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El Catoblepas, número 25, marzo 2004
  El Catoblepasnúmero 25 • marzo 2004 • página 23
Libros

Brecha intelectual francesa

José Andrés Fernández Leost

Comentario a los libros: Occidente contra occidente de André Glucksmann
y El nuevo desorden mundial de Tzvetan Todorov{1}

5 de septiembre de 2003: aprovechando la reciente edición de El nuevo desorden mundial y Occidente contra occidente, el diario Le Monde publica una entrevista en la que sus autores, dos de las más eximios filósofos franceses, confrontan sus posturas en torno a la guerra de Irak. Comulgando en la defensa de los derechos fundamentales y las libertades individuales, su oposición es total en lo referente al denominado derecho de injerencia justificado según razones humanitarias. Sus discursos reflejan las ideas expuestas en sus últimos libros, pero también en los dos anteriores –Dostoievski en Manhattan y Memoria del bien, tentación del mal–, obras que constituyen el germen de las que ahora en España se publican. Considerando que los argumentos que desarrollan manifiestan con cierta nitidez la tensión ideológica que recorre la escena europea, pasamos a comentar los planteamientos expuestos por Todorov y Glucksmann, confiando encontrar en el despliegue y contraste de sus posiciones unas coordenadas útiles para el ciudadano europeo, a través de las cuales pueda cuando menos situarse entre la maraña de intereses cruzados que nos asedian día a día.

Sin más criterio que el que le concede su edad por dos años de ventaja, nos detenemos en primer lugar en los polémicos planteamientos de Glucksmann, en tanto su voz fue una de las pocas que entre la unanimidad francesa sonó discordante, allá por el mes febrero de 2003. Pronto se lanzó a argumentar por escrito las razones de su posición, viendo su libro la calle apenas cinco meses después. Ya desde su título, Occidente contra occidente, advertimos el riesgo o quizá valentía de una tesis que da por sentado la occidentalización ya consumada –o a punto de estarlo– del planeta, localizando el foco de toda divergencia ideológica o bélica en el seno de una misma comunidad: la civilizada. Pese a romper con las convenciones del discurso multicultural, su aportación no nos es inédita: confirma, para escándalo de los antropólogos, la desaparición de las sociedades aisladas, rechazando en la inercia del mismo gesto, cualquier relativismo valorativo, esto es, de tinte moral. Incorpora en cambio a la civilización la desgracia del nihilismo, como vertiente regenerada de una barbarie allende las fronteras, pero que sin embargo nunca dejó de atravesarlas. De este modo instituye la tarea global de sofocar el continuo brote de un impulso constante –entre psicológico y biológico– que al cabo es el que ha estado determinando la propia formación civil. Aquella máxima borgiana –«no nos une el amor sino el espanto»– late tras la obra del francés. La creencia en la existencia de un Mal autónomo, al modo pascaliano jansenista, la alimenta; o tal vez no sea más que una seria sospecha ante toda forma de intelectualismo moral esto es, la imposibilidad de justificar la pulsión criminal bajo ningún sistema –sospecha que no se atreve sin embargo a poner en entredicho la capacidad de perfectibilidad humana, ni la correspondiente autonomía del discernimiento individual.

No obstante, antes de adentrarnos en la dificultosa tarea de dar con las claves del nihilismo en Glucksmann, sopesemos el alcance de su visión del mundo contemporáneo. Es de agradecer la crítica a dos perspectivas opuestas que, propuestas por autores norteamericanos, vinieron a proclamar, primero en los noventa, y luego, en los albores del XXI, un sentido único y último de la historia, filosofías que auguraban un «orden natural de las cosas», realizadas o realizándose indefectiblemente ya en nuestro presente. Se trataba por supuesto de las tesis de Fukuyama y Huntington, las mismas que según Glucksmann pretendían instaurar bien el inicio de la poshistoria, a partir del triunfo universal de la racionalidad calculadora propia del homo oeconomicus –el célebre «último hombre»–; bien el retorno a la prehistoria, según la irreductibilidad de las religiones, lo que, concediendo margen al relativismo cultural bajo el prejuicio de su supuesto carácter inmaculado –fundamentalista en su extremo–, habría de dejar con el tiempo a «cada uno en su casa», en una suerte de regresión no sabemos si migratoria o irracional sin más. No era más que una doble huida, hacia delante o hacia atrás, negadora de la realidad, provocada por el fin de la guerra fría, cuyo enfoque en ambos casos apuntaba hacia la consecución de la paz perpetua: la abolición del adversario entendida como abolición de la adversidad. Pero no. Infiltrada entre creyentes y liberales una actitud se burla de las tradiciones en nombre de la modernidad, rechazando a su vez la modernidad por su falta de sentido –léase ausencia de absoluto. El nihilismo. Esto nos recordaba Glucksmann en Dostoievski en Manhattan{2} echando mano de modelos elaborados por la literatura, en un recurso argumentativo quizá algo arriesgado, pero no menos válido en tanto no se considere la creación artística como resultado ex nihilo de la mente inspirada de un autor. De esta forma, Emma Bovary se nos revelaba como paradigma conductual del nihilista. En la trasgresión que supone fracturar costumbres establecidas, el personaje de ficción demuestra un egoísmo de cariz nihilista, mas no ya por el valor de la norma que vulnera, cuanto por la entrega a un ideal sin referencias, absolutamente desinteresada por las consecuencias desintegradoras que deja a su paso, por la crueldad de sus implicaciones más allá de la rebelión puntual. Invirtiendo el curso psicológico que nutre a la conciencia de experiencia, Emma Bovary actúa según una «experiencia de la conciencia» no de origen pre-social, pero sí de efectos antisociales, enajenada por una lectura unilateral, fanatizada y prescriptiva de novelas románticas cuyas lecciones cree sublimes, al igual que la realizada por ciertos integristas cristianos o fundamentalistas musulmanes, apenas reparando en el potencial aniquilador que se cuela por el revés de la creencia.

El psicologismo del que parece informado nuestro autor, reforzado con la cita al Freud que nos expone una mítica potencia del instinto de muerte (Tánatos), queda recubierta por una lógica de destrucción que, aun mínima, articula una suerte de relaciones opuestas a las de producción, a partir de una asociación sin más programa que la aniquilación en sí. No hay ideología detrás, ni doctrina, ni concepción del mundo siquiera, tan sólo una manipulación de ideas y seres humanos. De ahí que el nihilismo sea inexplicable, siempre según Glucksmann, entendido como reacción ante la máquina estatal o ante el capitalismo –que por cierto aparecerá suavemente caracterizado, más como competición reglada que como tendencia a la acumulación. La acuñación del concepto de relaciones de destrucción le permitirá hablar de una «astucia de la razón» revertida, soterrada, pero estructural, oscuro producto de un impulso –¿biológico?– fatal. Por ello, lo mismo que con la norma jurídica, ni el desconocimiento ni la buena intención exime de responsabilidad al sujeto, enlazando tangencialmente con aquel dilema weberiano que recorta el alcance de la ética de la convicción a través de la ética la responsabilidad, pretendiendo resolver en parte el conflicto que media entre el conjunto de normas que regulan la conducta del individuo, frente a la moral, en tanto sus reglas son grupales. En este sentido entendemos que el individualismo quedaría matizado en Glucksmann debido a la naturaleza del conflicto que nos presenta como actual: civilización contra nihilismo.

En estas se encontraría el área occidental –hoy en día: todo el globo– desde que la quimera del filósofo-rey hiciera su aparición más estrepitosa con Pedro el Grande, o la imponencia de un despotismo ilustrado «cargado de razón», provisto de una munición que, fraguada por quienes creen tener en sus manos el destino de la historia, descuartiza la diferencia entre el imperio de la legislación y el imperio del legislador, acompañando además su acción de un ideario que le justifica moralmente. Glucksmann subraya la reiterada insistencia de los gobernantes rusos desde entonces hasta Putin, pasando por Lenin y Stalin, de presentar un proyecto de organización racional de la sociedad encaminado a desarrollar una producción continua y creciente que mejorará la condición material y moral de sus ciudadanos, pero que al cabo se revela del todo insostenible, ilusorio y, ante todo, de ascendencia despótica. No olvidará señalar donde se sitúa el marco de emergencia de la literatura nihilista (Pushkin, Gogol, Dostoievski, Chejov), ni sus derivaciones ideológicas (Netchaiev). Sin embargo lo que más le irrita es el ciego aplauso que siempre les ha merecido a la intelectualidad europea, hechizada por no se sabe qué embrujo ruso cuyo glacial hechizo ha pautado la agenda occidental, primero con la caída de Napoleón, y, más adelante, con la revolución de Octubre, la derrota contra Hitler y el derrumbe de la URSS; no extraña pues que Glucksmann desconfíe absolutamente de la última moda: la oferta de una Eurasia autosuficiente y antiamericana.

Todo ello hay que entenderlo desde la concepción que tiene el francés de la civilización, no como un programa más o menos coherente de progreso social, cuanto como un contra-proyecto frente a lo que verdaderamente le preocupa: la constante nihilista. Se trataría en definitiva de preservar las libertades frente a toda pretendida (y contradictoria) imposición emancipadora de la idea de felicidad, nunca lo suficientemente advertida por el dictamen de Diderot: «Todas las sociedades gravitan hacia el despotismo y la disolución». Un objetivo defensivo en sintonía con el espíritu que animó a los europeos, más que hacia un modelo impecable de ingeniería social, hacia un pacto de naturaleza disuasiva –antifascista, anticomunista y anticolonial–, amén –añadimos– de la central disuasión recíproca (no por casualidad los primeros acuerdos versaron sobre el carbón y el acero). La última palabra en todo caso correspondería según Glucksmann a la opinión pública y, por tanto, a cada ciudadano, quién ha de asumir sus responsabilidades desde un posición acaso muy semejante a la de los antihéroes de la literatura rusa –dubitativos, sin referencias ni criterios a los que acogerse por encima de ellos–, lo que no puede de ningún modo ser óbice para caer en la indiferencia social, primer aliado de la pulsión nihilista.

En un ejercicio retórico de considerable envergadura el francés se dedica, en Occidente contra occidente, a casar tales conclusiones con la justificación de la intervención en Irak, centrándose fundamentalmente en la defensa del derecho de injerencia humanitaria, el apoyo –de mano de Tocqueville– al aliento democrático norteamericano frente al pseudo-zarismo ruso, la crítica al papel «papal» de la ONU, y la definición del peligro terrorista junto con el representado por los llamados Estados canallas, gamberros o piratas, mas no tanto por alguna naturaleza fija que les haga especialmente peligrosos, sino por estar atravesados –como todos podrían estarlo– por la insaciable carcoma nihilista. Así, el terrorismo nihilista, última fisura de un planeta civilizado, se identificaría con un proyecto de destrucción desterritorializado, mutante, adherido según el momento bien a cierta clase gobernante, bien a organizaciones clandestinas, bien a poblaciones asediadas, o bien a individuos anónimos de cualquier país. De hecho Glucksmann se detiene en desestimar aquel argumento que coloca en las desigualdades económicas la causa de la violencia: disculpando así el crimen y criminalizando de paso al pobre, se obvia el hecho de que la extracción social del terrorista es indiferente; es más, muchas veces corresponde a un estatus social no precisamente inferior{3}. Su aportación como teórico de la guerra consistirá precisamente en definir al terrorista como al «hombre armado que arremete deliberadamente contra seres desarmados», y no como aquel combatiente sin uniforme que pone en cuestión el orden establecido –el Estado–; de este modo le otorga al terrorista un significado –nihilista, a su modo– que desborda el ámbito de lo estrictamente político. Sin menospreciar los métodos más convenientes para hacerle la «guerra al terrorismo», a partir de una triple revolución militar que comprometa el perfeccionamiento armamentístico, logístico y estratégico de los ejércitos, a fin de evitar pérdidas civiles y hacerse velozmente con los centros neurálgicos del poder –redes de comunicación, cuarteles generales locales–, no parece que la solución la halle sino –de nuevo– en la responsabilidad de cada uno de los individuos, sea cual sea su nacionalidad.

Respecto a la guerra de Irak, la clave se hallaría según nuestro autor, en la idoneidad de la ocasión histórica, la oportunidad aquí de derrocar un régimen peligroso –ante todo para con su propia población civil– en el momento adecuado, aquel en el que se prevé que las pérdidas civiles se reducirán al mínimo. Blandir la excusa de la existencia de armas de destrucción masiva implicaba el error de menospreciar la razón primordial: la urgencia humanitaria en la que a su juicio se encontraba el pueblo iraquí{4}. Tal hubiese sido acaso la justificación oficial de una ONU sin vetos en su Consejo de Seguridad; no fue así. Tal vez por ello el alcance de la crítica de Glucksmann contra la ONU resulte ambiguo: arremete contra ella tachándola, como pretendida instancia supra-estatal soberana de soberanías, de digno producto de la teológica imaginación de un Joseph de Maistre, portadora de un decisionismo irrefutable propio ahora de Carl Schmitt, sólo que deslizado fuera de cada Estado particular, en un ardid discursivo que supone cuando menos una reinterpretación peculiar del alemán. Su apuesta se decanta así en una especie de esperanza kantiana en la medida en que el discernimiento individual logre ponderar los peligros que a todos acechan. Sus alambicados argumentos en fin, entrecruzando el pesimismo sideral que genera un nihilismo unánime, con un optimismo de raíz individualista, se ofertan como precarias respuestas mediante las que preservar a la civilización de su poliforme adversario.

Si en el caso de Glucksmann razones humanitarias o morales –incluso tan sólo éticas–, vienen a justificar la acción político militar, el breve ensayo de Todorov tendrá la virtud de ceñirse a motivos de índole más estrechamente políticos{5}, desembocando en cambio en la condenación de la intervención yanqui.

La primera cuestión abordada por el húngaro afincado en París se centra precisamente en replantear las razones tanto ocultas como oficiales que sirvieron o pudieron servir de fundamento al gobierno estadounidense para entrar en Bagdad. Descartados los dos motivos aducidos por Bush en su declaración del 17 de marzo –existencia de armas de destrucción masiva y vinculación del régimen de Sadam con grupos terroristas islámicos–, Todorov tampoco retomará los intereses ocultos como factores principales. El petróleo, el apoyo al Estado israelí, las elecciones de 2004 o el peso de la cúpula militar armamentística (el célebre aparato industrial militar), no suponen a su juicio argumentos decisivos, o no al menos mientras no se enlacen con el que cree determinante –desde la perspectiva de sus mismos gobernantes–: la primacía de la seguridad interior de EEUU. La clave estará entonces en comprender qué se entiende por seguridad desde los órganos de poder, tarea sin mayor complicación que la de consultar el Informe sobre la Estrategia de Seguridad Nacional de 2002; según el texto el objetivo prioritario queda claro: la preservación de la hegemonía mundial.

Resulta baladí, por sabido, señalar que un Estado que extiende sus intereses a toda la superficie del planeta, de modo que esté dispuesto a defenderlos recurriendo en su caso a la fuerza armada, tiende a estructurarse como imperio. Sin embargo, tal y como lo concibe Todorov, EEUU, al no practicar un colonialismo decimonónico y limitarse a conseguir que los demás Estados no le sean hostiles ni política ni económicamente, ejerce no tanto una política imperial cuanto hegemónica. Negándole así el estatuto de imperio, el autor parece identificar su política práctica con la del depredador, pues EEUU tan sólo pretendería mantenerse en el ámbito de la «razón de Estado de sí mismo»{6}, no orientándose en rigor imperialmente, sino bajo el signo de su propio orden interno, desentendiéndose –en la medida en que no bloqueen su acción– del de los Estados implicados en el sistema mundial. Todorov rechaza por tanto la posibilidad de que EEUU se comporte según las pautas de un imperio generador –articulando una eutaxia de segundo grado, en relación a los Estados subordinados– encaminado hacia una universalidad que comprometa una definición misma del «género humano»{7} informada hoy día quizá según la ideología del liberalismo político –tal y como queda formulado en el ideario neoconservador de un Robert Kagan o un Paul Wolfowitz..

Pero en el fondo lo que Todorov desestima es cualquier tipo de justificación imperial (y de ahí su condena a la intervención en Irak), debido a las siguientes dos razones. En primer lugar porque la imposición ideológica, ya esté en consonancia con alguna religión, ya con los valores de la misma democracia liberal y laica, responde a una interpretación normativa de talante fundamentalista. El Estado que practicase tal neofundamentalismo –desde por ejemplo la reivindicación de un bien absoluto que instrumentaliza la injerencia humanitaria{8}–, abandonaría en el acto su naturaleza democrática pasando a la categoría de totalitario según –en el caso norteamericano presente– el espíritu trotskista de la «revolución permanente». Pero su argumento no es enteramente comprensible sin contar con la segunda de las razones aducidas: según Todorov es imprescindible distinguir el ejercicio del poder de la legitimidad que posean sus titulares, legitimidad que no procede del origen del poder, pero tampoco de la finalidad del mismo; el criterio de evaluación dependerá más bien del modo, de la forma en que se ejerce el poder. A partir de aquí volcará sus argumentos a favor de un sistema mediante el que el poder político se equilibre a través de mecanismos de contrapeso, compartiéndose, limitando al cabo el alcance de sus efectos y la unilateralidad de su dimensión: es lo que denomina pluralismo político. Parece que a falta de un criterio definitivo, Todorov abogase por un formalismo de talante moderado: a falta de virtud política, prudencia.

Internacionalmente aplica este planteamiento como alternativa a todo modelo unitario, se base bien en el imperio de la fuerza, bien en el de la ley. Su apuesta por la multipolaridad es nítida, aun a costa de apuntar hacia un equilibrio francamente inestable, quizá menos pacífico. Su mérito –todo lo precario que se quiera–: asumir una realidad constitutivamente conflictual, como requisito hacia una política prudencial. No obstante, el problema que plantea dicho formalismo pluralista no consistirá tanto en el riesgo que corre de legitimar regímenes injustos, sino –según lo entendemos– en la incapacidad de informar la práctica de ningún gobierno, ya que estos necesariamente han de proyectar en sus programas finalidades sin las cuales sus propuestas se volverían inoperantes. Bien es cierto que el pluralismo en Todorov se refiere a la naturaleza del régimen, no del gobierno; la dificultad reside en establecer un criterio que tiende al infinito: del cómo establecer controles al poder, se pasa a la duda sobre el control al controlador...

En todo caso resulta que bajo tanto formalismo hay un contenido normativo que el autor no deja de enumerar (aunque olvide citar su condición básica: la economía de mercado basada en la propiedad) –valores europeos todos ellos conformadores de la identidad europea, nada menos. En realidad su desarrollo no supone más que el trasfondo ideológico de las democracia liberales: la racionalidad más como base epistemológica del conocimiento científico que de las acciones humanas; la justicia entendida no utilitariamente, sino como forma de alcanzar el bien común; la democracia en tanto régimen contractual; la libertad como defensa ante todo determinismo y como posibilidad de desobediencia civil; el laicismo o la interdicción de fundar paraísos terrenales; y la tolerancia en tanto apertura hacia lo diferente. Obviamente cualquier análisis de tal magma desbordaría la dimensiones de la presente reseña. Las ideas que remueve son tantas que tan sólo nos limitamos a advertir la seria posibilidad de que ciertas contradicciones pueden generarse no sólo entre los elementos del listado, también entre las líneas que cruzan internamente los desarrollos de los conceptos tomados aisladamente. Desde luego el doble orden –de la libertad y de la naturaleza– instaurado según el universo kantiano barniza la visión de Todorov; más específicamente constatamos el cuidado que pone en alejarse de todo reflejo totalitario, denunciando el ejercicio de la racionalidad científica más allá de su uso instrumental. A partir de aquí las controversias tienden a desplegarse sin límite. No las abordaremos, porque quizá lo más importante sea el que Todorov superponga sus propuestas sobre un terreno definido: la Europa que él defiende.

Reforzada por un ejercito autónomo, regulada bajo los principios de una Constitución escrita, dotada de un parlamento organizado según el principio de proporcionalidad y comandada por un presidente que represente la mayoría parlamentaria, nuestro autor oferta la evolución de una Europa que más que avanzar a dos velocidades, se desarrolla según círculos concéntricos. En el núcleo se situarían los países fundadores: Francia, el Benelux, Alemania e Italia; ordenados en una Federación, hablarían bajo una misma voz en materia de seguridad y defensa. El segundo círculo cubriría el área actual de la UE, extensible a más países, Turquía incluida. Por último, en los límites excéntricos, ciertas zonas de influencia podrían beneficiarse de un trato privilegiado: países de la antigua URSS, el Magreb; no así EEUU. La definición de posiciones es cristalina; sabemos que su articulación no tanto. El planteamiento queda así expuesto como opción no tan cohesionada de esa Europa futurible que a Todorov le gustaría ver como «potencia tranquila».

Parece que el dilema planteado entre un EEUU marcial y una Europa auspiciada bajo el influjo de Venus se torna más complicado de lo que algunos creen o quieren hacer creer. El conflicto de intereses resulta evidente entre los países de la UE, también dentro de cada uno de ellos, así como con seguridad en el seno de EEUU. Si algo nos aportan los libros comentados, más allá de las puntuales o no tan puntuales críticas que merezcan, es una advertencia contra las simplificaciones caricaturescas y una llamada de atención ante los desafíos con los que hemos de encontrarnos en un futuro inmediato: una reflexión en definitiva acerca de la naturaleza de un sistema internacional mutable, dinámico, poco dispuesto a perpetuar corrientes, del tipo que sean.

Notas

{1} Mientras redactaba esta reseña, se publicó en el numero 24 de El Catoblepas un artículo titulado «Izquierda/Derecha no son categorías políticas», firmado por Sigfrido Samet Letichevsky, parte de cuyo contenido está dedicado al libro de Todorov que aquí comento. Tras leerla, confío en que su autor comparta conmigo la opinión de que la presente aportación, más que solaparse, se complementa con su texto.

{2} Publicado por la editorial Taurus, Madrid, en 2002.

{3} El argumento lo toma del último libro de Bernard-Henri Lévy, ¿Quién mató a Daniel Pearl?, Tusquets, Barcelona, 2003.

{4} No sería justo olvidar la importancia –simbólicamente inmensa– que Glucksmann concede a Riad. La geopolítica envuelve y quizá traiciona sus propios argumentos.

{5} «La política es algo distinto a la moral y debe ser juzgada según sus propios criterios» afirma en la página 53 del libro que comentamos: El nuevo desorden mundial, Península / Atalaya, Barcelona, 2003.

{6} Según la expresión de Gustavo Bueno: España frente a Europa, Alba, Barcelona, 1999, pág. 191. Para la distinción entre imperio depredador e imperio generador puede acudirse también al artículo de Bueno: «Principios de una teoría filosófico política materialista», en el Anuario hispano cubano de filosofía, Diskette transatlántico (PFE), 1996.

{7} Recordemos no obstante a Benjamín Franklin: «la causa de Estados Unidos es la causa de todo el género humano», en Robert Kagan, Poder y debilidad, Taurus, Madrid, 2003, pág. 134.

{8} Pero también acaso a partir del mesianismo democrático inspirado en la defensa de los derechos humanos.

 

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