia no tiene por qué tolerar que la gente hable de cualquier cosa y como quiera «expresando libremente su pensamiento», invocando, como principio sagrado (en realidad: metafísico-espiritualista) aquel que dice que «el pensamiento no delinque». Pero la tolerancia no es virtud democrática, sino aristocrática; y si, en nombre de la tolerancia permitimos que la gente hable de lo que le venga en gana, podrá ocurrir que esta gente se entienda demasiado, pero a costa de desentenderse de otras gentes que pertenecen a la misma democracia. Es totalmente imposible que una gente formada en alguna ikastola por secesionistas radicales cuyo objetivo es romper la unidad política existente, y por ciudadanos firmemente opuestos a tal secesión, se entiendan hablando. Hablando, las diferencias entre estas gentes se harán o se revelarán mucho más profundas de lo que parecían serlo y conducirán derechamente a la ruptura política irreversible, y al desentendimiento (sobre todo si el que nos habla de planes secesionistas dispone de pistolas en su mano o en la de sus correligionarios).

El aforismo «hablando se entiende la gente» sólo encuentra su verdadero campo de validez cuando se presuponga tautológicamente que el contenido del «entenderse» es el hablar mismo, el seguir hablando cualquier cosa que sea, en lugar de «llegar a las manos», pongamos por caso. Dos chinos hablan y hablan, dialogan, discuten, se insultan, rodeados de un corro de vecinos. El extraño, que contempla asombrado la escena, pregunta si este diálogo agitado durará mucho o si los interlocutores llegarán pronto a las manos. La respuesta que recibe es esta: «ninguno de los dos se atreverá a dar el primer golpe, porque con él demostraría, ante nosotros, que contemplamos la disputa, que no tenía razón.» Es evidente que mientras los negociadores (sindicatos y patronales, diplomáticos representantes de Potencias en estado próximo a la declaración de guerra) sigan hablando y vuelvan una y otra vez a la mesa de negociaciones, el conflicto no estallará, y podrá decirse que hablando se entiende esta gente sin necesidad de declararse la guerra. Pero no tanto porque se hayan entendido mediante el diálogo (en el que precisamente se enfrentan una y otra vez), sino porque están entendiéndose a otro nivel.

7

¿Qué alcance puede tener, o haber tenido, o seguir teniendo, el aforismo «hablando se entiende la gente» en boca del Rey de España con ocasión de la visita que Ernesto Benach le hizo en calidad de presidente del parlamento catalán?

¿Quiso decir don Juan Carlos que hablando con los republicanos separatistas catalanes (que estaban preparando su entrevista con los asesinos secesionistas etarras) podría llegar a un entendimiento, bien fuera porque, tras las conversaciones, acaso los separatistas republicanos quedarían convencidos de lo inconveniente de sus pretensiones (y, por tanto, de los errores políticos, históricos, económicos, &c., que sus posiciones envuelven), acaso porque el propio Rey quedaría convencido por ellos? Convencido y preparado para entender que las entrevistas clandestinas de José Luis Pérez Carod con ETA fuesen desde luego (dada la fuerza de los razonamientos republicanos y separatistas) de tal calibre que le ponían en disposición de abdicar como Rey de España, o por lo menos, como Rey de una Constitución centrada en torno al principio de la indivisibilidad de España.

¿O acaso lo que estaba en el trasfondo del aforismo, «hablando se entiende la gente», tal como lo utilizó el Rey, en la ocasión de referencia, era más o menos lo que sigue: «al decidiros a venir a visitarme institucionalmente a mi casa, como Rey de España, tú, Ernesto, a pesar de que eres republicano y de que no quieres ser español, demuestras que, por lo menos ahora, aceptas la realidad de España, o como tu dices, del Estado español, y del lugar que tú y yo ocupamos en él. Por tanto, al venir a hablar conmigo, aunque sea por vía protocolaria, demuestras que utilizas mi protocolo, y que protocolariamente nos entenderemos y seguiremos entendiéndonos, mientras vengas a verme en las próximas legislaturas, y de modo indefinido, después de que haya renovado tu cargo de presidente de la Generalidad, y cualquiera que sea el camino y las palabras que tú utilices (que en realidad, me tienen sin cuidado, con tal de que sigas visitándome). Tu podrás continuar diciendo que eres republicano y separatista; tus frases poco significan para mí, porque lo que me importa –y es aquí donde nos entenderemos– es que vengas cada cuatro años a decirme lo mismo, puesto que, en este caso, nuestro entendimiento se consolidará si sigues hablando de este modo: tú como republicano y separatista que me reconoce como Rey de España, y por ello viene a visitarme; yo, como Rey de España que recibo tu visita y espero que se repita indefinidamente, hables lo que hables. Hablando se entiende la gente.»

8

En resolución, el aforismo «hablando se entiende la gente» sólo alcanza validez plena cuando la gente se ha entendido (o cree haberse entendido, después de haber hablado); a la manera como el aforismo «el que gana es siempre el mejor» sólo vale realmente si definimos el mejor por el que gana.

Pero cuando el aforismo se enuncia en general, sin distinguir gentes ni materias de entendimiento ni formas de lenguaje, lo menos que puede decirse de él es que es puramente retórico. En rigor él es un aforismo no sólo confuso y estúpido, sino frívolo o incluso, si se toma como norma, imprudente y peligroso.

 

El Catoblepas
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