Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 27 • mayo 2004 • página 8
Donde se demuestra que en diez años bien aprovechados
de filosofía caben los mil de toda la Edad Media
1
La revolución cultural
El siglo XIII asiste a un desarrollo de las ciudades en todos los pueblos de Europa. Es una consecuencia de la revolución mercantil y comunal de las centurias anteriores, pero una consecuencia que va a superar por su magnitud, y sobre todo por su novedad a las propias causas que la producen. El tipo de hombre que aparece en los burgos de Francia, Inglaterra, Italia, Alemania, es quizá más importante que sus mismos avances económicos, culturales o religiosos.
La vida urbana de esta última Edad Media individualiza. Quienes en la sociedad feudal tienen la etiqueta de señores, vasallos y siervos, adquieren al llegar la nueva época un haz de posibilidades todavía sin estrenar. El ciudadano ya no está plantado en la tierra, y privado de sus raíces, tiene que ensayar libremente a través del laberinto de las calles un nuevo género de existencia. El nuevo tipo de hombre es plural y variado hasta el infinito. Sobre todo empieza a tener vida privada. Los biógrafos de la antigüedad se paran en los grandes personajes públicos de la historia, y los mismos ciudadanos de la pólis tienen su vida propia integrada y confundida con el quehacer colectivo. Por el contrario desde ahora cada hombre y cada mujer empiezan a tener una vida insustituible. El imponente mosaico de la «Divina Comedia» es el manifiesto, ciertamente revolucionario, de la nueva edad. Pero antes de llegar a él han tenido que pasar muchas cosas.
Las ciudades de la Edad Media tardía son el marco dentro del cual se organiza una forma de trabajo, distinta de la agricultura y la milicia. Los artesanos se dedican a una rudimentaria industria de transformación, cuyo producto final ha sido elaborado a lo largo de un lento proceso por un único individuo. Esto solamente es posible en un mercado todavía muy limitado en su cantidad, bien entendido que la calidad de este producto escaso es infinitamente superior.
En rigor este tipo de trabajo se ha iniciado ya en el siglo XI y sobre todo en el XII. Pero los artesanos empiezan a existir como colectividad sólo cuando se ordenan en corporaciones o gremios, gracias al desarrollo urbano. Los gremios son algo más que una asociación de artesanos libres. Son el ámbito social donde cobran conciencia de su función colectiva y empiezan a existir históricamente.
Las ciudades medievales son como un tablero, donde conviven gremios infinitos en número y variedad, de acuerdo con un primer esquema de división de trabajo. Cada una de esas corporaciones tiene sus fiestas y patronos, sus símbolos, sus uniformes, sus barrios, plazas y calles. Pero dentro de esta ley general, que organiza separando, todos los gremios tienen sus estatutos, que señalan los métodos de trabajo y la jerarquía de sus miembros.
En primer lugar las ordenanzas de todos los gremios prescriben con gran detalle el proceso entero de fabricación del producto. El artesano que no sigue estas técnicas cae dentro de una falta semejante a la que ahora se llama «competencia desleal». De esta forma, ya en el ocaso de la Edad Media, los copistas acusan y casi arrinconan a Guttemberg, que ensaya un procedimiento para multiplicar los escritos, distinto al autorizado.
Por otra parte estas corporaciones de artesanos mantienen una rigurosa jerarquía profesional. Empezando por el nivel inferior, los aprendices, que han de tener determinada edad –de doce a quince años– y que reglamentariamente reciben su enseñanza de un solo maestro, durante un tiempo preciso y en número limitado. Las ordenanzas de algunos gremios llegan a señalar hasta la cantidad de dinero que los padres del aprendiz han de abonar al maestro.
Cuando los artesanos terminan su tiempo de aprendizaje, juran los estatutos y trabajan contratados, de acuerdo con la legislación de cada gremio, a cambio de un salario. Es el segundo escalón profesional. Unos cuantos años como asalariado, un breve examen y el pago de una cantidad determinada, permiten acceder a la categoría de maestro. En un grado todavía más alto, los magistrados de cada corporación son elegidos por la totalidad de los artesanos con la función de hacer respetar los reglamentos, examinar los candidatos a maestros y gestionar las finanzas de la comunidad.
Las Universidades
La gran universidad de Occidente nace junto a la orilla izquierda del río Sena, alrededor de la montaña santa Genoveva de París, el año 1200. Las primeras palabras de sus estatutos «universitas magistrorum et discipulorum», le dan el nombre que todavía tiene, y por su sentido, «comunidad de maestros y discípulos» anuncian su carácter gremial. En efecto, toda la descripción de las estructuras corporativas nos permite entender, dentro de su propio tiempo, el nacimiento, desarrollo y formas de trabajo de la principal institución cultural de la baja Edad Media.
Naturalmente se trata de una corporación sui generis, que tiene por misión la elaboración de un trabajo intelectual en la zona de la teología y de las artes, a partir de los materiales recibidos de la antigüedad. Pero su esquema de organización, mantiene la misma jerarquía profesional de los demás gremios.
La Universidad de París no es la primera ni la única, pero tiene caracteres bien distintos. Por una parte está protegida y subvencionada por la corona francesa y por el Papa. Por otra parte es el centro de estudios donde conviven todos los grandes maestros de la cristiandad, ingleses, alemanes, escoceses, belgas e italianos. Es aquí donde se van a discutir los problemas centrales que la nueva edad plantea.
La Universidad, lo mismo que cualquier gremio, vigila la forma de trabajo de sus escolares imponiendo la homogeneidad en las fuentes de estudio, los géneros didácticos y la práctica docente. Todo ello produce una literatura filosófica y teológica que compensa la lentitud y monotonía académica con el rigor en el planteamiento de cada problema, la minuciosa paciencia en el análisis de todas las alternativas y la precisión en las soluciones finales. La filosofía escolástica es, por su forma, esencialmente artesanal.
Más concretamente, los materiales de estudio se van a tomar de los primeros escritores de la Iglesia y ya en el siglo XIII de los filósofos griegos. La antología de sentencias recogida por Pedro Lombardo es el texto que leen públicamente los auxiliares, y glosan todos los maestros. Después Aristóteles, traducido al latín, vendrá a ser cada vez más la fuente de nuevas lecciones y comentarios.
La lengua común de todas las universidades es, naturalmente, el latín, trasformado artificialmente para la tarea escolar. Los puntillosos estatutos universitarios exigen que el maestro no se ayude en su exposición de escrito ninguno, y que de ninguna manera dicte. Esta sabia prohibición indirecta de un libro de texto causa la irritación de los ya alborotados estudiantes, que silban, gritan, arman ruido y hasta tiran piedras a quienes hablan de prisa sin dejarles tomar notas al dictado.
Otro género didáctico además de la lección es la quaestio. El maestro plantea un problema para que cada uno de los discípulos sostenga determinada solución, apoyada en argumentos razonados. Después recoge todas estas opiniones, las ordena, da su propia versión y contesta a las sentencias que no son o no le parecen suficientes.
Las discusiones más frecuentes se celebran cada fin de semana y se centran en una cuestión específica. De ahí salen las «disputationes» o «quaestiones disputatae». Cuando los problemas afectan a todo el ámbito de una disciplina se realizan una vez al año. Son un problema cualquiera, una «quaestio quaelibet», uno de los géneros didácticos que verdaderamente acreditan al gran maestro.
El esquema de la discusión está rigurosamente dispuesto, y forma el esqueleto lógico de las grandes Summas o sistemas medievales. Después de enunciar las opiniones contrarias (videtur), el maestro prepara y razona en un segundo momento su solución al problema, (sed contra est). Finalmente analiza todas las objeciones, demostrando la falsedad o insuficiencia de las premisas que sirven de punto de partida.
Las nuevas autoridades
Las universidades señalan los autores, las autoridades, que proporcionan el material original sobre el que se montan comentarios y discusiones. En primer lugar, los padres de la iglesia latina, sobre todo San Agustín, que ya influye en los primeros siglos de la Baja Edad Media. Además los padres orientales, en especial ese genio de la teología y de la publicidad, que emplea el pseudónimo de Dionisio Areopagita.
Hasta el siglo XIII los pensadores occidentales desconocen casi por entero la filosofía antigua. Sólo les ha llegado una traducción parcial del Timeo, hecha por Cicerón, y una noticia indirecta –a través de Porfirio– de los primeros libros de lógica de Aristóteles las Categorías y De Interpretatione. El resto de la ciencia helena es desconocido desde hace ochocientos años y nadie sabe donde está, si es que está en alguna parte.
El florecimiento de las universidades coincide con la reaparición de la cultura clásica, que cae sobre occidente en forma torrencial. Hipócrates, Galeno, Euclides, Arquímedes y toda la enciclopedia científica de Aristóteles, parafraseada, comentada y discutida muchas veces y por muchos autores, son las nuevas fuentes, prácticamente inagotables, de conocimiento. Conviene saber qué camino siguieron hasta llegar a Oxford y París, y qué cauce les dio forma.
La filosofía griega ha desaparecido de Occidente ya en el siglo IV y el emperador Justiniano ha expulsado de Bizancio a sus últimos y escasos conocedores, cerrando de paso la escuela Siria de Edesa. Los profesores exiliados pasan a Persia, y allí abren cátedra, gracias a la protección de Cosroes, en dos grandes escuelas. Cuando el Islam domina el Medio Oriente, los califas abbásidas llaman a los maestros sirios, y hacen traducir a los médicos y matemáticos del griego al árabe, probablemente a través del siríaco. Es el primer paso del interminable camino de vuelta.
Los árabes orientales conocen a Aristóteles, y demasiado bien, porque le atribuyen, además de su inmensa enciclopedia científica, dos tratados neoplatónicos, la Teología, tomada de las tres últimas Enéadas de Plotino, y el libro De Causis, que realmente es de Proclo. Esta mezcla de aristotelismo y neoplatonismo es verdaderamente explosiva, y por su misma contradicción obliga a pensar.
Efectivamente, los árabes añaden a los nombres de sus maestros griegos una nómina espléndida de pensadores propios. Los más notables son Alkindi, Alfarabi y sobre todo Avicena, médico y filósofo venerado por todos los contemporáneos orientales, y destinado a ser bien conocido en Occidente y ejercer influencia decisiva sobre un grupo muy determinado de filósofos.
La filosofía árabe se traslada hacia occidente, hasta Marruecos y el sur de España, muy especialmente con el movimiento religioso unitario de los almohades. Surgen en el norte de Africa a partir de la predicación de Algazel y de la aventura política del Mahdi, y defienden la unidad absoluta de Dios suprimiendo a todos los santones, teólogos y juristas que se interfieren entre el Libro Santo y los fieles. Incluso atacan todo pensamiento racional, que pretenda mediar demostrando la fe. Son, en resumen, los protestantes del islamismo.
Es sólo una de las caras del movimiento almohade, pues sus sultanes, Almumín y Yusuf tienen una altísima cultura, y en su corte están los mayores intelectuales, ocupando cargos de visir o médico de cámara, y dialogando diariamente en palacio con el soberano, casi de igual a igual. Por su parte, los filósofos más eminentes, Abentofail y Averroes, mantienen cada uno a su manera una triple lectura directa y sin intermediarios del Libro, la racional del filósofo la alegórica del místico y la persuasiva y retórica del hombre común.
De esta forma la filosofía griega y arábigo oriental se ve ampliada, gracias a la brillantez narrativa de Abentofail y al colosal trabajo de interpretación de Averroes. Al mismo tiempo, la Escuela de Traductores de Toledo empieza a pasar a la lengua latina los textos de los filósofos griegos. A fines del siglo XII la transmisión de la cultura griega enriquecida por los árabes no es todavía un hecho, pero sí una posibilidad y hasta una exigencia inevitable.
La filosofía de Averroes
Averroes nace en Córdoba en el año 1126 y procede de una dinastía de juristas, que él se encarga de continuar brillantemente. Su abuelo y su padre ocupan sucesivamente en Córdoba el cargo de Qadi, y le forman en la ciencia jurídica. Estudia también medicina y sobre todo filosofía, probablemente con Abentofail, y finalmente se convierte en una especie de ministro de educación del sultán almohade, Abd-al-Mumín y organiza la inevitable reforma de la enseñanza. Tiene entonces, aproximadamente, veintisiete años.
Después de comentar el Organon, la Física y la Filosofía Primera de Aristóteles, vuelve de la mano de Abentofail, visir del nuevo sultán Yusuf, a la corte almohade de Marruecos. Sus relaciones con Yusuf son excelentes y gracias a esa confianza es en 1169 qadi de Sevilla. Allí hace comentarios de todas las obras de Aristóteles, completando esta labor descomunal con tratados originales, lo mismo teológicos que médicos o jurídicos.
Cuando muere Abentofail, Averroes pasa a ser médico de cámara del sultán, y siguiendo la tradición familiar, qadí de Córdoba. Todavía el sucesor Almansur confirma a Averroes en todos sus cargos y le hace residir casi permanentemente en palacio. Esta situación de privilegio dura hasta la muerte de Averroes, con un breve paréntesis de dos años, en que está, por motivos oscuros, desterrado en Lucena. Otra vez repuesto en su dignidad, muere en la corte en 1198.
Averroes hereda de los monarcas almohades y de su maestro Abentofail la idea de una lectura directa, vertical y plural del Corán. En primer lugar el hombre común se deja persuadir por argumentos de fé. No está permitido a los filósofos interferir en esa lectura de los simples proponiendo argumentos no persuasivos, que dañan las creencias infantiles y espontaneas de la comunidad. Así pues, el Libro Santo tiene una primera lectura exotérica, totalmente independiente y respetable.
Pero además los filósofos, «que están capacitados para la demostración apodíctica», tienen que leer los textos santos descubriendo su sentido racional y oculto. Serían infieles si los interpretasen literalmente. Primero, porque su lectura está en contradicción con su forma de entender, y después porque no cumplen el mandato explícito del Libro: «Vosotros, los que tenéis inteligencia, considerad.»
Cuando un texto revelado contradice por su sentido literal la verdad derivada de una demostración necesaria, ha de ser interpretado metafóricamente, de acuerdo con las formas de hablar de la lengua árabe. En cambio las proposiciones de la filosofía sólo son confirmadas por la razón, sin que ningún otro tipo de conocimiento, por muy alto que sea, pueda alterar su valor de verdad.
Averroes tiene una idea muy concreta de lo que es filosofía. Es exactamente «lo que dice Aristóteles». La metafísica y la enciclopedia científica del maestro tienen un valor casi sagrado, pues son inalcanzables a través de cualquier otro tipo de conocimiento, y hasta pueden formular, en lenguaje racional y esotérico las verdades del Libro Santo.
Averroes se convierte por todo esto en el mayor intérprete de Aristóteles, el Comentador, como lo llamarán más tarde en las Universidades del siglo XIII. El grueso de su producción, más de las dos terceras partes, está dedicado a ilustrar la doctrina de su gran maestro. De otro lado sus comentarios son muy variados, no sólo por los textos a que se aplican, sino también y sobre todo, por su forma. Estas glosas serán el último eslabón que enlace la filosofía griega con la medieval, y la última gran aportación de la cultura árabe.
El mundo y el intelecto.
La Historia de los almohades escenifica de una forma magistral la presentación de Averroes al sultán Yusuf. El Príncipe de los Creyentes, después de una breve y cordial conversación, plantea al despavorido filósofo la cuestión de si el mundo es eterno o engendrado, añadiendo para mayor confusión los argumentos que los teólogos árabes esgrimen contra Aristóteles. Es casi seguro que la escena es falsa, pero lo que quiere decir, más concretamente el problema de la eternidad o la creación del mundo, es una clave de arco en el sistema del pensador árabe.
Averroes resuelve esta aparente contradicción de un modo impecable, lo mismo desde el punto de vista filosófico que teológico. Es verdad que el mundo ha sido engendrado o creado por Dios, que es acto puro. Pero es verdad también que es eterno, lo mismo por el propio carácter circular y cerrado de su movimiento, que por su causa, que está siempre actuando de acuerdo con su naturaleza. Dios y el mundo, cada uno dentro de su propio nivel ontológico, son rigurosamente coeternos.
Por lo demás todo el mundo es necesario. Incluso los seres individuales, en cuanto dependientes de un gigantesco aparato causal, están determinados a existir o a no existir. Y si están determinados a existir y efectivamente existen, entonces su existencia de hecho es además necesaria. Averroes hereda de Aristóteles y de las Enéadas, la idea de un cosmos eterno, cerrado y necesario.
Los filósofos árabes, orientales y occidentales, admiten una entidad exterior a cada hombre y a la misma especie humana, al que llaman temáticamente, «intelecto agente». El intellectus agens tiene la función de hacer entender, igual que la luz hace ver lo que en principio es sólo potencialmente visible. Por su esencia es una inteligencia separada, probablemente la más cercana a la Tierra, es decir, en el sistema teológico-astronómico de Aristóteles y los árabes, la que mueve la Luna.
También Averroes hereda esta noción de la antigüedad y de los árabes orientales. Según sus inmediatos maestros, Avempace y Abentofail, la iluminación de la mente humana y su unión con el intelecto agente es una hazaña individual propia de quienes son capaces de vivir en régimen solitario, o de quienes tienen la suerte de nacer por generación espontanea en una isla desierta.
Parece imposible entonces la comunicación intelectual de la especie humana en un único mundo inteligible y objetivo. Ello es mucho más grave porque el éxtasis individual de una mente privilegiada no se puede integrar en una ciencia universal claramente inscrita en el programa de Aristóteles. Averroes va a intentar resolver el problema, liberando a cada entendimiento humano de su encierro individual, y poniéndole en comunicación con el resto de la especie y con un universo objetivo de ideas.
Averroes supone que esta luz que es el intelecto agente, hace visibles las cosas, atravesando un medio trasparente, como en física el aire. A esa atmósfera intelectual única en la que están todos los entendimientos individuales de la especie humana llama el filósofo cordobés «intelecto material» o posible. El medio trasparente a través del cual la luz se difunde va dibujando un universo de figuras y de colores común a todos los videntes. Análogamente el intelecto material se une a la especie humana, que es eterna como él, y le proporciona, a ella y a cada uno de sus individuos, una serie de principios comunes y un conocimiento universal.
Cuando una mente humana concreta entiende una de esas verdades comunes el efecto es doble y complementario. En la medida en que procede de dos entidades eternas, ese principio o esa verdad tiene un carácter intemporal y absoluto. Pero en la medida en que las piensa un hombre individual, esa propia perspectiva de la verdad desaparecerá con su cuerpo, sus sentidos y su potencia de imaginar.
El primer averroismo
Sólo catorce años después de la muerte de Averroes, exactamente en 1212, los pueblos de España, congregados en Las Navas de Tolosa, consiguen rechazar, al parecer definitivamente, la amenaza de los almohades. Desde ahora el Islam desaparece poco a poco del Occidente y sólo amenaza al lejano Imperio Bizantino.
A partir de este momento, la situación histórica y cultural de la cristiandad occidental es verdaderamente privilegiada. No sólo tiene una total independencia frente a los poderes extraños que sucesivamente la dominaron durante la Edad Media, sino que puede asimilar íntegramente la cultura greco-árabe y hacerse dueña de ella, traduciéndola a su propio carácter. El material de estudio es ahora inmenso, con la ventaja de que los antiguos maestros son ahora venerables compañeros con los que se puede tener conversación.
Dos figuras se van a destacar en este nuevo horizonte intelectual. La primera, por supuesto, Aristóteles, «el maestro de los que saben de verdad», que va desplazando de forma irresistible a todas las otras autoridades. La segunda, el mismo Averroes, el mejor entendedor del Filósofo. El gran Comentador merece la admiración de los maestros latinos, hasta tal punto que está incorporado plenamente por su influencia histórica al pensamiento occidental.
El mismo año de 1212 Federico de Sicilia, emprende viaje hacia Alemania y consigue ser coronado rey. Ocho años después, el Papa Honorio III le consagra Emperador con dominio sobre Europa del norte y sobre el Sur de Italia y Sicilia. El Imperio adquiere así la hegemonía frente a los pontífices de Roma, aprisionados por un doble muro.
El reinado del nuevo emperador es de una complicación verdaderamente meridional. La isla de Sicilia había estado durante el siglo IX bajo el dominio de los árabes, y había pasado a los normandos, doscientos años después. En los comienzos del siglo XIII, los partidarios de Emperador y del Papa, los normandos y los sarracenos forman un variado mosaico de culturas y de intereses políticos contradictorios y violentamente encontrados.
En este ambiente Federico II, el «asombro del mundo» según sus contemporáneos amigos o enemigos, domina a la perfección el griego, el latín y el árabe. Cultiva las matemáticas –Fibonacci introduce en occidente el número cero–, las ciencias naturales –ensaya por primera vez el experimento– y publica en latín los textos de los grandes científicos y filósofos de Grecia, con la ayuda de Miguel Escoto, Petrus Hispanus y Magister Dominicus, venidos todos de la vieja Escuela de Traductores de Toledo.
Además completa este conocimiento de la antigüedad con el dominio de la filosofía árabe oriental de Avicena y los Comentarios de Averroes sobre los textos de Aristóteles, incluidas sus afirmaciones en torno a la eternidad de mundo y la muerte del alma individual. Sicilia es según esto el foco desde donde se proyecta la filosofía averroista sobre occidente. Que el mundo es eterno y el alma mortal es por otra parte una doctrina que justifica la hegemonía del poder temporal frente al espiritual.
El año 1250 muere Federico II y la política imperial entra en declive durante el reinado, relativamente corto, de Conrado IV y luego de Manfredo. En 1265, Luis IX de Francia, el futuro San Luis, tiene la suerte de ver en el trono papal a su antiguo secretario privado Guy Foulquies, que toma nombre de Clemente IV. El Papa da como feudo el reino de Sicilia a Carlos de Anjou, el hermano de San Luis. Carlos consigue vencer a Manfredo, hacerse rey y terminar de paso con la política y la ideología introducidas por el Emperador hereje.
El ataque de Luis IX al Islam occidental se completa con pactos con los reyes de Aragón o a través del ataque directo sobre el norte de Africa en la novena cruzada. Tiene además como música de fondo, en los años sesenta y en su misma capital París, una polémica filosófica cuyos protagonistas son, por una parte una serie de pensadores averroistas surgidos de la escuela de Artes, y por la otra maestros en teología que pertenecen a las nuevas órdenes religiosas, los franciscanos y los dominicos.
2
La polémica averroista
La Universidad de París va a formular, por primera vez, los términos de este conflicto, y va a darle una solución que cierra definitivamente las puertas a un mundo y se abre por primera vez a la modernidad. Son años deslumbrantes, como muy pocas veces se encuentran en la historia del pensamiento. Cuando los tratados de filosofía van recorriendo uno detrás de otro a cuantos pensaron y discutieron en ese breve lapso de tiempo, esos diez años parecen casi mil.
Y sin embargo, además de Rogerio Bacon, de Buenaventura y de Tomás de Aquino, hay que incluir en la nómina al maestro Sigerio de Brabante y a los pensadores musulmanes Avicena y Averroes, que son el punto de partida de las polémicas de París. Y hasta tal punto es esto cierto que sin contar con Averroes y Sigerio es imposible entender íntegramente la obra de Tomás de Aquino. Lo mismo se puede decir de Avicena con relación a la doctrina de la iluminación de Bacon y de San Buenaventura.
Son además estos años los de mayor prestigio intelectual de la cristiandad. Precisamente en 1265, los primeros latinos, los hermanos Polo, llegan a la corte del gran Khan en visita al mismo tiempo misionera y comercial. Un año después emprenden el regreso a Europa, pues Kublai Khan pide al Papa cien grandes maestros que prediquen en sus inmensos dominios la doctrina cristiana. Al mismo tiempo la iglesia griega y el Emperador de Bizancio entran también en diálogo con los latinos en busca de la unidad.
A partir de 1260 los maestros seculares de París comienzan a tener un prestigio creciente ante sus discípulos. La Escuela de Artes es particularmente conflictiva, pues estudia con entusiasmo a los pensadores griegos y árabes, sobre todo Aristóteles y Averroes. Estos conocimientos están funcionalmente separados de la teología, y esto implica una libertad de pensamiento que en cualquier momento puede derivar en problema de fé.
El maestro más ilustre es sin duda Sigerio de Brabante, que representa, más que nadie, la tendencia heterodoxa de la escuela. Pero un grupo considerable de maestros y escolares se congregan alrededor de él, hasta el punto de despertar la alarma de los teólogos, que tienen que ser ortodoxos, por su propia profesión.
El material en que todos ellos fundan su doctrina es la traducción al latín de Aristóteles y de sus expositores aparecida en Palermo en la corte de Federico II en el año de 1230 por obra de Miguel Escoto. No se puede precisar cuándo desembarcaron en París todos estos libros, pero ya son bien conocidos en 1250, y en el curso de los diez o veinte años siguientes ese conocimiento se va convirtiendo en veneración.
En un primer momento, del año 1260 al 65, Sigerio y sus compañeros enseñan verbalmente la doctrina de Aristóteles y de Averroes. No hay noticia de que durante estos años las enseñanzas traspasen las paredes de la Escuela ni de que provoquen ninguna reacción de la facultad de teología o de los pensadores ortodoxos. Sólo en el 1265 celebra el averroismo su entrada en sociedad.
Desde entonces hasta el año 1270 se desarrolla la primera gran polémica entre los averroistas y los teólogos conservadores de París. Esta primera discusión sigue siendo sólo verbal. Por una parte, Sigerio y sus compañeros «hablan entre paredes a jóvenes», sin exponer públicamente su enseñanza por escrito. Por otra parte San Buenaventura predica violentamente contra ellos, primero en 1267 (De decem proeceptis), y luego en el 68 (De septem donis).
En el otoño de 1268 Tomás de Aquino abandona la corte papal de Viterbo, donde ejerce como teólogo áulico, y se traslada por segunda vez a París Tiene el encargo de aclarar todos los problemas que plantean la filosofía de Aristóteles y de su Comentador. La polémica es ahora escrita, y gracias a ella se conoce el sistema de Sigerio de Brabante y la profunda reorganización del pensamiento de su opositor, enfrentados los dos a los problemas de su propia actualidad.
Sigerio de Brabante
El maestro Sigerio defiende brillantemente, desde su reducto de la Escuela de Artes, la autonomía del pensamiento racional frente a las pretensiones de la teología. Nace aproximadamente en el año 1235, pero sólo empieza a ser conocido cuando los teólogo agustinianos, y sobre todo Buenaventura, entran en polémica con él.
Sus discusiones con Tomás de Aquino cobran un interés añadido gracias a la condenación de trece tesis averroistas por el obispo Tempier en 1270. Este mismo impetuoso prelado consigue subir, poco después, el número de «propositiones damnatae» nada menos que a doscientas cincuenta, incluyendo tesis de Rogerio Bacon y del mismo Santo Tomás.
En vista de la condenación de sus tesis centrales, Sigerio abandona París y va al lugar de residencia del Papa en Orvieto, donde un clérigo a su servicio le asesina hacia el año 1281. Pero el conjunto de las trece proposiciones condenadas permite conocer los fundamentos del averroismo y dibuja un esquema perfecto de su sistema. Efectivamente esas proposiciones pueden reducirse a sólo cuatro principios, que forman un sistema cerrado y circular.
Vale la pena entonces organizar sistemáticamente todas las proposiciones para tener al mismo tiempo una visión de conjunto del pensamiento de Sigerio y un negativo exacto de las ideas más conocidas de Tomás de Aquino, todo ello situado en la historia. Se pueden agrupar en tres o cuatro apartados, según la analogía o la recíproca implicación de los enunciados.
En primer lugar Sigerio de Brabante afirma la eternidad del mundo, bien entendido que esa eternidad afecta sobre todo a los seres vivos, pues cada uno de ellos procede necesariamente de otros de la misma especie en un proceso infinito. Más concretamente, la humanidad es eterna, o lo que es igual, nunca ha habido un primer hombre (Prop. 6).
El mundo es además necesario en su totalidad y en cada una de sus partes. Precisamente por ello, los acontecimientos terrestres (sublunares) están sometidos al movimiento determinado de los astros (Prop. 4), y la voluntad humana quiere por necesidad lo que quiere (Props 3 y 9).
El entendimiento de toda la especie humana es uno e idéntico (Prop. 1) y en consecuencia el enunciado «este hombre entiende» es impropio (Prop. 2). Por la misma razón, la operación intelectiva que informa a cada hombre individual se anula al morir el cuerpo (Prop. 7). Finalmente, ni esa inteligencia común ni la causa primera misma conocen los entes y los acontecimientos singulares. El sistema está servido y sólo falta desarrollarlo.
El pensamiento de Sigerio, y concretamente las tesis que condena el obispo Tempier, supone una autonomía radical de la razón frente a los datos de fé. Los maestros de Artes hacen exclusivamente filosofía, y consecuentemente parten del Filósofo y de su Comentador. La desenvoltura con la que Sigerio trata las Quaestiones sobre el alma en el año 1268 sin referirse nunca a la revelación, invitan a pensar en un averroista radical defensor del razonamiento apodíctico frente a cualquier otro tipo de verdad, que tendrá en el mejor de los casos carácter alegórico.
La cosa se complica cuando, el 10 de Diciembre de 1270, Tempier niega las proposiciones centrales del averroismo, pues dicha negación tiene el mismo carácter formal que lo negado en ella, sin que sea posible ni de lejos una interpretación alegórica. Por otra parte Sigerio debe contestar al De unitate intellectus de Santo Tomás, reorganizando su forma de pensar y manteniéndose fiel a sus principios.
Cuando más tarde, en el año 1274 redacta el De anima intellectiva, Sigerio ni desea conflictos con la iglesia ni quiere renunciar a Aristóteles. Utiliza entonces el único recurso posible, exponiendo largamente la doctrina averroista, y advirtiendo de vez en cuando, muy brevemente y como de mala gana, que en caso de conflicto hay que seguir las verdades de fé. El carácter expositivo de los tratados difícilmente disimula el conflicto ideológico de Sigerio, y da pié a la teoría según la cual dos enunciados contradictorios pueden ser ambos verdaderos.
Los tratados sobre el alma
En el año 1268-69, Sigerio redacta por escrito la doctrina que estaba enseñando verbalmente desde hace años. Es un comentario al libro tercero del De anima de Aristóteles y a su versión averroista, que ya desde ahora son los textos fundamentales sobre los que se monta la gran polémica universitaria de París.
Las tesis de Sigerio son de una precisión absoluta. El intelecto es algo radicalmente distinto del ser vivo material y de todas sus funciones. Por lo mismo no nace con cada cuerpo humano, sino que es eterno sin estar sometido a la generación y descomposición. Ese intelecto está por su esencia separado y por su función unido a la especie humana y a todos sus individuos y es el único agente de la operación de entender. Queda claro que cada uno de los hombres no tiene en cuanto individuo una actividad que no esté ligada a la materia.
Poco después de redactar las Quaestiones, Sigerio publica una nueva obra que sólo se conserva en la versión de Nifo y que marca una evolución en su pensamiento. No se puede saber hasta qué punto influye en ella el De unitate intellectus de Santo Tomás o los escritos de Rogerio Bacon.
En primer lugar, en vez de considerar al entendimiento agente y al posible como dos aspectos de una misma sustancia eterna, Sigerio establece entre ellos una brutal separación. El «intellectus agens», es decir el primer foco de luz intelectual, es la misma causa primera, Dios. En cuanto al intelecto posible, sigue siendo común a toda la especie, y sólo se actualiza en cada individuo por la iluminación del agente en presencia de los objetos imaginados.
Sigerio escribe su tercer tratado sobre el entendimiento en el año 1272 y lo titula De anima intellectiva. Todas las ocasionales y a veces malhumoradas protestas de fé no pueden ocultar el carácter averroista del escrito. Ya el prólogo en su segunda línea formula la cuestión sobre la que va a girar directa o indirectamente el libro. «Hay una cosa que las almas desean saber sobre todas las otras cosas, y es cómo acontece que se separen de los cuerpos.»
Sigerio repite una vez más que el alma intelectiva es eterna, tanto mirando al futuro que al pasado. Por lo mismo el intelecto –habla evidentemente del intelecto posible– no depende de los cuerpos por la sustancia sino por la operación, que necesita, además de la acción del entendimiento agente asimilado a la causa primera, los objetos de la imaginación.
Queda por saber si ese entendimiento posible se puede separar de los cuerpos. Sigerio afirma que está ligado necesariamente al hombre, pues en otro caso sería una realidad ociosa sin actividad propia, algo que en la metafísica clásica es imposible. Ciertamente puede separarse de un cuerpo determinado, pero a cambio de unirse a otro cualquiera de cuantos componen la especie humana.
La eternidad del mundo
Ahora bien, que el ánima intelectiva, eterna hacia el pasado y el futuro sea de hecho inseparable del cuerpo del hombre plantea un nuevo problema de tipo cosmológico y biológico. Porque los cuerpos individuales están sometidos a la descomposición y la muerte, y no parecen los compañeros adecuados de esa entidad incorruptible. Hay que buscar otra realidad material, también permanente, para cerrar con ella el sistema.
Sigerio emprende la tarea en un breve tratado De aeternitate mundi, publicado hacia 1272. Sorprende la despreocupación con que el filósofo aborda los temas más graves del dogma incluso después de la condenación de 1270. El explicit que cierra el tratado hace referencia a la fé, pero además de ser un texto dudoso, no evita la sospecha de aristotelismo puro. De otra forma Sigerio se habría tomado demasiado trabajo para exponer una tesis que en último término no es concluyente.
El título del tratado es engañoso. Lo que preocupa a Sigerio no es la eternidad o el comienzo de todas las cosas del universo. Su introducción es muy clara y muy precisa: «Siguiendo el método de Aristóteles vamos a investigar si la especie humana y en general todas las especies de vivientes que nacen y mueren han empezado a ser después de un tiempo en que no existieron en absoluto.» Sigerio quiere saber si es verdad que –según una de las proposiciones condenadas– «no ha existido un primer hombre».
Sigerio amontona razones a favor de la eternidad de los seres vivos. En todos ellos y en particular en el hombre, cada individuo empieza a ser por la generación de otros de la misma especie, que forman así una cadena sin principio ni fin. De esta forma el mismo acto que engendra un individuo directamente engendra también por modo oblicuo la especie a la que ese individuo pertenece.
Todos los hombres que nacen no existen antes de empezar a ser y en este sentido tienen principio. Pero la especie humana misma no tiene principio, pues su ser no es el ser de este hombre determinado sino el ser de un hombre cualquiera. Para que exista una especie no se necesita un individuo preciso que sea eterno, como es el caso del cielo con su movimiento circular, sino una serie sucesiva de individuos cualesquiera. Por lo demás, y siempre de acuerdo con Aristóteles, el poder ser no precede al ser, o en jerga escolástica, la potencia no precede al acto. Cada individuo humano potencialmente existente recibe su ser de un hombre que ya es en acto. En fin, la causa primera que todo lo mueve siempre está en acto, y por consiguiente imprime un incansable proceso circular, lo mismo a los astros, a las especies vivas, a los hombres, sus leyes, sus opiniones y sus religiones.
Estos dos últimos tratados de Sigerio, el De anima intellectiva y el De aeternitate mundi cierran su sistema y se implican recíprocamente a pesar de tratar temas muy dispares. El entendimiento eterno es por su función inseparable de un cuerpo cualquiera. Y la especie humana, a través de una serie interminable de generaciones, proporciona el instrumento material de esa operación del intelecto posible, que ni empieza ni tiene fin.
Queda por decir que el mundo está afectado de un carácter de necesidad, lo mismo en los seres inmateriales, en el movimiento de los astros o en la reproducción constante de las especies. Todo cuanto ha sucedido o sucede es posible. Pero posible no es aquello que puede ser y puede no ser, sino lo que puede ser y de hecho es. Porque el no ser es lo imposible. Siger toca aquí las proposiciones relativas a la influencia de los astros, y la negación de la libertad humana.
De esta forma la filosofía de Sigerio se cierra sobre sí misma, formando un sistema circular que integra una visión del mundo, una biología, una antropología, y hasta una filosofía de la historia. Pero además es tan sugestiva por su fidelidad al Filósofo, y tan desafiante y provocadora con relación a creencias establecidas, que está destinada a poner en movimiento a toda la filosofía de la década.
Tomás de Aquino
Aunque se conoce bien la primera parte de la vida de Tomás de Aquino, ese conocimiento es insuficiente para tener una idea precisa y comprensiva de su forma de pensar, y para situarle en su propia actualidad histórica. Nace en 1225 y renuncia a pertenecer a la Orden Benedictina, donde tiene preparado un brillante futuro. Después de un breve y violento forcejeo con el clan familiar ingresa en la orden mendicante de Santo Domingo.
Desde entonces su vida es una carrera de ascensos. Estudia teología en París, acompaña a su maestro Alberto para fundar el Estudio General de Colonia, vuelve a París, donde consigue su doctorado en el año 1256 y enseña durante tres años en la cátedra reservada a los dominicos. Comenta, por supuesto, las Sentencias de Pedro Lombardo, el libro de texto oficial en este primer siglo de la Universidad. De esta época son también las glosas a Boecio, los comentarios al Pseudo-Dionisio y un cierto número de quaestiones. Se puede hablar, según una moda histórica, del joven Tomás de Aquino, bien entendido que en su caso la juventud es bastante más anodina que su tumultuosa y polémica madurez.
El año 1260 Tomás se traslada a Italia, primero a Orvieto, luego a Roma y finalmente a Viterbo, convirtiéndose en el teólogo del Papa y en la primera autoridad en filosofía y ciencias sagradas. Allí empieza a redactar la primera parte de la Summa, que retocará poco después.
Algo muy grave tiene que suceder en París para que el general de la Orden de Santo Domingo solicite otra vez su presencia en la Universidad. Tomás de Aquino abandona en el año de 1268 su posición privilegiada y se convierte en soldado de a pié, envuelto en el polvo de una larga y violenta discusión.
En estos años –del 69 al 72– completa la Summa Theologica con sus partes segunda y tercera, corrigiendo, en función de las nuevas circunstancias la parte primera, como también probablemente su otro gran sistema, la Summa contra gentes. Así pues, los intereses puntuales de las polémicas que encienden durante estos años decisivos los ánimos de los maestros y escolares de París afectan también a la totalidad de su pensamiento, y permiten ver en vivo su evolución.
Santo Tomás elabora además en este momento de su vida, una serie de breves tratados, que no son los más brillantes, pero sí los más representativos de su personalidad intelectual más madura. Son muchos, pero sobre todo hay dos que descubren problemas centrales, y que –según contra quien se escriban– definen a Tomás, igual que una fotografía se puede revelar por su negativo.
Uno de estos opúsculos va dirigido Contra murmuratores, y tiene por tema la eternidad del mundo. Teniendo en cuenta que Tomás afirma que esa eternidad ni es demostrable apodícticamente ni es contradictoria, y teniendo en cuenta además la posición mediana del filósofo en esta controversia, es fácil identificar a los «murmuradores» con los teólogos –probablemente agustinianos– que pretenden demostrar por vía de necesidad y racionalmente el comienzo absoluto de todas las cosas, y por otra parte con los maestros en artes, fieles al eternalismo de Aristóteles y de sus discípulos árabes. Santo Tomás niega ambos extremos de una sola tacada, y dice en consecuencia que el mundo «hubiera podido ser eterno».
El otro opúsculo es sin duda el más interesante, ya desde su título: «Acerca de la unidad del intelecto, contra los averroistas.» En él Tomás defiende la individualidad de cada inteligencia –hic homo intelligit–, y ataca a los discípulos de Averroes, que suponen, al lado del universo eterno y cerrado un entendimiento posible común a toda la especie.
Razón y fé
La condenación de 1270 fuerza a Sigerio y sus compañeros, fieles a Aristóteles, a elaborar su filosofía extramuros de la doctrina revelada, ya que muchas de sus proposiciones fundamentales son incompatibles. Para eludir la contradicción evidente que implica la coincidencia en el mismo espacio lógico de un enunciado y de su negación Sigerio se decide a situar a la fé y la filosofía en dos ámbitos distintos, como formando ciudades independientes. Es la teoría de la doble verdad.
Tomás de Aquino ataca esta doctrina con términos durísimos en el De unitate intellectus. Es –dice casi literalmente en sus líneas finales– digno de la mayor admiración y hasta de indignación que un cristiano se atreva a hablar de su fé en estos términos. Pues dice que los latinos –católicos romanos– no admiten el principio de que el intelecto sea único, porque su ley no se lo permite.
Según los maestros de Artes la fé enseña proposiciones cuya negación es necesaria según un razonamiento riguroso. Ahora bien, sólo es necesario aquel juicio cuyo contradictorio es, no sólo falso, sino también imposible. La conclusión inevitable de todo este proceso lógico es que la fé tiene por objeto lo absurdo. La teoría de la doble verdad desemboca, por consiguiente en un Dios engañador y maligno.
No tiene sentido entonces admitir, siguiendo la doble vía de la razón y de la fé revelada, proposiciones contradictorias, pretendiendo que los dos términos de la pareja son verdaderos. Pero tampoco Tomás de Aquino afirmará –como Buenaventura o todavía más Roger Bacon– que la fé revelada y la razón formen una sola sabiduría. Esta concordancia en la materia y aun en la forma del conocimiento condena a la filosofía, aunque sea la de Aristóteles, a un papel secundario y subordinado, como a la sirvienta de esta casa única del saber.
Esta vez Santo Tomás, siempre en su posición medianera, se aparta de los pensadores de raíz agustiniana o avicenista. Afirma en efecto que la filosofía por su objeto material y formal es independiente de la teología y la fé. Su método es el razonamiento apodíctico y sus conclusiones abarcan el universo físico, biológico, astral, político, en una palabra el mundo profano. Es verdad que en algunos puntos, más bien escasos, la filosofía y la fé se cruzan. Pero incluso en estos casos, relativos a Dios o al alma humana, la fé no contradice ni absorbe a la razón, sino que llena la posibilidad lógica abierta por ella. Se puede ilustrar con un ejemplo.
Al comienzo de su opúsculo De aeternitate mundi, Santo Tomás se plantea magistralmente el problema de la relación entre la fé y la razón. Admitiendo en principio que el mundo y la especie humana han tenido comienzo, como enseña la Escritura, queda todavía por resolver una segunda cuestión, que ésta sí afecta a la filosofía y es por cierto muy simple.
Se trata de ver si el mundo ha podido existir siempre: «dubitatio mota est, utrum potuerit semper fuisse.» De esta forma Tomás se escapa de la alternativa abierta por San Buenaventura y sus discípulos –que pretenden demostrar con argumentos rigurosos que el mundo ha empezado a existir– y de otro lado por Sigerio, que siguiendo la doctrina de Aristóteles y Averroes llega por razonamiento, a la conclusión lógica de que el mundo y la especie humana son eternos.
Para Santo Tomás, lo mismo una solución que otra, son posibles, y a la filosofía pertenece demostrar esa doble posibilidad. De esta forma, en un tema tan central como el de la creación la filosofía ni contradice a la fé ni concuerda con ella. Simplemente abre la posibilidad del dato revelado, sin dejar sitio para la teoría de las dos verdades.
Dios y la creación
La posición de Tomás de Aquino en este tema central de las relaciones entre la razón y la revelación, concretamente en el tema de la eternidad del mundo o de su comienzo, sirve para retratar a Santo Tomás a partir del negativo histórico representado por los averroistas latinos. Pero no basta con razonar, igual que Sigerio, desde el mundo y concretamente desde la especie humana que se reproduce de forma interminable pues hay que dirigir la atención a lo que el mismo Averroes piensa del otro polo de la creación, es decir, de Dios.
El Comentador y antes que él todos los filósofos árabes subrayan la dependencia absoluta del universo con relación a su creador, en el sentido de que una causa eternamente en acto exige la perpetua existencia de sus efectos. Como por otra parte esa causa tiene por sí misma carácter de necesidad, también el mundo es necesario y sus procesos están irremisiblemente determinados. El ser necesario a se y ab alio son las dos categorías fundamentales de la filosofía y la teología de Averroes y sus discípulos árabes.
Tomás de Aquino admite la total dependencia del universo con relación a su creador, pero también ahora su pensamiento se aparta bruscamente del de los filósofos con los que polemiza. Es cierto que intenta establecer la conexión con Dios a través de tres argumentos inspirados en Aristóteles –el movimiento, la causalidad y la finalidad– y en el Pseudo-Aristóteles, o más concretamente en los neoplatónicos, –los grados de perfección–. Sin embargo la prueba central, la verdaderamente nueva y propia, se basa en una categoría, la de contingencia, distinta por completo de las árabes y aun de las griegas.
El mundo es justamente lo contrario de algo necesario. Los entes que se suceden, nacen y mueren, y por consiguiente son posibles de ser y posibles de no ser. La posibilidad afecta a cada uno de los seres y procesos y al universo en su conjunto. El mundo en sí mismo parece condenado al estado de pura posibilidad.
La acción creadora de Dios trasforma esa posibilidad en una existencia sólo de hecho, es decir, en una existencia no necesaria, puramente contingente. La noción de contingencia descubre simultáneamente tres cosas: la exigencia de una causa que haga oscilar hacia el ser lo que en sí mismo es meramente posible, la negación de cualquier proceso necesario, y la individualización de cada cosa.
Otra vez los árabes y sus discípulos completan, por contraste, el pensamiento de Tomás de Aquino. Según él no sólo la realidad es pura contingencia, sino que el acto creador es esencialmente libre. Una cosa es que la decisión creadora de Dios sea inmutable una vez proyectada, y otra bien distinta que esté determinada «a priori» por una causa exterior o por la interna naturaleza de la divinidad. Justamente el atributo de la omnipotencia denuncia esta ilimitada libertad del creador.
Como de costumbre, la idea del hombre es un reflejo de esta naturaleza creadora y libre. Los actos voluntarios no están sometidos al fatalismo y al determinismo, pues eligen sus propios motivos. La voluntad humana se proyecta sobre su objeto bajo el carácter formal de bien, pero ese objeto bueno es relativo y plural, y por lo mismo hace posible y exige la decisión libre de cada uno, su individualidad y su responsabilidad moral.
Las proposiciones condenadas en 1270 y atribuidas a Sigerio son una vez más el negativo de esta doctrina de la libertad y de la contingencia y ayudan a resaltarlas. Concretamente la proposición tercera dice que la voluntad del hombre quiere y elige por necesidad, la cuarta insiste en que los acontecimientos que suceden sobre la tierra dependen también necesariamente de los astros, la novena que el libre albedrío es potencia pasiva determinada por su objeto, y la octava que el alma separada –por hipótesis– no sufre castigo.
La Doctrina del alma
La separación de filosofía y teología, que no son coincidentes ni contradictorias, y la contingencia radical del mundo que arrastra con ella la libertad del hombre son los primeros trazos que perfilan la figura histórica de Santo Tomás. Pero el punto central de su polémica es la doctrina del alma y más concretamente la teoría del intelecto, según la interpretación del libro III De Anima de Aristóteles.
La publicación de los primeros libros de Sigerio está provocada por el opúsculo Sobre la unidad del intelecto, que Tomás de Aquino elabora alrededor del año 1270. Desde el principio hay que definir con todo rigor el problema que plantea. El mismo término «intelecto» es en el texto original de Aristóteles que se comenta, ambiguo. Puede significar al intelecto agente que hace entender, o al intelecto posible, que en principio está en blanco y que es una pura capacidad de recibir ideas, o finalmente al intelecto especulativo que actualiza un mundo intelectual objetivo y hace posible la comunicación entre los diversos individuos humanos.
Afortunadamente Santo Tomás determina claramente el tipo de intelecto de que se discute. «Hace ya tiempo que está vigente en muchos un error relativo al entendimiento, sacado de los escritos de Averroes. Este filósofo intenta demostrar que el intelecto que Aristóteles llama posible y él mismo material con vocabulario impropio, es una sustancia separada de los cuerpos por su ser y unida a ellos en cuanto forma. Además afirma que ese intelecto posible es uno y el mismo para toda la especie humana.»
Así pues, la discusión se centra en el entendimiento posible o material, que es como una tablilla rasa actualizada en cada individuo concreto por el intelecto agente. La unidad específica del entendimiento posible es razón suficiente de la comunidad de pensamiento de todos los hombres y de la existencia de un mundo objetivamente inteligible.
Esto mismo dice con otras palabras Santo Tomás hacia la mitad del tratado, donde deja aparcada la cuestión de la unidad del intelecto agente. «Es posible que quien diga que el agente es único tenga algún argumento a su favor y muchos filósofos así lo creyeron. No parece imposible que una sola causa produzca muchos efectos diferentes, aunque no es esta la doctrina de Aristóteles. En todo caso, dejando de lado la cuestión del entendimiento agente, parece falsa –y eso por muchas razones– la proposición según la cual el posible es uno y el mismo para todos los hombres.»
Así pues, el escrito de Santo Tomás hace sólo cuestión de confianza del entendimiento material. De hecho Aristóteles mismo, después de él Avicena y todos los árabes, y entre los latinos Enrique de Alvernia y Rogerio Bacon admiten una única sustancia intelectual activa, según unos la inteligencia astral más próxima a la tierra, según otros Dios mismo o su Verbo. Toda la artillería del opúsculo apunta exclusivamente a la doctrina de Sigerio y sus discípulos.
En un primer momento Tomás de Aquino tiene que jugar a la defensiva a la vista de textos de Aristóteles que parecen decisivos. Según el libro II De Anima «De hecho sólo (el entendimiento) está separado, como una cosa perpetua de otra corruptible». El libro I dice algo parecido: «Parece que el entendimiento es una sustancia incorruptible.» Y el libro III es todavía más contundente: «Sólo está separado aquello que verdaderamente existe, y sólo ello es inmortal y eterno.»
Gracias a una sutil interpretación de esos textos, Tomás salva la situación. Que el entendimiento sea separado significa que no utiliza ningún órgano ni está determinado a una sensación concreta. El alma intelectual está abierta intencionalmente a todas las cosas, y además de vegetar y sentir tiene una parte que no depende de los órganos ni actúa a través de ellos. Sólo en este sentido cabe decir que es independiente, (separada) e incorruptible.
Hic homo intelligit
Así pues el intelecto está separado porque no es la actualización de ningún órgano, pero al mismo tiempo es potencia de un alma, forma del cuerpo. De esta forma Tomás de Aquino consigue salvar los textos, aparentemente invencibles, de Aristóteles, que parece establecer un abismo entre el intelecto posible y cada uno de los hombres viviente y sensible. La separación no es esencial sino puramente instrumental.
Santo Tomás pasa ahora al ataque y pretende desmontar la teoría de Averroes y de Sigerio, según la cual hay un único entendimiento posible común a toda la especie humana. La hipótesis de un intelecto activo separado se deja de lado, tanto más cuanto que el avicenismo árabe y latino lo defiende a través de la pluma de sus escritores más egregios.
La polémica averroista empieza a ser decisiva para dibujar el perfil del hombre moderno. Se trata de saber si el sujeto del conocimiento intelectual es un ente colectivo –la especie humana como afirma la más genuina tradición greco-árabe– o si por el contrario cada uno de los individuos es protagonista de su vida intelectual.
El De unitate hace cuerpo con otros textos de la misma época, las disputationes De anima y el De spiritualibus creaturis, la exposición sobre el libro III De Anima y las partes segunda y tercera de la Summa theologica, así como la amplia rectificación de la segunda parte de la otra Summa Contra gentiles. Todos estos documentos repiten un tópico, que toma siempre formas análogas: «Es evidente que este hombre individual entiende.» (Hic homo intelligit.)
A partir de esta intuición del carácter individual de la actividad de entender, Santo Tomás elabora un razonamiento cuyo esquema repiten muchas veces los filósofos escolásticos. Se conoce la naturaleza de cada cosa a través de sus operaciones. Ahora bien, la operación de entender es individual en todos y cada uno de los hombres. Por consiguiente el principio de esa operación tiene que ser también individual. Cada hombre tiene su propio entendimiento, al igual que tiene sus propios pensamientos.
El De unitate complementa este razonamiento con una polémica contra la hipótesis de un entendimiento común, que utiliza como instrumento los objetos que le ofrece la imaginación de cada uno. Efectivamente la actividad no se atribuye al instrumento sino al sujeto que lo utiliza, es decir, a un sujeto individual.
En la última elaboración de su doctrina, Santo Tomás dice que ambos entendimientos, el agente y el posible, son dos funciones de un único e individual principio. De esta forma se aleja de la idea de la iluminación del alma por Dios, tal como la pensaban los platónicos y el agustinismo avicenizante y hace a cada hombre protagonista solitario y exclusivo de su propia aventura intelectual.
Todos los principios fundamentales de la teología y la filosofía tomista se explican gracias a la polémica averroista y se incrustan en su actualidad histórica. Frente a la teoría de la doble verdad, Tomás defiende sobriamente la no contradicción entre razón y fé. Frente al necesitarismo de la tradición greco-árabe afirma la radical contingencia del mundo y la libertad del acto creador y de los hombres. En fin, contra la teoría de un entendimiento único para toda la especie demuestra que cada uno de los hombres desarrolla una actividad intelectual propia y que en consecuencia tiene también un entendimiento individual.
3
Avicenismo y agustinismo
A lo largo de todo el gobierno de Luis IX –desde 1242 a 1270– el ataque al ala occidental del Islam y al imperio de Federico II se completa con una espectacular operación diplomática sobre los musulmanes del Asia y sobre el gigantesco imperio mongol. Este primer intento de evangelizar todo el Oriente está preparado por la política del Papa Inocencio IV, que al amparo del rey francés convoca en 1245 un Concilio en Lyon.
El Concilio toma la decisión de excomulgar a Federico II, desposeyéndole de la corona imperial y anulando el juramento de fidelidad de sus súbditos. Decide también enviar dos embajadores, uno fray Juan de Piano Carpino franciscano, a la corte de los mongoles, otro Simon de Saint Quentin, al general, también mongol, Batchu que entonces gobierna Persia.
Es sólo el comienzo de una serie de embajadas, al mismo tiempo políticas y apostólicas, al Extremo Oriente. El año 1250 San Luis dirige la séptima cruzada contra Egipto y es derrotado y preso en Mansura. Después de pagar su rescate se demora durante cuatro años en Siria y desde allí envía una nueva misión al emperador mongol, Mongha Khan. El relato de esta embajada escrito por su propio protagonista es el testimonio más exacto de la nueva situación histórica.
El enviado de San Luis, Guillermo de Rubruquis, abandona la corte en 1253 llega al Mar Negro y desembarca en la península de Crimea. Desde allí atraviesa el Don, entra en tierra de tártaros y a través del Volga y del Ural y de los lagos Baykal y Balkach alcanza el campamento nómada del Khan. El relato de este largo viaje enseña entre otras muchas, dos cosas importantes.
La primera, que ya entonces están abiertas las comunicaciones entre Oriente y Occidente. Dejando de lado a las comunidades nestorianas, instaladas en toda el Asia, a los cristianos de rito griego y al príncipe que reina sobre el valle lleno de lagos al norte de los montes Altay –el legendario Preste Juan– las embajadas y los viajes son constantes. Guillermo cuenta sin dar señales de sorpresa que encuentra en la corte mongol a dos ciudadanos comunes de Francia, una mujer de Metz y un orfebre de París.
El camino para la evangelización parece abierto. Muchos altos personajes, entre ellos el hermano menor de Mongka y posiblemente otros familiares, son ya cristianos. Los puestos de gobierno están ocupados en gran parte por los nestorianos. Los ingures, tal vez por influencia de los cristianos, defienden un solo Dios, y lo mismo hacen los mongoles, aunque obedecen a los adivinos. «Si el señor Papa enviase en su nombre un obispo podría decirles cuanto quisiera, pues escuchan todo lo que dicen los misioneros y todavía quedan ansiosos de oír algo nuevo.»
Luis IX y su hombre de confianza Guy Foulquies, elegido papa, deciden aceptar la invitación y el reto de Guillermo de Rubruquis, y preparan una ambiciosa aventura, al mismo tiempo política y apostólica, proyectada sobre el lejano oriente. Sólo tienen tiempo a pergeñar su proyecto, pues ambos mueren poco después, Clemente IV en 1268 y San Luis en 1270, cuando todavía espera el resultado del cónclave.
Gregorio X mantiene el ecumenismo de su antecesor, pero cambia su dirección. Esta vez se trata de lograr la unión de las dos iglesias, la griega y la latina, más cercanas que nunca. Con este fin convoca un concilio en Lyon que se frustra por la oposición de los obispos orientales, a pesar de la política favorable del Emperador de Bizancio.
Las dos empresas apostólicas tienen como protagonistas a otros dos filósofos, que completan la brillante nómina de los años sesenta. Sus doctrinas son opuestas pero por eso mismo tienen dos puntos de partida comunes. De un lado el ecumenismo, del otro la teoría de la iluminación, tal como la había enunciado Agustín entre los latinos y Avicena entre los árabes orientales. Una frase resume su forma de ser y de pensar, la del evangelio de Juan cuando dice que «La Palabra de Dios es la luz verdadera, que ilumina a todo hombre que viene a este mundo».
Rogerio Bacon
En el año 1265, Guy Foulquies, convertido en Clemente IV inicia el proceso de evangelización de todo el Oriente. La tarea parece imposible. Haría falta alguien que conociese muchos idiomas y la geografía de todo el mundo desde Europa al Océano oriental. Debería además abarcar la historia de los hombres como una unidad y comprender y expresar en términos de su propia ley latina las doctrinas religiosas comunes a toda la humanidad. En fin, tendría que hacer la publicidad de la fé por medio de un saber acompañado de prodigios.
Pero Clemente IV conoce al hombre capaz de preparar esta aventura. Es un fraile franciscano olvidado en un convento de París e impedido de enseñar y publicar por la rígida censura de sus superiores. Allí recibe en Julio de 1266 una carta del Papa, ordenándole que escriba y le envíe su obra «pasando por encima de los preceptos de cualquier prelado y de las propias constituciones de la orden».
El extraño personaje que hace su entrada en la historia gracias a esta orden contundente de Clemente IV, es un inglés nacido hacia el año 1210 y educado en Oxford. Rogerio Bacon, igual que los otros maestros de la Edad Media, recibe un apelativo que señala su perfil histórico. Es el doctor mirabilis, capaz de preparar por su saber prodigios jamás vistos por los ojos de sus perplejos contemporáneos.
Bacon ha estudiado en Oxford con el gran Roberto Grosseteste, que le trasmite su afición y su dominio de las matemáticas despreciadas por los teólogos del continente. En la universidad inglesa tiene también ocasión de conocer el árabe y a través de él las ciencias de la naturaleza que están en pleno florecimiento en el Islam. Su filosofía está influida por Platón, Aristóteles, Agustín y Avicena, el maestro de los orientales.
Después de acabar sus estudios, Bacon vive en París hasta 1250, y desde este año hasta el 57 enseña en Oxford en circunstancias cada vez más difíciles. Sus maestros Adam de Marisco y Roberto Grosseteste se jubilan o mueren. En 1255 San Buenaventura pasa a ser general de los franciscanos e imprime a la orden una dirección más cercana al misticismo de Agustín y Francisco de Asís que al estudio de las matemáticas y de las ciencias positivas. Rogerio Bacon debe dejar su cátedra y trasladarse a París, donde esta vez estará sometido a una rígida censura.
Desde el año 1265 al 68, Rogerio Bacon, por ruego y mandato del Papa, escribe su Opus maius y enseguida el Opus minus y el Opus tertium, un resumen y una introducción de esta obra inicial. Interesa conocer el ámbito social en que se desarrolla esta intensa labor intelectual.
La lectura paralela del libro de viajes de Guillermo de Rubruquis, del Opus maius y de la carta de Clemente IV descubre una comunidad de ilustrados que, como de costumbre, están en Francia en la corte de Luis IX. Guillermo habla familiarmente de París y de los ministros de la corona. A su vez Bacon en el Opus maius cita repetidamente el libro sobre las costumbres de los mongoles de Rubruquis, sólo diez años después del histórico viaje. Por su parte Guy Foulquies conoce a San Luis, del que fue secretario, y al mismo Bacon al que encomienda la preparación de su programa misional. En fin, el propio rey envía embajadas de dominicos y franciscanos al Extremo Oriente y es el centro de este movimiento ecuménico.
Por otra parte los años 60 son la edad de oro de la filosofía en los estudios de París. Bacon tiene la suerte de conocer muy bien a los aristotélicos y agustinianos parisinos, que son el complemento de sus antiguos maestros de la escuela de Oxford y a sus fuentes árabes, especialmente Avicena. La conjunción de todos estos factores políticos, científicos, teológicos y filosóficos es causa suficiente para que una personalidad original proyecte una forma de pensar radicalmente nueva. Además iniciará una polémica en torno a Avicena, que se va a superponer a la que Sigerio y Tomás de Aquino mantienen en esos mismos años sobre Aristóteles filtrado por Averroes.
Después de los años sesenta, Bacon vuelve a caer en desgracia. Su protector Clemente IV muere en 1268 y la sede de Roma queda vacante durante un largo bienio, mientras los cardenales italianos y franceses asisten a una elección interminable. Luis IX muere en Túnez en la última cruzada. En fin, el Papa Gregorio X debe su elección a la corriente más ortodoxa dirigida por San Buenaventura.
Bacon escribe todavía en esta época el Compendium studii philosophiae, pero su libertad de pensamiento y su imprudencia al atacar los vicios y la ignorancia de los hombres de la iglesia incluidos los de la propia orden crea en torno a él un ambiente cada vez más hostil. En 1277 el Capítulo General de los franciscanos condena las «novedades sospechosas» de Rogerio Bacon y lo deja encerrado durante catorce años en prisión.
A finales del siglo, en el año 1292, el filósofo, libre por fin, escribe su último tratado, Compendium theologiae. Un poco después de terminarlo muere. Deja en la historia de la filosofía y la teología la imagen de un espíritu revolucionario e inconformista. Su doctrina encaja muy bien en esta vida y en esta situación histórica conflictiva.
Ecumenismo
Lo que desde el principio al fin distingue a Bacon de los pensadores antiguos o contemporáneos es su vocación ecuménica. Todas y cada una de las partes de su Opus maius están preparadas para lograr una comunicación y un diálogo con las culturas y las religiones esparcidas en aquel momento por todo el mundo, incluso las más alejadas en el espacio.
Para ello Bacon necesita poner al día los estudios de filología. Insiste en la necesidad de conocer, además de la lengua latina, el griego y lo que es más nuevo, el arábigo, el hebreo y hasta el caldeo, nombre con el que designa confusamente el resto de los idiomas orientales. Esta revolucionaria propuesta de creación de un Instituto Internacional de Idiomas abre su obra y es el primer proyecto medieval de este carácter.
La otra gran novedad del Opus Maius es el estudio de la geografía del medio y lejano oriente. Bacon conoce el gran Imperio mongol, gracias a los relatos orales o escritos cada vez más frecuentes de los viajeros que atraviesan el Asia en caravana turística o llevando una embajada oficial. Como además supone que la tierra es esférica y que tiene un radio muy inferior al real, adelanta la teoría, tan equivocada como genial, de que España está relativamente cercana a las Indias. En los siglos siguientes, primero el cosmógrafo Pedro de Ailly y luego el mismo Colón, seguirán esta idea.
A pesar del conocimiento de los idiomas y de la geografía, la comunicación con los orientales sería imposible si los hombres no tuviesen una historia común. El esquema de la obra, y muy especialmente el libro segundo, describe cómo se desarrolla desde el primer momento esa historia, y cómo abarca a todos los pueblos en momentos alternantes de crecimiento y decadencia.
Bacon, igual que mucho más tarde Comte, entiende la historia en función de la marcha de la sabiduría. Esa sabiduría es única en un doble sentido. Horizontalmente, puesto que abarca a todos los pueblos y edades y verticalmente, pues todos los saberes, la ciencia, la filosofía y la teología, no hacen más que uno.
Rogerio Bacon recoge este doble aspecto en una frase lapidaria. «Una sola sabiduría ha sido dada por un solo Dios a un solo mundo y para un solo fin.» Según esto, la verdadera filosofía, que es principio del conocimiento, y la ley moral, que es su finalidad, son comunes y puede ser predicados a todos los hombres.
Bacon sabe que los orientales, sobre todo los sarracenos, dominan las ciencias puras, el quadrivium, y la medicina con mucha mayor perfección que los torpes tanteos de los occidentales. Los mongoles sustituyen las Escrituras por el arte de sus adivinos y sus magos, que pretenden dominar el futuro. Cualquiera que quiera predicar la sabiduría va a tropezar con esa ciencia muy superior y terminará confesando su ignorancia. De aquí la enorme importancia que en el esquema del Opus maius tienen las matemáticas, la astrología y las técnicas.
Afortunadamente la Universidad de Oxford, donde estudió Rogerio Bacon, está al tanto de los últimos progresos de las ciencias. Roberto Grosseteste, no sólo conoce la geometría y la aplica a la construcción del mundo físico, sino que trasmite al discípulo estudios de perspectiva y de óptica, y las leyes de transmisión de la luz. De todo ello hablan las partes cuarta y quinta del tratado del filósofo inglés.
Pero hay más, Bacon tiene la suerte de tratar en París a un oscuro y extraordinario personaje, Pedro de Maricourt, «el maestro de las experiencias». A través de él conoce un nuevo conocimiento que no se puede reducir a las matemáticas y sus derivaciones, que desborda las ciencias de los antiguos griegos y de los modernos orientales, y que es admirable por sus aplicaciones. Se llama –y el nombre aparece por primera vez en la historia– «Experimentalis scientia». La parte sexta del Opus maius entra a este nuevo y prodigioso continente.
La teoría del entendimiento
Cuando Bacon admite la posibilidad de comunicación entre todos los hombres tiene que suponer una doctrina del entendimiento que fundamente esa posibilidad. Afortunadamente para él los filósofos más eminentes parecen estar de acuerdo en esas ideas básicas.
El entendimiento es común porque los hombres reciben su conocimiento desde un sólo foco de luz. Esto introduce en el orbe de las realidades inteligibles una dualidad radical. En primer lugar tiene que existir un entendimiento único y separado que, igual que el sol, proyecta su luz sobre los hombres. Pero esto no es suficiente. Hace falta también, en ausencia de un entendimiento material, que cada uno de esos hombres pueda recibir la iluminación de ese foco supremo, es decir, hace falta que pueda entender. Hay por consiguiente un solo intelecto agente y muchos entendimientos individuales posibles. Bacon respeta este vocabulario y lo reinterpreta a su modo.
Los árabes orientales y sobre todos ellos Avicena, han elaborado una teoría del intelecto agente que en esencia va a ser la misma de Bacon. Ese entendimiento tiene siempre las ideas en acto y esa pura actualidad inteligible rechaza cualquier mezcla de materia. Por ello tiene que tratarse de una inteligencia separada, semejante a las que en la astronomía antigua y medieval mueven las esferas celestes.
El cielo, según esta filosofía que Avicena conoce por los griegos y trasmite a los árabes de España, funciona como un gigantesco engranaje al que Dios comunica su primer movimiento desde la periferia. Justamente al final de esta maquinaria en la esfera más cercana de la Luna, existe una inteligencia separada, que la hace moverse en una rotación ordenada y circular. Ella misma es la que ilumina a todos los hombres en funciones de intelecto agente.
Bacon, igual que otros teólogos cristianos, va a simplificar al máximo este esquema. El intelecto agente separado es el mismo Dios, que sin pasar por ningún intermediario, da luz al alma de cada hombre a través de su Palabra. De esta forma las tesis de los árabes se admiten, aunque corregidas por Agustín y por la misma fórmula del evangelio de San Juan.
Que Dios ilumine a todo hombre, traducido por pasiva, quiere decir que cada uno de los hombres puede recibir la luz intelectual dada por Dios y tiene un entendimiento posible. Y esto a su vez tiene dos consecuencias. Una que ese entendimiento posible es individual y propio de cada uno. En este punto Bacon sigue resueltamente a Avicena y se aparta de la tesis averroista. En rigor basta el origen único del conocimiento para dar razón de la comunidad de ideas y de saberes.
La segunda consecuencia está explicada en el difícil capítulo V de la segunda parte del Opus maius. Según este texto, el entendimiento agente es incorruptible en su esencia y en su ser, lo que quiere decir que está en acto de existir y de entender. El entendimiento posible es indestructible en su esencia, pero cuando está separado del principio que ilumina o del instrumento corporal que utiliza, no desarrolla las ciencias y deja de ser inteligente en acto. En resumen, el alma de cada hombre se identifica con su entendimiento posible. «Anima vero humana dicetur ab eis possibilis.»
La revelación
La teoría del doble entendimiento, agente y posible, es el fundamento de la iluminación que los filósofos más eminentes de todos los tiempos al parecer defienden. Esta comunidad en el modo de pensar posibilita la predicación a los pueblos más extraños y lejanos.
Bacon cita, primero que nadie, a Aristóteles, que precisamente en estos años empieza a ser el maestro indiscutible de la Edad Media. Según el libro III De Anima, el entendimiento (agente) es una sustancia distinta y separada. Lo mismo dicen los libros neoplatónicos del Pseudo Aristóteles. Los árabes orientales, concretamente Alfarabi y Avicena, recogen esta doctrina del gran maestro griego y repiten que la primera sustancia intelectual es distinta del entendimiento posible, no sólo por su función, sino también por su ser.
En fin los latinos, y al frente de ellos San Agustín, convierten a Dios en ese foco luminoso inicial que da luz a todos los hombres. Por medio de su doctrina de la iluminación Bacon interpreta a los griegos y los árabes, dando sencillez y universalidad a su pensamiento.
Según todas estas opiniones, casi infinitas en número, la sabiduría humana tiene su origen en Dios, «reducitur ad divinam». Pero no sólo porque el entendimiento agente o Dios ilumina la inteligencia, sino por otra razón totalmente inesperada. Efectivamente, Dios además de dar su luz revela desde el comienzo de la historia sus verdades. De esta forma la unidad de la sabiduría se completa con la unidad de toda la historia.
Dios en efecto, comunica este saber, que es al mismo tiempo teología, filosofía y ciencia, a Adán y los patriarcas, y les da una vida tan larga como hace falta para llegar a la perfección de todos los conocimientos. Es el primer momento estelar de la filosofía. A partir de aquí, Noé enseña a los caldeos y Abraham a los egipcios, y aunque la sabiduría de estos dos pueblos es secundaria y derivada, ellos son los maestros de la antigüedad.
Después de esta prehistoria mágica de la filosofía, Bacon describe con bastante exactitud histórica su segundo momento estelar. Empieza con Tales y se prolonga en una doble línea, la itálica protagonizada por Pitágoras, y la jónica que a través de Anaxágoras y Arquelao va a dar a Sócrates. Finalmente Aristóteles rectifica los errores de sus antecesores, completa su pensamiento y lo lleva a toda la perfección permitida en su tiempo. Después de él, la filosofía guarda otra vez silencio «a causa de la pérdida y escasez de libros, por la dificultad de la doctrina, por la envidia, y por las guerras de oriente».
Bacon va a dar el paso definitivo en su comprensión de la historia. Después de la aparición de Mahoma, Avicena, Averroes y los demás árabes restauran la filosofía de Aristóteles y consiguen exponerla con absoluta claridad. Es más, ya en la juventud del propio Bacon, son traducidas al latín sus obras de física y metafísica.
El filósofo inglés se proclama entre líneas heredero de Aristóteles, nuevo depositario de la iluminación y revelación, y en consecuencia protagonista último de la historia. Sus críticas a los filósofos contemporáneos y la hostilidad cada vez mayor de todos ellos subrayan esta decisión suya de resucitar en su persona el conocimiento tantas veces perdido. Esta vez la filosofía llegará a su plenitud, completada con la fé cristiana.
Concordancia de Filosofía y Teología
Bacon va a dar una solución distinta de la de Sigerio o Santo Tomás al problema central de la relación entre filosofía y teología. Desde luego no se trata de verdades distintas y contradictorias según se aborden por la razón o la fé. No se trata tampoco de que la razón deje abierta una cuestión que después la revelación define en un sentido o en otro. La revelación y la iluminación forman parte ahora de una sola sabiduría, dada por Dios a todos los hombres.
La filosofía, dejada a sí misma, es insuficiente. Sus cuestiones más comunes –Bacon cita como ejemplo típico el de los universales– están sujetos a una discusión interminable, sin que ningún maestro consiga alcanzar la verdad total. Si esto es así en un problema derivado y hasta cierto punto banal mucho más lo será en los principios fundamentales.
Además el contenido de la filosofía es el conocimiento de Dios a través de su obra, y el establecimiento de un código de conducta y unas leyes justas que aseguren la paz y la felicidad en esta vida con vistas a la futura. Todo eso es necesario para los cristianos y está de acuerdo con su revelación. En una palabra, la filosofía y la teología se solicitan recíprocamente y no son posibles la una sin la otra.
Así pues, es necesario –dice casi literalmente Rogerio Bacon– que los cristianos usen la filosofía al hablar de Dios, y que a la inversa tomen principios de teología en sus problemas filosóficos para hacer evidente en ambos casos la unidad de la sabiduría. Las autoridades no cristianas, que cita continuamente el Opus maius, Aristóteles, Alfarabi, Marco Tulio, Séneca, y por encima de todos ellos Avicena, reducen al parecer toda la filosofía a un tratado sobre Dios, hasta tal punto que se pueden encontrar perdidos en sus obras los artículos centrales de la fé. Al mismo tiempo escriben sobre las costumbres y sobre las leyes recibidas por revelación de legisladores, que son mediadores y lugartenientes de Dios.
Hay que aprovechar todas esas enseñanzas «ut mundus disponeretur ad fidem». Esta vocación ecuménica y apologética de la obra de Bacon se concreta todavía más. Para que haya fé tiene que haber convicción y esa convicción sólo puede tomar dos formas. O bien se consigue a través de milagros que ven los infieles y los fieles sin que nadie pueda dudar de ellos, o bien por otro camino común, que sólo puede ser la filosofía. Quienes lleguen a conocer ese saber recibirán sin contradicción y con gozo el complemento de la fé. «Porque están ávidos de sabiduría y son más aplicados que los cristianos.»
Bacon define todavía con más precisión esta concordancia entre el saber revelado y la filosofía. Hay verdades racionales comunes, y cualquiera las puede recibir de otro aunque en principio las ignore. Así pues, la iluminación a partir de un foco único de luz justifica la comunidad de ideas y la posibilidad de trasmitirlas. Pero sólo la revelación de Dios puede actualizar esa posibilidad. Así pues si la filosofía quedase abandonada a sí misma y separada del principio que la actualiza y le da su finalidad ecuménica, sería un saber totalmente vacío.
La razón y la fé tienen una relación muy concreta. El entendimiento de todos y cada uno de los hombres hace posible el conocimiento de una verdad que la revelación primitiva actualiza. La razón, ni contradice ni deja abiertas cuestiones. Es simplemente una posibilidad llevada al acto por la revelación.
La filosofía, tal como la entiende Bacon, y sobre todo su teoría de la iluminación, es un instrumento de evangelización. Mediante ella los sabios han de convencer mediante el diálogo y la discusión al mundo entero de la verdadera ley. La ambición apostólica de Bacon no tiene límites. En el libro séptimo del Opus maius habla de los sarracenos de Oriente, preparados a la conversión por Avicena, de los ingures –probablemente budistas– llevados ya a la fé en un único Dios gracias al trato con cristianos y sarracenos, y de los tártaros, también monoteístas según el libro de Rubruquis, que Bacon tiene en las manos. El ambiente ilustrado en que el filósofo inglés vive, primero en Oxford y luego en París, ayuda a entender plenamente su filosofía y a situarla en la propia circunstancia histórica.
San Buenaventura
Juan de Fidenza nace en 1221 cerca de Viterbo, y a los diecisiete años ingresa en la orden de frailes menores formando parte de su tercera generación. Aunque nace un poco después de la muerte de Francisco de Asís, recibe de él una nueva forma de ver al mundo y al hombre, que será decisiva en su pensamiento. Al hacerse franciscano, Juan cambia su nombre por el de Buenaventura.
Estudia en París con Alejandro de Hales y se licencia a los veintisiete años. Las dos nuevas órdenes, franciscanos y dominicos, tienen reservada por decisión de Roma una cátedra en la Universidad, y en ella enseña Buenaventura de 1249 a 1255. Cuando en este mismo año estalla el conflicto entre los maestros de la Universidad y los frailes regulares, tiene que abandonar París, pero muy pronto el Papa toma partido por los mendicantes y designa a Buenaventura nominalmente como titular de la cátedra franciscana y a Santo Tomás por los dominicos. En estos años comenta el libro de texto de todos los profesores medievales, las Sentencias de Pedro Lombardo, dejando ver ya en la interpretación su personalísima forma de pensar.
En el año 1256 y siempre al lado de Santo Tomás, Buenaventura recibe el grado máximo de Doctor. Casi al mismo tiempo es nombrado general de la orden y debe abandonar la enseñanza universitaria. Pero al mismo tiempo comienza a ser el centro de una serie de polémicas, que cubrirán el resto de su vida.
El motivo de su elección es ya conflictivo. Juan de Parma, anterior general, parece estar de acuerdo con la doctrina trinitaria y apocalíptica de Joaquín de Fiore. Según ella, después del reino del Padre –el Antiguo Testamento y la institución familiar– y del reino del Hijo –el Nuevo Testamento y la iglesia jerárquica–, llega el momento final de la historia, presidido por el Espíritu Santo y llevado por los monjes puramente espirituales y por los hombres comunes, los «parvuli». Aunque los franciscanos parecen los protagonistas de este tiempo último, sin embargo las ideas de sus «espirituales» son tan revolucionarias que encuentran oposición en la propia orden, en su facción conservadora.
Este primer conflicto termina oponiendo a Buenaventura con Juan de Parma, no sólo en su elección sino en una larga polémica que culmina en un proceso de excomunión contra Juan, alrededor del año 1263. Buenaventura va dibujándose como el representante máximo de los teólogos conservadores, y será fiel a esta forma de pensar y de ser hasta su muerte.
Desde su centro de operaciones de París, Buenaventura puede conocer todos los movimientos doctrinales de estos años. Es él quien comienza la polémica contra Sigerio y los maestros de la Escuela de Artes, por medio de una serie de sermones, editados más tarde con el título general de Collationes in Decem Praeceptis. Este conflicto, iniciado en el 1267, se prolonga un año después con los escritos de Santo Tomás.
Todavía muchos años después, en Abril y Mayo de 1273, pronuncia San Buenaventura delante de toda la elite intelectual de París las Collationes in Hexameron, donde de nuevo ataca la teoría averroista en sus puntos fundamentales. El ambiente y la resonancia creados por esos sermones de Buenaventura facilitan la reacción conservadora, representada por la condenación del obispo Tempier en 1277.
El Cónclave y el Concilio de Lyon
San Buenaventura va a seguir siendo el centro de polémicas cada vez más violentas. A la muerte de Clemente IV la sede apostólica está vacante por tres años, hasta 1271. La situación entre los electores es tan tensa que la asamblea abierta de los cardenales se trasforma, por primera vez en la historia, en una reunión cerrada y secreta.
Antes de empezar este cónclave el día 1 de Septiembre, San Buenaventura se traslada a Viterbo para intervenir en una difícil decisión. Testimonios históricos fiables aseguran que es él quien, gracias al prestigio alcanzado en la Iglesia propone y consigue que el nuevo papa sea elegido por consenso de los cardenales. El mismo parece tener una influencia decisiva en el nombramiento, totalmente atípico. Porque Tebaldo Visconti, que va a ser Sumo Pontífice con el alias de Gregorio X es un cruzado, que en el momento de su nombramiento está en la ciudad de Acre, en Tierra Santa. No es cardenal ni obispo ni siquiera sacerdote, y por eso debe ser ordenado y consagrado en 1272. Desde ahora Buenaventura se convierte en su brazo derecho y en el ideólogo oficial de la Iglesia.
Gregorio X y después de él sus sucesores, olvidan las aventuras ecuménicas de Luis IX y de toda su corte de ilustrados. Los cien sabios que Qubilay Khan ha pedido a Roma quedan reducidos a dos monjes timoratos, que huyen –tal como lo describe Marco Polo– ante la primera amenaza de peligro. Desde entonces y a pesar de las constantes embajadas de los tártaros, que solicitan ayuda para hacer una pinza que anule al poder de los sarracenos, y a pesar de sus promesas, más o menos veladas y sinceras de bautizar su inmenso imperio en Asia, la cristiandad occidental renuncia definitivamente al espíritu de cruzada y se encierra en Europa.
En cambio el Papa, y con él los grandes teólogos orientales y occidentales, preparan cuidadosamente un concilio en la ciudad de Lyon para conseguir y asegurar la unión de las iglesias griega y latina. San Buenaventura va a dirigir este cambio de rumbo en la política de Roma, colaborando con el papa que es su amigo y deudor. Es él mismo quien elige y presenta en Roma la embajada, presidida por Jerónimo de Ascoli, para convocar al Emperador y a los obispos bizantinos.
En Mayo de 1274 comienza por fin el Concilio. Buenaventura se ha convertido en la primera autoridad de la Iglesia por su ciencia y por su jerarquía –acaba de ser nombrado obispo cardenal–. El otro gran doctor, Tomás de Aquino, llamado también a Lyon por el Papa, muere en el camino. El concilio va a tener un éxito inicial que durará muy poco, pero lo suficiente para ser la apoteosis de San Buenaventura.
Muy pocos días después, llegan despachos anunciando la llegada de Jerónimo y de sus compañeros. Vienen con ellos delegados del emperador Miguel Paleólogo pidiendo la unión de las dos iglesias. Gregorio X convoca una sesión solemne en la catedral de Lyon y allí predica Buenaventura un sermón triunfal. «Exsurge Ierusalem, sta in excelsis».
El 28 de Junio queda sellada oficialmente la unidad con la iglesia griega en una misa bilingüe, animada también por la predicación del gran doctor. Es su último acto oficial, pues inmediatamente cae víctima de una enfermedad gravísima y fulminante que termina con su vida en dos semanas. Buenaventura no ha llevado una vida de estudioso desentendido de las cuestiones de su época. Bien al contrario, desde su polémica con los espirituales, después con los averroistas en los años sesenta, hasta llegar a esta apoteosis final, participa activamente en todos los problemas que plantea su situación histórica.
Los escritos
Todos los escritos polémicos de Buenaventura quedarían convertidos en pura retórica si no estuviesen apoyados en un sistema de pensamiento trasmitido a través de unos pocos pero fundamentales tratados. El más temprano de todos está fechado en 1251 e intenta reducir todos los saberes a la teología. (De reductione artium ad theologiam.) El tema recuerda uno de los tópicos preferidos de Rogerio Bacon.
El Breviloquio, anterior a 1257, consiste en un catecismo sin demasiada originalidad, que expone la teología oficial vigente en la Baja Edad Media con toda suerte de complicaciones. Por lo mismo no tiene pretensiones ecuménicas y está escrito pensando en la dogmática y en la edificación interna de la Iglesia Católica.
Totalmente distinto es el Itinerarium Mentis in Deum, compuesto en 1259, cuando Buenaventura ya ha abandonado la enseñanza y es general de los franciscanos. Apoyándose en la doctrina de la iluminación de Agustín y en las intuiciones primeras de Francisco de Asís, supone que el mundo creado es una expresión de Dios. Cada una de las criaturas y en particular el hombre, son como vidrieras que tamizan la luz divina y la multiplican en mil figuras distintas. La creación es al mismo tiempo una revelación.
En los dos tratados más importantes, la Reductio y el Itinerarium, aparece de una u otra forma la doctrina de la iluminación, la misma que en principio dirige el pensamiento de Rogerio Bacon. El establecimiento de una sabiduría única revelada por Dios es en la primera obra de San Buenaventura un complicado sistema muy inferior a la genial aventura del Opus maius. En cuanto al Itinerarium, vuelve a recoger esa idea de un saber común, lo retira de la historia y lo centra en cada alma individual.
Todavía son más notables las diferencias entre los dos pensadores franciscanos atendiendo a sus fuentes. Buenaventura cita continuamente a Agustín o se inspira en sus ideas y sus textos literales. Aparte de Aristóteles, todos los otros escritores que le apoyan son teólogos o filósofos de la Iglesia: San Anselmo, San Bernardo, Hugo de San Víctor o el Pseudo Dionisio. Bacon, en cambio se refiere continuamente a autores extraeclesiásticos, Cicerón, Alfarabi, Avicena, los filósofos «de la casa de Aristóteles», Séneca, Demócrito, Hermes Trismegisto. Todos los conocimientos vienen, de una forma más o menos indirecta, de la revelación primitiva, y por eso todos los hombres pueden hablar y entender en las cosas de Dios.
Aunque Buenaventura es, por su temática y sus fuentes, el polo opuesto de Rogerio Bacon, es injusto reducir su doctrina a un antiavicenismo. Es cierto que el movimiento conservador que él preside impide la reforma de la Iglesia desde dentro y hace inevitable a la larga la revolución protestante. Pero los rasgos positivos de su contradictoria personalidad son también decisivos a la hora de definir la nueva época y el nuevo tipo de hombre
Para empezar San Buenaventura prolonga y perfecciona la doctrina de la iluminación de Agustín y la mística de Hugo de San Víctor y del propio San Francisco. Místico vale tanto como oculto, incomunicable. El fundamento de este secreto radica en el carácter individual de cada mente, capaz de iluminar su campo inteligible, gracias al poder recibido de Dios. San Buenaventura, igual que Santo Tomás y en oposición a la filosofía arábiga, convierte a cada individuo en el protagonista de su propia aventura intelectual.
Además Buenaventura es el muñidor del Concilio de Lyon, el primero en que la iglesia latina entra después de muchos siglos en contacto con los griegos. Los obispos ortodoxos frustran por su intolerancia la unidad, celebrada y cantada en Lyon y aceptada por el Emperador Miguel. Pero la comunicación entre el occidente y Bizancio crea un espacio cultural único, que se amplía y consolida en los dos siglos siguientes.
La iluminación
Buenaventura, igual que Rogerio Bacon, entiende a Dios como un principio que ilumina las mentes de todos los hombres. Pero su teoría de la iluminación es totalmente distinta a la del Opus maius. No se trata de una revelación comunicada a los primeros patriarcas, una especie de ducha de luz llovida desde el cielo de un foco luminoso único, sino de algo mucho más radical todavía. Pues la creación del universo es al mismo tiempo una iluminación, la más concreta, universal y primera.
Todo esto obliga a San Buenaventura a reflexionar sobre el acto creador. Para empezar, rechaza las teorías de Aristóteles y de Averroes y del mismo Tomás de Aquino. La creación no es ni puede ser eterna y circular, pues esa simple posibilidad implicaría una serie de contradicciones. Dios crea de forma tal que el tiempo es una dimensión interna del mundo, pero no del acto creador. Es el sentido al que apunta la frase de San Agustín: «Deus creavit omnia simul.»
En este sentido la creación empieza ya a ser revelación, es decir, novedad. Para que lo sea plenamente hacen falta además dos cosas. Una, que los seres expresen a su creador, cada uno desde un punto de vista propio. Otra, que el mismo Dios comunique a la mente humana la fuerza para que desde sí misma se haga entender el mundo y su sentido.
Así pues, cada cosa, en su individual y concreta realidad, expresa a su hacedor, como la obra de arte revela al pintor o escultor que la realiza. La creación es ya una iluminación, hasta tal punto que no necesita el añadido de una sabiduría recibida a posteriori por el entendimiento del hombre.
San Buenaventura simplifica también la teoría del doble entendimiento agente y posible. En principio viene a decir que la creación de la mente humana es eo ipso una iluminación. Efectivamente, Dios no crea entendimientos puramente posibles que después actualiza en una revelación venida de fuera. Es cierto que es la causa absolutamente primera, pero lo es porque da a la mente humana la fuerza en virtud de la cual realiza su actividad propia de entender.
El concepto y el término de «vis activa», que Buenaventura toma de Agustín y que traduce fielmente la dynamis de los griegos, es algo intermedio entre la pura actualidad del intelecto agente –o de Dios en el caso de Bacon–, y la pura receptividad del entendimiento posible. Cuando Dios crea la inteligencia del hombre, le comunica en ese mismo acto creador la fuerza por la que entiende, y en este sentido le da luz, le ilumina. Bien entendido que este poder recibido del principio primero, es algo que se tiene en propiedad y que no precisa de una acción externa.
El intelecto
San Buenaventura, partiendo de esta doctrina de la iluminación, aplica al entendimiento humano una serie de categorías. En primer lugar, es de suyo individual. Eso quiere decir que el principio de individuación no le viene de la materia extensa, tal como sucede en Santo Tomás sino de su propia entidad compuesta de actualidad y potencialidad, o lo que es igual, de materia y forma. Ese individuo que no está determinado por un cuerpo es el sujeto primero del conocimiento.
Ahora ya es posible traducir con toda precisión el título de la obra central de Buenaventura. «Itinerarium mentis in Deum» quiere decir «camino hacia Dios del alma», pero del alma de cada hombre concreto. Por eso mismo el libro no es un tratado abstracto de teología o filosofía, sino la descripción de una intuición mística, oculta y cerrada, que por eso mismo supone el carácter individual e íntimo del sujeto que conoce.
La individualidad que de suyo tiene cada alma asegura su independencia y subsistencia con relación al cuerpo. Precisamente porque es una entidad completa, el alma de cada uno mantiene íntegra, incluso en estado de separación, su forma de ser y de conocer. Ciertamente que no tiene entonces el conocimiento sensible ni los correspondientes conceptos abstractos, pero es capaz de entenderse a sí misma y de ascender, desde este entendimiento hacia Dios, que es fuente y principio de luz. El alma, cada alma, es según la fórmula de Agustín, inmediatamente inteligible por sí misma.
El carácter reflexivo de este conocimiento elimina de raíz –de una forma mucho más contundente que la de Santo Tomás– la posibilidad de un entendimiento único para toda la especie. Cada alma intelectiva es independiente de todo intelecto común, agente o posible, y de la misma sustancia corpórea. Esa reflexividad proporciona a cada espíritu un objeto de conocimiento propio, distinto y separado de todo el mundo corpóreo y sensible. La actividad intelectual es, por el sujeto de que emana y por su objeto, individual y autosuficiente
Finalmente el entendimiento humano es un acto, pero –igual que todas las cosas creadas– está afectado de potencia, y a la inversa, es una posibilidad y una potencia, pero afectada de cierta actualidad. Esta mezcla esencial de acto y potencia en conexión recíproca y necesaria definen el tercer carácter del intelecto en cuanto actividad o «fuerza activa». La dynamis, en efecto, no es pura receptividad ni es un puro acto. Tampoco es un movimiento, que pasa a una de estas dos formas de ser, abandonando la otra. En cada vis está incoativamente su propia y específica actualidad.
Todos estos rasgos de la mente humana están mutuamente implicados. Porque la inteligencia tiene materia y forma, potencia y acto, es una entidad completa, porque es completa tiene en sí misma el principio de individuación, es de suyo individual. Porque es individual es independiente de cualquier cuerpo.
Queda ahora claro lo que es la iluminación para San Buenaventura. Desde el punto de vista de Dios es la creación de una fuerza activa, capaz de entender, y de un mundo que es su expresión y como su libro. Desde el punto de vista del hombre es la ascensión de cada alma individual, por tramos, hacia su primer principio, en un conocimiento íntimo y oculto.
El camino hacia Dios.
Los momentos de esta iluminación y de la correlativa ascensión del alma son tres. Cada una de las cosas creadas es como un cuadro a través del cual Dios se expresa y se manifiesta. El alma conoce a Dios por medio de sus criaturas, pero este conocimiento mediato es al mismo tiempo directo, igual que la visión de la luz por medio de los colores.
El mundo es un gigantesco y variado paisaje, donde cada realidad retrata a Dios desde su peculiar forma de ser. El gran doctor místico no construye argumentos escasos y con pretensiones de demostración apodíctica. Lo que hace es describir puntos de vista infinitos y complementarios sobre Dios.
El conocimiento místico de Dios hace pensar en las vidrieras de las catedrales, que van creando una espléndida cultura visual y que presentan los misterios de la fé a los ojos del pueblo. Hace pensar también en la mística de Francisco de Asís, que descubre a Dios en cada uno de los detalles de la naturaleza, las bestias, las plantas, los elementos hermanos.
El segundo momento de esta iluminación y el segundo tramo de la ascensión a Dios se detiene en la mente humana, que es su imagen y semejanza. Esta vez no se trata sólo de un cuadro que expresa a Dios, sino de un autorretrato de ese pintor supremo. La manifestación de Dios en la mente humana es tan perfecta que basta mirar dentro de ella para contemplarle como en un espejo. Buenaventura se inspira otra vez en Agustín, y a través de una penetrante descripción logra descubrir en cada hombre la imagen de la Trinidad.
El alma es esencialmente una fuerza activa y por consiguiente se identifica con sus potencias. Es por consiguiente un ser uno, pero tiene sin perder esa unidad, una estructura ternaria. La memoria de sí mismo es el fundamento del conocimiento reflexivo intelectual y los dos juntos el principio del propio amor. También esta imagen perfecta, una y trina, lleva directamente al conocimiento de lo que representa.
Estos dos primeros tramos de la ascensión del hombre en dirección a su principio creador e iluminador culminan en un tercer momento con la contemplación de la divinidad por sí misma. Este estadio final, por otra parte indescriptible, no pertenecen a la filosofía ni a la teología. Pero en cambio la doctrina según la cual la mente humana puede acceder a Dios, se funda sobre unos principios que la filosofía puede expresar con toda claridad.
Si es verdad que Dios se expresa en sus obras como la luz pura invisible se manifiesta por medio de los colores, entonces lo mismo que esa luz física está presente formalmente a la vista, Dios también está más que presente (praesentissimus) a la mente del hombre.
Esta analogía entre la luz creadora y la sensible arrastra dos consecuencias. El primer principio no es inmediatamente inteligible en cuanto contenido de consciencia, pero en él y por él se conocen con evidencia intelectual todas las cosas. Por otra parte al estar formalmente presente a la mente humana, se puede inferir reduplicativamente su existencia a partir de su carácter de perfección y necesidad.
El sentido histórico
La personalidad paradójica de Buenaventura recuerda a San Agustín, su gran maestro de vida y doctrina. Por una parte representa la corriente católica más conservadora, opuesta al ímpetu reformista de los «espirituales». Ello es tanto más notable cuanto que le toca presidir durante años decisivos la orden de los frailes menores, que son la cabeza de esta revolución dentro de la Iglesia.
En este sentido, está cada vez más cercano a la jerarquía oficial y llega a decidir en momentos difíciles y ambiguos quiénes han de ser los futuros papas. Después se convierte en la mano derecha de Gregorio X, organiza el Concilio de Lyon, canta con excesivo optimismo la unión de las dos iglesias. En fin polemiza con los discípulos de Joaquín de Fiore, con los averroistas, sin contar a Avicena y al propio Roger Bacon.
Pero este talante conservador choca violentamente con su nueva visión del mundo y del hombre. Pues Buenaventura es, además de obispo cardenal y jefe en la sombra de la Iglesia, un fraile menor que lleva dentro la forma de ser y de pensar de Francisco de Asís. Su Itinerarium acepta con gozo el mundo y hasta le da valor sagrado. Y afirma con mucha más contundencia que todos sus contemporáneos el valor del hombre individual y su mente, los únicos que tienen acceso directo a lo absoluto.