Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas • número 28 • junio 2004 • página 8
En que se exponen todas las calamidades del siglo XIV y se saca en conclusión que no hay mal que por bien no venga
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En el año de gracia de 1328, Guillermo de Occam, acompañado por Miguel de Cesena y otros tres frailes menores navegaba por el Ródano, huyendo de Avignon, después de redactar un escrito común de reprobación del papa Juan XXII. Al mismo tiempo repasaba los episodios de su ajetreada vida y se admiraba de ver como se correspondían con las turbulencias del siglo en el que le tocó vivir. Para empezar, ya su nacimiento en Occam, una aldea del condado de Surrey al sur de Londres en 1293, coincidió con un momento decisivo para la Iglesia.
El gran teólogo recordaba con amargura cómo en ese mismo año, los cardenales habían tomado por primera vez la histórica decisión de elegir a un papa que siguiese los principios de la sencillez evangélica, renunciando en favor de los reyes y emperadores a cualquier poder temporal. Celestino V empezó su pontificado siguiendo este camino, pero su experiencia era demasiado bella y atrevida y al cabo de muy pocos meses tuvo que renunciar.
Su sucesor, Bonifacio VIII, era su perfecta contrafigura, porque con él la Iglesia volvió a tomar una estructura cada vez más complicada. Políticamente recuperó una jerarquía imperial, que descendía desde el papa a los obispos, consideraba a los mismos reyes como delegados de este poder supremo para asuntos temporales, y por supuesto reservaba a los fieles comunes el único oficio de obedecer. La doctrina oficial de esa iglesia –pensaba Occam– se correspondía con su gobierno despótico, pues se componía de un edificio, increíblemente enrevesado de teologúmenos, que pretendían una sumisión incondicional, al estar basados en principios racionales e incontestables.
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Guillermo siguió recordando cómo siendo todavía muy joven, ingresó en la orden de San Francisco, que según él había interpretado mejor que nadie el auténtico sentido del Evangelio. En aquel momento los frailes menores estaban profundamente divididos, porque una parte muy considerable de ellos seguían la corriente espiritualista. De acuerdo con la enseñanza trinitaria de Joachim de Fiore, la historia de la Iglesia y de la humanidad había entrado en su momento tercero y definitivo, el gobierno del Espíritu Santo, cuando el protagonismo pasa desde la jerarquía episcopal a los monjes y a los parvuli, libres de toda atadura doctrinal y moral.
Este conflicto venía de muy atrás, porque ya en 1250 nada menos que el general de los franciscanos, Juan de Parma, abrazó la revolucionaria doctrina de Joachim. Precisamente por eso hubo de ser sustituido siete años después por Buenaventura, a quien Guillermo detestaba profundamente, pues en su cursus honorum fue sucesivamente obispo, cardenal, fabricador de papas y concilios, totalmente opuesto a las pretensiones de los spiritales, y en una palabra defensor a ultranza de las jerarquías de la Iglesia. Cosa tanto más desechable cuanto que su teología mística le tenía que haber vacunado contra los estados y poderes del siglo.
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En su breve reinado Celestino V había autorizado que los spiritales formasen grupo aparte en la orden de los ermitaños pobres, dirigidos por Angel de Clarino. Pero Bonifacio VIII no podía tolerar este testimonio de pobreza y humildad, que ponía de relieve su desenfrenado afán de dominio, y suprimió de golpe por segunda vez esta experiencia. La herida se había cerrado en falso y desde entonces el ideal de los franciscanos más radicales siguió latente dentro de la orden, dispuesto a reaparecer en cualquier momento.
Cuando Guillermo tomó el hábito de los frailes mendicantes, estaba dispuesto a que su política y su filosofía hiciesen guerra declarada a una Iglesia, que otra vez se había inclinado ante los sabios y los poderosos del mundo. Por eso recordaba su oculta simpatía hacia los spiritales y su aversión a Juan XXII, elegido papa después de un largo y tormentoso cónclave, y dispuesto a desplegar desde el primer momento un poder despótico. Precisamente en aquel año de 1316 el filósofo cursaba sus estudios en la universidad de Oxford, y por su precocidad era objeto de la atención de sus compañeros.
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Ese mismo año se corrió muy pronto, en medio del júbilo de los jóvenes maestros y los estudiantes franciscanos, la noticia de que Miguel de Cesena acababa de ser nombrado general de la orden. Otra vez los spiritales entraban en escena, pero ahora la enseñanza del abad Joachim sobre el gobierno de los hombres comunes y de los monjes mendicantes se apoyaba en la doctrina de la absoluta pobreza de Cristo, que siempre se había negado a tener cualquier poder mundano sobre la tierra.
La elección de Cesena era un verdadero desafío y una carga de profundidad contra Juan XXII, que como sus antecesores acumulaba riquezas y sobre todo pretendía tener un imperio casi omnipotente sobre toda la cristiandad. El testimonio de pobreza de los frailes menores estaba además acompañado en esta ocasión de la total carencia de dominio por parte de los parvuli, que empezaban a tomar parte en este movimiento universal de protesta.
La reacción del pontífice fue fulminante, pues usando todos sus poderes excomulgó a los franciscanos espirituales. Todavía ahora, diez años después de estos acontecimientos, Guillermo se alegraba de haber estudiado y enseñado en Oxford, porque así vivió de lejos las turbulencias que forzosamente agitaron a la Iglesia y tuvo libertad para proclamar públicamente teorías bien alejadas de la filosofía y la teología oficial.
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Guillermo de Occam repasaba los primeros pasos de su enseñanza, y sobre todo aquel año de 1320, cuando en medio del entusiasmo de unos discípulos y del escándalo de otros, afirmaba que por encima de todo era preciso mantener el principio de la máxima sencillez y suprimir las entidades que estén de más en el conocimiento, en la realidad física, en la política sacra o profana y en la vida espiritual. Para algunos su juventud –sólo tenía veintiséis años– justificaba esos atrevimientos, pero los maestros más viejos de Oxford, y dentro de su propia orden los enemigos de novedades, comenzaron a criticarle abiertamente. Era intolerable que un simple inceptor, sin título de doctor, se atreviese a desafiar las doctrinas más venerables de la Escuela.
El recién estrenado filósofo pensaba –y ocho años después seguía pensando, cada vez más convencido– que para conocer, era condición suficiente y necesaria, tener la evidencia inmediata de la presencia de cada cosa individual. Sólo así –repetía a sus oyentes con una seguridad casi pedante– «sabemos que existe cuanto existe y no existe cuanto no existe». De la teoría de Aristóteles y Tomás de Aquino sobraba todo: las especies imaginarias, la abstracción, los conceptos universales, el intelecto activo o posible, y sobre todo la pretensión de fabricar una ciencia con puras ideas sin tener en cuenta la realidad.
Sus adversarios le objetaban que la renuncia a un mundo inteligible anulaba todo conocimiento objetivo universal, pero Guillermo tenía preparada la solución a este último y decisivo problema. Enseñaba que los conceptos no tenían existencia fuera de la mente, y eran sólo términos que hacían las veces de una colección de individuos, atrapados por la intuición. La conjugación de estos términos mentales, puestos en vez de las cosas, no sólo era la condición mínima para que hubiese ciencia, sino que además, siempre de acuerdo con el principio de sencillez, dejaba fuera de juego todas las demás condiciones, por ser innecesarias e inútiles.
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Las autoridades de la Iglesia empezaban a inquietarse –incluso en la liberal universidad de Oxford– de las consecuencias teologales de esta doctrina del conocimiento, al parecer inofensiva. Pues Guillermo, con un ímpetu juvenil que afortunadamente conservaba todavía, no se detuvo en este primer principio, sino que con verdadero desparpajo y sin que lo detuviese ningún prejuicio de escuela, no dudó en desarrollar sus teorías, entrando en la teología natural y en la filosofía de Aristóteles como un jabalí en una cacharrería.
Efectivamente, si el conocimiento sólo se adquiere por evidencia de lo individual inmediatamente presente, debemos dejar en paréntesis o simplemente suprimir, la ciencia de aquellas realidades que no se ofrecen a la intuición. Las pruebas de la existencia de Dios –que por principio no está ante la mirada del hombre– se anulan o quedan en una pura probabilidad. Lo mismo sucede con las pretendidas demostraciones de la subsistencia del alma más allá de los límites de esta existencia corporal, pues no hay noticia inmediata de ella ni de su destino doble.
Guillermo no toleraba que la doctrina revelada se apoyase en una serie de razonamientos filosóficos sólo conocidos por los sabios de este mundo, y cuando sus adversarios le reclamaban una prueba sobre cualquier punto de la teología respondía invariablemente con una sencillez verdaderamente franciscana: «Esto sólo lo tenemos por fe.» Sus oyentes de la orden, que en buena medida seguían otra vez las tendencias de los «spiritales», sentían que las enseñanzas del joven filósofo –aparte de consumar el principio de economía– permitían la entrada en la Iglesia y hasta el papel principal a los «parvuli», los hombres comunes, libres de toda jerarquía doctrinal.
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El filósofo se daba cuenta de que la reciente enseñanza en París y la turbadora personalidad del joven Nicolás de Ultracuria al que le unían fuertes lazos de admiración y amistad, era una derivación del segundo principio que él mismo estuvo desarrollando en Oxford en aquellos años. Cualquier discurso científico exigía únicamente que su razonamiento tuviese consistencia, es decir, que las premisas no fuesen contradictorias con relación a la conclusión, o dicho de otra forma, que la conclusión repitiese cuanto estaba contenido en las premisas.
La aplicación de este principio era verdaderamente demoledora, pues de acuerdo con él los razonamientos categóricos sobre los que se montaba toda la filosofía de Aristóteles no descubren, ni pueden descubrir una proposición verdaderamente nueva, y por consiguiente esa filosofía quedaba suprimida en su integridad y de un solo golpe. Guillermo de Occam comprobaba gozoso cómo esa norma, fundada por él y desarrollada por Nicolás, borraba indirectamente las pretensiones doctrinales de todos los escolásticos.
Ni siquiera la relación entre una causa y su efecto puede resistir esta acometida. Ya Guillermo en unas cuantas líneas de sus principios de teología había adelantado una proposición, que a pesar de su brevedad, no pasó desapercibida a sus censores: «Ni la experiencia, ni la razón o la autoridad me convencen de que algo sea causa de otra cosa, en el sentido de que admitido lo primero necesariamente hay que admitir lo segundo.» Pero Nicolás de Ultracuria convirtió esta crítica inicial de la relación causal en un eje central de su doctrina.
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En 1324, hacía sólo cuatro años, aquel violento conflicto que penetraba las estructuras de la Iglesia había estallado, y Guillermo no lo podía olvidar, porque fue uno de sus protagonistas y testigos. Juan XXII, sintiendo su poder supremo amenazado, había recurrido a su método de acción habitual, excomulgando a Luis de Baviera y a sus teólogos palatinos, Juan de Jaldún y Marsilio de Padua. En respuesta a esta ofensiva, el partido del Emperador declaró que el Papa estaba depuesto por haber incurrido en herejía, negando la pobreza evangélica.
Miguel de Cesena que apoyaba a los spiritales fue citado este mismo año en Avignon para dar cuenta de su conducta. En el mismo tiempo y lugar se iniciaba un proceso contra Guillermo de Occam, que vio interrumpida su enseñanza cuando todavía no había alcanzado el grado de Doctor. El filósofo estaba convencido de que algunas de sus proposiciones y tal vez toda su doctrina era, por lo menos indirectamente, favorable a los monjes y los parvuli.
En cualquier caso Guillermo recordaba irritado la prolongación del proceso que cuatro años después todavía no había terminado, y la composición del tribunal, formado por el canciller de Oxford, dos obispos de la orden de San Agustín y otros dos dominicos. Unicamente Durando no tenía ninguna jerarquía y por otra parte se aproximaba a algunas de sus tesis, pero también pertenecía a los dominicos y era además lector en la Curia de Avignon. En cuanto a las 51 proposiciones que eran objeto de crítica, todas se podían reducir al principio de sencillez, si los seis examinadores fueran mínimamente inteligentes.
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La doctrina que más grande resistencia había encontrado –y no sólo en el gazmoño tribunal que le juzgaba, sino además entre los mismos miembros de su orden, incluso los spiritales– se refería al mundo físico, que según Aristóteles y sus seguidores se componía de una serie de relojes astrales. El orden geométrico de sus movimientos hacía evidente según el Filósofo y sus discípulos, la existencia de una serie de Inteligencias separadas y de un Primer Motor, que por encima de todas ellas imprimía al círculo de las estrellas fijas una rotación totalmente regular.
Guillermo no estaba dispuesto –y todavía ahora mantenía su opinión– a admitir esa jerarquía de inteligencias, que podían servir de modelo y coartada a la composición de la Iglesia, tal como estaba organizada por el papa y los obispos. Y siempre siguiendo la ley de economía se atrevió a afirmar que todo cuerpo celeste puede mantener su movimiento, sin necesidad de ningún motor y con la única condición de que en este momento esté ya moviéndose.
Es verdad que de esta forma el cielo quedaba desierto de dioses y de ángeles y hasta el Primer Principio que pone en marcha el universo desaparecía de la vista. Pero el filósofo se felicitaba de que fuese así, pues de esta manera el modelo teologal basado en una jerarquía de potestades, quedaba anulado y forzosamente debía ser sustituido por una piedad interior, tal como la iniciada por Francisco de Asís, seguida por el malaventurado Buenaventura, y definitivamente adoptada por los frailes menores espirituales.
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Ahora, cuatro años después de aquel interminable proceso, Guillermo, Miguel de Cesena, y la facción de los spiritales habían decidido tomar el partido del Emperador. Efectivamente, Luis de Baviera, despreciando la excomunión de Juan XXII y desoyendo sus apelaciones a la obediencia, había tomado el camino de Roma y allí aplicó la doctrina de Marsilio de Padua, según el cual la pretensión papal de tener un dominio terreno opuesto al del Imperio, era causa de la guerra y de la inseguridad en que vivían los cristianos.
Siguiendo las fórmulas inventadas por su teólogo fue nombrado formalmente emperador por elección de un senado de cincuenta y dos ilustres romanos, y por la posterior aclamación del pueblo. Después reunió a trece eclesiásticos para que eligiesen a un papa –precisamente un franciscano– para sustituir al herético Juan y devolver la sede primera de la Iglesia a Roma. Pero el nombramiento de Nicolás V colmó la paciencia del rey de Francia, defensor decidido de Avignon, y ante su amenaza Luis se vio obligado a replegarse a Pisa, dominada por los gibelinos.
Allí llegaron el mes de Junio de 1328 Guillermo, Miguel de Cesena, Bonagrazia de Bérgamo, Francisco de Ascoli y Enrique Thalheim, juntándose en la nueva ciudad imperial a Marsilio y Juan de Jandún. Verdaderamente, la operación de nombrar un nuevo papa romano había fracasado, pero en cambio Luis de Baviera podía presumir de tener una corte de pensadores políticos de primera magnitud. El día de la recepción solemne, Guillermo de Occam, hablando en nombre de todos ellos, pronunció una sentencia tan sencilla y contundente como toda su doctrina: «Emperador, defiéndeme con la espada y yo te defenderé con la pluma.»
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Desde entonces y durante veintiún años, Guillermo emprendió una violenta polémica contra cualquier jerarquía eclesiástica. El centro de sus batallas fue primero Pisa y muy pronto Munich, y sus adversarios tres papas : el detestable Juan XXII y sus dos sucesores, Benedicto XII y Clemente V. Pero, aunque indirectamente favoreciese al emperador, su teoría política fue siempre una derivación del principio de sencillez, aplicado a la moral y la política.
Guillermo se sentía más que nunca en su elemento, pues su doctrina cumplía la función evangélica de cortar de raíz cualquier pretensión de tener riqueza o dominio, y en este sentido proclamaba la pobreza absoluta de Jesucristo, siguiendo la enseñanza de los frailes menores espirituales. El maestro nunca poseyó ningún bien ni autoridad temporal y declaraba dichosos a quienes dentro de su espíritu llegan a no desear nada.
El papa no puede estar por encima de Cristo y debe renunciar, igual que él, a toda propiedad y a todo principado en este mundo. Guillermo con su implacable navaja fue suprimiendo sucesivamente la pretensión de ser dueño de tierras y de reinos y todavía más la de tener poder sobre los reyes y emperadores. Cuando pensaba que sus escritos exigían a Juan XXII el testimonio de su pobreza y el abandono de cualquier autoridad temporal, aceptado además de buena gana, disfrutaba con las aflicciones que el papa había de soportar.
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Tampoco los pontífices tienen un poder espiritual, pues su ministerio está establecido para asegurar la libertad de conciencia y de pensamiento de los miembros de la Iglesia. Por consiguiente, ni el papa ni el concilio pueden establecer verdades que los fieles deban obedecer, pues tal cosa iría contra esa comunidad de hombres libres.
Por lo demás el papa puede equivocarse y caer en herejía. Otro tanto sucede con el concilio. La infalibilidad pertenece sólo a la Iglesia, que es «la multitud de todos los católicos que hubo desde los tiempos de los profetas y los apóstoles hasta ahora. Esta comunidad universal no puede ser disuelta por ninguna voluntad humana, y durará hasta el fin de los siglos». Los parvuli, los hombres comunes, vuelven a ser según esto los verdaderos protagonistas de la vida cristiana.
Guillermo de Occam se daba cuenta de que sus escritos político-teológicos anulaban todas las jerarquías de la Iglesia y descubrían en la comunidad espiritual un desierto de autoridad semejante al cielo privado de las Inteligencias ordenadoras. Pero –ante la irritación de Juan XXII, su principal adversario– comprobaba gozosamente cómo esta enérgica purga devolvía a los hombres comunes toda su dignidad arrebatada.
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En el año 1348, con la muerte del Emperador Luis de Baviera, la suerte de los franciscanos spiritales de quienes era defensor, sufrió un brusco cambio. Guillermo de Occam decidió descansar de su interminable combate, interrumpió sus escritos y a la vista de lo que entonces sucedía en los centros de piedad y de estudio de toda Europa, empezó a hacer balance de toda su vida y a reflexionar sobre las consecuencias que a la larga habían de tener sus doctrinas.
Como además los maestros de la Universidad de París le proclamaban ya «príncipe de los nominalistas», mientras le seguían maestros innumerables, le pareció que era llegado el momento de pasar el relevo a las nuevas generaciones. Tanto más cuanto que los nuevos doctores no se habían detenido en su doctrina y sus principios, sino que los habían desarrollado con verdadero atrevimiento.
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Guillermo hubo de reconocer que la experiencia de los frailes spiritales y de los parvuli, por la que había batallado toda su vida, tenía que esperar muchos años antes de que la Iglesia la aceptase. Pero no era el único movimiento espiritual, que pretendía librarse de las ataduras de la jerarquía y recogerse en la piedad interior. También la Orden de Santo Domingo había dado origen a una corriente mística, que buscaba un encuentro inmediato de cada individuo con la realidad de Dios, presente en lo más hondo del corazón.
El iniciador de este movimiento había sido el maestro Eckhart, por quien Guillermo tenía una profunda simpatía, y en cierta forma un destino común. Había muerto en 1327, pero dos años después, su doctrina hubo de sufrir la inevitable condenación de Juan XXII, que tampoco por esta parte estaba dispuesto a tolerar fácilmente un desafío a su poder despótico. Eckhart había descubierto en lo más hondo de cada alma una chispa del Entendimiento divino o una ciudadela donde el espíritu está perpetuamente alojado y donde ningún papa podía llegar.
Sus discípulos alemanes o flamencos, que pertenecían también a la escuela dominicana tenían la misma edad de Guillermo y estaban en aquel momento en la plenitud de su vida espiritual. El filósofo pensaba con orgullo que lo mismo Taulero que Ruisbroeck se habían aprovechado del hueco abierto por él en la vana palabrería de los pensadores escolásticos clásicos. Después de todo no era ninguna casualidad que el movimiento iniciado por ellos se empezase a llamar en todos los centros de oración «devotio moderna».
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Pero Guillermo repasaba también las nuevas doctrinas de los modernos y hacía reflexión de que no sólo tenían el aroma del siglo, sino que prolongaban atrevidamente sus enseñanzas. Ya era universalmente admitida su doctrina de que las Inteligencias ordenadoras eran inútiles, pues el movimiento circular y uniforme de los astros es causa suficiente de su continuidad. Pero además se atrevían más que su maestro y aplicando su doble principio deducían que los cielos permanecían estables mientras que la Tierra giraba diariamente sobre sí misma.
Guillermo de Occam reflexionaba silenciosamente sobre el nuevo descubrimiento y lamentaba no tener tiempo para aplicar al mundo físico dos principios tan fáciles como evidentes. Podía pensarse, sin caer en contradicción que la infinidad de los astros se movían al compás alrededor de la Tierra, y también que la Tierra giraba con movimiento uniforme sobre sí misma. Ambas teorías eran, desde el punto de vista de la lógica igualmente consistentes, y por consiguiente ninguna concluía ni se podía negar.
Pero los maestros de París pensaban que según el otro principio de economía era mucho más sencillo suponer que sólo la Tierra rote con movimiento uniforme. Porque sería increíblemente complicado un sistema astronómico donde miles y miles de estrellas girasen sin cesar, manteniendo el mismo paso de una forma continua, sin que ninguna adelantase
o retrocediese con relación a las demás. Y el filósofo se asombraba de que hasta entonces nadie hubiese caído en algo tan elemental, y todavía se asombraba más de las consecuencias que su principio estaba destinado a proporcionar a la ciencia futura.
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Guillermo de Occam muere en 1349, pero ya en ese año la doctrina de los modernos salta los límites de París y Oxford y se extiende a todos los centros de estudios de Alemania e Italia. En 1397 triunfa en Polonia en la Universidad de Cracovia, donde un siglo después, de 1491 a 1495 estudia Nicolás Copérnico. Allí conoce las teorías de los maestros de París sobre la rotación de la Tierra, en especial su formulación escrita «con muchas y bellas razones» por Nicolás de Oresmes, y la posterior lectura en Italia de los pitagóricos de Siracusa no hace más que confirmar esa hipótesis. En cambio no ha leído la obra de Aristarco de Samos ni por consiguiente le debe sus ideas en torno a la traslación de los componentes del sistema solar.
A pesar de la gigantesca construcción científica de sus «Revoluciones de los Orbes Celestes«, por debajo de sus minuciosas observaciones y de sus breves y medianas experiencias siguen gravitando los dos principios establecidos por Occam hacía casi dos siglos. Efectivamente, se puede suponer sin caer en contradicción lógica que la enorme masa del Sol circula en torno a la Tierra inmóvil y que los demás planetas le acompañan siguiendo unas órbitas increíblemente complicadas.
Pero se puede suponer también y es mucho más sencillo, que la comunidad de los planetas, incluida la misma Tierra, se traslade con movimiento circular y uniforme, tomando como centro al Sol. De esa forma se ahorran deferentes y epiciclos, falsos y auténticos Martes, irregularidades geométricas, multiplicación de las órbitas, Inteligencias y esferas, y en una palabra complicaciones inútiles. Ciertamente, la especulación astronómica de los modernos y de Copérnico quedará superada con el tiempo, pero el principio de economía que la dirige seguirá vigente durante muchos siglos, tal vez para siempre.
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Martín Lutero nace en 1483, diez años después de Copérnico, pero está también fuertemente influido por Occam, el único pensador medieval que merece sus respetos. Lutero cree que hace falta suprimir todas las tradiciones y dogmas que una falsa autoridad ha ido añadiendo a lo largo de los siglos a la sencillez evangélica, y hace falta sobre todo desmontar el dominio del papa y convertir a los hombres comunes en los protagonistas de la vida de la Iglesia.
El gran reformador traduce la Biblia –que hasta entonces estaba reservada a los prelados y clérigos y bien oculta en una lengua muerta– al alemán, y la entrega a la libre lectura e interpretación de los cristianos corrientes. Entre el mensaje del Evangelio y cada uno de los creyentes no se debe interponer ninguna jerarquía eclesiástica, ninguna doctrina racional, por muy ilustres que hayan sido quienes la enseñaron.
De esta forma, la revolución de los spiritales y las parvuli, que había quedado abortada por tres veces, en los siglos trece y catorce vuelve a reaparecer con sus caracteres más radicales. Por lo demás la obra central de Lutero «sobre la cautividad de Babilonia», elimina el poder del papa y la curia romana, reduce los sacramentos a uno solo, formulado a través de tres signos sacramentales, anula el valor de las indulgenciasa, las reliquias, ceremonias, órdenes religiosas, penitencias y cilicios. El cristiano queda justificado por una simple iniciativa de Dios que llega a sus oídos a través de la fe y se actualiza en su actividad sobre el mundo. En una palabra, el Evangelio queda reducido a su máxima sencillez de acuerdo con una doctrina que Occam nunca había soñado, ni siquiera en sus escritos más revolucionarios.