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El Catoblepas, número 24, febrero 2004
  El Catoblepasnúmero 24 • febrero 2004 • página 13
polémica

Lo que tiene que probar
don Enrique Moradiellos indice de la polémica

José Manuel Rodríguez Pardo

Ante la sorprendente respuesta final de Enrique Moradiellos en la polémica sobre la II República y la Guerra Civil Española, se expresan una serie de cuestiones que deberían ser probadas por el historiador extremeño

Me ha sorprendido ver la tardía respuesta de Don Enrique Moradiellos a la acumulación de escritos publicados criticando su historiografía. Pero más aún si cabe me ha sorprendido su comportamiento desde el comienzo de la polémica, hace ya nueve meses. Tamaña sorpresa la constato en el especial seguimiento que realiza D. Enrique Moradiellos (punto por punto, diría yo) del manual revolucionario de Lenin ¿Qué hacer? Como recordarán los lectores de El Catoblepas, nuestro profesor universitario comenzó descalificando (ver el número 15 de esta revista) al más ilustre de sus contendientes, D. Pío Moa, que aún no había realizado acto de presencia, denostándole de forma sutil con el adjetivo de divulgador (adjetivo que, por asimilación, debería ser imputable a los demás críticos con mayor motivo), para después ejercer el papel de víctima tras verse criticado con justicia. Su último escrito, publicado en el número 24, ha sido toda una exhibición lacrimógena, digna de una tragedia griega, o mejor aún, de una telenovela. Pero indigno de todo punto de un debate mínimamente racional.

Desde estas líneas queremos resaltar la exactitud de nuestro diagnóstico acerca de los motivos que impelían al Sr. Moradiellos a irrumpir en este debate, mucho más cercanos al corporativismo de la institución universitaria que a la verdad historiográfica. De hecho, la táctica leninista que ha utilizado D. Enrique es muy fructífera sin duda para realizar propaganda, acoso y derribo de un gobierno, aunque totalmente nula si de escribir una historiografía veraz se trata. Por mi parte yo no tengo ningún problema en que D. Enrique Moradiellos, cual Lenin redivivo, se disponga al asalto del Palacio de la Moncloa y se declare presidente de la República Soviética de España. Carezco de divisiones suficientes para frenarle, así que adelante. Pero, por favor, sea consecuente con sus medios y busque el fin para el que han sido concebidos. Mire cómo el año pasado las manifestaciones contra la guerra fueron articuladas por los partidos de la oposición para desestabilizar al gobierno de forma antidemocrática. Y fíjese que fracasaron en su tarea porque, desprovistas de un auténtico fin revolucionario, tales proclamas acabaron perdiéndose en la vorágine de acontecimientos nacionales, de mucho más interes para el ciudadano medio que una guerra a miles de kilómetros a la que ni siquiera enviamos tropas a combatir. Suerte le deseo en su intentona revolucionaria.

Pasando a lo estrictamente relacionado con la polémica, llama la atención que se cumpla otro de mis diagnósticos: no ha tenido en cuenta mis argumentos publicados en el número 18 de la revista. El Sr. Moradiellos ha ninguneado, como ya anuncié en su día, mi intervención. Solamente le interesa el reconocimiento de presunta polémica que realizo, aparte de algunos detalles formales más. Además, vuelve a señalar las presuntas fuentes historiográficas de Pío Moa, sin referirse concretamente ni una sola vez a su trilogía y a Los mitos de la guerra civil, dando por supuestas las mismas tesis que mantuvo en otra ocasión, al margen de lo que yo señalé en el número 18. Se confirma nuevamente el descripcionismo en gnoseología que Antonio Sánchez le adjudicó en su momento (en la vía de la representación), pues no ha puesto siquiera a prueba sus propias categorías historiográficas, ni las nuestras, ni las de Pío Moa, suponiendo que lo único que importa son las reliquias y relatos que ellas contienen. Sin embargo, como los omite de forma tan selectiva (sólo dos referencias a las cuatro obras de Pío Moa sobre la II República y la Guerra Civil, no lo olvidemos) su propio descripcionismo queda en evidencia.

De hecho, como he señalado, solamente le interesa destacar el reconocimiento explícito de que la presunta polémica, como yo la denomino, ha sido un diálogo de sordos. Sin embargo, lo que no se ve es que tal reconocimiento de D. Enrique representado, lo haya sido ejercido en la respuesta. Si tal diálogo de sordos se ha producido, no ha sido porque una serie de censores e inquisidores, como ha tenido a bien denominar a sus oponentes, le abrumasen hasta hacerle sentir solo ante el peligro. Se debe a que Don Enrique no se ha dignado a responder a las cuestiones clave planteadas en el debate, quizás porque no le era posible, y que han sido sustituidas en el texto del Sr. Moradiellos por referencias espúreas, la práctica totalidad de ellas centradas en la cuantía de la intervención extranjera, su especialidad histórica, y al parecer su único interés histórico (y, vistas las cosas, la única temática referida a la II República y la Guerra Civil Española de la que posee una mínima sabiduría).

No obstante, y a pesar de estar curados en salud, resulta curioso que los importantes errores que hemos descubierto (todos sus censores e inquisidores, para utilizar sus propias palabras) en la exposición de D. Enrique Moradiellos sobre la intervención extranjera en España, ni siquiera sean tenidos en cuenta. A saber: designar como extranjeros a los miembros de la Legión, cuando todo el mundo sabe que eran tropas españolas; ignorar la industria frentepopulista, que le permitía ensamblar vehículos blindados y aviones, que despiezados no aparecen en el cómputo de la intervención extranjera; el despreciar la influencia de la Unión Soviética sobre el Frente Popular, utilizando como partido agente al PCE, &c. Las respuestas que ha ofrecido a tales objeciones son ciertamente inválidas, y su invalidez se encuentra, como ya señalé en su día, en la débil historiografía del Sr. Moradiellos.

Como ya hemos dicho los censores e inquisidores desde distintos puntos de vista (no somos evidentemente la misma persona, e incluso mostramos divergencias entre nosotros), no es suficiente poseer un gran conocimiento en datos, reliquias y relatos, para ser buen historiador. Es necesario también una buena historiografía, escritura de la Historia, para que esos datos puedan probar algo. Así, los datos de la intervención extranjera, como señaló Antonio Sánchez con gran claridad, y como Pío Moa ha mostrado por activa y por pasiva en sus obras por la vía del ejercicio, sin una reconstrucción de la situación política en la España de la Guerra Civil, tales datos nada pueden probar. De hecho, si se prueba que no existía la II República a partir del alzamiento de Julio de 1936, como ha logrado Pío Moa (atención, digo Pío Moa, no el resto nosotros, porque es él, según el Sr. Moradiellos, el único que ha entendido la naturaleza de la polémica), entonces la tesis que defiende D. Enrique Moradiellos de una no intervención que ahogó a la república es completamente falsa. Si no hay II República, entonces no hay nada que plantearse desde la perspectiva de D. Enrique. No se puede aniquilar algo que ya no existe, como es evidente. Por eso es necesario remontarse a Octubre de 1934 (ni una sola vez lo menciona el Sr. Moradiellos) y a las elecciones del Frente Popular (identica omisión sufren) y la posterior polarización política para entender lo que sucedería después durante la guerra civil.

Por otro lado, destacan en el relato del Sr. Moradiellos soberbios errores, que alcanzan la categoría de prevaricación historiográfica, como cuando señala, con enorme cinismo, que la desarticulación del POUM fue un proceso totalmente legal, olvidando por completo lo que sucedió con su adalid, Andrés Nin, secuestrado, torturado y asesinado por la policía soviética. Por cierto que su cadáver fue tan bien enterrado y oculto que aún no ha aparecido. ¿Qué hacen los representantes de la memoria histórica que no se aprestan a recuperarlo inmediatamente? Damnatio memoriae, algo que al Sr. Moradiellos maneja muy bien. No menos reseñable es su firme convicción acerca de que la II República española fue un intento de incorporar a España a la senda del progreso [sic], frenada infelizmente, y que al parecer nos permitiría disfrutar de una más elevada y ventajosa posición en el mundo actual. Pero mientras tales tesis se afirmen y no se demuestren pertinentemente, nada tenemos que añadir a algo que se refuta por sí mismo.

No obstante, injusto sería olvidar que el Sr. Moradiellos nos señala que no hemos entendido lo que se planteaba en este debate, salvando D. Pío Moa que sí habría estado más clarividente. Ahora bien, quien (aparentemente) no parece entender lo que aquí se dice es D. Enrique Moradiellos, que prefiere olvidarse de los presupuestos filosóficos que subyacen bajo la historiografía, que como sabemos no es una ciencia pura, sino una disciplina que necesita de la confrontación de distintos puntos de vista, como sí ha sabido ver a la perfección Pío Moa (al menos en la vía del ejercicio), y que depende de unos principios que, mal encauzados, llevarán a la distorsión completa de los hechos. Caso de la intervención extranjera que ya se ha señalado.

Aun así, lo realmente asombroso a este respecto es que D. Enrique Moradiellos sea autor de libros sobre metodología de la Historia, como Las caras de Clío, reseñado por Marcelino Javier Suárez Ardura en el número 6 de El Catoblepas. Asombroso resulta este detalle, porque la reseña de Suárez Ardura señala las grandes afinidades de las tesis presentadas por D. Enrique Moradiellos en esa obra, con las de la Teoría del Cierre Categorial. A la vista de las grandes reticencias de D. Enrique por abordar la problemática de la Guerra Civil más allá de los datos puros en esta polémica, hay que concluir lo siguiente: o Marcelino Suárez Ardura miente en su reseña, extremo que considero falso, pues otros trabajos suyos de la revista me parecen de gran valía, o bien el Sr. Moradiellos ha estado hurtándonos su alta ciencia respecto al materialismo filosófico (o desarrollos afines) de forma intencionada. Parece más verosímil la segunda conjetura, muy coherente de hecho con su corporativismo universitario y su negativa a debatir mostrada hasta la saciedad en esta polémica.

Por otro lado, aunque Marcelino Suárez Ardura muestre en su reseña que Las caras de Clío sea un libro notable, ni la actitud pedante y ensoberbecida de su autor, aparte de sus dudosos conocimientos mostrados en esta polémica, que contrastan con la potencialidad que ofrece esta obra, me animan excesivamente a leerle. Si alguien que escribe sobre metodología de la Historia comete errores tan flagrantes como los que en esta revista se han señalado, ciertamente no veo por qué habría de ser su libro un dechado de virtud, y lo aquí presentado en varias entregas, un simple accidente ajeno a la labor de D. Enrique. Salvo que, efectivamente, lo aquí redactado no sea más que una apología implícita de sus maestros en historiografía, tales como Pablo Preston, Howson y otros.

Semejante situación sirve para explicar lo que dice D. Enrique a Antonio Sánchez respecto a su presunta rectificación de varios de sus puntos de vista, al señalar unos ajustes de datos sobre la intervención de potencias extranjeras en España. Sin embargo, Antonio Sánchez no se refiere a ese tipo de rectificación empírica, sino a la de sus tesis principales, puestas en entredicho. Nuevamente se sustituye el debate por referencias espúreas, que buscan desviar la atención sobre puntos clave de esta etapa histórica acerca de la que hemos polemizado. Sin embargo, este detalle no impediría reconocer que D. Enrique Moradiellos ha aportado algunos detalles sobre la intervención extranjera en España que son valiosos, como D. Pío Moa ha señalado en varias ocasiones. Sin embargo, no se aprecia que tales detalles puedan alterar las tesis fundamentales acerca de la irrelevancia, desde el punto de vista de los materiales aportados, que tuvo la intervención extranjera para la suerte de la guerra civil española.

Pasando a detalles más formales, me sorprende profundamente que D. Enrique afirme lo siguiente:

«Pero, sin aceptar que suframos de alguna especie de 'anorexia patriótica antifranquista', tampoco incurriríamos en el despropósito de 'españolizar' los nombres de autores extranjeros bien conocidos por sublime amor a la patria y a su lengua. Resulta sencillamente ridículo transformar sistemáticamente a Paul Preston en 'Pablo' Preston, aunque sólo sea por respeto y reciprocidad: a nosotros nunca nos han llamado 'Henry' o 'Harry' Moradiellos en ningún lugar de Gran Bretaña ni de los Estados Unidos ni lo hubiéramos consentido.»

Tal afirmación demuestra que el Sr. Moradiellos conoce ciertamente poco acerca del ensayo en lengua española, inaugurado en su vertiente filosófica por el filósofo benedictino Benito Jerónimo Feijoo en 1726. En su Teatro Crítico Universal y en sus Cartas Eruditas, aparte de en otros varios escritos que nos legó desde Oviedo, el mismo Oviedo en el que precisamente nació el Sr. Moradiellos, Feijoo nos probó que el español, en tanto que lengua extendida por medio mundo ya entonces, era capaz de asimilar desde sus propias categorías los nombres de autores extranjeros. Así, en la obra feijoniana encontramos la referencia a Weber, transformado en Webero; a Heidegger, transformado en Heideggero; y a Rüdiger, transformado en Rudigero, así como William Harvey, transformado en Guillermo Harveo, como puede comprobar D. Enrique utilizando el buscador habilitado en las páginas del Proyecto Filosofía en Español. Al menos, que se informe antes de intentar adoctrinarnos sobre cuestiones que ignora por completo.

Así, como el fenómeno de españolizar los nombres extranjeros no es simple ocurrencia pueblerina y ridícula de ciertos censores e inquisidores (el español es utilizado hoy día por 400 millones de hablantes en tres continentes del mundo, lo que da idea del escaso provincianismo que mostramos), sino que es un fenómeno histórico, hoy día abandonado pero legítimamente recuperable, nada hay más ridículo que precisamente quejarse de una virtud que, expresada en los términos de otros personajes más extranjerizados, bien puede parecer vicio.

Sin embargo, mayor vicio me parece la sumisión incondicional, si acaso también la pedantería mostrada en su elogio, a una serie de autores extranjeros (Preston, Howson, &c.) que no han demostrado ser mejores que los propios españoles en las disciplinas que han abordado. Pío Moa lo señaló en cierta ocasión, a propósito de la reseña que realizó D. Enrique Moradiellos a España traicionada, de R. Radosh, reseña que cita Antonio Sánchez en su artículo Enrique Moradiellos y compañía: con ira y cerrazón. En ella, como se puede apreciar, hay cierto resquemor en Don Enrique por la omisión de Radosh de ciertas obras historiográficas españolas. Y ello fue ocasión para que D. Pío Moa comparase esta circunstancia con la que describía Rubén Darío de los criollos hispanos respecto a los franceses: del mismo modo que los historiadores españoles sienten gran admiración por extranjeros que ni siquiera les citan, los criollos hispanos siempre estaban loando a lo francés, para no recibir de los franceses ni una mueca de desprecio. Supongo que debe ser doloroso estar siempre mirando al extranjero y loando a lo extranjero, para ni siquiera ser tenido en cuenta por los extranjeros. Pero ya se sabe: destino de criados.

Por último, y ya que nuestro breve escrito, como señala su título, solamente tiene como objetivo señalar los puntos generales y programáticos que debería probar D. Enrique Moradiellos para mostrar al mundo que los censores e inquisidores estamos errados, no tengo sino que plasmarlos en este artículo. Varias de estas cuestiones ya fueron sugeridas por Antonio Sánchez y Pío Moa, tanto por vía del ejercicio como por vía de la representacion. Pero, como es evidente, si realmente se desea polemizar, lo que es necesario es que se asuman estos argumentos y se les presente batalla, algo que D. Enrique en toda la polémica no ha querido (porque su ignorancia no se lo permite; es evidente) realizar. Aquí enumero lo que tiene que probar Don Enrique Moradiellos para poder refutar nuestros asertos:

Que la II República llegase como una aspiración popular y no por la vía indirecta de la renuncia monárquica.

Que el denominado bienio progresista aportara tantos beneficios a las masas como para que éstas tuvieran que reeditar su confianza en la coalición republicano socialista, algo que como bien sabemos no realizaron por la incompetencia del gobierno en materia de seguridad pública, trabajo, &c.

Que Octubre de 1934 fuera una reacción espontánea de las masas para derrotar a la reacción, y no un golpe de estado previamente organizado desde un año atrás.

Que Gil Robles, una vez vencida la sublevación contra la República, implantase el fascismo y fomentase una terrible represión sobre la oposición, que presuntamente coronaría el denostado bienio negro (1933-1935) de la II República.

Que el Frente Popular no favoreciese la creación de un clima bélico, continuando la labor de glorificación de la revolución de octubre de 1934, vulneradora de la constitución republicana.

Que una vez consumado el Alzamiento de «media España que se resistía a morir», el gobierno republicano defendiera la legalidad frente a las organizaciones sindicales, que se verían obligadas a robar a escondidas y de forma casual las armas que en realidad les entregó el propio gobierno.

Que la ayuda extranjera a ambos bandos, en cuanto a los materiales aportados, fuera mejor administrada y utilizada por el Frente Popular que por los rebeldes franquistas, así como sus reservas de oro (de las mayores del mundo en la época) cuando fueron enviadas a la URSS.

Que la caída de la II República, en el ámbito de una Europa asediada por gobiernos que poco o nada creían en la denominada democracia liberal, haya retrasado (suponiendo que exista un progreso como característica básica de la Historia) la incorporación de España al Estado del bienestar.

Que en consecuencia España, de haber seguido la senda de la II República, hoy día se encontraría en un puesto superior en cuanto a importancia en el mundo y bienestar económico. Por ejemplo, que el PIB español hubiera alcanzado mucho antes el octavo lugar del mundo, por encima de países como Canadá, tal y como sucedió en los últimos meses del año 2003.

Evidentemente pueden plantearse más cuestiones, pero creo que estos puntos son básicos para contradecir la versión historiográfica a la que se enfrenta D. Enrique Moradiellos, y si no los ha abordado, no tiene ningún derecho a sentirse vejado y humillado por nadie. Si desea plantear el debate in recto, no in oblicuo como hasta ahora, aún está a tiempo. Pero creo por mi parte que, de ser capaz de abordarlo de esa manera, y de disponer de suficiente sabiduría para refutarnos, ya habría realizado este cometido.

 

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