Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 25 • marzo 2004 • página 5
De los dos mitos más recurrentes de la mitología judeofóbica, uno es medieval (que los judíos matan a Dios) y uno es moderno (que dominan el mundo). Las dos patrañas están hoy en día en efervescencia en Europa. Para Perednik la situación es alarmante, porque los medios de prensa la agravan día a día
En septiembre, desde un editorial (nunca refutado) de un popular periódico vasco, advertía José Mari Esparza: «Hay dos culturas en pugna: la humanista... y la del dinero y su perversa lógica acumulativa (que) acaba en el arma... Sus teólogos (son) los judíos, 'codiciosísima nación que no tiene otra religión que el dinero', dominan los EEUU (y) con el fantasma del terrorismo y el recurso del Holocausto se aprestan a barrer del mundo al diferente... Todo el Islam debe ser sometido. China después. África no existe. Hasta la iglesia católica molesta ahora con su retórica humanista... O los paramos o no hay mañana.» (Aclaro que no se trata de septiembre de 1280 ni de 1940, sino de 2003.)
El delirio del diario no conoce límites. El terrorismo antijudío no existe: es un fantasma. El Holocausto no existió: es un recurso. Si los judíos osáramos siquiera mencionar las agresiones, pasadas o presentes, de las que somos víctimas, la mera mención se volvería en contra de nosotros: somos manipuladores, sensibleros, hipócritas, inventores de una cortina de humo para velar la verdadera guerra que se lleva a cabo en la infraestructura de la historia: una entre la humanidad y los judíos, una guerra que vienen anunciando desde Crisóstomo hasta Wagner, desde Hitler al primer ministro de Malasia («Los judíos dominan el mundo»), desde Theodorakis («son la raíz del mal») hasta Saramago («no corresponde solidarizarse con los judíos masacrados»).
Hay que detener a los judíos para que haya mañana. En efecto, a fin de frenar la próxima hecatombe que trama el sionismo internacional, el mundo va cometiendo la obra inversa. En su campaña preventiva, destruye judíos para abortar la inminente embestida israelita contra China, África y la Iglesia, para que, en fin, haya mañana. El mensaje del nazismo ha pues quedado incólume en la Europa que lo parió.
Porque no se trata del exceso de un pasquín. Éste es excepcional sólo en la brutalidad de su lenguaje, no en su contenido. Arengas de estilo más sutil pero de coincidente recado, se leen rutinariamente en El País, El Mundo, ABC, La Razón, la prensa impresa en su conjunto. El mismo maniqueísmo chorrean las caricaturas nazis con las que Miquel Ferreres ilustra a los españoles.
Y que los judíos no nos atrevamos a objetarlas, porque esa objeción será considerada la verdadera agresión. Ferreres mismo lo ha escrito: si los judíos se disgustan por el hecho de que quien fuera responsable de su persecución y expulsión de España sea considerada una santa, pues ese disgusto es la prueba de que dominamos el mundo e incomodamos al pobre papa a quien lo inspira sólo el amor.
Estalla el edificio de la comunidad judía argentina dejando cien muertos, y al mundo no le inquieta que nunca haya culpables e Irán quede exonerado. Es parte de la campaña preventiva. No hay manifestaciones en las calles, no hay torrentes de adrenalina y editoriales como las que se destilan contra la valla que construye Israel.
Cómo iba a haberla, si tampoco hay energía para solidarizarse con curdos, ibos, tamiles, cachemiros, aimaras y chechenos. Sólo el sufrimiento de los palestinos es verdadero para Europa, no porque le interese un rábano que los árabes sufran, sino porque Arafat ha elegido al enemigo perfecto, uno que domina el mundo y libra una guerra oculta. Europa financia a Arafat para que éste coadyuve a detener a los hebreos, y se asegura así de que haya mañana.
La Vanguardia de Barcelona realizó el mes pasado una encuesta sobre si «está justificada la valla». La previsible y abrumadora mayoría respondió «¡No!» Me pregunto qué habrían respondido si se les hubiera preguntado simplemente: «¿Tienen Israel y los judíos derecho a la autodefensa?»
Pues ¡No! No hay «defensa» judía. De Israel, su mera existencia es agresiva. Sólo de la palabra «sionismo» el diccionario Espasa Calpe explica que es «terrorismo».
Así acaba de explicarlo, también en La Vanguardia, Ángel Duarte, en un artículo con el que el diario venía a ¡denunciar la judeofobia! No pudieron con su genio. De los tres artículos para reprobar la recidiva antijudía, se les filtró uno para acometer contra el judío.
Búsquese en los medios europeos palabras de condena para regímenes trogloditas como los de Irán o Arabia Saudita, misóginos, terroristas, totalitarios, represores. No han quedado palabras para denunciarlos, porque el diccionario entero se ha agotado en los reparos contra el judío de los países y el cerco que éste construye como recurso contra el terror. Ese cerco es tema de debate en la Corte Internacional de La Haya. No hay otros problemas en el mundo más que la valla (ésa valla; no las muchas de otros países).
La muerte a mansalva que nos obligó a construir la cerca, no estimula debate. ¡Ni se menciona! No olvidemos que el terrorismo es un fantasma. Los mil israelíes masacrados durante estos tres años en restoranes y en ómnibus, en fiestas de cumpleaños y en escuelas –no existen. El israelí no tiene derecho ni siquiera a la vida, es un fantasma. (La tesis fue publicada en 1882; en ella la pluma de León Pinsker acuñaba el término «judeofobia».)
En paralela proporción, debería suponerse que más o menos diez mil españoles, en su mayoría mujeres y niños, hubieran sido asesinados en sus casas o en medios de transporte, rodeados de la algarabía del agresor y la simpatía exterior. Que los terroristas que los asesinasen se hubiesen infiltrado desde Ceuta, en donde fueran financiados, entrenados, alentados y ulteriormente idolatrados. Que España decidiera construir una valla para detenerlos ¡y el mundo protestara con saña contra «el muro de la vergüenza», sin mencionar ni un asesinato!
Dicho sea de paso, España ya tiene una valla en Ceuta, pero no es judía, así que no merece condena alguna ni titulares en El País. Leed este diario y obtendréis la visión más reveladora del judío agresor por antonomasia. O sino, mirad Telecinco.
Los medios de España matan
Cuando fue el último atentado contra un ómnibus en Jerusalén (22 de febrero) que había causado «la muerte» (los judíos nunca son asesinados, sólo «mueren») de ocho personas (dos niños incluidos) y dejado decenas de heridos (muchos de ellos, para toda la vida) pues Telecinco mostró las imágenes del autobús y de los camilleros, y a continuación el vídeo del héroe, el asesino. De él sí transmitieron su nombre y datos. No de sus víctimas, que no tienen nombre. La televisión española relató su vida, la causalidad de su acción (casi justificándola) y, a continuación, las cámaras se trasladaron a la casa del terrorista. Allí sus familiares sacaban enseres antes de que su casa fuera derribada. Pobre gente. Ellos sí merecen la misericordia europea, no los viles judíos a los que hay que detener antes de que terminen dominando el mundo. De hecho, recordemos, ya lo dominan por medio del «lobby judío», reiterado bochornosamente en los medios españoles. Somos trece millones de masoquistas que dominamos a seis mil millones de almas nobles.
El eminente periodista gallego Miguel Bóo, una de esas voces solitarias que advierte a España de su judeofobia endémica, cuenta que cuando escuchó a televidentes expresar su tristeza por «esa pobre familia a la que le derribarían la casa», replicó: «¿No sabíais que el derribo de casas lo puso en práctica Gran Bretaña contra combatientes del IRA en el Ulster, sin que nadie se preocupara de ello? ¿Sabíais que en el Ulster sigue habiendo un muro que separa católicos de protestantes? Claro que lo sabíais, pero ninguno de vosotros protestó, ni protestará por ello. Sólo contra Israel hay que gritar, aun cuando es asesinado. ¿Os dais cuenta o no? No, no dais cuenta, porque los medios de comunicación y el sistema os han lavado el cerebro.»
Touché, amigo Miguel. Las marujastorres y los antoniogalas –matan. Son judeófobos como ellos los que lavan el cerebro a Europa para que se desentienda de toda víctima judía. Por eso nadie se sorprende de que no haya suspiros por los mil israelíes inmolados en ómnibus y en pizzerías. Y que en contraste haya lamentos por sus asesinos. Que a los palestinos no les incomoden la vida es una causa que justifica manifestaciones en las calles. Que a los israelíes no les permitan vivir, es lo natural. Finalmente, hay que pararlos.
¿Os imagináis a Telecinco y a Bastenier, después del asesinato de Miguel Angel Blanco, limitándose a informar que lo habían «matado» y a continuación afanándose en desgranar la vida y milagros de sus asesinos, sacando sus fotos, exhibiendo sus consignas independentistas, y reproduciendo sus mensajes políticos?
No, Miguel. No se imaginan. No pueden. Su humanismo selectivo los enceguece. Como Javier Nart, quien se opuso con uñas y dientes a la ocupación de un 10% del Líbano por parte de Israel, pero no tiene ni una palabra de condena contra la ocupación del 100% del Líbano por el régimen fascista sirio. Como el ex ministro Juan Alberto Belloch, que cree humildemente pertenecer a una pequeña elite para la que la civilización debe basarse en un Estado de derecho, pero omite que de la treintena de Estados del Medio Oriente, hay uno solo que es de derecho –precisamente el blanco de sus condenas.
Días difíciles transcurren para el pueblo judío (aun cuando pocas veces tuvimos días distintos). Nuevamente se nos acusa de dominar el mundo, pero los acusadores ya no son nazis marginales sino los medios europeos, sus intelectuales, una buena parte de su población.
El Gran Rabino de Francia exime a los judíos religiosos de usar kipá (solideo) en la calle, a los efectos de que no sean agredidos nuevamente, y los atentados judeofóbicos aumentan ante el cómplice silencio de la mayoría que no tiene para el judío sino dedos acusadores.
Y si el embuste del «dominio judío mundial» ya no era suficiente para el arsenal judeofóbico, una película de Mel Gibson reaviva el peor de los viejos mitos: el deicidio, la acusación que causó la muerte de cientos de miles de judíos, asesinados (digo «muertos») por ser réprobos de Dios.
Como con el resto de los mitos, usualmente los judeófobos son inconscientes de padecerlos: no protestarán en ningún caso por la agresión antijudía, sino solamente por la autodefensa de los judíos ante la agresión. Como hemos visto, es una de las características que permiten identificar la judeofobia.
Una segunda peculiaridad, es que es intransigente. No se contenta con ni un milímetro menos que la destrucción total del judío. No importa cuanto Israel ceda o deje de ceder. Sólo la destrucción del Estado judío satisfará a sus «críticos».
Una tercera es que, aunque el judeófobo presenta sus argumentos como muy elaborados y racionales, están éstos tan cargados de odio, que a la primera de cambio estallará en una andanada de insultos. Hace unas semanas salió en Libertad Digital un breve reportaje a Silvan Shalom. El ministro de RR.EE. israelí se limita a explicar que la cerca es temporaria y que Israel podrá desmantelarla apenas se contenga el terrorismo.
En su «reacción» ante la entrevista, los lectores escupen odio acumulado sin siquiera referirse al tema en cuestión. Hay cartas alucinantes: «los judíos somos el pueblo de la muerte», «estos nazis judíos protestan por la película de Gibson porque sólo dice la verdad».
Xavier Torrens, profesor de Ciencia Política en la Universidad de Barcelona, refiere que cada vez que en sus clases pronuncia la palabra «Israel», aun si es en el marco de cátedra de política migratoria o urbana, saltan estudiantes enardecidos para soslayar todo otro tema, pues lo único que desean es insultar al judío. Hay que pararlo.
Durante los últimos Encuentros de Filosofía en Gijón que llevó a cabo la Fundación Gustavo Bueno, Javier Nart expuso aplomadamente su odio antiisraelí. Apenas escuchó la fácil refutación de sus argumentos, estalló como era de preverse y se negó a responder ninguna pregunta «porque estoy cansado del discurso sionista». Pobre Nart, los molestos judíos vinimos a interrumpir su descanso.
Y por si esto fuera poco...
Y como si el clima no estuviera suficientemente caldeado, en efecto nos faltaba la película de Mel Gibson, cuyo padre (para que no queden dudas acerca de la intencionalidad del filme) anuncia que los judíos dominan el mundo (el Vaticano incluido) y que el Holocausto es una patraña judía más. Cuando osamos cuestionarlo, Mel Gibson reclama, como Nart, que «dejemos a su padre en paz». La lógica sigue siendo la misma. El padre siembra encono y a nosotros se nos prohíbe perturbarlo. Hay que pararnos: somos el estorbo.
Gibson ha tocado el nervio judeofóbico. Hasta la época moderna, la inspiración más recurrente que halló la judeofobia fue el relato neotestamentario de la crucifixión. Éste incluye evidentes errores históricos (que no socavan, claro está, el carácter sagrado del texto para los creyentes en él).
Según el Nuevo Testamento, durante la Pascua judía (Pésaj) el Sanedrín (que era el cuerpo supremo religioso y judicial de Judea durante el período romano) sometió a Jesús a juicio y lo condenó a muerte. El procurador romano Poncio Pilatos intentó evitar la aplicación de la pena, pero se sometió al veredicto «lavándose las manos» literalmente, y Jesús fue entonces crucificado por soldados romanos.
La vastísima bibliografía al respecto señala varias imprecisiones en el relato, a saber:
El Sanedrín nunca se reunía en las festividades hebreas, y muy raramente aplicaba penas de muerte (a un Sanhedrín que aplicara una pena de muerte cada siete años, el Talmud lo llama «Sanedrín devastador», a lo que el rabí Eleazar Ben Azariá agregó: «...aun cuando lo haga una vez cada setenta años»). Y en el caso de Jesús el texto exhibe una inaudita ligereza en la aplicación de la pena.
Más grave aun es que ni siquiera se explicita la trasgresión que justificó pena de muerte alguna. Había crímenes que la ley bíblica penaba con muerte, pero no era el caso de proclamarse «hijo de Dios», que no implicaba ningún tipo de infracción. Además, los romanos solían grabar en la cruz del reo la índole de su delito. En la de Jesús, INRI (Jesús de Nazaret, Rey de los Judíos) alude al crimen político de sedición: nadie podía ser rey, porque el único monarca era el César. Se trata de un crimen contra Roma, castigado con un modo de ejecución romano.
El rol que a Pilatos le atribuye el Nuevo Testamento es triplemente sospechoso. ¿Por qué el Sanedrín –que tenía autoridad para ejecutar las penas que imponía– solicita ayuda del enemigo romano a fin de «castigar» a un judío? ¿Por qué el procurador sale en defensa de un judío, cuando él era responsable de imponer el orden imperial en Judea, y en esa función ya había hecho crucificar a decenas de miles? Y por último, el conocido «lavado de manos» de Pilatos es un rito (netilat iadaim) que los judíos observan hasta hoy antes de comer, al visitar cementerios, o como signo de pureza. Extraño es, pues, que así exteriorice su pureza un militar romano a cargo de la represión.
Por todo ello, lo más probable es que quienes se «lavaran las manos» fueran los miembros del Sanedrín, en pasivo temor ante la decisión de Roma (en ese momento la mayoría de los judíos no se había rebelado contra el imperio; el partido rebelde prevaleció cuatro décadas después).
El motivo por el que los protagonistas del relato fueron intercambiados, es quizá que los redactores del Nuevo Testamento (que lo escribieron medio siglo después de que Jesús muriera) tenían como meta la expansión del cristianismo, y para cumplir con ese objeto en el imperio, la incipiente religión debía eximir de toda culpa al poderoso romano. Al mismo tiempo, podía tranquilamente depositar la culpa en quien no podría defenderse, el judío ya vencido.
Además, al evangelizar el mundo pagano, los cristianos no podían argüir que Jesús había sido el Mesías, puesto que ello no significaba nada para quienes no conocían la Biblia. El único argumento válido debía ser que el cristianismo era la religión original, la verdad universal para la humanidad. Para ello, el cristianismo debía ser el exclusivo poseedor de la historia de Israel, por lo que el judío debía ser descalificado.
A fines del siglo I, la Epístola de Barnabás sostiene que los judíos en rigor habían entendido mal lo que los cristianos llaman Antiguo Testamento, que nunca habría sido una ley a ser cumplirla, sino una prefiguración de la Iglesia.
A comienzos del siglo II, Ignacio de Antioquía lo resume así: «No fue la cristiandad quien creyó en el judaísmo, sino los judíos quienes creyeron en el cristianismo.» Así nacía el fértil tema de que la Iglesia era, y siempre había sido, el verdadero Israel. El problema era que el pueblo al que la Iglesia reclamaba haber reemplazado, continuaba coexistiendo y, más importante aun, se adjudicaba las mismas fuentes de fe, y afirmaba su anterioridad y su autoría del Antiguo Testamento.
A fin de afirmar la identidad cristiana, se procedió a vituperar al judío por medio de una vasta literatura según la cual la Iglesia precedía al Viejo Israel, remontándose hasta la fe de Abraham e incluso a Adán. La Iglesia pasaba a ser «el eterno Israel» cuyos orígenes coincidían con los de la misma humanidad. La ley mosaica era ergo sólo para los judíos, quienes con ese peso habían sido castigados por su inmerecimiento y su culto al becerro de oro. La legislación mosaica se transformaba en un yugo impuesto al «Viejo Israel» por sus pecados. Los judíos no sólo eran privados de su rol de pueblo de patriarcas y profetas, sino que además pasaban a ser una nación apóstata.
En los primeros siglos, el tratado cristiano más completo en contra de los judíos fue el Diálogo con Trifón de Justino, que explica cómo las desgracias que sufren los judíos son castigo divino. Y en ese marco, el peor de los mitos es el del «deicidio», el asesinato de Dios, explicitado por primera vez por Melito, obispo de Sardis, alrededor del ano 150: «Dios ha sido asesinado, el Rey de Israel fue muerto por una mano israelita.» Como consecuencia, «Israel yace muerto», y el cristianismo conquista toda la Tierra.
Durante siglos, esta incriminación contra el pueblo diabólico envenenó el alma europea y hasta hoy sigue teniendo consecuencias en el vocabulario, los prejuicios y las actitudes de su gente.
Esta acusación, repetida semana a semana por décadas, nunca fue la doctrina oficial de la Iglesia. Pero se arraigó de tal modo en los sermones cristianos que la Iglesia debió oficialmente rechazarla durante el Concilio Vaticano II de 1965. No se podrá ya ser buen católico y acusar a los judíos de deicidio.
Desde entonces, son muchos los cristianos que construyen un camino para librar a su religión de toda mácula judeofóbica, y para terminar de una vez con la letal imputación de que los judíos somos malditos.
Mel Gibson vino a deshacer ese camino, produciendo una obra sangrienta basada en el libelo de la monja judeofóbica Anne Emmerich (1774-1824).
En su película, no sólo se exacerban los peores motivos del Nuevo Testamento, sino que se saltean todos los positivos (como que «la salvación viene de los judíos» o que el mismo Jesús era judío, como todos sus discípulos y seguidores, algo que Gibson soslaya deliberadamente). Los judíos son los desalmados del filme, los violentos incorregibles. Gibson echa leña a un fuego que está ardiendo y matando.
A este ritmo en Europa, un nuevo atentado judeofóbico es sólo cuestión de tiempo, y bien podrá obrar de detonante la proyección de la pasión de Gibson. Al comienzo, los medios reaccionarán sorprendidos. Pero lentamente construirán su muro mental de defensa, y encontrarán las motivaciones de los agresores, comprensibles ellas. No las alabarán, pero sabrán extender su humanismo selectivo para comprender. Porque si no los comprendieran, deberían confesar que ellos mismos crearon la atmósfera judeofóbica conducente a la violencia. Y no hay nada más arduo que admitir las propias culpas en la matanza de inocentes, aun si son judíos.