Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas • número 25 • marzo 2004 • página 8
Las hazañas de Arquímedes, el hombre más peligroso del mundo
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Corría el año veintitrés del segundo de los Tolomeos, cuando una nave que hacía el camino de Siracusa a Alejandría, dejando atrás la isla de Fáros con sus dos bahías de Eunolpos al sur y de los Piratas al norte, remontaba el dique construido por los ingenieros griegos y entraba solemnemente en el Gran Puerto, desde donde se podía contemplar todo el gigantesco panorama de la metrópoli. Quienes visitaban por primera vez Alejandría, aunque viniesen de las ciudades más ilustres y de la misma Atenas, sentían inevitablemente ante sus palacios, sus anchas avenidas trazadas a cordel y sus edificios adornados por columnatas y pórticos, la admiración y la envidia de un pobre provinciano ante la gran ciudad.
Por lo demás los viajeros estaban ya preparados para aquel espectáculo desde que la nave había entrado en el Mar Egipcio. Aquella noche, todavía a una enorme distancia, habían visto a través del limpio aire del Mediterráneo, la llama que ardía continuamente sobre la columna de más de cien metros de altura edificada en la isla de Faros, para garantizar la seguridad de la navegación y para convertir a Alejandría en el punto de referencia y el centro de toda la actividad comercial y turística del mundo griego. Los dos creadores de aquella maravilla fueron el mismo rey Tolomeo segundo Filadelfos y el ingeniero Sistrato de Cnido.
De todas formas la construcción del Faro y de la ciudad hubiera sido imposible sin un período de paz y de estabilidad bien aseguradas, infinitamente más duradero que la misma Edad de oro de Pericles. El mayor estratega de Alejandro, Tolomeo, se había fijado en aquel lugar privilegiado, aislado por el desierto a oriente y occidente de todos los otros imperios y de cualquier tentación de expansión territorial. Además los etesios impedían el ataque por mar de las potencias de Grecia y de Asia Menor, en un momento en que sólo se conocía la navegación a favor del viento. Así que el primer rey Lágida pudo emplear las finanzas de Egipto en una colosal empresa de obras públicas, creando, con la ayuda del arquitecto Dinócrates y del filósofo Demetrio Falereo el urbanismo y el primer núcleo científico de Alejandría.
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Una lujosísima lancha, adornada con la enseña de Tolomeo segundo y ocupada por un delegado real y por Calímaco, entonces director de la Biblioteca, salió al encuentro de la nave, varada en la zona este del Gran Puerto. Un correo había avisado hacía ya unos meses de la visita de un ciudadano de Siracusa, pariente del tirano Hierón, que solicitaba profesar estudios de matemáticas y física en el Museum. La semejanza de aquel ilustre desconocido con su antepasado Dión servía de tarjeta de presentación para que el faraón ilustrado y los escolares herederos de la Academia y del Liceo le abriesen sin ninguna reserva las puertas de su sancta sanctorum. Su parecido sería total si la filosofía y la ciencia le ayudasen a desafiar con la guerra a poderes aparentemente invencibles.
Los ocupantes de la lancha real eran portadores de una invitación del mismo Tolomeo II, para que Arquímedes de Siracusa asistiese a la comida mensual donde daría a conocer al nuevo escolar a los filólogos y científicos del Museum. Por supuesto que dispondría de una de las más de cien habitaciones del centro de estudios, aunque una rígida ordenanza limitaba el número de alumnos internos, para que sólo una élite de investigadores mantuviese el prestigio y la excelencia de la escuela palatina. El delegado del rey tuvo buen cuidado en recordar al recién llegado que todas esas atenciones no eran gracia sino obligación, en vista de las inmejorables relaciones presentes y futuras de las cortes de Egipto y Sicilia.
Después de desembarcar en el muelle oriental, Arquímedes dejó a sus hombres de confianza el cuidado de su instalación y solicitó cortésmente a sus acompañantes que le permitiesen descubrir por sí mismo en estos días previos a su presentación los prodigios de una urbe tan descomunal como Alejandría. Calímaco, que desde el primer momento había simpatizado con el recién llegado, se reveló como un guía excepcional, porque después de mostrar el plano general de la ciudad y la disposición de sus edificios más nobles, tuvo el buen gusto de retirarse, pretextando sus urgentes tareas de bibliotecario y dejando a su huésped en plena libertad para examinar su nueva residencia.
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Arquímedes comprobó que el plano de Alejandría era muy sencillo, sobre todo para un espíritu geométrico como el suyo, pues reproducía a gran escala los proyectos urbanísticos de Mileto o los que él mismo había tenido ocasión de contemplar en Turios, al sur de Italia. Dos ejes matrices se cortaban en perpendicular, la anchísima Avenida Central, en sentido longitudinal, de Este a Oeste, y la Calle Canópica, que corría de Norte a Sur. Las demás calles y avenidas eran paralelas a este centro de coordenadas, y el resultado era una urbanización cuadriculada, como las casillas de un gigantesco tablero.
El científico de Siracusa sentía que en aquella majestuosa urbanización faltaba algo fundamental para un griego, algo que tenían todas las ciudades que él había visitado, incluso las dominadas por una oligarquía o por un tirano. La presencia de los palacios y de los edificios públicos no dejaban sitio para un espacio de libertad, donde los ciudadanos discutiesen interminablemente de los asuntos más diversos, dando las soluciones más disparatadas. La enorme extensión de Alejandría, su población innumerable y su edificación recta, cerrada y homogénea, convertían la plaza pública, el ágora, en algo inútil e imposible.
La Avenida Central separaba los barrios de Neápolis y el meridional de Rhacotis, habitado por una abundante colonia judía, y a su vez la calle Canópica dejaba al Oeste el otro distrito de Brucrion, residencia de los reyes y de la aristocracia macedonia. Aquí se concentraban, alrededor de la tumba de Alejandro, los edificios públicos más ilustres: el Gimnasio, el Tribunal de Justicia, (porque también los jueces populares habían desaparecido de la nueva metrópolis), el Hipódromo y lo que más le interesaba a Arquímedes, el Museum y la gran Biblioteca, paredaños con el palacio de los monarcas egipcios.
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Cinco días después el propio Faraón Tolomeo II asistió a la comida en común, que los alumnos internos del Museum celebraban, cumpliendo los sueños de Platón, que aspiraba a convertir los filósofos en reyes y los reyes en filósofos. Para Arquímedes este acto fue como el reconocimiento oficial de su condición de miembro del colegio de científicos alejandrinos, pero ya antes había tenido ocasión de tratar de cerca a una serie de insignes matemáticos, astrónomos, médicos, historiadores y filólogos. Todos ellos le habían puesto al corriente de la historia y estructura de aquel singular centro de estudios.
Sus primeros promotores, Demetrio de Falero y el primer rey Lágida habían sido, igual que Alejandro, discípulos de Aristóteles. Una generación después el sucesor en el trono había tomado de preceptor a Estratón, que también fue alumno y después escoliarca del Liceo. Con estos antecedentes nada tenía de extraordinario que el plan inicial del Museum persiguiese los mismos objetivos científicos de la escuela madre y hasta conservase , a gran escala su arquitectura.
Alrededor de un inmenso patio central, que servía de perpetuo punto de encuentro de todos los escolares, el primer Tolomeo había planeado un edificio porticado, donde las habitaciones de los residentes se completaban con la estancia para las comidas, un enorme teatro para conferencias, una sala de disección y un espléndido observatorio astronómico, todo ello rodeado por un jardín botánico, con plantas tan numerosas como diversas. Todavía Tolomeo Segundo había ceñido este conjunto, con un parque zoológico, dispuesto con tal arte que los animales cautivos disfrutaban de amplia libertad de movimientos, y sin ningún peligro podían ser estudiados por los científicos y admirados desde fuera de los muros del Museum por la gente común.
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Unos días después, Calímaco invitó a Arquímedes a visitar la gran Biblioteca y se ofreció, una vez más, a ser su guía, agradeciendo así la generosa remesa de libros, sobre todo de los pitagóricos de Siracusa, que el científico siciliano había traído con él. Antes de entrar en el colosal edificio, el bibliotecario jefe le explicó cómo su núcleo inicial había sido la primera librería del Liceo, que Tolomeo II trasladó desde el Museum hasta su nueva y definitiva residencia.
Le describió después la arquitectura del edificio, compuesto por diez grandes salas que imitaban la figura del mundo en círculos concéntricos. La sala central era como el alma y la mente de la biblioteca, porque en ella el director general y los responsables de las cuatro secciones - matemáticas, astronomía, medicina y literatura –se reunían diariamente para determinar los criterios de clasificación y las estrategias para aumentar los fondos bibliográficos. La estancia se abría a cuatro grandes sectores circulares, que hacían las funciones de editorial, pues en ellas trescientos sesenta amanuenses en grupos de noventa, copiaban los manuscritos traídos a Alejandría desde todas las partes del mundo civilizado –griegos, caldeos o egipcios–. Otros cuatro sectores todavía más amplios constituían la biblioteca propiamente dicha, mientras que una inmensa corona rodeaba todo el conjunto y era la sala de lectura de los científicos del Museum y de cuantos estudiosos se reunían en la ciudad de forma más o menos estable.
Pero cuando entraron en la sala de lectura de la biblioteca por la puerta que comunicaba con el Museum hubo algo que sorprendió a Arquímedes por encima de aquella historia y aquellas maravillas y se dio cuenta, pasado poco tiempo, de que era el silencio. Otra vez recordó el ágora de las ciudades de Grecia y Sicilia, comprobando que era inevitablemente ruidosa, porque no se podía imaginar sin las interminables discusiones a viva voz de infinitos grupos de ciudadanos, hablando de todo lo humano y lo divino por sucesivas preguntas y respuestas. Con la claridad y precisión de pensamiento que después admirarían todos los griegos, intuyó que los razonamientos escritos en el papel habían de ser definitivos e indiscutibles, basarse en unos principios evidentes, y concluir también por vía de necesidad, en verdades derivadas. Y se dio cuenta también de que los hombres más potentes y los más peligrosos del mundo no eran ya los oradores que movían con sus palabras ciudades enteras, sino quienes eran capaces de estar solos con un libro, cerrados en una habitación.
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Durante los quince años siguientes a esta revelación Arquímedes permaneció en Alejandría, (aunque hacía viajes ocasionales a su ciudad natal de Siracusa), y así pudo estudiar los métodos de los grandes científicos de la Biblioteca y del Museum. El maestro de todos ellos era desde luego el viejo Euclides, que logró componer su geometría, partiendo de unos escasos enunciados elementales y deduciendo desde ellos con necesidad lógica una serie infinita de teoremas, hasta completar sus trece libros.
Arquímedes releyó atentamente sus Elementos y se dio cuenta de que las exigencias de Euclides limitaban la geometría a un estudio de las líneas rectas y circulares dentro de un tablero definido por paralelas y perpendiculares, y de que su sistema no era original, pues prolongaba los esfuerzos que los matemáticos habían realizado durante más de dos siglos. Pero los principios del maestro eran sumamente sencillos, sus razonamientos mucho más elegantes y el cuerpo de su ciencia acabado y perfecto, y así podía tomarse por su forma lógica como modelo insustituible de cualquier conocimiento escrito, que caminase desde nociones comunes hasta proposiciones contenidas indiscutiblemente en ellas.
También la óptica de Euclides estaba construida sobre unos primeros principios tan simples como ricos en consecuencias y ello era tanto más de agradecer cuanto que no trataba de una pura construcción matemática, sino de una parte de la física. Arquímedes, dejando de lado las hipótesis relativas al origen de la luz en el ojo, respetaba el axioma de que sus rayos caminan siempre en línea recta, y combinándolo con las propiedades de las distintas superficies geométricas, deducía por vía de razonamiento necesario su comportamiento en espejos rectos, circulares o parabólicos.
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Arquímedes tenía una curiosidad universal, y lo mismo investigaba las matemáticas que la física celeste, la óptica o la mecánica, pero sus construcciones seguían siempre un esquema común, partiendo de unos principios sumamente sencillos que daban razón de todas las infinitas variantes, incluso de las aparentemente más irregulares. Por ello rechazaba la complicadísima astronomía de la Academia y del Liceo con sus decenas de esferas no concéntricas, y suspiraba por tener un sistema astral tan simple que se pudiera representar en un planetarium con los movimientos circulares y las distancias de los astros. Su primer mapa estaba inspirado en las ideas de los pitagóricos y de sus paisanos de Siracusa, Hicetas y Ecfanto, y se basaba en el axioma de que los cuerpos giraban de Oeste a Este con una velocidad directamente proporcional a su proximidad a la Tierra.
Los científicos del Museum contemplaron admirados en su observatorio astronómico la construcción de Arquímedes, que desde este único principio, por lo demás muy lógico, era capaz de explicar todos los misterios del cielo. Así que la Tierra completaba su giro –por muy increíble que ello pareciese– en veinticuatro horas, produciendo un movimiento aparente de todo el resto del cielo en dirección opuesta Oeste-Este, la Luna tardaba un mes en su ciclo, el Sol un año, y los demás planetas todavía más, mientras que la esfera de las estrellas fijas era estacionaria. Un ingenioso sistema de automatismo realizaba los movimientos circulares con velocidades medidas con toda exactitud.
Cuando se recibieron en Alejandría en medio de una gran controversia los libros de Aristarco de Samos, Arquímedes no pudo resistir a la tentación de construir un segundo planetarium, sobre un axioma distinto pero igualmente lógico, que el cuerpo de menor dimensión gira en torno al más grande, más concretamente que la Tierra y los demás planetas tienen por centro al Sol, en tiempos y distancias bien determinadas. Los círculos más estrechos eran el de Mercurio y Venus, después venía el de la Tierra, y los cuerpos más lejanos, Marte, Júpiter y Saturno. Arquímedes añadió un toque de humor al mapa haciendo que todos estos cuerpos rotasen en torno a su eje, de tal forma que sus eventuales habitantes, al ver moverse al resto del cielo alrededor, se considerarían el centro del Universo.
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Cuando Arquímedes llevaba ya diez años en la corte de Tolomeo II hizo uno de sus viajes a Siracusa, que había experimentado un cambio en su paisaje urbano, gracias a la política de obras públicas de su tío. El rey Hierón fue vencido por los romanos poco después de su llegada al trono, y tuvo la suficiente prudencia para asegurar la paz, aliándose con la gran ciudad del norte a la que además proporcionaba trigo en abundancia. Al parecer quería también mantener buenas relaciones diplomáticas con Alejandría, pues con ocasión de la estancia de su sobrino le hizo llamar al palacio y le entregó una espléndida corona de oro con el encargo de que la hiciese llegar al faraón, acompañándola de un certificado de autenticidad.
Arquímedes se retiró a su casa, decidido a averiguar, aplicando el razonamiento necesario de la ciencia, que la corona era efectivamente oro puro. Siguiendo otra vez su método, y caminando de lo más simple a lo más complejo, buscó un cuerpo que tuviese un volumen fácilmente calculable al estar limitado por superficies planas, y que fuese patrón de medida a todo otro cuerpo por muy irregular que se imaginase. Unos días después, al entrar en los baños públicos de Siracusa, se dio cuenta de que el agua era ese elemento mágico, pues su volumen podía medirse con exactitud geométrica, y además era equivalente al del sólido que la desplazaba.
Mientras esperaba una nave que hiciese el trayecto hasta Alejandría guardaba celosamente el regalo de Hierón en su casa, y allí se encaminó, decidido a garantizar científicamente su autenticidad. Llenando de agua una enorme palangana, de forma que llegaba hasta sus bordes, metió allí sucesivamente dos masas de oro y plata de peso equivalente al de la corona, y midió la cantidad de líquido que rebosaba en uno y otro caso, comprobando satisfecho que en el caso de la plata, como él esperaba, era claramente mayor. Pero le esperaba una verdadera sorpresa, porque cuando hizo lo mismo con la corona vio que desplazaba un volumen de agua intermedio, y por consiguiente su materia era una aleación y no el oro puro que el rey le había asegurado.
En un primer momento Arquímedes quiso devolver la corona a Hierón para no ser la causa de un grave conflicto diplomático, si por un azar Tolomeo descubría el engaño. Pero después, conociendo el celo de los monarcas alejandrinos por la ciencia y la admiración que su descubrimiento produciría, decidió que sería mucho mejor contar la verdad sólo un poco cambiada. Envolvió la corona cuidadosamente, acompañándola de una historia novelada, en la que el rey de Siracusa le planteaba un problema, y junto a ella envió un pequeño tratado, titulado «Sobre los cuerpos flotantes», en el que daba su solución científica, ofreciéndolo a la gran Biblioteca. Desde entonces las relaciones entre Alejandría y Siracusa fueron inmejorables y la fama de Arquímedes todavía creció más en las dos ciudades.
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Arquímedes volvió con el sorprendente regalo a Alejandría, permaneciendo allí hasta un poco después de la muerte de Tolomeo II, al año treinta y siete de su reinado. Su sucesor tenía el mismo nombre y la misma afición por la cultura literaria y científica, y para sustituir a Calímaco como director general de la Biblioteca escogió a un matemático, Eratóstenes, al que hizo venir de Atenas. Entre el pensador siciliano y el alejandrino se estableció pronto una corriente de confianza y amistad, que se mantuvo todo el tiempo en que Arquímedes permaneció en Alejandría, estudiando la posibilidad de representar aritméticamente la totalidad infinitamente grande del cosmos y la razón infinitesimal de los números irracionales.
Como de costumbre, Arquímedes estableció un principio sumamente sencillo, que le había de servir de andamio para construir sobre él la solución del problema planteado. Renunciando a un número capaz de medir definitivamente esas realidades –algo inexistente e impensable– se dedicó a construir una numeración potencialmente infinita, que le permitiese acercarse a la medida de esas realidades tanto como quisiese. El esfuerzo parecía condenado al fracaso, tanto más cuanto que la tosca aritmética de los griegos sólo era capaz de representar el número 99.999.999, y eso después de agotar el alfabeto, completándolo con la complicada ayuda de índices y subíndices. El matemático de Siracusa salvó elegantemente esta dificultad, tomando los cien millones como unidad de segundo orden y ampliando indefinidamente el orbe de la aritmética, mediante un sistema de exponentes. Incluso tuvo el humor de poner a prueba su descubrimiento, calculando la cantidad de granos de arena que el universo podía contener.
Arquímedes se dio cuenta de que ya estaba en posesión del aparato conceptual necesario para emprender la hazaña de medir el área del círculo, algo que no habían conseguido los más ilustres matemáticos de Grecia. No podía representar la relación de la circunferencia al diámetro por un número exacto, pero sí podía en cambio acercarse a su valor tanto como quisiese, aunque esta vez la aproximación indefinida se operaba en el mundo de lo infinitamente pequeño. Después de limitar el círculo por sucesivas parejas de polígonos inscritos y circunscritos y completar su medición por una serie de cálculos numéricos, llegó a la conclusión de que ese número inconmensurable estaba entre 3,1408 y 3,1429, que multiplicado por el diámetro daba la longitud de la circunferencia y así mismo multiplicado por el cuadrado del radio permitía conocer el área circular.
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Cuando Arquímedes volvió definitivamente a Siracusa, se dedicó a construir, siguiendo el proceso lógico de los alejandrinos, una física que definiese las leyes de equilibrio de los cuerpos, según cual fuese su peso y su distancia a un centro común de gravedad. Estableció siete postulados tan evidentes como sencillos y ricos en consecuencias, sobre todo los tres primeros : cuando dos pesos iguales están a igual distancia se equilibran, cuando están a distancia desigual se inclinan hacia el peso que está a mayor distancia, y finalmente, cuando son desiguales y guardan una distancia igual se inclinan hacia el peso mayor.
A partir de aquí Arquímedes deducía por razonamiento hasta quince proposiciones, sobre todo dos, la tercera y la sexta que serían decisivas. Una de ellas enunciaba una posibilidad : pesos desiguales a distancias desiguales pueden equilibrarse cuando el peso mayor está a menor distancia. La otra medía con toda precisión y rigor esa posibilidad : dos cuerpos se equilibran a distancias recíprocamente proporcionales a sus pesos. En un primer momento el matemático de Siracusa jugaba con palancas de brazos rígidos, con la consiguiente limitación que ello significaba, pero a pesar de todo consiguió construir una catapulta, con un brazo larguísimo que ponía en equilibrio una enorme roca con el peso leve ve de un niño.
Además de esto, Arquímedes encontró una aplicación a este descubrimiento, tan original como heterodoxa. En su correspondencia con Eratóstenes extendía las leyes del equilibrio de los cuerpos pesados a figuras geométricas. Los sistemas de líneas rectas se comportan en un experimento imaginario como palancas rígidas en un espacio homogéneo. Todo esto le pareció muy apropiado para descubrir que un problema tenía determinada solución y para proponérsela a su corresponsal. Efectivamente, después de este primer paso, ya se disponía del punto de partida y la conclusión y sólo faltaba enlazarlas con necesidad lógica, produciendo un razonamiento rigurosamente matemático y una auténtica demostración.
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De todas formas, en aquellos momentos decisivos de su carrera científica, Arquímedes estaba inquieto y hasta tardaba en conciliar el sueño, porque sentía que había pasado por alto un detalle tan evidente y tan sencillo que se escapaba a cualquier investigación. Cuando una tarde vio a su esclavo llegar del pozo con gigantesco caldero lleno de agua, le preguntó si le había costado mucho trabajo subirla desde una profundidad de varios pies , y quedó muy sorprendido cuando le contestaron que eso era juego de niños si se contaba con una cuerda lo suficientemente larga y flexible.
Claro que mucho más sorprendido quedó el servidor, a pesar de haber contemplado más de una vez las excentricidades de su amo, cuando Arquímedes dio un salto, llegó hasta él abrazándole como si se hubiera vuelto loco, y sin más explicaciones salió por las calles de Siracusa, parando a los estupefactos ciudadanos que encontraba a su paso y gritando una palabra totalmente ininteligible para todos: «Lo encontré.» Después volvió a su casa, vació el cubo, llevándolo al fondo del pozo y llenándolo de oro, alargó mediante un sistema de ruedas la longitud de la cuerda y finalmente extrajo el pesadísimo metal sin ninguna dificultad, como si se tratase de una pluma de ave.
Después calculó el esfuerzo que había empleado, equivalente aproximadamente a un kilogramo, pesó con cuidado la cantidad de metal que había subido, midió la longitud de la cuerda desde el fondo del pozo hasta su punto de apoyo y la comparó con la otra longitud mucho mayor que recorría todo el aparejo formado por una cantidad indefinida de ruedas, y finalmente comprobó que la relación de los pesos coincidía, igual que en el caso de la palanca rígida, con la inversa de la distancia de los dos segmentos de cuerda a su centro de gravedad.
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En el año 540 de la fundación de Roma los seiscientos senadores que formaban la clave de arco de la República, estaban reunidos en el sobrio hemiciclo, dispuestos a escuchar los informes de Marcelo, tres veces cónsul, recién llegado de Siracusa donde dirigía en compañía de Apio la campaña contra la ciudad. Algo grave tenía que haber sucedido para que el general abandonase siquiera fuera temporalmente su ofensiva para poner al corriente de los hechos a la suprema institución de la ciudad. Se hizo el silencio cuando Marcelo ocupó la tribuna y tomó la palabra con la gravedad y el laconismo propios de un soldado romano.
—Antes de describir la marcha del asedio a Siracusa debo recordarles, venerables ciudadanos, la situación en Italia después que Aníbal obtuvo su victoria de Cannas, produciendo la descomposición de la confederación romana y haciendo que muchas ciudades se aliasen con los cartagineses. Afortunadamente para nosotros, el general no aprovechó aquel momento de grave desmoralización colectiva, atacando la Ciudad con un golpe decisivo. Esto nos permitió contraatacar, tomando sus bases en la península ibérica, dejando fuera del conflicto a su potencial aliado Filipo V de Macedonia, y neutralizando a sus fuerzas en Italia, siendo yo cónsul por segunda vez y contando con la ayuda de Fabio Máximo.
—Era preciso completar esta labor de aislamiento ocupando Siracusa, que primero con Hierónimo y después de su asesinato con Hipócrates había tomado partido por Aníbal , a la vista de sus victorias. Como saben de sobra, venerables ciudadanos, el resto de la isla está en poder de nuestros enemigos, y su cercanía a Cartago la convierten en una temible base de operaciones y en una potencial ayuda a sus ejércitos de Italia. En tales circunstancias este senado me hizo el honor de atacar a la capital de Sicilia, tantas veces escenario de una batalla naval.
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—Faltaría a mi honor de romano y a la veneración que debo a esta asamblea si mintiese, diciendo que esta primera parte de la campaña ha sido un éxito y que ya tenemos a Siracusa, como quien dice, en el puño. El ataque naval, venerables ciudadanos, ha sido sencillamente un desastre, acompañado de tan extrañas circunstancias que los soldados no se atreven a acercarse por mar a Siracusa, convencidos de que está protegida por los dioses inmortales.
—Cuando nos acercábamos a la ciudad, confiados en el formidable aparejo de nuestras naves, vimos precipitarse sobre ellas desde los arrecifes de la fortaleza de Ortigia, una roca de tal magnitud que ni siquiera diez centurias podrían arrastrarla, cuanto menos lanzarla al aire con aquella espantosa velocidad. Por segunda y tercera vez llovieron sobre nosotros esos peñascos, con tan mala fortuna que uno de ellos dio en el puente de mando de mi nave, destrozando la sambuca y obligándome a huir a mar abierta con grave daño de mi dignidad de romano.
—Pero este fue sólo el principio de los horrores, pues cuando unos imprudentes soldados se acercaron demasiado a las murallas, vieron salir de ellas unos maderos terminados en una gigantesca ganzúa, que agarrando a la nave por la proa la levantaron a gran altura, haciéndola caer una y otra vez sobre el mar y sobre las rocas, estrellando a la tripulación o expulsándola por los aires. Y lo que fue más horrible de todo, en lo alto de la muralla apareció una figura, semejante a un dragón, que a través de sus dos ojos enviaba unos rayos de luz, de tal intensidad que quemaban fácilmente el aparejo de madera de las embarcaciones.
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—Hube de enfrentarme entonces con un motín de mis soldados, que juzgaron una impiedad hacer guerra a los dioses, pero afortunadamente yo sabía por mis amigos de Siracusa quién es esa extraña divinidad. Ha estudiado en Alejandría adelantándose a todos los sabios de aquella ciudad y estableciendo una nueva ciencia gracias a la cual con pesos o esfuerzos pequeños y con la mano de un solo hombre es posible desplazar enormes masas –y en nuestro caso eran peñascos o naves– con velocidad increíble. Por otra parte, sus estudios de óptica le permitieron construir espejos, capaces de proyectar los rayos de sol sobre un solo punto, aumentando sin medida el calor y abrasando cualquier naturaleza combustible.
—Me costó mucho trabajo convencerles para que no desertasen y sólo lo conseguí prometiéndoles que mantendría las naves a distancia prudente y que no volvería a atacar Siracusa, a la que desde entonces tengo sitiada por mar y tierra para que se rinda por hambre. El asedio será largo, venerables ciudadanos, y durará mucho más que mi año de consulado, por lo cual es el senado quien debe tomar en su momento la decisión oportuna. En todo caso puedo asegurar que también por esta parte está aislado Aníbal, y que la ciudad difícilmente resistirá más de dos años.
—Una cosa quiero pedir a este senado, pues yo ya día mis hombres sobre este particular órdenes tajantes. Si Roma quiere seguir poniendo la ciencia al servicio del poder, es preciso respetar la vida de ese individuo, por muchos que hayan sido las desgracias que sus artificios han causado en nuestros soldados. Seremos infinitamente grandes si logramos la ayuda del hombre más peligroso del mundo.