Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 27 • mayo 2004 • página 24
A propósito del libro de Hans Hermann Hoppe, Monarquía, democracia y orden natural, Traducción y prólogo de Jerónimo Molina, Ediciones Gondo, Madrid 2004
Recientemente he tenido la ocasión de conocer personalmente al filósofo anarquista Herr Hans Hermann Hoppe. Además, he podido leer en español su libro recientemente publicado en España, Monarquía, democracia y orden natural, Traducción y prólogo de Jerónimo Molina, Ediciones Gondo, Madrid 2004. Procedo a continuación a resumir un libro complejo, lleno de consideraciones de todo tipo y a extraer y mostrar ante el público aquello que más me ha llamado la atención y que sirve para mostrar las extravagancias de tan ingenioso profesor alemán establecido en los EE.UU. desde 1986.
El liberalismo se caracteriza por emplear un individualismo metodológico para analizar cualquier cuestión política o económica. Afirman que sólo existen individuos y que todo lo demás a ellos se reduce. Como sólo existen individuos, la sociedad no es más que un agregado o suma de individuos y el Estado está al servicio de los individuos y de sus imprescriptibles y absolutos derechos individuales previos a la constitución de la sociedad civil y de la institución estatal, por tanto, los derechos de los individuos son naturales. En consecuencia, el Estado tendrá una función de defensa de la libertad individual. Será pues un Estado mínimo. Si ahondamos en tal prejuicio{1} nos veremos abocados a defender el anarquismo de la propiedad privada. Esto es lo que pretende Hoppe: extraer todas las consecuencias de las premisas liberales y concluir que el Estado sobra y que los individuos se bastan por sí mismos.
Hoppe pertenece a la Escuela Austríaca de Economía, siendo discípulo de Murray Newton Rothbard y éste a su vez de Ludwig von Mises. Esta escuela sostiene que la propiedad pública estatal es ineficiente económicamente. Hoppe extrae consecuencias políticas radicalmente liberales. Para empezar distingue entre formas políticas privadas y formas políticas públicas. La monarquía absoluta, hereditaria la considera un régimen político patrimonial: «La monarquía es, en esencia, reconstruida teoréticamente como una forma de gobierno de propiedad privada, lo que se reconoce tanto en su proyección hacia el futuro como en el respeto de las decisiones políticas por el valor del capital y las condiciones del cálculo económico» (pág. 33). Esto es a mi juicio falso, pues Felipe II no consideraba a la Monarquía Hispánica como un patrimonio privado. Se consideraba como un funcionario del Estado. Lo mismo podemos decir de soberanos como Federico II de Prusia o José II de Austria. De todos modos, lo que le interesa al liberal Hoppe es afirmar taxativamente que «Todo Estado, independientemente de su constitución, es económica y éticamente deficiente.» (pág. 34). Este libro de Hoppe es un alegato contra el Estado y a favor de lo que denomina como «orden natural», sistema social imaginario y utópico «en el que todos los recursos escasos serían de titularidad privada, las empresas dependerían de las contribuciones voluntarias de los consumidores o de donantes particulares y la entrada en cualquier sector de la producción, incluidas la justicia, la policía y los servicios de defensa, sería libre» (pág. 35).
El Estado es ineficiente económicamente para empezar porque con los impuestos además de violar los derechos de propiedad de las personas, disminuye los rendimientos económicos de las empresas y de las personas. Diríamos que afectan a las preferencias temporales de los individuos. «Las interferencias del gobierno, lo mismo que el crimen, reducen la cantidad de bienes presentes, elevando la estimación de la preferencia temporal del individuo» (pág. 53). Esta escuela liberal parte de la premisa no demostrada jamás de que todos los agentes económicos son maximizadotes de utilidad, son racionales y que por tanto, «la propiedad privada conlleva el cálculo económico y estimula la previsión» (pág. 59).
En contra de lo que afirmaban Hobbes y Locke, el Estado es incompatible con la propiedad privada. La tradición liberal clásica reducía al gobierno a ser resultado del derecho privado, del acuerdo voluntario de los individuos que de manera contractual establecían un poder público. Pero Hoppe, radicalizando el individualismo liberal concluye que todo lo que sean cortapisas de los individuos es algo que no cabe tolerar. De ahí la siguiente definición de Estado: «Un gobierno es un monopolista territorial de la coacción y la expropiación de los propietarios particulares, es decir, una agencia que de forma continua y permanente se permite violar los derechos de propiedad mediante la expropiación, los impuestos y las reglamentaciones» (pág. 89). El Estado es así una institución parásita, explotadora, depredadora de la sociedad civil de propietarios. La sociedad civil es capaz de autosostenerse y autodirigirse a sí misma sin la dirección política, sin el Estado, sin un poder público. El pensamiento de Hoppe conduce a la supresión de lo político y su sustitución por la administración de las propiedades. Es la absorción de lo político por lo económico.
Volviendo a la comparación entre monarquía y democracia, Hoppe afirma que «un gobierno de propiedad privada evitará explotar a sus súbditos, por ejemplo, reduciendo sus ganancias potenciales futuras hasta el extremo de que caiga efectivamente el valor presente de su hacienda.» (pág. 91). En cambio, en la democracia, el poder pertenece a todos. Eso provoca un aumento de las exacciones fiscales: «Bajo un gobierno de propiedad pública cualquiera puede en principio ingresar en la clase dirigente o alcanzar el problema supremo. Se difuminan por tanto la distinción entre gobernantes y gobernados, así como la conciencia de clase» (pág. 92). La monarquía ataca menos a la propiedad privada, esto es, a la civilización. La democracia en cambio es un retroceso de la civilización, porque ataca más a los propietarios. Democracia y propiedad son incompatibles entre sí. La transición de la monarquía a la democracia fue históricamente un retroceso y un avance de la explotación.
Nuestras modernas democracias han degenerado en Estado Social y esto está provocando la ruina y la decadencia de la sociedad capitalista occidental: «los individuos relevados de la responsabilidad de ocuparse de su salud, su seguridad o su vejez, ven angostarse el campo y el horizonte temporal de la acción de su provisión privada. En particular, como cualquiera cuenta con la asistencia 'social', pierden valor el matrimonio, la familia y los hijos» (págs. 112-113).
La propiedad privada está conectada con la desigualdad social y económica y por tanto con la desigualdad en talentos y aptitudes. Tiene que haber una élite natural reconocida. En una sociedad anarquista natural de propiedad privada surgirán inevitablemente diferencias: «El resultado natural de las transacciones voluntarias entre diversos propietarios no es, en modo alguno, igualitario, sino jerárquico y elitista» (págs. 118-119).
El problema de la democracia es que es el gobierno de los pobres como ya bien lo dijeron Platón y Aristóteles. Los pobres quieren recibir el dinero de los ricos, necesitan una redistribución de los bienes en su favor. «Dado que los desposeídos son siempre más numerosos que los poseedores de algo valioso, la redistribución democrática será igualitaria, no elitista. Así pues, la competencia política democrática deformará progresivamente la estructura característica de la sociedad» (pág. 136).
La teoría elitista de la democracia sostenía el isomorfismo entre mercado y democracia. Bueno añadiría la Televisión. Unas élites compiten en el mercado político por el voto popular. Sin embargo, para Hoppe, «no puede decirse que la libre competencia sea siempre positiva. Lo es en la producción de bienes pero no en la de males. La libre concurrencia en la tortura y el asesinato de inocentes o en la falsificación o la estafa, por ejemplo, no es buena; es peor que mala» (pág. 136). Como la mayoría son pobres, entonces codician los bienes ajenos. La democracia es la generalización del robo vía exacción fiscal para contentar a los pobres. Por lo demás, la masa no tiene capacidad política: «La masa se compone mayormente, siempre y en todo lugar, según reconocían La Boetie y Mises de 'brutos', 'palurdos' e 'imbéciles', fácilmente engañados y sometidos a una servidumbre cotidiana.» (pág. 143).
La seguridad social no tiene sentido desde la perspectiva liberal libertaria. Tampoco la educación pública y gratuita. «Consideremos, por ejemplo, la práctica casi universal de ofrecer educación universitaria 'gratuita'; la clase trabajadora, cuyos hijos muy poca veces llegan a la universidad, pagan con sus impuestos la educación de los hijos de las clases medias» (pág. 149). Además, la redistribución de la riqueza es irracional, porque es transferir riqueza de los útiles y eficaces a los inútiles e ineficaces. Esto es incentivar la inactividad y la pasividad. El subsidio de desempleo crea desempleo tal y como afirman todos los economistas liberales. Por tanto, la democracia sólo trae más exacciones fiscales y más ineficiencia económica. Esto conduce al caos y al desorden crecientes de la sociedad. Por ello, «la democracia y los demócratas, en vez de ser tratados con respeto, deberían ser abiertamente despreciados y ridiculizados, pues son verdaderos fraudes morales» (pág. 157).
El origen de la civilización y la prosperidad humana están en la propiedad privada y en el comercio. «La propiedad privada es incompatible con la democracia y con cualquier forma de gobierno» (pág. 158) tal y como hemos señalado arriba a decir de Hoppe. Como buen liberal piensa Hoppe que el capitalismo no es explotador del hombre, sino liberador. Lo que es explotador y expoliador y alienante es el Estado. La meta de Hoppe es conseguir una sociedad sin explotación, la anarquía de la propiedad privada. Se trata de llegar a «una sociedad basada en el derecho privado como alternativa a la democracia y a toda otra forma de imperio político» (pág. 160). Pero ¿Cómo va a operar el derecho privado sin un Estado que lo defienda?
Hoppe, como buen liberal, como buen elitista y partidario del mercado y de la propiedad privad afirma que «En contra de una creencia socialdemócrata, ampliamente extendida, la desigualdad no es en sí misma inmoral» (pág. 183). Para entender a Hoppe hay que cambiar todos los valores establecidos y pensar al revés, poner los pies arriba y la cabeza abajo.
En una sociedad anarcocapitalista como la propugnada por Hoppe, todo es privado. El suelo que pisan nuestros pies lo es y a lo mejor no podemos viajar a ninguna parte porque no nos dejan entrar en algunas propiedades privadas. Eso acabaría radicalmente con el problema de la inmigración. «En la sociedad anarcocapitalista toda la tierra es privada, incluidas las calles, ríos, aeropuertos, puertos, &c.» (pág. 197). Debe ser aterrador tener que pedir permiso a todo el mundo para poder pasear por la calle o tener que pagar por pasar por una propiedad privada. En esta sociedad habrá una homogeneidad cultural e ideológica absoluta. El multiculturalismo o relativismo cultural es un error para un liberal conservador como Hoppe. Con toda la tierra privatizada, los propietarios gozarán del derecho de discriminación: de aceptar o no a sus vecinos.
Está claro que un hombre que no comprenda el papel jugado por la propiedad privada en la evolución humana y en el nacimiento de la civilización es una bestia: «Un miembro de la raza humana completamente incapaz de comprender la mayor productividad de la división del trabajo y la propiedad privada no es, propiamente hablando, una persona, sino que moralmente es como un animal» (pág. 235).
En otro orden de cosas, el Estado social ha degenerado genéticamente a los hombres. Se selecciona a los peores «como resultado del estatismo –integración forzosa, igualitarismo, políticas sociales y destrucción familiar– la calidad genética de la población ha degenerado. ¿Cómo podría ser de otro modo si el éxito es castigado sistemáticamente y el fracaso recompensado? El Estado de bienestar, intencionadamente o no, hace aumentar el número de personas intelectual y moralmente inferiores, pero las cosas todavía podrían ir peor si no fuese porque los índices de criminalidad son especialmente altos entre esa gente, de modo que tienden frecuentemente a eliminarse unos a otros» (pág. 249). No hay mal entonces que por bien no venga. El Estado de bienestar fomenta el vicio y castiga la virtud. El seguro contra el paro crea paro, el seguro contra la enfermedad multiplica las enfermedades. Viviríamos todos mejor sin seguridad social. «El elemento destruccionista del seguro contra accidentes y enfermedades reside, ante todo, en el hecho de que multiplica los accidentes y enfermedades, estorba la curación y en casos numerosos provoca las perturbaciones funcionales que de ellos resultan... Sentirse en buen estado de salud y estarlo, en el sentido médico de la palabra, son cosas diferentes... cuando se debilita la voluntad de estar bien y de trabajar de un individuo se atacan su salud y su capacidad de trabajo» (pág. 262).
La utopía libertaria de Hoppe, afirma él que es el único orden moral justo. «Debo confesar que se trata de una teoría verdadera, irrefutablemente verdadera» (pág. 266). En este orden liberal, anarquista, capitalista hay discriminación y no está todo permitido. Hay restricciones: «Puede afirmarse lo que se quiera y patrocinar casi cualquier idea, mas a nadie le está permitido defender ideas como la democracia o el comunismo, contrarias a los objetivos últimos del pacto preservador de la propiedad privada. Un orden social libertario no puede tolerar ni a los demócratas ni a los comunistas. Será necesario apartarlos físicamente de los demás y extrañarlos. Del mismo modo, en un pacto instituido con la finalidad de proteger a la familia, no puede tolerarse a quienes promueven formas de vida alternativas no basadas en la familia ni en el parentesco, incompatibles con aquella meta. También estas formas de vida alternativa –hedonismo individualista, parasitismo social, culto al medio ambiente, homosexualidad o comunismo– tendrán que ser erradicadas de la sociedad si se quiere mantener un orden libertario» (pág. 287).
Si no hay Estado, la defensa correrá a cargo de los propietarios y de las agencias de seguros o de protección y seguridad. «La mayoría de propietarios estarían individualmente asegurados a través de grandes compañías de seguros, normalmente multinacionales, dotadas de enormes reservas de capital; en cambio, los agresores, en su mayoría si no todos, serían considerados como clientes de alto riesgo y no encontrarían quien les asegurase» (pág. 332). A los anormales, delincuentes, desviados, &c., habría que expulsarlos de la civilización: «Es claro que los aseguradores, en cooperación con los demás, se ocuparían de expulsar a los criminales no sólo de las inmediaciones de cada vecindario, sino de la civilización, enviándoles a las tierras vírgenes o a la frontera abierta de la selva del Amazonas, al Sáhara o a las regiones polares» (pág. 339). Lo que no se dice es si habrá que pagar con impuestos las ropas de abrigo de los delincuentes en la Antártida o eso corre por cuenta propia de los delincuentes o asesinos. Más barato sería su exterminio de acuerdo con la lógica económica liberal antiimpuestos.
Nota
{1} Es un prejuicio como muy bien ha mostrado Gustavo Bueno el creer que el Estado ha de ser mínimo igual que lo es el que el Estado deba ser máximo. El Estado ha de tener la potencia y el tamaño compatibles con el máximo de eutaxia política, núcleo de la acción política estatal.