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El Catoblepas, número 26, abril 2004
  El Catoblepasnúmero 26 • abril 2004 • página 22
Libros

Literatura e Imperio

José Andrés Fernández Leost

Comentario al libro de J. M. Coetzee, Esperando a los bárbaros (1980), Trad. de Concha Manellas y Luis Martínez Victorio, DeBolsillo, Barcelona 2004

La novela del último premio Nobel de literatura, publicada en 1980 pero recientemente reeditada en nuestro país, concita un especial interés debido al manejo de una trama engarzada en temas de tinte filosófico-político, en los que el tiempo, el poder, la escritura y la justicia quedan enlazados desde un ángulo nuevo. Pasamos a comentarla advirtiendo que la primera parte del presente texto recorre su argumento, intrigas incluidas (quién desee guardárselas para su lectura, diríjase al posterior análisis).

En el puesto fronterizo de una región africana, integrado en la estructura de un poder central presumiblemente dominado a su vez por una metrópoli o núcleo imperial, un administrador ordena la convivencia social y vela por la paz del pueblo. Bajo su voz el lector recorrerá la totalidad del relato. El pueblo, tras años de tranquilidad y sujeto al ciclo de las estaciones ni siquiera alterado por el trato comercial con las tribus nómadas que moran en el desierto o en las montañas, recibe la visita de una delegación procedente de la capital, preocupada por la seguridad del Imperio y por las sospechas de sublevación de lo que denominan los «bárbaros»; un par de altercados sin importancia les ha sugerido el inicio de una investigación sin fundamento. La primera incursión de tal comitiva en la periferia del pueblo, se saldará con la captura de un puñado de pescadores a quienes se toma por bárbaros y a los que se torturará sistemáticamente en aras de captar la información de la que precisan. Después del primer sondeo, el pequeño grupo de policías liderados por el arrogante coronel Joll se retirará, no sin dejar de advertir a la población sobre la inminencia de un periodo de guerra. Como consecuencia de sus prácticas, una presencia mendigante deambula tras su partida por el pueblo, una «bárbara» a la que han dejado medio ciega y mutilada. El administrador, testigo y narrador de todos los acontecimientos, quien no puede mirar a otro lado aunque lo pretenda, se hará cargo de la misma, acogiéndola en su casa, entablando una extraña relación con ella marcada más por la lástima, la curiosidad y un cierto sentimiento de culpa, que por la pura atracción. Tras cinco meses en los que el contacto sexual es mínimo, enturbiado además por las torturas y la infamia que día a día le recuerda el cuerpo de la muchacha y que le sumen en una especie de somnolencia vacía, el administrador decidirá devolverla a la montaña. Iniciará así un viaje por un territorio que desconoce, la propia tierra que se abre ignota en el horizonte, acompañado por un grupo de ayudantes a los que oculta el motivo de su viaje. A su vuelta se encontrarán con que el ejército del Imperio lleva apostado en el pueblo una semana, presto para el combate; inmediatamente se arrestará al administrador por alta traición, encerrándole en un cubículo –en el mismo en el que se practicaron las torturas– a la espera de su juicio; no le resultará por otra parte complicado al mismo ejército aislarle socialmente: su extraña conducta de los últimos meses, su relación con la bárbara y la incomprensible visita a las montañas –saldada con un trato con los bárbaros mínimo– garantizan la complicidad del pueblo. A partir de aquí se suceden dos expediciones. De la primera las tropas regresarán triunfantes, con doce prisioneros absolutamente inofensivos a los que se apaleará en público. De paso se ensañarán también con el administrador, que pudiendo haberse librado –escapándose– de su confinamiento, continúa durmiendo en su cuchitril. Libre durante el día, pero rechazado por la comunidad y desconocido a ojos de las tropas estacionadas, su patética reacción procurando mitigar la humillación contra los bárbaros en la plaza pública –su grito frente a la injusticia, sin fuerzas, anciano ya, solo y repudiado–, desembocará en la saña de las tropas, que se divertirán a su costa torturándole ahora a él delante de su pueblo. No llegarán a matarle sin embargo, considerando sus enemigos tal escarnio como suficiente de momento, antes del juicio. Queda además la segunda expedición, la definitiva y más profunda, de la que no obstante no regresarán sino unos pocos soldados, gradualmente, menguados, abatidos, derrotados por una batalla que ni siquiera ha tenido lugar. Mientras tanto la población, ignorante, temerosa por una acometida bárbara (esperando a los bárbaros), ha ido abandonando el pueblo; resisten unos pocos, el administrador entre ellos, cuya voz ya sólo sirve para narrar la disolución del puesto fronterizo.

Hasta aquí la historia. Consideremos a continuación su entramado.

El libro se articula en seis capítulos sin título, cada uno de los cuales enmarca según un orden estricto las pautas de una acción lineal. Las sucesivas visitas de los militares, cada uno de los procesos de su actividad, el tiempo suspendido, parantético, en los que el ritmo lo marca el administrador, quedan escrupulosamente delimitados como metáfora envolvente de la pequeña historia de un pueblo cuyos episodios tan sólo pueden describirse u organizarse a través de quien detiene el poder.

El hecho de que la primera persona del narrador coincida en todo momento con la del administrador no le resta capacidad a este planteamiento; de hecho su voz, casi omnisciente pero velada al cabo por el desconocimiento que tiene con respecto a los bárbaros y las tropas, queda en parte aplacada en los periodos en los que su presencia y mando es menor; sus reflexiones entonces –la propia narración– se trasmitirá casi en sordina, y pese a ser él mismo quién caracterizará a los personajes que le rodean (sólo a través suyo pueden hablar los demás), serán estos –el coronel Joll, la muchacha bárbara– los que en los momentos de su mayor protagonismo parezcan dibujar los rasgos más escurridizos del narrador. En este cometido, además de los sucesivos monólogos o flujos de conciencia del protagonista –llevados hasta el límite de su capacidad magistralmente a la hora de su tortura–, no cumplirán papel menor los diálogos ágiles y veloces en los que siempre aparece como uno de los interlocutores; su perspectiva, más o menos previsible, vuelca en la escucha al otro la carga de expectativa y tensión, pero también el sentido sobre su misma identidad, lo que se manifestará claramente en sus conversaciones con la muchacha. De las páginas 74-75 de la edición manejada tomamos el siguiente ejemplo:

«—Tengo que preguntarte algo –le digo–. ¿Te acuerdas de cuando te trajeron aquí, al patio del cuartel por primera vez? Los soldados ordenaron que os sentarais. ¿Dónde te sentaste tú? ¿Hacía dónde mirabas?
—Nos hicieron sentarnos a todos a la sombra. Yo estaba junto a mi padre.
(...)
—¿A qué lado de tu padre estabas sentada?
—A su derecha
—Cuéntame lo que hacías.
—Nada. Todos estábamos sentados. Llevábamos andando desde antes del amanecer. Paramos a descansar solo una vez. Estábamos cansados y sedientos.
—¿Me viste?
—Sí, todos te vimos.»

Las descripciones configurarán otro ámbito aparentemente neutral, pero igualmente hipnótico, por el que se reflejará –sobre todo en el momento del viaje– el balanceo entre lo acogedor y lo inhóspito, un conflicto que recorre toda la novela. Así, aun fijados los ritmos de la acción mediante los capítulos, diversos símbolos dotarán de una cadencia particular a la novela, conformando una unidad más allá de la trama. Efectivamente, si bien cada uno de los capítulos atraviesa los motivos esenciales de la misma –el poder, su uso, abuso y consecuencias; la relación con lo diferente y desconocido; la violencia como recurso inoperante; todo cuadrando en torno al significado y alcance de la justicia–, una serie de escenas alegóricas irán trenzando la gran alegoría que sobre Sudáfrica resulta ser el libro. Así, no sólo los sueños reiterados bajo un mismo esquema que va teniendo el narrador y protagonista –centrados en unos niños jugando con la nieve, con la inocencia de un mundo destinado a la descomposición–; ni las tablillas encontradas en las ruinas de un antiguo asentamiento bajo las dunas al lado del pueblo, en las que aparecen inscritos caracteres de antiguas culturas llamadas al mismo olvido que la representada por el pueblo en donde nadie tiene nombre (y, más aún, la representada por los bárbaros); ni la simplista y destructiva visión de ese grupo de gente que divide el mundo entre el Imperio y la barbarie; sino más bien el conjunto de todos los elementos, acaban planteando, unidos al propio relato, la cuestión central, aquella que se pregunta por la supuesta funcionalidad de un tiempo edificado sobre la historia, por no hablar del orden que perpetra y perpetúa, condenado a la violencia. El presente de indicativo que la voz del narrador utiliza durante el transcurso de todo el relato se torna pues un elemento fundamental para dotarle al tiempo de ese cariz distanciado, inasible, en contraste con ese otro tiempo histórico, reglado por el poder y sus proyectos. Lo vemos en el siguiente fragmento monologal, absolutamente clave –página 193–:

«¿Por qué no podemos vivir en el tiempo como el pez en el agua, como el pájaro en el aire, como los niños? ¡Los imperios tienen la culpa! Los imperios han creado el tiempo de la historia. Los imperios no han ubicado su existencia en el tiempo circular, recurrente y uniforme de las estaciones, sino en el tiempo desigual de la grandeza y la decadencia, del principio y el fin, de la catástrofe. Los imperios se condenan a vivir en la historia. La inteligencia oculta de los imperios solo tienen una idea fija: cómo no acabar, cómo no sucumbir, cómo prolongar su era»

Pero este cuestionamiento no se nos trasmitirá tanto como una denuncia cuanto como una duda; la misma estructura lineal del libro lo confirma, el hecho de no poder concebir la misma noción de tiempo sin referencias previas también, al igual que también será duda o al menos incertidumbre o perplejidad su concepción de la tortura y los verdugos, crítica por supuesto, pero alejada de maniqueísmos; se guardará mucho nuestro narrador de juzgarles por sus actos e incluso no querrá dejar de humanizarlos, caracterizándolos como personas cualquiera, fluctuantes como todos (como el propio pueblo, traidor y fiel; también perplejo) entre su propia individualidad y la misión suprainvidividual a la que sirven y a la que se abandonan, acomodándose irreflexivamente a una causa mayor –la sociedad, la religión, la idea, el imperio– en un gesto de debilidad y de crueldad en su caso, que no deja en cambio de ser humano.

«Pienso mucho en él en la soledad de mi celda, tratando de entender su hostilidad, tratando de verme como él me ve. (...) Un conquistador de mujeres, insatisfecho, incapaz de satisfacer. Al que le han dicho que solo se puede alcanzar la cima escalando una pirámide de cadáveres. Que sueña con que pronto podrá pisarme el cuello y apretar. ¿Y yo? Me resulta difícil odiarle por ello.» (páginas 125-126)

De ahí también que toda acción en nombre de la justicia quede en entredicho –página 159–:

«Justicia: una vez que se ha pronunciado esta palabra, ¿hasta dónde nos conducirá?» (en seguida lo volveremos a ver).

En todo caso, consideramos que el mayor acierto es haber encauzado está tensión, esta duda casi existencial y sobre todo humanista, que ni siquiera se resuelve pues tampoco se aprecian alternativas ni esperanzas fuera de los pequeños actos cotidianos (en gran parte posibles gracias a las mujeres), en el narrador y protagonista, verdadero contrahéroe cuya trayectoria abarca los límites extremos de la dualidad, al servicio del imperio o menospreciado como bárbaro, poderoso o encarcelado, administrador precisamente de la historia, igualmente sin nombre –sólo lo tendrán dos de los verdugos al frente de las tropas, Joll y Mandel–, que sin ser nunca cruel y procurar ajustarse a la justicia que representa, tampoco cabe verlo como redentor ni portador de alguna «razón humanitaria» o «espiritualidad laica», y así de nuevo parece ratificarlo acaso el propio Coetzee (en la que interpretamos una de sus escasas y sutiles intervenciones) cuando, en un diálogo, el coronel Joll tacha sarcásticamente al administrador de Único Hombre Justo, lo que sin darle la razón al militar, pone entre paréntesis toda posible razón. Administrador de una justicia que querrá condenarle luego, a través de un juicio que nunca se produce como tampoco ninguna batalla al final (una espera que recuerda a la del Desierto de los tártaros, una puesta en escena de resonancias clásicas –el motivo del imperio como constante desde el Antiguo Testamento–, un conflicto frente lo extraño y siempre extranjero por nómada y nunca quieto, como el tiempo huidizo, precisamente) –todo se revierte en el interior de la conciencia de este hombre en el se cruzan todas las perspectivas. Él mismo se pregunta –página 80–:

«¿Deseo realmente el triunfo de la forma de ser de los bárbaros: vacío intelectual, dejadez, aceptación de la enfermedad y la muerte?»

Emitir al cabo un juicio desfavorable resulta una tarea bastante ardua. El libro es un mecanismo de relojería en el que se enredan conflictos sociales, causas políticas y dilemas psicológicos, abordados desde un enfoque inédito, aparentemente neutro, frío o distanciado, pero descarnado en el fondo, sin abandonar por un momento el pulso preciso que requiere la intensidad de la acción ni dejarse llevar jamás por la retórica facilona a la que podría haberse recurrido. Precisamente quizá sea en la ausencia de sentencias, de verdades finales o de absolutos en donde apreciamos mejor la marca del autor, su advertencia o su consejo, su sabiduría. A fuerza de encontrar algún reparo, lo pondríamos en la poca credibilidad que podría merecernos el personaje central, siempre que tomásemos como referencia la realidad de un administrador fronterizo; no obstante es en la complejidad del mismo y en la construcción que Coetzee de él hace, donde reside la mayor virtud de la novela; por lo demás nadie podría negar la ausencia en nadie de las mismas tensiones internas; lo que hace el autor es expresarlas impecablemente, darle voz al conflicto casi como si fuese sencillo. ¿Cabría escoger otro personaje como relator de lo aquí narrado?

 

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