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El Catoblepas, número 27, mayo 2004
  El Catoblepasnúmero 27 • mayo 2004 • página 15
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Sobre la «Eutanasia procesal» indice de la polémica

José Antonio Cabo

Con motivo de los atentados terroristas del 11 de marzo, algunas voces han intentado reabrir el debate sobre la pena capital. La más interesante e incomprendida ha sido la del profesor Bueno. Sin pretender ser original, repasaré algunos de los problemas que plantea esta espinosa cuestión

En su último libro, titulado provocativamente Panfleto contra la democracia realmente existente, el filósofo Gustavo Bueno vuelve sobre su idea de que la pena de muerte no sólo no es incompatible con la democracia, sino que debería constituir un componente indispensable de la misma. En esto parece seguir la afirmación de Locke al comienzo del Segundo Tratado, cuando incluye en su definición del poder político el «derecho a hacer leyes con penas de muerte». Un gobierno legítimo, parece decirnos Locke, no es tal si carece del derecho a imponer la pena capital. Quizá Bueno esté de acuerdo con esta interpretación. No lo sé. Otros autores (John Simmons, por ejemplo) han argumentado que la verdadera postura de Locke al respecto no fue tan extrema.

La idea de «eutanasia procesal» invita a pensar en el asesino como un enfermo moral de tipo terminal, incurable e irrecuperable para la sociedad. Dada la popularidad de la eutanasia en otros ámbitos, es posible que dicha denominación haga parecer más defendible –incluso «humanitaria»– la condena a muerte del asesino. Sin embargo, cambiarle el nombre a la pena de muerte no resuelve el problema de fondo. ¿Puede Bueno demostrar que el asesino desearía su propia muerte si fuese consciente de la gravedad de su enfermedad moral? Han existido casos de asesinos que han reclamado ser ejecutados, pero no siempre se mostraban arrepentidos de sus actos. Y, si se arrepintiesen sinceramente, dando muestras de una mejoría en su salud moral, ¿deberían ser perdonados? Surgen demasiadas dudas cuando examinamos los argumentos a favor de la llamada eutanasia procesal. Desgraciadamente, muchos de los argumentos que suelen esgrimirse en contra de ella son defectuosos.

Gustavo Bueno es uno de los escasos pensadores realmente estimulantes del desnutrido panorama cultural español, y sus interesantes teorías sobre la pena de muerte (o «eutanasia procesal», como prefiere llamarla) merecen ser escuchadas y discutidas. Esto es especialmente necesario si no estamos de acuerdo con ellas, pues ante una idea que nos parece equivocada o inaceptable, sólo tenemos dos posibilidades: ignorarla (y esperar que desaparezca sola, cosa que probablemente no sucederá) o intentar rebatirla con la fuerza de nuestros mejores argumentos. Lo único que nunca debería hacerse es pedir que sea silenciada o censurada. Desgraciadamente, esto último es lo que ha venido sucediendo con más frecuencia.

Ni por un momento se me ha ocurrido que Gustavo Bueno esté proponiendo en serio reinstaurar la pena de muerte en España. Siempre se ha mantenido en el terreno de la filosofía, no en el de la política ni el derecho. Por tanto, no hay ningún peligro de que se ponga a recoger firmas en las calles. Además, aunque una medida así aplicada, por ejemplo, a los terroristas, pudiese obtener cierto apoyo popular, sería muy difícil que ningún partido político se atreviese a incorporarla a su programa. Dado el presente clima, hacerlo sería prestarse voluntariamente a ser catalogado de por vida como loco reaccionario de la peor calaña. El propio Bueno ha sido blanco de toda una artillería de palabras arrojadizas esgrimidas por aquellos que creen que descalificándole personalmente podrán evitar el penoso trabajo de contestar a sus razones con otras razones más convincentes. Pero, como sucede con la censura y el silencio, esta táctica no funciona.

El profesor Bueno sabe que muchos de los argumentos que se suelen emplear contra la pena capital son claramente vulnerables. En su mayoría son argumentos que apelan a los sentimientos y no a la razón. Esto es lo que hace Amnistía Internacional, por ejemplo, cuando pone el énfasis en los sufrimientos del condenado. No dudo que pasar años en el «corredor de la muerte» y enfrentarse a ciertos métodos de ejecución muy dolorosos sea, en efecto, una perspectiva horrible. Pero ¿es más defendible el sistema chino de ejecuciones inmediatas mediante un disparo en la nuca porque consigue disminuir considerablemente el sufrimiento del reo? Está claro que para Amnistía Internacional tampoco esto es aceptable, y que la citada ONG cuenta con otros argumentos para deplorar la pena capital distintos de la apelación al sufrimiento (y si, como es lógico, deploran también las manifestaciones públicas del profesor Bueno sobre el particular, quizá debería entablar con él un debate filosófico). Además, si hacemos del sufrimiento nuestro argumento central y casi exclusivo, tendremos dificultades para rechazar la pena capital de manera universal y categórica. Pensemos en un asesino que resulta además estar enfermo de un cáncer incurable. La máxima de evitar el sufrimiento a toda costa nos pondría ante un dilema, pues en ese caso la inyección letal podría ser más humanitaria que la enfermedad.

Otro argumento vulnerable es el de la discriminación en la aplicación del castigo máximo. Así, algunas personas sostienen que los negros estadounidenses son condenados a muerte en mayor proporción que los blancos. De esta premisa deducen que la pena de muerte es racista y por tanto debe ser abolida. Sin embargo, como otros han señalado, si dicha premisa fuese cierta y el argumento válido, no probaría nada por lo que respecta al debate principal. Nada, excepto la necesidad de reformar el sistema para hacerlo más justo. En realidad, el argumento de la discriminación no es una crítica a la pena capital en sí, sino a la forma de aplicarla. Y si el sistema fuese reformado con éxito y se eliminase cualquier vestigio de racismo, este argumento sería inservible y devolveríamos el debate a su punto de partida.

Por último, hay quienes, basándose en una errónea traducción del mandamiento bíblico (el conocido «no matarás», que en el original hebreo dice más bien «no asesinarás» o «no matarás inocentes») aseguran que el Estado no puede castigar un asesinato con otro. Pero confundir el crimen con su castigo trae consecuencias inesperadas. Si igualamos la pena de muerte con el asesinato a cargo del Estado, deberemos abolir también las penas de cárcel (que equivaldrían a un secuestro), y las multas (que vendrían a serlo mismo que un robo).

De igual modo, los defensores de la pena capital, que no desean que se les asocie con la desacreditada máxima del «ojo por ojo», caen en la tentación de justificarla en virtud de un supuesto efecto disuasorio. Desgraciadamente para ellos, tal efecto disuasorio no parece haber sido corroborado de manera concluyente por la ciencia estadística. Si comparamos el número de asesinatos cometidos en estados norteamericanos donde existe pena de muerte con el mismo dato en estados donde no existe o no se aplica, no hallaremos diferencias significativas. O influyen demasiados factores para que la disuasión sea efectiva, o la posibilidad de acabar ante el verdugo preocupa poco a los asesinos en el momento de cometer su crimen. La personalidad del asesino, especialmente la del asesino profesional o la del terrorista, es muy diferente a la de otros delincuentes. Quizá se pueda disuadir a los ladrones, y, según algunos autores, es seguro que la pena de muerte disuadiría con total eficacia a los conductores que estacionan en doble fila. Pero los asesinos son bastante más duros. Además, el argumento del poder disuasorio es un argumento de corte utilitarista que poco tiene que ver con la idea de justicia. Al menos si por «justicia» entendemos dar a cada uno lo suyo, en este caso, lo que «cada uno merece o le corresponde», independientemente de otras consideraciones. La disuasión es otra cosa. En primer lugar, para maximizar el efecto sería preciso que las ejecuciones fuesen públicas, y en segundo lugar, el Estado pronto se daría cuenta de que tan disuasorio es ejecutar a un culpable como a un inocente. Lo único importante es que alguien sea culpado y ejecutado, y que el mayor número posible de personas lo vean y retengan esa imagen, una imagen indeleble que suponemos que los malhechores recordarán involuntariamente en el momento de empuñar el arma letal, inhibiendo así sus impulsos.

Pero la justicia retributiva tampoco está exenta de problemas. Incluso aceptando que ciertos criminales horribles merecen la muerte, ¿cuántas veces habría que ejecutar a un Hitler o un Stalin para hacer justicia? Y, lo que es más importante, ¿cómo puede el Estado estar seguro de no ejecutar nunca a nadie que no sea el auténtico culpable? La realidad es que jueces y jurados distan mucho de ser infalibles. La mera posibilidad de ejecutar a un inocente (quizá el único error judicial que no podría nunca ser compensado ni indemnizado) debería bastar como argumento definitivo contra la pena capital, sobre todo para filósofos materialistas ateos como Bueno. Para el creyente, aun siendo gravísima la injusticia que se hace al ejecutar por error a un inocente, no todo está perdido. Siempre existe la posibilidad de que dicha injusticia sea reparada por la divinidad o por el karma. Sin embargo, cuando un ateo condena a muerte al acusado, la sentencia es irreversible, el fallo inapelable. ¿Cuántas personas estarían dispuestas a aceptar tamaña responsabilidad? Austin Cline, un humanista secular, ha formulado este argumento antes y mejor que yo.

En conclusión, hay al menos un argumento racional de peso (yo diría que incontestable) para mantener la abolición de la pena de muerte. ¿Por qué no discutirlo con Gustavo Bueno en lugar de insultarle o censurarle?

 

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