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El Catoblepas, número 27, mayo 2004
  El Catoblepasnúmero 27 • mayo 2004 • página 12
Polémica

Réplica a la crítica
de mi novela La Comunera

Toti Martínez de Lezea

Ante la crítica de Sigfrido Samet Letichevsky
publicada en El Catoblepas, nº 26

He leído atentamente la crítica de Sigfrido Samet Letichevsky aparecida en El Catoblepas (nº 26, pág. 23) y desearía puntualizar determinados aspectos inexactos de la misma.

Para empezar: no he reescrito el libro de Joseph Pérez, Los Comuneros; lo he utilizado para informarme, al igual que lo hecho con muchos otros que aparecen referenciados al final del libro. Creo tener la suficiente capacidad analítica para aceptar, elegir o desechar criterios ajenos a los míos y, precisamente, Joseph Pérez no es nada benevolente con doña María Pacheco a la que dedica media docena de líneas y tilda de ambiciosa, como hacen la mayoría de los historiadores, y con lo cual no estoy en absoluto de acuerdo según se desprende del personaje descrito en la novela.

En efecto, novelar una historia real y bien documentada como es ésta de las Comunidades, ha sido un gran esfuerzo. No sólo porque no podía salirme del «guión», sino porque también tenía que interpretar hechos y actitudes que ningún historiador explica, plantear hipótesis y darles respuesta.

Lo que el señor Samet comenta sobre los judíos conversos y sus posibles implicaciones en el movimiento comunero, ya lo pensé en su momento, pero tampoco existe una base real para afirmar, aunque sí supuesta, de que tuvieran una incidencia importante en los hechos, no al menos desde el punto de vista de participación activa puesto que en la lista de los 300 exceptuados del perdón de Carlos I no aparecen apellidos conversos.

Y, por cierto, entre estos nombres sólo hay un noble, el conde de Salvatierra de Álava y varios hidalgos. El resto, los responsables, los cabecillas, los instigadores de la revuelta, son gentes del pueblo, artesanos, frailes, escribanos, médicos, etc. y ello contradice a quienes afirman que el movimiento comunero fue liderado por los nobles e hidalgos.

Probablemente había gafas o cristales de aumento en el siglo XVI. Muchos de los detalles que he puesto en el libro los da el propio conde de Tendilla en sus cartas, más de 700, que escribió a lo largo de su vida (la «forchetta», la peluca, la dentadura, la exquisita educación proporcionada a todos sus hijos, el rechazo de su hija a matrimoniar en desventaja, el cariño que le tenía a su yerno Padilla...) y que don José Luis García de Paz, gran conocedor de todo lo concerniente a los Mendoza, me ha hecho saber a través de los numerosos contactos que hemos mantenido sobre el asunto.

Sobre el «salón de doña Sancha de Guzmán» me remito a la profesora doña Carmen Vaquero, especializada en el siglo XVI en Toledo y más concretamente en Garcilaso de la Vega. Según ella, las damas del barrio de Santa Leocadia tienen nombres y apellidos y había entre ellas grandes estudiosas; se reunían para intercambiar opiniones y hablar sobre literatura y política, e imagino que no lo harían en la cocina, aunque alguno piense lo contrario.

Lo de las «tendencias literarias» puede parecer, como dice el señor Samet, demasiado sorprendente pocos años después de la invención de la imprenta, pero... ¿acaso no se leía antes? ¿Cómo se conocieron las obras de Chrétien de Troyes y de Monmouth, que tanta influencia tuvieron en la saga griálica? Don Juan Manuel, Jorge Manrique, Juan Ruiz, Santillana, Joanot Martorell, Rojas, por citar algunos en España, eran conocidos y no se puede pensar que lo eran exclusivamente por la representación pública de sus sonetos, cuentos, narraciones u obras de teatro. Estamos hablando de unas señoras pertenecientes a la clase más rica y poderosa de Toledo, con poder adquisitivo para comprar libros o, en todo caso, hacérselos prestar por quienes los tuvieran.

El habla «modernizada» de mis novelas es una constante. Me interesa que el lector pueda leer sin diccionario lo que escribo y ocurre muchas veces que los escritores de novela histórica caen en el peligro de querer remedar en demasía vocablos y formas idiomáticas de la época que tratan, pero, según mi opinión, este es un error por dos razones: si escribiésemos como realmente hablaban entonces no lo entendería nadie y porque resultaría terriblemente aburrido. Escribo como hablo, es decir, en castellano actual sin ningún complejo por el hecho de estar escribiendo una novela histórica ubicada en el siglo XVI.

Por supuesto que las seis últimas páginas son inventadas por mí, a pesar de que Manuccio, un impresor italiano del siglo XVI, dejó escrito que «si se hubiera publicado la obra de doña María Pacheco, ella habría sido uno de los grandes autores del siglo». De esa obra, de sus escritos, nada se sabe. Probablemente desaparecieron como tantos otros testimonios o fueron destruidos, ¿quién sabe? Sabríamos exactamente cómo pensaba y porque actuó como lo hizo. Mientras no aparezcan, todo es mera suposición y yo tengo el mismo derecho que los autores de ensayos históricos a plantear las hipótesis que considere oportunas.

De todos modos, en lo referente a doña María Pacheco, todos los que se han ocupado del tema de las Comunidades, incluido el admirado Joseph Pérez, como ya he mencionada más arriba, se han limitado a aceptar escritos anteriores, comenzando por las crónicas escritas en la época de los acontecimientos. Ni uno solo de entre ellos da media oportunidad a esta mujer, la condenan de nuevo sin juicio; «ambiciosa», «mandona», «quiso ser reina», «empujó a su marido a la revuelta»... ¿Y cómo podían considerar los cronistas a una mujer noble, culta y rica que apoyó un movimiento contrario a sus propios intereses de clase y a sus parientes?

Al comenzar a estudiar este tema, no tenía ni idea dónde iba a situar la acción, ni quiénes iban a ser los protagonistas. Me interesaba y eso suele ser suficiente para que me meta en camisa de once varas. A medida que fui leyendo los libros referenciados al final de la novela y muchos otros que no he mencionado por no hacer una lista exhaustiva, de diferentes autores, de opiniones encontradas, tuve la certeza de que el personaje principal tenía que ser ella porque estuvo desde el principio hasta el final, y que la acción transcurriría en Toledo por ser en esta ciudad donde comenzó y finalizó la revuelta. Si las opiniones existentes me hubieran convencido, así lo habría expuesto, pero no me convencieron. Y aquí van algunas de las razones:

—María Pacheco fue una mujer ilustrada y pudo haber leído a Platón y compañía. El señor Samet menciona un párrafo de Platón sobre la jefatura, pero olvida que en la época de Platón no había reyes en Grecia, así que no ha de tomarse en ese sentido. Padilla era un jefe, y también lo fue doña María a la muerte de él. He leído a Platón y también a Tomás Moro y se podrían escoger muchos otros párrafos en los que hablan de la justicia, la moral, la libertad. De todos modos, los comuneros en ningún momento se opusieron a la figura de la monarquía, era inconcebible en aquel tiempo imaginarse un país sin rey, pero sí insistieron en la legalidad vigente y en que la «propiedad» del reino lo detentaba doña Juana I. También insistieron en la defensa de los derechos y libertades de ciudades y villas que el rey y sus consejeros pretendían conculcar.

Reparto de riquezas, equidad, gobierno del pueblo, libre elección de gobernantes... son expresiones que aparecen en Platón, Moro y otros humanistas. No sé de qué se extraña el señor Samet y por qué las llama modernas cuando, en realidad, son muy, muy antiguas.

Por otra parte, en aquella época los nobles y los hidalgos no pagaban impuestos. Es decir, toda la carga económica del reino se apoyaba en los habitantes de las villas y ciudades que no dependían del señor de turno, algo que sí le ocurría a la mayoría de los campesinos. Las demandas de Carlos I eran exorbitantes. Era lógico que los villanos reclamasen mayor igualdad. No hablo de un reparto tipo comunista en cuanto a propiedades y bienes, sino en cuanto al pago de los impuestos, algo que ahora nos parece perfectamente normal y que, seguramente, en aquellos tiempos también fue una reivindicación natural. ¿Por qué no pagaban también quienes más tenían: los propietarios de tierras y aldeas, los propietarios de ganado, mayoritariamente nobles?

El feudalismo fue una forma de explotación en beneficio de unos muy pocos habitantes de este país y del resto de Europa, por supuesto. No estoy de acuerdo con el señor Samet en cuanto a la necesidad de esos «grandes padres» que velaban por la seguridad de sus campesinos. Los RRCC privilegiaron el envío a Flandes de la mejor lana castellana y la industria textil, industria básica de Castilla, sufrió un retroceso tremendo y fue también la causa de la ruina y del hambre que padecieron las villas y ciudades. La lana volvía en forma de tejidos ricos, sólo al alcance de los potentados. Y no hay que olvidar que el negocio textil era la principal fuente económica de Castilla que quedó así en manos de los propietarios de rebaños y de los grandes comerciantes, tanto castellanos como flamencos.

Para acabar y hacer referencia a los últimos párrafos de la crítica. Cien años después del levantamiento comunero tuvo lugar la revolución de Cromwell en Inglaterra. Después de su victoria y dictadura, volvió la monarquía pero ya no fue igual e Inglaterra no está precisamente atrasada. Doscientos años después, tuvo lugar la revolución francesa, ya conocemos los resultados, y Francia tampoco está atrasada. Que nadie se equivoque, los pueblos han progresado porque sus habitantes han luchado por ello a lo largo de la Historia con mayor o menor fortuna. Los detentadores del poder sólo han propiciado mejoras sociales y económicas de los países que han gobernado en contadas ocasiones; muy al contrario, se han beneficiado del trabajo y el esfuerzo del pueblo y únicamente han aceptado cambios cuando se han visto obligados a ello.

 

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