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El Catoblepas, número 25, marzo 2004
  El Catoblepasnúmero 25 • marzo 2004 • página 2
Rasguños

Ante la reforma
de la Constitución española de 1978

Gustavo Bueno

Una constitución política no es un conjunto de «reglas de juego»

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En diciembre del pasado año 2003 la Constitución española de 1978 cumplió 25 años. Muchos han observado, con cierta sorpresa, que precisamente en torno a este aniversario, se han incrementado las manifestaciones de proyectos de reforma a esta Constitución.

La sorpresa está fuera de lugar, porque también podría decirse que a una Constitución que tiene ya un cuarto de siglo de vigencia (ninguna otra Constitución española, desde la de 1812, duró tantos años), podrían convenirle ciertas reformas. Sobre todo porque la propia Constitución las prevee, creando al efecto su Título X («De la reforma constitucional»), en el que se establecen las normas correspondientes.

La más característica acaso sea la que considera a cualquier Proyecto de reforma constitucional como un caso particular de «iniciativa legislativa», contemplada en el artículo 87, pero en sus puntos 1 y 2, es decir, excluyendo la posibilidad de una iniciativa popular para la presentación de proposiciones de ley. Por tanto, la iniciativa de la reforma constitucional, en cuanto es una iniciativa legislativa, corresponderá según el artículo 166 (que limita, al parecer, el artículo 87) al Gobierno, al Congreso o al Senado; también a las Asambleas de las Comunidades Autónomas, a través del Gobierno o de la Mesa del Congreso. Se diría que el reconocimiento, en la Constitución de 1978, de la posibilidad de una reforma de ella misma, está contemplado desde la idea de la «inmanencia jurídica de las Cortes», identificada con el Estado de Derecho. Idea en virtud de la cual todo proceso político se concebirá (en fórmula de Torcuato Fernández Miranda) como una «transformación de la ley a la ley». Y así, en efecto, tuvo lugar la transición por antonomasia: como una transformación política de la llamada por algunos «Constitución de 1967» (otros la llaman la «Ley franquista») en la Constitución de 1978.

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La cuestión no se plantea, por tanto, por la constitucionalidad o inconstitucionalidad de los proyectos legales de reforma de la Constitución (y, por tanto, de los debates públicos previos para la preparación de tales proyectos). La cuestión se plantea por la oportunidad o inoportunidad (en términos de prudencia política) de una reforma de la Constitución. Y es obvio que esta oportunidad o inoportunidad está en función, necesariamente, de la materia de los artículos que se pretenden reformar. No es lo mismo referir la reforma, aún dentro del Titulo II («De la Corona») al artículo 56, que instituye la figura del Rey como Jefe del Estado, que referirla al artículo 57, que establece la preferencia, a efectos de la sucesión, del varón sobre la mujer. A lo largo de la campaña electoral de marzo del presente año se han oído de vez en cuando voces pidiendo que el Jefe del Estado sea también «elegido por el pueblo» (es decir, pidiendo la reforma del artículo 56); sin embargo, los partidos mayoritarios, sólo se han referido, algunas veces, en cuanto defensores de los «valores feministas», a la reforma, y parcial, del artículo 57. Incluso los partidos parlamentarios que se proclaman republicanos in pectore sólo hablan de la reforma del 57. En todo caso, estas proclamas in pectore de republicanismo, desde el momento en que quienes las proclaman aceptan la Constitución y actúan dentro de ella como parlamentarios, no tienen más relevancia que si estos se proclamasen testigos de Jehová o miembros de una liga vegetariana. Pero la práctica totalidad de los partidos parlamentarios, incluso aquellos que consideran prudente la reforma del artículo 57 (dada la proximidad de la boda del príncipe Felipe con doña Letizia, de condición plebeya) tienen por imprudente sacar a relucir el artículo 56, cuya reforma arrastraría el Título II íntegro de la Constitución.

No faltan tampoco quienes consideran que suscitar las «cuestiones de prudencia» a propósito de la reforma de una Constitución que reconoce la posibilidad legal de ser reformada, es sólo una excusa para mantener el status quo. Quienes promueven el «Plan Ibarreche», por ejemplo, suelen acudir a la comparación de una Constitución política con un sistema de «reglas de juego», cualquiera que este sea. «La Constitución –dicen– no es otra cosa sino el conjunto de unas reglas de juego que los ciudadanos se han dado a sí mismos para hacer posible su convivencia pacífica.» Por tanto, concluyen, ¿qué inconveniente puede haber para cambiar estas reglas cuando un «grupo suficiente» de ciudadanos decida hacerlo? Lo imprudente sería evitar o aplazar las reformas, porque con el simple aplazamiento estaríamos reconociendo (imprudentemente) que las «reglas de juego constitucional» no han sido creadas por los ciudadanos, por el pueblo soberano, que en cualquier momento podrá cambiar su juicio, o su opinión.

Ahora bien, la analogía de una Constitución política con un sistema de reglas de juego es una metáfora muy débil y vulgar; una metáfora de la misma clase de otras, comúnmente utilizadas por los políticos, tales como «nos queda la asignatura pendiente de la supresión del peaje en las autopistas», o bien, «mi gobierno –autonómico, nacional– en lo que se refiere a su gestión o a la articulación de sus proyectos de ley ya tiene hechos sus deberes». Estas metáforas escolares, que en principio no tendrían mayor importancia, comienzan a ser significativas de una gran estupidez política cuando se reiteran una y otra vez: «el primero que comparó a una mujer con una flor fue un poeta; el segundo, un imbécil.» Las metáforas escolares (asignatura pendiente, deberes hechos), cuando se han transformado, como metáforas fósiles, en conceptos prácticos, nos ponen delante de una silueta de político con mentalidad de funcionario, delante de la silueta de un político funcionario que entiende la sabiduría política como una práctica rutinaria susceptible de ser preparada como se preparan los deberes de la escuela, o de ser valorada en función de un examen escolar. Pero la metáfora de la Constitución política como sistema de reglas de juego es más peligrosa.

Ante todo, si el «juego» se entiende en el sentido en el que la Teoría de Juegos da a los juegos de competición, o de ganancia cero, la metáfora es indocta, porque precisamente en estos juegos no pueden cambiarse las reglas, porque ellas están impuestas por las mismas relaciones internas que existen entre quienes juegan: es el caso del «juego» entre empresarios comerciales en competencia por un mercado; o el «juego» de dos Potencias políticas que calibran las posibilidades de una declaración de guerra.

Y si el juego se entiende en el sentido de los «juegos convencionales» (el ajedrez, el parchís, el fútbol, &c.), la metáfora es necia, en primer lugar, porque tampoco los juegos convencionales pueden arbitrariamente cambiar sus reglas, cuando estas están ya en marcha, sin destruirse; y porque, en todo caso, una Constitución política no resulta de una convención o consenso arbitrario mantenido entre quienes la formulan. El consenso político es el resultado de las presiones deterministas que tienen lugar entre los grupos que han logrado consensuar sus normas de coexistencia. Ibarreche y el PNV pueden creer que, dado el amplio consenso previo que parece existir entre muchos vascos para cambiar la Constitución (y aún para rasgarla entera), ésta podría cambiarse como si sus artículos fuesen reglas de juego; es efecto de un subjetivismo primario. Pero Ibarreche y el PNV, como el ERC y el BNG, deben saber que son todos los españoles, y no sólo los vascos, los catalanes o los gallegos, los que habrían de intervenir en una reforma de la Constitución.

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En cualquier caso, quienes más urgen por la necesidad de la reforma de la Constitución, no se mueven por el mero deseo de cambio, en abstracto, sino por el deseo de cambiar algunos artículos en una dirección determinada. Y, además, no quieren presentar, en general, estas reformas como si estuvieran próximas a una «ruptura revolucionaria», precisamente porque saben, aunque sigan utilizando la metáfora de las reglas de juego, como gentes que se mueven en la política real, que la Constitución no es un sistema de reglas arbitrarias de juego («la Constitución no es el parchís», se ha dicho), presentan sus anticipos de proyectos de reforma como simples interpretaciones o «lecturas» (otra metáfora escolar) de la misma Constitución que, en consecuencia, seguiría intacta. Por ejemplo, para ellos, «necesidad de reformar la Constitución» significa, sin más, por ejemplo, la necesidad de transformar, y en corto plazo, el Senado en una cámara de representación territorial autonómica, lo que sería solo una simple nueva «lectura» del artículo 69.1 que, efectivamente, define al Senado como «cámara de representación territorial». En general, quien habla de la necesidad de la reforma de la Constitución –sobre todo quienes se consideran dentro de la autodenominada «izquierda»– van en la dirección de un desarrollo del Estado de las Autonomías: 17 agencias tributarias autonómicas, 17 tribunales superiores de justicia, 17 policías militarizadas (por sus jerarquías, sus armamentos y sus competencias), &c. Es decir, la reforma del Senado, tal como es propuesta, se orienta en la dirección de la transformación del Estado de la Constitución de 1978 en 17 Estados federados o libremente asociados (se supone que los unos con los otros).

Pero la orientación federalista (que algunas veces confluye con la orientación secesionista de algunos partidos nacionalistas) de la reforma de la Constitución, aunque suele ser atribuida a los partidos de izquierda, nada tiene que ver con la izquierda política socialista o comunista. Tiene más que ver con la necesidad, sentida por los dirigentes de ciertos partidos políticos (socialdemócratas o comunistas) de mantener sus distancias con los llamados partidos de derecha, en una época en la cual, la caída de la Unión Soviética ha ido borrando las diferencias políticas, en las democracias homologadas, entre las izquierdas y la derecha. Al no poder ofrecer, dentro de la estructura democrática homologada, unas diferencias políticas definidas, recurren al desarrollo federalista, tratando de encontrar allí las diferencias que buscan. Y nadie niega una diferencia sociológica entre unas «capas de población» tradicionalmente identificadas con la izquierda (obreros, ciudadanos con bajo nivel de renta, &c.) y unas «capas de población» tradicionalmente identificadas con la derecha (empresarios, banqueros, terratenientes, &c.). Lo que se niega es que estas diferencias en el terreno sociológico puedan traducirse hoy al terreno político: la «izquierda sociológica» tiene ya muy poco que ver con la «izquierda política». Las «capas de la población» llamadas «de izquierda» sociológicamente, han dejado de ser políticamente de izquierdas, en el sentido del socialismo o del comunismo históricos: los obreros defienden la propiedad de sus automóviles, de sus apartamentos o de sus segundas residencias si las tienen (y si no las tienen, quieren tenerlas: ¿quién si no juega a la lotería?). Lo que reivindican, con todo derecho democrático, esas «capas de izquierda virtual» es el aumento de los salarios, de su seguridad social, y la posibilidad de que sus hijos vayan a la Universidad. Lo que quiere decir que los partidos «de izquierda» que dicen representarlas lo que hacen es tratar de canalizar sus votos para llevar a cabo una gestión política que en muy poco se diferencia de la que pueden llevar a efecto los llamados partidos de centro o de derecha, que también buscan el pleno empleo, el incremento de salarios y la ampliación de la población universitaria.

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Es muy probable que, cualquiera que sea el partido que resulte victorioso en las elecciones parlamentarias del 14 de marzo de 2004, tenga que afrontar la reforma de algunos artículos de la Constitución de 1978. Si la Constitución fuese algo similar a un «sistema de reglas de juego» cabría pensar en la posibilidad de reformar algunos de sus artículos, aun manteniendo su conjunto. Obviamente, sería de agradecer que el conjunto de las reformas que se propongan, se ajusten a algunas ideas directoras, es decir, no sean simplemente el resultado de una acumulación de reformas políticas sin conexión interna.

Los esbozos de «proyecto de reforma» que figuran a continuación se acogen a dos ideas directoras: una determinada Idea de democracia (que hemos expuesto en un libro reciente, Panfleto contra la democracia realmente existente) y una determinada Idea de España (expuesta en un libro de hace unos años, España frente a Europa), pero tomando como referencia concreta el principio de su indivisibilidad como Nación política que figura ya en el artículo 2 de la Constitución de 1978: «indisoluble unidad de la Nación española.»

La Idea de España que, en vísperas de la composición, dentro de la UE con otras Naciones políticas, se enfrenta con la Idea de España que tienen las Potencias europeas hegemónicas (Francia y Alemania) y, sobre todo, con la Idea de España que tienen la práctica mayoría de los partidos españoles «de izquierdas», cuando consideran la gestión del Gobierno de Aznar al alinearse, junto a Polonia, contra el proyecto de Constitución europea (proyecto de inspiración francesa), como ocasión de un «retraso lamentable» en la marcha de Europa hacia su unidad (dando por supuesto que esta unidad debe ser un objetivo prioritario, aunque en ella España quedase relegada a un puesto de comparsa). Y esto dicho, no sólo en la coyuntura de la campaña electoral, sino en la coyuntura del ingreso en la UE de diversos Estados europeos.

Una «reforma de la Constitución» inspirada por esta idea de la unidad de España y de la igualdad de los españoles tendrá que ir orientada a acabar con todas las concesiones, «comprensiones» y veleidades, alimentadas sobre todo por los partidos de izquierdas, que siguen prisioneros del franquismo y sólo pueden discurrir, apoyándose en la «memoria histórica», tratando de ir en su contra, cuando las referencias que el presente plantea ya han cambiado. La reforma de la Constitución habría de ir orientada, según esto, a despejar las ambigüedades a las que sus redactores hubieron de acogerse: «nacionalidades», «respeto a las culturas y costumbres forales», &c. Quienes hablan hoy de federalismo, y aun de «federalismo asimétrico», siguen alimentando de un modo u otro, el secesionismo. En la campaña electoral que tiene lugar estos días la palabra «España» ha vuelto a ser levantada, como bandera, por el PSOE (salvo en Cataluña; mucho menos por Izquierda Unida, en la que se encuentra el señor Madrazo), porque teme que sus ambiguos pactos con Maragall y con Pérez Carod-Rovira pudiera conducirle a su ruina en las elecciones. Nunca es tarde para que el PSOE vuelva a levantar la bandera de España; pero es pronto aún, dada la confusión que reina en la cabeza de sus dirigentes, para asegurar que este partido sabrá sacar las consecuencias en el supuesto de que obtenga la mayoría absoluta que persigue.

La Idea de España, en la coyuntura de la nueva Constitución de la Unión Europea, debe ser inmediatamente aclarada en la Constitución española. Pues precisamente esta coyuntura es la que puede explicar, al menos en parte, el «paso adelante» que han dado, en los últimos meses, los partidos nacionalistas-secesionistas (PNV, ERC, BNG), que creen abierta la posibilidad de una «Europa de los pueblos», en la que Euskalerría, Cataluña o Galicia –por no decir el Bierzo o el Territorio Vadiniense– pudieran sentarse junto con Lituania, Chequia, Bosnia, Servia, Croacia... o Chechenia.

Además, los «esbozos de proyectos de reforma de la Constitución» los presentamos muchas veces como simples precisiones a la redacción de algunos artículos que, en muchas ocasiones, al menos, pudo no ser intencionalmente imprecisa o incluso incoherente; muchas veces, ni siquiera pudo haber sido más precisa (¿cómo podían sospechar los «padres de la Constitución», cuando estaban creando la figura de las Comunidades Autónomas, que unos años después surgiría el «plan Ibarreche»?). Ni tampoco nos referiremos a todos los artículos que pudieran ser susceptibles de reforma, en el sentido dicho; nos atenemos sólo a los que juzgamos más perentorios.

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Ante todo, el artículo 2, en el que se establece «la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles» (y aquí no vienen a cuento consideraciones genéticas que aducen tantos comentaristas, confundiendo las cuestiones «de génesis» con las cuestiones «de estructura»). Pero a continuación, el artículo añade: «y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas». Este es el primer párrafo que requeriría, según nuestras coordenadas, una reforma urgente. Y no sólo por razones generales, sino simplemente en nombre de la precisión, porque ni «autonomía», ni «nacionalidad», ni «solidaridad», son términos que los padres de la patria hubieran tenido a bien definir. Más bien, los «sobreentendían», los «daban por supuestos». Lo que quiere decir que cada cual lo estaba entendiendo a su manera.

¿Qué es eso de «nacionalidad»? En su contexto político estricto (que es el de la Sociedad de las Naciones, en tiempos, o el de la ONU en el presente) «nacionalidad» es la condición que una sociedad o un individuo tiene en todo cuanto concierne a su Nación política: «nacionalidad española», «nacionalidad francesa». La misma Constitución utiliza en Títulos posteriores este concepto de «nacionalidad»: artículo 11.1: «la nacionalidad española se adquiere...»; artículo 11.3: «el Estado podrá concertar tratados de doble nacionalidad...». ¿No es incoherente utilizar el mismo término «nacionalidad» en el artículo 2 y en el artículo 11? En el uso del término «nacionalidad» que hace el artículo 2 resuena demasiado claramente el sonsonete del libro de Pi y Margall (Las nacionalidades) de inequívoca inspiración federalista. Aquí, algunos padres de la Constitución, o no se dieron cuenta de la incoherencia, o la dejaron pasar para no interrumpir «el consenso», pero un consenso sin acuerdo. Porque al ir las nacionalidades del artículo 2 referidas a la «autonomía de las nacionalidades», la orientación federalista de este artículo se acentuaba, en contra de muchos de quienes la firmaron, porque «autonomía» es un término impreciso, por no decir un sinsentido, que sólo con una aclaración muy precisa de sus contenidos puede llegar a ser un concepto utilizable. El artículo 137 daba ya una pista: la autonomía de la que gozan los municipios, provincias y comunidades autónomas se refiere a la que es propia «para la gestión de sus respectivos intereses». Y estos intereses fueron definiéndose en los Estatutos de Autonomía, y en muchos casos, la definición no se ha dado por acabada. Esto se agrava cuando algunas Comunidades reclaman «derechos históricos» (que la propia Constitución reconoce en su Disposición Adicional primera); expresión –derechos históricos– que con los años fue transformándose en esta otra: «comunidades históricas», de uso en nuestros días corriente. Una transformación que fue paralela a la transformación del término «nacionalidad» en el término «Nación», justificada con unas reconstrucciones históricas que confunden los conceptos de «Nación étnica» o «cultural», con el concepto de «Nación política».

Pero es inadmisible, no sólo por motivos histórico-positivos (¿acaso Asturias, o Andalucía, o Aragón, no son también Comunidades históricas? ¿Acaso la consideración de «históricas», atribuida a Galicia, País Vasco y Cataluña, no procede tanto de la historia profunda como de la situación de sus Estatutos respectivos en el año 1936?), sino sobre todo, porque esta denominación es incompatible con la igualdad de los derechos de obligaciones políticas que tienen todos los españoles en cualquier parte del territorio del Estado (artículo 139).

Ahora bien, una contradicción no queda resuelta porque las proposiciones que entre sí se contradicen figuren ambas en la misma Constitución. La Constitución no borra la contradicción, la refuerza. Y vuelve a reforzarla cuando, a lo largo del desarrollo de los Estatutos de las «Autonomías históricas», se ha llegado a exigir, como condición para acceder a la condición de funcionario, el dominio de las lenguas vernáculas, porque esta exigencia está en contradicción con la norma 139.2, según la cual «ninguna autoridad podrá adoptar medidas que directa o indirectamente obstaculicen la libertad de circulación y establecimiento de las personas». Si estos obstáculos se supone que no pueden ser levantados ante las personas que no son funcionarios, ¿cómo levantarlos ante los propios funcionarios?

El artículo 2, como para compensar estas incoherencias y contradicciones, remata su reconocimiento del derecho a la «autonomía de las nacionalidades» con la garantía de la solidaridad entre ellas. En rigor, tal como está redactado el artículo, acaso por descuido, con la garantía del «derecho a la solidaridad». De lo que resulta la extraña consecuencia, según la cual, la solidaridad es un derecho de las nacionalidades (¿a dar o a recibir?), antes que un deber o una disposición «espontánea» de estas nacionalidades. En cualquier caso, la «solidaridad» entre las nacionalidades no garantiza la «igualdad» entre los solidarios, porque la solidaridad casi siempre presupone la desigualdad interna, que queda únicamente neutralizada por su igualación ante terceros (por ejemplo, el Código Civil español dice en su artículo 1.140, que «la solidaridad podrá existir aunque los acreedores y deudores no estén ligados del propio modo y por unos mismos plazos y condiciones»).

En resolución: en nombre de la misma «consistencia» de la Constitución de 1978, la primera gran reforma de la misma tendría que suprimir, del artículo 2, el término «nacionalidades», sustituyéndolo por los términos que utiliza en el Título VII: «reconoce y garantiza la autonomía de los municipios, provincias y Comunidades Autónomas que se constituyan». Sólo así podrá cortarse de raíz la identificación de las Comunidades Autónomas históricas con supuestas nacionalidades o «Naciones». Obviamente, habría que suprimir también de raíz, como meros arcaísmos medievales, todas las disposiciones que reconocen a las Autonomías «derechos históricos» de carácter foral, o sistema de tributación diferencial (cupos, conciertos...). Con esto no se atentaría en modo alguno a la pluralidad de las regiones españolas. Una tal pluralidad histórica o etnográfica no puede transformarse en un ventajismo para las Comunidades implicadas en todo lo que se refiere a la igualdad en derechos políticos y económicos.

En esta misma línea habría que reformar el artículo 3, referido a la cooficialidad de las lenguas autonómicas y la lengua oficial común. La oficialidad de una lengua autonómica habría que sobreentenderla como si fuera necesaria, pero no suficiente en el ámbito de la Autonomía. Pero una lengua, no por ser oficial debe ser preceptiva, porque basta que fuera potestativa en los ámbitos de las instituciones autonómicas, pero no en el ámbito de los ciudadanos que en ellas viven o trabajan. Una lengua oficial para el conjunto del Estado requiere que ella pueda ser utilizada, y en todo momento y circunstancia, en todos los Municipios, Provincias y Comunidades Autónomas, sin que sea un obstáculo para ello la lengua de la Comunidad. La lengua común sólo lo es realmente en su condición de lengua necesaria y suficiente para los españoles, en el ámbito de su territorio. Pero no es suficiente cuando, para ser profesor de Matemáticas o de Historia, en Galicia, País Vasco, Cataluña o Valencia, un ciudadano de Ávila tenga, además, que dominar la lengua autonómica. Bastaría precisar el punto 2 del artículo 3, en el sentido siguiente: «las demás lenguas españolas serán también oficiales en las respectivas Comunidades Autonómicas, de acuerdo con sus estatutos, que habrán de reconocer el carácter suficiente y necesario de la lengua oficial común» (no les vendría mal a los señores parlamentarios españoles echar un vistazo al libro de Santiago González-Varas, España no es diferente, Tecnos, Madrid 2002).

En esta misma línea sería necesario precisar el artículo 44.1, cuya actual redacción es totalmente insuficiente si no se explicitan supuestos que el artículo da, sin duda, por sobreentendidos: «los poderes públicos promoverán y tutelarán el acceso a la cultura a la que todos tienen derecho». ¿Qué puede querer decir «acceso a la cultura»? ¿a la cultura azteca o islámica? ¿a la cultura euskérica, a la catalana o a la castellana? ¿acaso a una cultura cosmopolita? Bastaría sustituir el término cultura por el término «educación»; aunque con ello tampoco quedarían resueltas las dificultades en el momento de fijar los contenidos, pero, por lo menos, neutralizaríamos la contaminación que el término «cultura» recibe de la doctrina de las culturas nacionales y de los Estados de cultura que excogitó Juan Teófilo Fichte. En cualquier caso parece evidente que los contenidos de una educación a la que todos los españoles tienen derecho tendrá que ver con los contenidos comunes, y no sólo con la lengua en la que se enseñan. Y entre estos contenidos comunes habrá que contar, además de los contenidos tomados de las «ciencias comunes a todos los pueblos» (Matemáticas, Física, Biología...), los contenidos tomados de las «ciencias propias de cada pueblo». En nuestro caso, la Historia común de España. Es imposible mantener la unidad indivisible de España prevista por el artículo 2 sin una educación común en aquello que afecta a una unidad histórica y social que existe antes de la proclamación de la propia Constitución.

Estos mismos criterios podrían inspirar también la reforma del Senado en cuanto «Cámara de representación territorial», como la define el artículo 69. La reforma que propugnan los partidos federalistas, moderados o radicales, en el sentido de transformar el Senado actual en Cámara de representación de las autonomías (que a su vez, habrán de estar dotadas de agencias tributarias propias, de tribunales superiores de justicia...) no podría tener otro efecto que el de terminar por convertir a las Autonomías en Estados federados que buscan en el Senado un ámbito de diálogo y confrontación. Un Senado de Comunidades Autónomas sería el principio de las coaliciones de las Autonomías que se sientan más solidarias frente a terceras autonomías; con ello, el principio de igualdad quedará comprometido. Pero bastaría sustituir la interpretación restrictiva del artículo 69 (que restringe a las Provincias y a la Autonomías la representación), que lleva a estos efectos inconvenientes, por una interpretación ampliativa de este artículo incluyendo en él a los Municipios. Porque el artículo 69 habla del Senado como Cámara de «representación territorial». Pero en el Título VIII, artículo 137, se declara que la organización territorial del Estado está constituida por los Municipios, las Provincias y las Comunidades Autónomas. Luego no hay ninguna razón de principio para excluir a los municipios del Senado, y sólo razones prácticas, derivadas del número excesivo de municipios que podrían estar representados. Pero esta dificultad puede soslayarse mediante normas reguladoras pertinentes de ese derecho municipal «de principio», atendiendo a criterios de población (por ejemplo, de mayor o menor población) o a otros criterios.

Entendemos que es muy necesaria la reforma del artículo 6, que se refiere a los partidos políticos. Reforma apoyada ad hominem en la exigencia que el artículo 6 impone a estos partidos en el sentido de que su estructura interna y su funcionamiento «deberán ser democráticos».

¿Qué quisieron dar a entender con esto los redactores del artículo? ¿Exigir a los partidos democráticos comportamientos procedimentalmente democráticos en cuanto al sistema de elección e sus dirigentes? ¿Acaso quedaría excluido por ello un partido que decidiera elegir a sus dirigentes por sorteo? ¿Y qué criterios habrán de aplicarse para considerar a un partido político como antidemocrático y, en consecuencia, para deslegalizarlo?

Todo depende, como es obvio, de lo que cada cual entienda por democracia. Si por democracia se entiende, tomando el término en su sentido sustantivado-abstracto, que es el que adquiere en las taxonomías doctrinales, y cuyo principal contenido es el de la «democracia procedimental» en la elección de los representantes, cualquiera que sean los contenidos de los programas respectivos, entonces el resultado será muy distinto a si la democracia se entiende en concreto, como forma política de una sociedad de referencia concreta y determinada, por ejemplo, España o Francia. Pero entonces, «democracia» –como «República»– no es un sustantivo que pueda ser desprendido de las sociedades concretas, salvo en los libros que establecen las taxonomías abstractas de las formas de Gobierno o de Estado. No cabe hablar de «democracia» o de «república», cuando hablamos de política real, como si se tratase de un sustantivo abstracto; sólo podemos hablar de democracia referida a sociedades concretas tales como «democracia ateniense», «democracia francesa» o «democracia española» (del mismo modo que cuando hablamos de «república» en un sentido histórico concreto, y no meramente abstracto y taxonómico, nos referimos a la «república francesa» o a la «república italiana»). Para decirlo en una fórmula plástica: la democracia sustantivada-abstracta, se enfrenta, en los libros de taxonomía política, a la aristocracia o a la tiranía; pero la democracia, en su sentido concreto o existencial, se enfrenta también a otras democracias. Consecuentemente establecemos una diferencia inicial entre un individuo que se declara «republicano» en el terreno de la doctrina abstracta taxonómica, pero sin determinar si pertenece a la república francesa o italiana y que acaso resulta ser parlamentario o ministro de la monarquía española o inglesa; y el individuo que se declara republicano en concreto porque milita formalmente por el derrocamiento de la monarquía de su propio país. Otro tanto ocurre con la democracia.

Según esto, los verdaderos enemigos de una democracia concreta no son quienes se declaran fascistas, sino quienes aun considerándose demócratas taxonómicos, buscan destruir la realidad de la democracia concreta que tomamos como referencia. Un individuo del PNV, del ERC o del BNG, que manifiesta su condición de demócrata (en el sentido taxonómico) puede ser enemigo jurado de la democracia española si entre sus objetivos figura la separación del País Vasco, de Cataluña o de Galicia de España; porque con esta separación la democracia española concreta y realmente existente, quedaría destruida. Que el individuo en cuestión siga considerándose demócrata «pensando» en una nueva sociedad política resultante de la secesión con España, muy poco puede interesar a quienes permanezcan fieles a la democracia española real. El hecho de ser elemento de una subclase de una clase común no asegura que los elementos o las subclases puedan ser compatibles entre sí: cristianos y musulmanes, por el hecho de ser subclases de la clase de las «religiones monoteístas», no son compatibles entre sí. Ni los soldados del ejército francés de la I y II Guerra Mundial, por el hecho de ser elementos de la misma clase «soldados», de la que también formaban parte los soldados del ejército alemán, dejaban de ser enemigos entre sí. No hace falta ir a buscar a los enemigos de la democracia española entre los militantes de un partido fascista. Los verdaderos enemigos de la constitución española de 1978 son los militantes de los partidos secesionistas, aunque ellos se consideren (o sean considerados por los partidos políticos españoles) como demócratas en sentido taxonómico.

La falta de esta distinción fundamental entre «identidades», ecualizaciones o semejanzas abstractas sustantivadas, o taxonómicas, es decir, isológicas (recortadas en el plano de la esencia abstracta), e identidades concretas (sinalógicas, recortadas en el plano de la existencia) es lo que lleva al absurdo de reconocer la posibilidad legal, en una democracia, de un partido político que, aun declarándose demócrata en el terreno taxonómico, y aun sin necesidad de ser terrorista, es enemigo de la democracia concreta en el terreno sinalógico (que es aquel en el cual una democracia concreta co-existe, de modo pacífico o belicoso, con otras democracias). Una sociedad democrática podrá reconocer a individuos con ideas demócratas taxonómicas, que contemplan el secesionismo, e incluso tolerar la expresión pública de tales ideas en el terreno abstracto de la doctrina política; pero no tiene por qué tolerar agrupaciones, asociaciones o incluso partidos políticos constituidos precisamente con el objetivo de romper la democracia real, porque tales agrupaciones, asociaciones o partidos, habrían dejado de moverse en el terreno doctrinal de la opinión, para tomar la forma propia de los movimiento facciosos.

La reforma del artículo 6 podría limitarse al añadido, al principio del artículo, de las dos palabras que ponemos entre corchetes: «Los partidos políticos [no secesionistas] expresan el pluralismo político...» Y al final del artículo: «su estructura interna y funcionamiento deberán ser democráticos [y no únicamente en abstracto, en sentido doctrinal, sino en concreto, en cuanto partidos que forman parte interna de la democracia española y que, por tanto, no tiene el ánimo de descomponerla]».

Por último nos parece también necesario reformar el artículo 15, mediante la eliminación de la cláusula: «Queda abolida la pena de muerte», y esto aún a sabiendas de que este esbozo de proyecto de reforma es todavía más inviable que los esbozos que hemos presentado anteriormente, dada la ideología que se ha ido creando, por inducción de la ideología alemana y de la Constitución de Bonn. Sin embargo, esta reforma será considerada como ineludible por todos aquellos que vean la imposibilidad de una sociedad democrática «en serio» (y no efectos de darse unas «reglas del juego» más o menos convencionales) sin la institución de la ejecución capital. Si una democracia va en serio, no podrá permitir todo a los ciudadanos, ni menos aún los crímenes horrendos. Y sólo mediante la ejecución capital es posible trazar un límite positivo de lo que está permitido y de lo que no está permitido, de lo que es compatible con la sociedad democrática y de lo que es inadmisible, porque inadmisible es reconocer siquiera la posibilidad de que un miembro de esa sociedad pueda seguir siendo considerado persona y rehabilitarse para su ulterior inserción social después de haber cometido el crimen horrendo.

Dejamos para otra ocasión el análisis de algunas prácticas que han conducido a un desvío progresivo de determinados artículos de la Constitución, sin que sus «guardianes» lo hayan siquiera denunciado. Podríamos hablar aquí de reformas de la Constitución que han tenido lugar en el terreno de los hechos, y que son ya prácticamente irreversibles, si mantenemos las coordenadas actuales del «Estado de las Autonomías». Bastaría citar el artículo 30, relativo a las «Obligaciones militares de los españoles». La liquidación del ejército de reemplazo (liquidación inspirada por una, a nuestro juicio, ridícula ideología pacifista y antimilitarista, de inspiración ética, y no política, que dio beligerancia a la denominada «objeción de conciencia») y su sustitución por un ejército profesional, ha reducido a cero esas «obligaciones militares» del artículo 30 y ha dejado a España en una situación de lamentable desproporción entre el rango que como Potencia económica y política ha conseguido alcanzar, y su nivel militar, propio de un Estado subdesarrollado.

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Este conjunto de esbozos de propuestas de reformas de la Constitución, inspirados en determinadas ideas sobre España y sobre la democracia, no se ofrecen aquí a título de propuestas de reformas de algunas «reglas de juego» de la Constitución, y menos aún como propuestas utópicas (¿quién podría considerar como un ideal utópico ni siquiera una Constitución reformada según las directrices de referencia?). Este conjunto de reformas (en realidad, una selección de un conjunto más amplio) se ofrece aquí en la suposición de que ninguna de ellas tiene una razonable probabilidad de prosperar.

¿Y por qué se proponen entonces, aunque sea a título de esbozos? Para dar una contraprueba de que los artículos de una Constitución no tienen nada que ver con un conjunto de «reglas de juego», para recordar que los artículos de una Constitución son el resultado de presiones contrapuestas canalizadas, a su vez, por ideas-fuerza también contrapuestas e impermeables las unas respecto de las otras. Estas presiones, contrapresiones, e ideas-fuerza, confluyen de un modo determinista en la redacción de una Constitución como la que hoy día nos acoge...

Y mientras tanto, ETA seguirá masacrando a los españoles, y nuestros representantes parlamentarios, ignorantes de la diferencia entre democracia abstracta-taxonómica y democracia concreta, seguirán reconociendo como demócratas a los partidos secesionistas, bajo la suposición, primero, de que ellos no son «violentos», ni tienen conexiones con el terrorismo (y, si la tienen, los jueces, hasta ahora, no alcanzan a probarlas) y, segundo, que los atentados terroristas de ETA son antes atentados contra los derechos humanos que contra España.

Nota final

En el momento de entregar este Rasguño llega la noticia de las matanzas de Atocha, Santa Eugenia y Pozo del Tío Raimundo, en Madrid, atribuidas a ETA. ¿Seguirán todavía (en el supuesto de que la policía detenga a los asesinos) los socialistas y comunistas «éticos» clamando por su reinserción social? ¿Qué quiere decir el señor Llamazares, en declaraciones ofrecidas minutos después de los atentados, llamando «nazis» a los asesinos etarras? Esta denominación no viene a cuento en términos políticos, y ningún politólogo podría aceptarla, por ser profundamente incorrecta. Pero no se trata de esto: es que ella puede contribuir (como ha contribuido ya) a desviar el diagnóstico preciso: a saber, que ETA es el enemigo de España (junto con Pérez Carod o con Ibarreche, que sólo se diferencia de ella por los métodos utilizados). Pero al diagnosticar a los etarras de «nazis» la significación política de esta masacre se desvanece, porque en este contexto, «nazi» –aplicado además a una organización cuyo cretinismo político les lleva a proclamarse marxistas-leninistas– sólo puede arrastrar connotaciones de tipo psicológico («nazi» es equivalente a violento, psicópata, &c.). Esperamos que el Gobierno que salga de las próximas elecciones deslegalice de modo inmediato a todos los partidos secesionistas y no sólo a los que tienen vínculos directos con ETA. Pero no sería de extrañar que en las próximas horas, quienes llaman hoy «nazis» a los etarras de ETA, al calibrar la catástrofe electoral y política que se les avecina, comiencen a llamarlos «fanáticos islamistas», con objeto de cambiar la interpretación en una dirección que, en lugar de dirigirse contra ellos, pueda comenzar a ser dirigida contra un Gobierno al que se le ha acusado «de haber enviado un ejército de ocupación a Irak».

La terrible masacre del 11M no puede quedar, desde el punto de vista político, en un motivo para volver a lamentar la ferocidad de los terroristas. La masacre del 11M requiere una inmediata reforma de la Constitución española de 1978, pero en un sentido opuesto al que pretenden darle los cómplices del terrorismo y del secesionismo, que están presentes en partidos políticos de la llamada izquierda (por ejemplo la conexión Maragall-Carod y la conexión Ibarreche-Madrazo).

España, 11-M-2004

 

El Catoblepas
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