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El Catoblepas, número 26, abril 2004
  El Catoblepasnúmero 26 • abril 2004 • página 13
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La izquierda reaccionaria

Sigfrido Samet Letichevsky

La alternancia de partidos en el Gobierno es fundamental en democracia. Pero no porque sean de izquierda o de derecha. La función de la política no es cambiar radicalmente la sociedad. El nacionalismo hoy, es reaccionario. Y la ideología es una anteojera que deforma la realidad y conduce a graves errores

Piense usted lo que quiera, pero piénselo.
Fernando Savater, Ética y Ciudadanía.

¿Qué vota el votante?

José María Maravall [1] dice (pág. 17) citando a varios autores, que «una ingente evidencia empírica indica que el comportamiento de la economía tiene un gran impacto en el apoyo que reciben los gobernantes en las elecciones». Pero pocas líneas después menciona un estudio según el cual «la pervivencia en el poder de los presidentes de gobiernos democráticos es insensible al comportamiento de la economía».

«Finalmente –dice en pág. 64– los votantes socialistas señalaron que la lealtad al partido y la imagen histórica del PSOE habían sido razones importantes para mantener su apoyo al Gobierno habían sido razones importantes para mantener su apoyo al Gobierno.» En pág. 97 dice que las mujeres tienden a votar al Gobierno, sea socialista o conservador, mientras que los jóvenes tienden a oponerse, en ambos casos, independientemente de sus valoraciones económicas; y a menor nivel de educación, mayores las probabilidades de que respaldaran al Gobierno socialista. En pág. 108 dice que «Los votantes de izquierda encontraron todo tipo de razones para apoyar al Gobierno del PSOE». (La votación del 14 de marzo de 2004 muestra que, a pesar de haber significado un cambio espectacular, menos del 7% de los votantes cambiaron su elección anterior; el grueso de los ciudadanos siguen una sigla, con muy poca sensibilidad a sucesos de la realidad.)

En resumen, la mayoría de los ciudadanos decide su voto por lealtad a un partido (según se sientan de izquierda o de derecha) sin ser realmente influenciados por hechos (como el desempeño del Gobierno y sus resultados) y justificando su decisión con «razones» para las que no tienen fundamentación sólida.

Pero ¿qué significa «ser» de izquierda o de derecha, si es que tiene algún significado? ¿O es que «ser» de izquierda o de derecha equivale a decir que se es (así como, por ejemplo, decir que se «es» del Real Madrid, es suficiente para ser considerado forofo de ese club)?

En El País [2] salió una información titulada (en primera página) «La derecha vence en Grecia y desbanca del poder a los socialistas». Continúa en la página 9 con el encabezamiento: «Los conservadores vencen en Grecia y ponen fin a una década de hegemonía socialista». Y agrega que «Grecia se sumó a la amplia lista de países europeos con gobiernos de centro-derecha».

Al parecer, para El País –o al menos para su enviado Luis Prados– «derecha» y «conservador» son sinónimos, lo mismo que «izquierda» y «socialista». Aún antes de analizar esta cuestión, se puede extraer una conclusión importante.

En Grecia, como en España y en una «amplia lista de países europeos», la mayoría (el pueblo) no percibe que la izquierda (ni la derecha) defiendan específicamente sus intereses. Las considera similares y va alternando su voto para evitar que se anquilosen en el poder, o porque percibe características personales en algunos dirigentes, que podrían justificar el cambio. (En el caso particular de España, 14 de marzo de 2004, los ciudadanos castigaron a un Gobierno que hizo oídos sordos a la voluntad expresa de más del 90% y arrastró al país a una guerra innecesaria y que sólo trajo perjuicios. Este castigo se manifestó recién cuando la sociedad recibió como consecuencia la puñalada terrorista y percibió que el Gobierno manipulaba la información. El PSOE sabe que si no hubiera habido atentados seguiría en la oposición. Y que no se había votado al PP por ser de «derecha» ni se lo releva ahora porque el PSOE sea de «izquierda»).

¿Qué es izquierda, y qué es derecha?

Stanley G. Payne [3] muestra con numerosos ejemplos (págs. 239, 373, 426, 468, 560, 572, 612) que el fascismo no es reaccionario, sino revolucionario (igual que el comunismo) y que los movimientos fascistas necesitan libertad política para acceder al poder: los gobiernos de derecha son un freno al fascismo (págs. 212, 320, 346, 358, 388). Y Gustavo Bueno [4] dice en pág. 288: «Coyunturalmente la derecha podría ser conservadora o retrógrada, pero es aún mucho más probable que la derecha, y sobre todo en la época del capitalismo, sea dinámica y progresista». Y con igual acierto, Horacio Vázquez Rial [5] dice en pág. 23: «La confusión al respecto es tan enorme que ha alcanzado a las mismas derechas: hemos visto como en España los viejos franquistas se convertían en votantes del Partido Popular, cuyo proyecto neoliberal de desregulación del Estado se opone en todos los aspectos al proyecto estatalista, autárquico y corporativo de Franco.»

Izquierda y derecha representan tradiciones culturales y éticas. No son opuestos, sino asimétricos. Las posiciones de izquierda se asocian con la generosidad (aunque ETA, no lo olvidemos, es de izquierda y «marxista-leninista», y los nazis eran (nacional)socialistas), solidaridad y el deseo de producir cambios sociales que favorezcan a los más pobres; es decir, a ideas o sentimientos. Las de derecha suelen ser más tradicionalistas, individualistas y pragmáticas, no ideológicas, y sus portadores suelen dedicarse a actividades empresariales. El izquierdista cree ser más altruista. Tal vez lo sería si fuera posible mejorar la sociedad de inmediato por medidas administrativas. Sin embargo es obvio que la vida de la gente ha mejorado enormemente a partir de la revolución industrial, y esto es resultado de la acción (no de los deseos conscientes) de los empresarios (y no de los ideólogos).

Los partidos políticos compiten para que sus dirigentes ocupen puestos de poder y prestigio en el aparato del Estado. Es natural que se autoelogien, y critiquen a sus competidores. Pero como esto no basta, tratan de acentuar las características «diferenciales». Además de la eficacia administrativa, se atribuyen supuestas «ideas», o, cuando estas forman conjuntos más o menos coherentes, «ideologías». Una larguísima tradición milenarista preparó las mentes para aceptar que estas ideologías son necesariamente de izquierda o de derecha y que tienen potencialidad transformadora. Pero como la sociedad progresa con la productividad, cuyo crecimiento se debe a la acción conjunta de empresarios, técnicos y científicos (y no a políticos iluminados ni a acciones voluntaristas), no son las ideologías las que hacen progresar las sociedades (aunque sí pueden hacerlas retroceder, como ocurrió en el siglo XX con Italia, Alemania, URSS, Polonia, Checoslovaquia, Rumania, &c., y con China hasta la muerte de Mao Zedong). Puesto que no es posible, no es función de la política la transformación de la sociedad, sino, más modestamente, regular los intereses de las diferentes personas y grupos sociales, intentando armonizarlos con el paulatino crecimiento, la conservación del medio ambiente, la defensa de las fronteras, el orden interno, la vialidad, la sanidad y la educación. Como corolario, «izquierda» y «derecha», además de no ser opuestos, no son categorías políticas.

Pero, si es comprensible que los partidos recurran a cualquier argumento para vender su mercancía, ello crea confusiones que producen graves perjuicios, porque no se trata sólo de cuestiones verbales sino que conducen a despilfarrar energías e incluso a apoyar medidas que pueden ser perjudiciales (como las populistas) o a rechazar otras que pueden solucionar problemas. Antes de detallar este tema, es necesario comentar un importante artículo [6] del catedrático de Sociología de la Universidad de Salamanca, Mariano Fernández Enguita; es, a mi juicio, el primer aporte teórico en años, que puede contribuir a la confusión de muchos izquierdistas.

Trata dos asuntos fundamentales: 1) Su definición de izquierda se basa en Bobbio:

«¿Qué es la izquierda? Es, simplemente, la igualdad. Pero Bobbio (Derecha e Izquierda) ya admitió que hay que especificar, además, «entre quién, en qué y por qué criterio. (...) Dicho llanamente: es posible, incluso frecuente, situarse a la izquierda en un ámbito y a la derecha en otro... (...) Pero lo esencial es que, no habiendo una sola divisoria social sino varias, se puede ser igualitario ante unas y no ante otras, de izquierda en esto y de derecha en aquello. (...) Aunque la búsqueda de la coherencia moral y la experiencia de la opresión conjunta puedan empujar a ser de izquierda (o de derecha) en general, el impulso inmediato, sin embargo, es bien otro: alinearse a la izquierda en aquello en que sufrimos desventajas y a la derecha en aquello en que disfrutamos privilegios. (...) ...; inconexas desde la perspectiva de una moral universalista, pero redondas desde la perspectiva de los intereses particulares. Allí es donde se incluyen el nacionalismo de izquierdas y la izquierda nacionalista.»

Deja bien claro que no solo se puede ser de izquierda en algunas cosas y de derecha en otras; en realidad, es imposible ser de izquierda o de derecha en todo. Pero, además, relaciona esas categorías con la moral, lo que de hecho equivale a reconocer que no son categorías políticas. No menciona la asimetría entre izquierda y derecha (la primera es ideológica y la segunda pragmática), ni aclara que es «ser» (de una u otra), pero no puede ser otra cosa que un sentimiento o una verbalización de deseos (sinceros o no). No parece importar que esos deseos tengan o no la menor eficacia practica, ni se espera que, individualmente, cada uno comparta sus bienes con los pobres para tender realmente a la igualdad (económica).

El asunto 2), es el carácter del nacionalismo y su relación con la izquierda:

«(...) El nacionalismo, en otras palabras, fue un movimiento unificador (...). El actual nacionalismo tardío, el secesionismo frente a unas naciones constituidas ya desde hace siglos como Estados (...), busca justamente lo opuesto (...). En nuestros días y en nuestro entorno, el nacionalismo podrá adoptar todos los colores de la izquierda en todos los ámbitos imaginables, pero, en lo que le es propio y distintivo, es un puro movimiento de derechas, de ruptura de la igualdad, de división de la ciudadanía, de defensa o búsqueda de privilegios para unos (generalmente unos pocos) a costa de otros (generalmente los más). Que los Otegui o los Carod se apunten a todas las causas de izquierda menos a una, la defensa del espacio y la igualdad ciudadana ya conquistados, es de una tremenda inconsistencia moral, pero de una gran sagacidad táctica, tanto para si mismos como para toda esa cohorte de intelectuales, profesionales y funcionarios que les siguen dispuestos a conquistar el aparato del Estado.»

También deja bien claro –y estos son los grandes méritos del artículo, ya que ambos temas suelen estar bastante confusos– que el nacionalismo tardío es reaccionario. El fascismo y el nazismo unieron el izquierdismo y el nacionalismo. Stalin, viendo su poder movilizador (pues el nacionalismo es la autoadoración y exigencia de privilegios), tiró por la borda el internacionalismo e imprimió características nacionalistas al comunismo.

Anteojeras ideológicas

El gran crecimiento de China comenzó después de la muerte de Mao Zedong, cuando se dejaron de lado los desvaríos ideológicos [6] y bajo la dirección de Deng Xiao Pin se inició el desarrollo económico de las zonas costeras mediante la economía de mercado. Hace ya años que se vienen observando crecimientos descomunales (más del 9% anual). Y, como era de esperar, ya empiezan a manifestarse verdaderas conmociones en los mercados mundiales. El acero acaba de subir un 30% en todo el mundo, debido a la enorme demanda china. Y la soja, por la misma razón, ha subido en un año el 75% [7]. Probablemente veremos pronto variaciones significativas en los precios de otras mercaderías, hasta que se nivelen producción y consumo.

Ahora bien, la soja se ha convertido en el primer cultivo de Argentina. Junto a sus subproductos, representa el 40% de las exportaciones argentinas: un gran motor para la economía (y prácticamente «caída del cielo»).

Hace un par de años, los antiglobalizadores, izquierdistas, ecologistas y, en general, personas y movimientos con vocación de protesta y denuncia, ponían el grito en el cielo, argumentando: 1) Los cereales genéticamente modificados son, potencialmente, graves peligros para la salud humana y animal, y 2) Los cereales transgénicos son el gran negocio de la multinacional Monsanto, que, además, adquiere el control de los agricultores, que se ven obligados a comprar las semillas, pues ya no pueden producirlas. Por otro lado, requieren más pesticidas, que es también el negocio de Monsanto.

Con respecto al primer punto, «en diez años de experiencia con los OGM no hubo ningún inconveniente para seres humanos» [8]. Norman Borlaug, el agrónomo que lideró la revolución verde, dijo que «La oposición ecologista a los transgénicos es elitista y conservadora. Las críticas vienen, como siempre, de los sectores más privilegiados: los que viven en la comodidad de las sociedades occidentales, los que no han conocido de cerca las hambrunas». (Lo cual no excluye tener las mayores precauciones antes de aprobar cualquier nuevo OGM y luego observar su comportamiento, como se hace con todos los alimentos y medicinas.)

Veamos ahora los argumentos del segundo punto:

Seguramente Monsanto hace un gran negocio con los transgénicos y con los pesticidas. Esto no tiene nada de malo –todo lo contrario– pues es la única manera de satisfacer la creciente demanda de la humanidad. Cuando en 1970 Borlaug recibió el Premio Nóbel, advirtió que se trataba de una victoria temporal. Opina que la solución está en los OGM y que disminuirá el uso de herbicidas.

Grandes empresas en situación monopólica han abusado de su poder. Esto podría suceder con Monsanto, pero no se debe postular a priori. En muchos países se han dictado leyes antimonopolio. No han sido eficaces, pero la experiencia de EE.UU. muestra que los monopolios van siendo eliminados por la evolución y la innovación. Son interesantes estas palabras de David Potter, citadas por Dahl [9, pág. 119]:

«Por ejemplo, en los años 1880 y 1890 parece que había tres problemas públicos importantes: el problema de la contracción en la oferta de oro, el problema del control de toda una industria por un pequeño grupo de monopolistas, por ejemplo, J. D. Rockefeller y sus asociados en la industria del petróleo; y el problema de la regulación de los ferrocarriles que disfrutaban de un monopolio natural en el transporte. Los reformadores luchaban con los tres problemas y varias soluciones políticas fueron propuestas: la adopción de un sistema monetario bimetálico para aliviar la contracción del oro, la promulgación de una ley antitrust para contener al señor Rockefeller, y la adopción de una ley sobre comercio interestatal para proteger al expedidor frente a los ferrocarriles. Pero, en cada caso, el cambio tecnológico se interpuso para remediar la agudeza del problema o incluso para hacerlo desaparecer: el descubrimiento de nuevos yacimientos de oro en Klondike y de nuevos métodos para extraer dicho metal, cambió de signo el proceso de disminución de la oferta de oro en barras; el descubrimiento de nuevos y extensos depósitos de petróleo en Texas y en otros sitios, socavó el dominio de Rockefeller en la industria petrolera de una forma que nunca ninguna prohibición legislativa habría conseguido hacer; y la introducción de camiones que circulaban por una red de carreteras nacionales terminó con el monopolio natural que los ferrocarriles ejercían en el transporte antes de que el Congreso cesara en su larga búsqueda de una solución legislativa.»

Un ejemplo de la crítica mencionada a los OGM, es un artículo del Ingeniero Alberto J. Lapolla [10]. Dice que «la nación argentina ha mutado (...) para transformarse en una republiqueta sojera...» Y más adelante:

«ahora la semilla es propiedad del semillero multinacional que lo tiene patentado y exige que se le compre año a año... (...). Inicialmente (...) Monsanto (...) permitía la libre reproducción de semillas de soja transgénicas a los productos de un año para otro... (...) Lula da Silva acaba de legalizar el cultivo de soja RR en Brasil, ante el hecho consumado de su penetración desde la Argentina.»

Si Monsanto tiene patentada la soja RR, esto le permitiría impedir a otros la venta de semillas. Pero, ¿cómo puede impedir a los agricultores el uso propio, y más aún si se extiende espontáneamente, como sucedió en Brasil? Además, si el Gobierno de Brasil legalizó su cultivo, será porque no le ve inconvenientes importantes. Lapolla le ve muchos, y sus argumentos deberían estudiarse cuidadosamente, aunque se oponen a lo dicho por Norman Borlaug y otros autores citados en [8] y a la actitud de Brasil.

En otro párrafo dijo que «[el INTA] se vio obligado a entregar su colección de germoplasma a los semilleros multinacionales que se apropian desde entonces de los secretos de la producción nacional». No sabía que la agricultura argentina tuviera «secretos» ni entiendo para qué Monsanto necesitaba el germoplasma, pero Lapolla no lo aclara. ¿Quién obligó al INTA? Una empresa no podría hacerlo; si fue el Gobierno, habría que investigar si pudo constituir delito.

También dice que «La soja transgénica no es apta para consumo humano...». Puede ser, pero tampoco coincide con las opiniones antes mencionadas. Además, si así fuese, ¿qué garantía tiene como alimento animal? ¿No podría perjudicar a los animales o incluso, a través de ellos, transferir genes a los seres humanos?

Vidal Mate [8] dice que Monsanto es una empresa pionera en la agricultura de no-laboreo, para proteger el suelo contra la erosión, que «además de beneficios medioambientales, suponen un importante ahorro en combustible y mano de obra».

Eso lo sabe también el Ing. Lapolla: «[la resistencia al glifosfato] permite que la soja RR pueda ser (...) implantada mediante un sistema denominado siembra directa [sin roturar].» Pero para él es un inconveniente, porque impide a cualquier otro cultivo competir con la soja, que resulta mucho más barata. Tal vez sugiera hacer como los artesanos medievales, que impedían el progreso técnico para que no bajaran los precios ni los «puestos de trabajo». Ante tantos inconvenientes, pregunta: «¿Pero qué beneficios trae la soja...?» Y responde: «Pues, produce divisas para pagar deuda externa, es decir su producción no es necesaria para el pueblo argentino sino para los acreedores externos de la fraudulenta deuda externa...»

En la economía de mercado se produce por su valor de cambio (usando la denominación marxista) lo que el mercado demanda, no lo que necesita ningún «pueblo» por su valor de uso. ¿Qué el país disponga de divisas no interesa al «pueblo»? ¿Y si permiten pagar deudas, no conviene esto a todos (porque quien ha sido defraudado no volverá a prestar)? Muchos de los acreedores privados (a los que ahora se ofrece la cuarta parte de lo que prestaron) son ahorristas argentinos, otros extranjeros, incluyendo sindicatos y jubilados. La deuda argentina es real, no «fraudulenta» (pero aún así es comprensible la política de Kirchner de perjudicar más a los ahorristas que a la gente que sufre en condiciones infrahumanas; ver, por ejemplo [9]). Se dice que algunos políticos metieron la mano en la lata. Es posible: quien tenga pruebas o indicios razonables, debería denunciarlos. Pero casi todo ese pueblo apoyó gobiernos populistas sin preocuparse de saber como se financiaban los gastos ni exigir equilibrio presupuestario. Mao, Stalin y otros, llevaron a la muerte a muchas decenas de millones de personas por importarles más la ideología que la economía. Y muchos se creen revolucionarios haciendo algo tan reaccionario como «oponerse» a la globalización (en lugar de aprovecharla) y a los OGM (en lugar de utilizarlos –con las debidas precauciones– para paliar el hambre de muchos pueblos).

Oponerse a la globalización fue una actitud paranoica, porque presuponía que se trata de una conjura siniestra, dirigida por algunos según su voluntad e intereses. Pero como se trata de una evolución espontánea, que comenzó hace milenios y que es cada vez más acelerada por el progreso técnico y económico, que es inevitable y que además de algunos inconvenientes tiene grandes ventajas para todos, «oponerse» es tan imposible como reaccionario. Si fuera posible volver al pasado, se condenaría a muerte a los miles de millones de personas que la economía del pasado no podría mantener. Afortunadamente los «antiglobalizadores» fueron asumiendo la consigna «otra globalización es posible», que apunta hacia los inconvenientes que la globalización causa, con lo cual convergen con los «globalizadores», que también tienen interés en eliminar o paliar los inconvenientes. El automóvil causa accidentes, atascos y contaminación ambiental. Pero mejora la calidad de vida al facilitar el turismo y al mejorar las opciones laborales. Por eso, nadie pretende suprimir al automóvil sino tratar de solucionar los inconvenientes que ocasiona. (ver [8].)

Oponerse a rajatabla a los OGM, cuando no se ha demostrado que produzcan daño alguno, puede contribuir a dejar morir de hambre a millones de personas.

Creer que la economía depende de decisiones voluntarias y que se puede elevar el nivel de vida por decreto, conduce a políticas populistas que destruyen la economía y el nivel de vida de todos. (Esta era en el PSOE la política de Jordi Sevilla; afortunadamente, este partido ha dado recientemente un giro liberal al incorporar a Miguel Sebastián.)

Con economías del nivel de Europa, el norte de América, Japón, Corea y Singapur, el objetivo de que todos tengan asegurados techo, alimento, ropa, sanidad y educación, es legítimo: nadie debe estar por debajo de ese mínimo. Pero la igualdad económica no es un objetivo legítimo, pues (en el nivel actual) destruiría la economía y llevaría a la «nivelación por abajo». [11]

Otras economías, como la China, India y Chile, avanzan fuertemente y tienen como objetivo alcanzar el nivel europeo. Su ritmo de crecimiento hace pensar que lo lograrán relativamente pronto. Una enorme cantidad de personas se sumará entonces a los que tienen una vida digna.

Oponerse al «liberalismo» es luchar contra molinos de viento. Hay que enumerar las medidas concretas a las que uno se opone (no simplemente a etiquetas) y fundamentar el por qué de esa oposición. Aún más importante: hay que enumerar las medidas concretas que apoyamos, y fundamentar el por qué, incluyendo su viabilidad financiera y técnica. No basta con generalizaciones o expresiones de deseos, como hacen los partidos en las campañas electorales. Por ejemplo: la vivienda está cara (no obstante lo cual todas se venden). Utilizar la palabra «especulación», como si se tratara e un delito, no sirve de nada: de cualquier mercadería cuya demanda crece más que la oferta, los precios suben. Y menos hablar de «tramas» y culpar al Gobierno sin probarlo (como ahora el Gobierno es de izquierda, ¿debería bajar el precio de la vivienda?). El 30% de la demanda de inmuebles es de extranjeros; es una cifra suficiente para explicar el aumento de los precios, que en la UE tienden a igualarse. Si alguien ofrece viviendas económicas («sociales»), tiene que explicar cómo las va a financiar. Porque todo lo que se vende por debajo de los precios de mercado, es porque el conjunto de la sociedad paga la diferencia. Está muy bien que los más pobres se beneficien, siempre que los demás estén dispuestos a contribuir para ello. Pero estaría muy mal que algunos o muchos, por tener amigos influyentes, se beneficien, porque entonces serían ellos los especuladores, y esos amigos los corruptos, a costa de los demás ciudadanos.

Está muy bien que el personal de astilleros y otras empresas, luchen por conservar sus puestos de trabajo. Pero, ¿saben ellos por qué Corea tiene la mitad de los pedidos de barcos de todo el mundo, y por qué no tienen pedidos los astilleros españoles? ¿La dirección de los astilleros es ineficiente, o no quiere tomar pedidos? Porque, si no se sabe esto, ¿cómo se obtendrán pedidos? ¿O esperan que, aunque no haya trabajo, el Estado (es decir, todos los ciudadanos) les pague sus salarios?

«Crear» puestos de trabajo no puede ser un objetivo razonable. El objetivo es el crecimiento de la economía (industria, agricultura, ganadería y comercio). Al hacerlo, se crean puestos de trabajo, pero cada vez menos, porque a medida que aumenta la productividad, disminuye la utilización de personal por unidad de producto. Así se abarata y se mejora el nivel de vida de todos. Cuando los cambios son repentinos, causan sufrimientos a las personas desplazadas, y las instituciones deben colaborar para paliarlos. Pero a la larga lo que sucederá es que disminuirá (aún más) la jornada laboral y las personas se irán ubicando en nuevas actividades. Estamos acostumbrados a que el puesto de trabajo tiene una función doble: es el lugar donde el individuo produce, y también donde recibe cada mes unos papeles que lo autorizan a consumir una parte del producto social. Probablemente, en un futuro no muy lejano, esas funciones se disociarán, y el derecho a consumir no estará vinculado a la obligación de producir. Al mismo tiempo, según creo, se borrará la oposición trabajo/ocio, y ambas palabras signifiquen lo mismo. Ya hay muchas personas que viven de hacer lo que les da placer; escribir, viajar, esquiar, &c. El trabajo «productivo», como se entiende hoy

Las ideologías son nocivas porque inducen a creer que las «ideas», las creencias, tienen un poder transformador. Los grandes partidos son muy similares entre sí y se diferencian en mucho menos de lo que pretenden. Pero la alternancia es muy necesaria por dos razones: 1) Si ningún partido tiene mayoría abrumadora, sabe que puede ser relevado en cualquier momento y, para evitarlo, será más cuidadoso con sus acciones y expresiones, 2) La permanencia prolongada en el poder, vuelve a los gobernantes más arrogantes y además aumenta la posibilidad de que arraigue la corrupción.

Referencias

1. José María Maravall, El control de los políticos, Santillana Ediciones, 2003.

2. «La derecha vence en Grecia y desbanca del poder a los socialistas», El País, 8 marzo 2004.

3. Stanley G. Payne, Historia del fascismo, Ed. Planeta, 1995.

4. Gustavo Bueno, El mito de la izquierda, Ediciones B, 2003.

5. Horacio Vázquez Rial, La izquierda reaccionaria, Ediciones B, 2003. * Tomo prestado el título de este libro.

6. Mariano Fernández Enguita, «¿Es congruente ser nacionalista de izquierdas?», El País, 10 marzo 2004.

7. «La soja desplaza al trigo y al vacuno», El País-Negocios, 29 febrero 2004.

8. Sigfrido Samet, «Las conexiones ocultas», El Catoblepas, nº 18.

9. Robert A. Dahl (1963), Análisis político moderno, Ed. Fontanella, 1976.

10. ATTAC, Informativo 224 (26 enero 2004). Ing. Alberto J. Lapolla, «Argentina: la república sojera» (publicado por la revista Enfoques Alternativos, Octubre 2003.

11. Sigfrido Samet, «Ideología y cambio real», El Catoblepas, nº 9.

 

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