Nódulo materialistaSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org


 

El Catoblepas, número 28, junio 2004
  El Catoblepasnúmero 28 • junio 2004 • página 15
Artículos

Analítica de la libertad humana

José Andrés Fernández Leost

Reflexiones sobre la libertad humana en torno a dos obras: Georg Henrik von Wright, Sobre la libertad humana, Paidós, Barcelona 2002, y Fernando Savater, El valor de elegir, Ariel, Barcelona 2003

«Si, como yo creo, los fines de los hombres son múltiples, y no todos son en principio compatibles entre sí, entonces la posibilidad de conflicto –y de tragedia– no puede quedar totalmente eliminada de la vida humana, personal o social» (Isaiah Berlin)

«Y si las piezas del ajedrez tuviesen conciencia, es fácil que se atribuyeran albedrío en sus movimientos, es decir, la racionalidad finalista de ellos» (Miguel de Unamuno)

Se han publicado recientemente dos obras que vuelven a plantearse el alcance de la libertad personal, en términos que glosan, sin acabar de resolverla, la célebre antinomia kantiana entre el determinismo y la libertad. El motivo que suscita su recensión conjunta queda evidenciado por la centralidad del tema que abordan: la acción humana. Su interés, por lo demás, resulta no menor dada la relevancia de los autores. Sin ánimo de resultar reiterativos, recordemos como la oposición enfrentaba la tesis del determinismo causal de los acontecimientos físicos frente a la antítesis que concedía margen a una libertad que, postulada de la acción humana, es propia de la conciencia individual, moral y autónoma, expresada, idealmente, bajo la fórmula del imperativo categórico –postura ésta defendible desde el supuesto del uso práctico de la razón. Sobre tal cuestión indaga von Wright en la segunda parte de su libro. Presentemos sin embargo antes su teoría de la acción esbozada en la primera parte.

El grueso de su tesis acerca de la acción humana está condensado en el concepto de trasfondo motivacional, siempre que este se enfoque desde los supuestos de una explicación comprensiva. Aclaremos ante todo como, según el autor, la libertad de una acción –individual– habrá de sopesarse en función de aquel trasfondo, en concreto a partir de las razones que en él se encuentren. No por ello todo acto sujeto a restricciones, externas o internas, quedará situado fuera de análisis. De hecho las normas, a caballo entre la acción y las causas, y cuyo lugar cabe localizar entre los vericuetos de tales restricciones, no dejarán de informar las razones que, como veremos, conducen al agente a actuar. Su estudio pedirá, en cualquier caso, condición de contingencia, esto es, que la acción hubiese podido no hacerse o, de otro modo, que el agente hubiese podido obrar de otra forma. Queriendo retirar la necesidad del hecho, tampoco se defiende su naturaleza fortuita o compulsiva; de ahí que pueda interpretarse en von Wright una corrección sobre la contingencia en favor de un trasfondo lleno de razones, toda vez que no se las llame causas. Dichas razones son las que dotan de autodeterminación al sujeto y, por tanto, de libertad. No habrá que confundirlas con los motivos, también presentes en la compleja red de factores anteriores al acto, pues estos pueden ser irracionales –vale decir: pasionales–, mientras que aquellas guardan un componente teleológico que las encuadran en un marco de racionalidad medios-fines e, incluso, de razonabilidad, en la medida en que se atienen a esos fines últimos –ya valores– que se consideran próximos al bien propio, o felicidad, proporcionando sentido a la identidad personal. Apuntemos como de entre el conjunto de razones existentes cabe discriminar la clase de las eficaces, verdadero núcleo explicativo de la acción.

No se entiende el distanciamiento de von Wright con respecto a la explicación causal salvo que se restrinja el ámbito de tales explicaciones al terreno de lo mecánico, como así parece. De hecho, la posibilidad de razonabilidad del agente habría de reubicarle en la línea de una trayectoria proléptica finalista ciertamente lejana a la contingencia factual, sin merma –más bien al contrario– de su grado de libertad. Pero acaso este sujeto habría de manifestar una coherencia en la coordinación de sus juicios que nuestro autor pone entre paréntesis al plantear el problema de la primera y la tercera persona: concediendo al actor primacía en la comprensión de su acción, se le podría no obstante «convertir» según la interpretación de un observador o tercera persona, más informado por lo que toca a su identidad personal. Para limitar en tales casos la acusación de «lavabo de cerebro», la verdad del asunto –propone von Wright– quedaría al fin sujeta a un consenso público e intersubjetivo. Esbozada así la hermenéutica, resulta encajada la clave de la explicación humana –intencional– frente a la de la explicación natural.

El problema que se abre al punto, en quien vuelca el saco de las razones comprehensivas en la esfera de una actividad mental ajena a un aspecto físico que corre en paralelo, es el de la congruencia. ¿Cómo es que coinciden ambos procesos? Nuestro autor se confiesa anti-materialista creyendo así vacunarse de monismos metodológicos. Ello no le impide seguir aceptando la tesis determinista:

«[...] la cuestión de si el indeterminismo en física es «óntico» o «epistémico» está todavía abierta a debate. Si es lo último, el indeterminismo en física refleja limitaciones en nuestro conocimiento y es compatible con el determinismo en la naturaleza»{1}.

La antinomia kantiana continuará en todo caso irresuelta. Veamos como nuestro autor intenta conciliar sus términos. Desde el mismo punto de partida se nos dan dos órdenes o cadenas causales, en clara sintonía con la división kantiana, en dos mitades, del universo. Por un lado –orden de la naturaleza– tendríamos aquel en el que se suceden los aspectos físicos o somáticos de la acción, conteniendo los procesos neurológicos y la actividad muscular. Por el otro –orden de la libertad– se desarrolla la línea que von Wright denomina mental, acaso por su dimensión simbólica, en la que se configura el trasfondo motivacional, concatenándose en este las razones mediante un proceso teleológico que apunta hacia el futuro tanto como hacia el pasado, «a un deseo preexistente condicionado por una expectativa»{2}, y que el autor sigue sin entender causal. La solución para lograr la intersección de estas dos rectas paralelas, esto es, para casar ambos órdenes coincidentes en la facticidad de la «realidad robusta», la encuentra nuestro autor pidiendo el principio, negando la mayor –el recorrido en paralelo– y dando por sentado su entrecruzamiento de entrada: el sistema nervioso del agente aprendería a la vez de los estados somáticos y de los estados externos, o sociales, anteriores al acto de que se trate, aprendizaje que acabaría determinando así los patrones neuronales de los movimientos de la acción individual. La incertidumbre en la que permanece la dinámica mental –el famoso trasfondo– en tanto sigue activando la puesta en marcha corporal, lastra su ensayo como corrector de incongruencias, de ahí que su idea de libertad no acabe, como bien admite, de distanciarse de la ascendencia del determinismo natural.

Su teoría de la acción viene a complementar el tratamiento que le merecen las ciencias sociales e históricas por cuanto, al igual que en el análisis individual, incorporan un tipo de explicación añadido que se reúne con el modelo de explicación clásico procedente de las ciencias naturales, el causal o nomológico deductivo de Hempel-Popper. Su aportación deriva del peso que otorga a la intencionalidad finalista de los sujetos, en tanto explican las acciones, a la que se suma la necesidad de comprensión, cosa excluida en el ámbito de las ciencias exactas. Como se ve, el punto de discusión se halla en la noción de causalidad. Según von Wright la explicación causal postula una relación, amparada por una ley general, que vincula necesariamente dos términos lógicamente independientes; la explicación intencional, sin embargo, conecta dos fenómenos lógicamente dependientes según la figura del silogismo práctico aristotélico. Las réplicas proceden desde la propia naturaleza dependiente (premisas-acción) de tal silogismo -lo que no se cumple sino retrospectivamente en el caso de la teoría de von Wright- como desde la posibilidad de encontrar procesos causales singulares, bajo ciertas descripciones -según Davidson. Nuestro autor mantiene su posición al hacer depender la noción de causalidad a la existencia de leyes causales generales. Así, las ciencias sociales, terminan a su juicio marcadas por una explicación de índole cuasi-causal.

A partir de estas conclusiones podría esbozarse una critica de las cuestiones que se convocan a la luz de un enfoque filosófico materialista. Los presupuestos anularían de entrada el componente mentalista de su exposición y, en este sentido, la primera noción a redefinir sería la de causalidad. Antes que considerarla en su caracterización formalista clásica, como una relación diádica entre un efecto Y y una causa X expresada bajo la fórmula Y = F(X), habría más bien que interpretarla «según el formato lógico de las relaciones n-arias»{3}. De este modo, dada la función Y = F (H, X), el término H corresponderá a un esquema material procesual de identidad en el que se produce la relación de causalidad entre el detonante (Y) que fractura el esquema de identidad (H) y el determinante causal (X) que compensa la identidad perdida. Así, la relación ya no podrá establecerse obviando los contenidos, «con evacuación de la materia». Por lo demás:

«Para evitar el regressus ad infinitum en la serie de causas, será preciso incluir a X dentro del contexto A (llamado armadura de X) que haga posible, no sólo la conexión de X con H, sino también la desconexión de X con otros procesos del mundo que, en principio, pudieran parecer que están asociados a él.»{4}

Estas precisiones reubican la perspectiva con la que haya que enfrentarse a la idea de libertad humana. Se advierte por de pronto como la libertad que ejercen las personas habrá que entenderla no tanto referida a actos puntuales cuanto en relación a procesos enmarcados según un programa de naturaleza finalista. Nos adentramos así en una concepción causal de la libertad, si es que el sujeto continua pretendiendo concebir las consecuencias de sus actividades. Según la noción de causalidad dibujada, el circuito procesual o trayectoria global en que se localice el agente, requiere una finitud de concatenaciones causales perfiladas en un contexto dado: la sociedad de personas{5}. La intencionalidad, pues, no excluye causalidad, más bien al contrario, la exige; así, si no mecánica, la causalidad teleológica condiciona igualmente la actividad operatoria humana. Por otro lado, ha de advertirse que el actor encontrará obviamente trabas en el momento de desarrollar sus planes, pero no podrá conocerlas ni, en su caso, liberarse de ellas, si no comienza por realizar la acción, operativamente. Desde este punto de vista, las restricciones, anteriores en el plano del ser, sólo serán cognoscibles a partir de la puesta en práctica de las capacidades. Se nos aparecen así las dos acepciones de la libertad en Gustavo Bueno, una positiva –libertad para– referida a la capacidad práctica de las personas (capacidad para hacer y para causar, precisamente) y otra, negativa –libertad de–, que significa negación de dependencias (deshacerse de las trabas). Tal dicotomía no puede sino remitirnos a la célebre conferencia de Isaiah Berlin, «Dos conceptos de libertad» (1958) que, si bien acotada al campo de lo político, distinguía igualmente entre una libertad negativa y otra positiva según se esté «libre de» o se tenga «libertad para». Recordemos como para el inglés la libertad negativa constituía la acepción fundamental del término, aquella que garantizaba mejor la existencia de la libertad de elección, al no contener ni desplegar un sentido fuerte o positivo, supuestamente racional, de la emancipación y autorrealización humana, muy susceptible en última instancia de desembocar a sus ojos en el autoritarismo y la tiranía –justificada por su misión de liberar y desbloquear los potenciales ocultos o aun reprimidos de los hombres. Se observa no obstante como esta distancia entre «dos actitudes propiamente divergentes e irreconciliables respecto a la finalidad de la vida»{6}, olvida la necesidad de ensayar algún tipo de libertad positiva para advertir que obstáculos nos limitan, además de reducir la libertad de elección a una expresión vacía que no la entiende como lo que, completada de contenidos, realmente es: una libertad de índole positivo.

Dadas estas premisas pasemos a tratar la antinomia de la libertad, no sin sustituir el materialismo mecanicista, ese que a toda costa quiere esquivar von Wright, por otro, menos grosero, que reconoce «al mismo tiempo la unidad del mundo material y la especificidad de formas de organización de los sistemas materiales no reducibles a la física»{7}. No hará falta insistir en que, desde tal materialismo, la génesis operatoria de la actividad humana implica una consideración histórico-social de la conciencia según el dictamen marxiano: «la conciencia no determina el ser, sino que es el ser social el que determina a la conciencia»{8}. Neutralizado el mentalismo, el problema de la congruencia resulta disuelto{9}. Ello nos da una pista sobre los enfoques en que se puede trocar la antinomia de la libertad.

Usualmente, la formulación de la antinomia confiere un horizonte impersonal a la idea de libertad; oponiendo un orden natural mecánico de cariz cósmico a la actividad humana ofrece pocas salidas. De todas ellas, la postulada por el materialismo filosófico resulta inédita: rechaza el fundamento de la oposición planteado en términos impersonales, además de denunciar el uso de la idea de causalidad natural. Libertad (o causalidad finalista) y causalidad mecánica (o eficiente) resultan ideas conciliables, en la medida en que pertenecen a escalas de realidad diferentes: la primera en tanto atraviesa el ámbito de las relaciones de procesos causales formalmente enclasados; la segunda por cuanto aparece en el plano de los procesos individuales, como en los nexos por contigüidad. No ha lugar aquí para una nivelación que situase al determinismo natural gobernando acérrimamente las acciones humanas, eximiendo de paso a las personas de toda responsabilidad, pero tampoco cabe resguardar la libertad en el marco de un indeterminismo en colisión con la concepción causal de la libertad. La opción kantiana de introducir la idea de libertad en un terreno paralelo al de los fenómenos, esto es, al amparo de los conceptos puros o noúmenos, caería, según el materialismo filosófico, en la inconveniencia de reconsiderar al hombre al margen de sus operaciones prácticas (que seguirían determinadas naturalmente, reiterando la incongruencia), acaso reduciéndole a conciencia pura o, en el límite, a mónada leibniziana.

Otro modo de expresar la antinomia, otorgando ahora un horizonte personal –aunque todavía no humano– a la idea de libertad, es el que adopta forma teológica, oponiendo un dios omnipotente al agente humano. No obstante, en lugar de asomarnos a la óptica divina desde parámetros tomistas, como conocimiento absoluto o ciencia de simple inteligencia –presciencia–, resulta gnoseológicamente más fructífero, como ilustra Bueno, recoger la tesis molinista que parte de un dios que, aun conservando su carácter causal, está reducido, por lo que respecta a los actos humanos, a una perspectiva no transfinita, es decir, limitándole a la previsión precaria de una perspectiva que nace in media res, haciéndole, a lo sumo, participe del concurso simultáneo del operador. Esta postura hace del saber divino una ciencia media que, preocupada por conocer la resolución de futuros contingentes, depende de la ejecución por parte del agente de su plan, ejecución imprevisible en el sentido de que el contexto operatorio no determina la acción sino al mismo tiempo que aquel la realiza. La relevancia de esta ciencia media queda justificada al reflejar, en el campo de las ciencias humanas, la posición inestable del sujeto gnoseológico en la estado denominado beta 1-II, aquel en el que se pretenden encontrar las operaciones que determinan las operaciones de las que se parte en ciertos estudios conductuales, operaciones no fenoménicas –no son sistemas objetivos fisicalísticamente dados–, mas supuestamente encadenadas según estrategias de mayor aliento, tal y como sucede en teoría de juegos, pero también en el ajedrez o en el juego del nim. Tomando, como se ha dicho, las operaciones como actividades no mentales sino genéticamente manuales, de lo que se trata es de conocer tales estrategias, y es aquí cuando la situación del investigador puede asemejarse a la del dios de la ciencia media, en la medida en que pueda prever el desarrollo de las operaciones del actor observado, aun de un modo, digamos, coparticipe, tal como si, jugador del juego, fuese jugador dominante, adivinando las alternativas de su rival y encauzando la partida –disponiendo las circunstancias o «moviendo pieza»– en su favor.

Esta incursión gnoseológica, derivada del anhelo de conocer científicamente la libertad, nos da pie para reconsiderar, como en el libro de von Wright, la vinculación entre el estudio de la acción humana y el estatuto de las ciencias, a partir de sus patrones de explicación. Sin perjuicio de la patente diferenciación que se desprende entre los ángulos con que afrontan, von Wright y Bueno, tanto el tratamiento de la libertad como el problema de las ciencias sociales, cabe hablar, con todo, de una cierta afinidad por lo que toca al trazado de la línea de demarcación que separa ciencias humanas de ciencias naturales. Pues si bien desde las coordenadas de la teoría del cierre toda ciencia, al ser operatoria, comienza por ser prescriptiva y está sujeta por tanto en su funcionamiento interno –concretamente en su eje pragmático– al canon práxico de la causalidad proléptica, no obstante el criterio de la neutralización de las operaciones como requisito constructivo de una ciencia categorial conlleva la desaparición en el seno del campo científico del componente teleológico. Efectivamente, las ciencias naturales, en tanto se articulan mediante nexos de contigüidad objetivos, abandonan el proceso operatorio previo; por consiguiente «si la finalidad va ligada a las operaciones (subjetivas) la eliminación de las operaciones arrastrará consigo la eliminación de la finalidad»{10}. Así, más que un planteamiento opuesto, la teoría del cierre reinterpretaría el dualismo metodológico de von Wright a través de una gnoseología que aplicada a las ciencias humanas distingue un doble plano operatorio que reexpone los contenidos de tales ciencias mediante una explicación causal-intencional sin fracturas metodológicas.

No podemos abandonar el planteamiento materialista sin dejar de ofrecer el horizonte sobre el que Bueno perfila la idea de la libertad, según el plano –circular– en el que se suceden las relaciones entre las personas. La antinomia de la libertad quedaría reformulada según el conflicto dado entre dos acciones causales humanas, enfrentadas desde el momento en que despliegan su libertad o, vale decir, su capacidad o potencia operatoria. Según se parta de la libertad bien como un hecho, bien como una teoría, la antinomia se resolverá como resultado de la lucha entre procesos finalistas de alcance incluso histórico, que pueden acabar ya identificándose recíprocamente, en una suerte de libertad co-operatoria, ya imponiéndose uno de ellos en tanto «colabora en la edificación de la libertad los demás»{11}. Retengamos por último como el ejercicio del actuar personal libre puede definirse como el «proceso de elevación de las acciones contingentes a la condición de acciones necesaria, en el contexto de la persona efectivamente constituida»{12}. Veremos como esto cuadra en parte con las propuestas de Savater, cuyo libro pasamos a comentar.

El valor de elegir, obra que gira en torno a la idea de libertad –concretamente: en su sentido de libertad de elección– está dividido en dos partes, a partir de la clásica disociación, que no separación tajante, entre teoría y práctica, si es que el hombre y su libertad se definen partiendo de la práxis. En los seis primeros capítulos el autor se aproxima sinuosa, pedagógicamente, a la idea de libertad humana, envolviéndola previamente en el contexto en la que se da. Su reflexión arranca de una apuesta antropológica, que vuelca en la posibilidad del ejercicio de la libertad la especificidad del género humano. Esta hipótesis quedará matizada en la parte final cuando Savater advierta que «no podemos mirar a la humanidad desde fuera, como harían los dioses»{13}. En todo caso, como iremos viendo, toda su exposición tendrá la huella de un pensamiento comprometido con tendencias morales de tinte cívico muy precisas. Señalando las bases etológicas y genéticas del comportamiento humano, su libro se mueve más bien en la esfera de lo que denomina capacidad simbólica de las personas que, superpuestas a las necesidades básicas pero sin prescindir de ellas (acaso, en cierto modo, extendiéndolas), configuran programas de acción que guían nuestra conducta.

Su estudio se detiene en bosquejar, de mano de Ludovico Geymonat, una teoría atenta a constatar los requisitos o «elementos constituyentes» por la que la acción se abre paso. El conocimiento sobre el estados de cosas en que operamos (aquel «control de los medios y circunstancias»), implicando eventualmente conciencia de leyes deterministas; la amplitud de iniciativas que podamos imaginar, siempre compatibles con el marco en que nos situamos; y el acto final que derive de nuestra decisión, no podrán, en su conjunto, comprender en su totalidad el proceso de elección, a falta de aquel contrapunto que resulta del azar, esto es, de la confluencia nunca del todo subsanable de las condiciones de ignorancia y fuerza mayor que obstaculizan nuestra voluntad. De nuevo aquí la intención ocupará un lugar central. La dificultad para predecir la oscilación que un contexto azaroso supone –sujeto a cambios ajenos a nuestro control–, provoca una fisura en el proceso causal intención-acción, disminuyendo el alcance determinista. Por nuestra parte podríamos reinterpretar sin embargo el grado de libertad en función de la capacidad para minimizar la longitud del hiato. Es más, la libertad en el sentido de lucha (contra la ignorancia y la fuerza mayor, justamente) se nos hace así incluso más inteligible. En todo caso al tratar ahora Savater de las intenciones no tendrá reparos en hablar de causas, las mismas que andan detrás de los actos y cuya referencia hace equivaler a la de los motivos; la duda se trasladará en cambio hacia la naturaleza inicial que los impulsa, inescrutable si se sitúa en un deseo de carácter irracional. La manida causa común de la felicidad como pieza central que anida en todo deseo, abre la vía que tantos están siempre dispuestos a transitar, en busca del fundamento racional de la conducta humana, sin importarles mucho todo lo que aquello comporte de imposición, por no hablar de la acumulación de peticiones de principio que el ingenio ideológico arrastre. Acaso esto nos recuerde a los riesgos que Berlin señalaba como consustanciales a la libertad positiva. En una línea algo más modesta Savater nos recuerda el argumento de Searle, observando en la reflexión racional, si no una fuente, cuando menos un recurso para jerarquizar deseos. Sobre la taxonomía de motivos a raíz de los cuales se actúa quizá el más polémico sea el que habla de los experimentos, en tanto «proyectos de lo indefinido»; sin menospreciar su atractivo, aquí más que nunca la libertad habría de calibrarse retrospectivamente.

Retirada la pretensión ilustrada de fundamentación racional, la referencia a las categorías éticas de bien y de mal tampoco servirán como términos absolutos a los que apelar en la conformación de un tribunal ético; su carga normativa quedará relativizada desde el momento en que se de-sustancialicen sus significados, regresando al formato funcional del que en realidad parten, por lo que su aplicación –igualmente valorativa– dependerá de la finalidad del acto observado. No nos será complicado entonces comulgar con la doctrina del intelectualismo moral, que aproxima la nesciencia a la comisión de torpezas fehacientes, haciendo del conocimiento sinónimo de virtud, salvo que el sentido común nos coloque en garde ante tantos casos de akrasia. Será aquí cuando Savater comience a mostrar sus cartas, introduciéndonos en sus recomendaciones. La lección va dirigida al sujeto moral, vislumbrándose la identidad personal como el soporte que ha de enhebrarse con su libertad. Tiempo y muerte limitan –natural, radialmente diríamos– su práctica; la sociedad lo haría circularmente, con la paradoja que sólo a través suyo puede desarrollarla; de ahí tal vez que el sintagma más bien ambiguo de «singularidad compartida» sea el utilizado por nuestro autor para reflejar la situación del hombre a la hora de ponerse a esculpir en el tiempo, situación atravesada acaso por esa tensa dialéctica que cruza al hombre con el ciudadano o la ética con la moral. No parece tener en todo caso dudas sobre la naturaleza social que anima las «instituciones de la libertad»: el lenguaje, la escritura, la técnica y el instrumental político que va liberando de trabas al ciudadano, desde el esclavismo al acceso a la información actual, pasando por la libertad de expresión.

En la segunda parte del ensayo se extenderán las recomendaciones, muy de agradecer, más que por la novedad de lo que predican, ante todo por la pertinencia de lo que recuerdan. Al «elegir la verdad» la verdad científica quedará al resguardo de modas posmodernas o de quienes «señalan que la verdad no es nada objetivamente contrastable sino una construcción social intersubjetiva en permanente reinvención, que los intelectualmente dominantes obligan a compartir al resto de su comunidad hasta que el poder cambia de manos y de discurso»{14}. Su defensa no irá mucho más allá del reconocimiento de una realidad objetiva fuera de la mente de las personas, o de una definición de la verdad como coincidencia o acierto, aun estratificada o envuelta –otra vez de mano de Searle–, por ciertas «condiciones de satisfacción», precisiones que constituirán al menos un primer filtro frente al relativismo absoluto o revelado, tan dogmático como el reverso que denuncia de la verdad absoluta o revelada, carentes ambos de cualquier noción de crítica. Así como el uso de la racionalidad científica en tanto canon de la investigación positiva derivó hacia una sustantivación de la razón trocando el método en objeto («poseer la razón») e incluso en sujeto metafísico de la historia, parece ahora –quizá cargando algo las tintas– como si el funcionalismo raciocinante de partida que pone en relación –y por tanto «relativiza»– distintos términos operados, haya pasado en nuestros días a fundamentar una sospecha ontológica acerca las realidades investigadas, como último movimiento de una secuencia que tras pasar del pensamiento dogmático al pensamiento crítico (según el uso del juicio o discernimiento, esto es, de la capacidad de discriminar y formarse criterios, de la criba y la clasificación, y de su puesta en cuestión, o dialéctica, constante) regresa, acientíficamente, al dogma inverso del «todo vale»; frente a ello el «asunto Sokal» no sería sino una de las últimas denuncias de la impostura.

El peso del libro lo vierte sin embargo Savater en proyectar su configuración teórica de la libertad en el ciudadano, de ahí su preocupación por la política y la educación cívica. Partiendo del equilibrio que entre pertenencia y participación informa a los individuos de una sociedad dada, enlaza el ejercicio de las libertad individual con un marco en el que prime, frente a la reivindicación de identidades étnicas, la igualdad entre los ciudadanos: sólo de esta forma se protegerán mejor los derechos fundamentales y se posibilitará de veras el desarrollo de nuestra dimensión colectiva, es decir, de la ciudadanía. Presuponiendo a la educación y el aprendizaje como los pilares sobre los que se conforma la idea de libertad y subsiguientemente la de ciudadanía, no es de extrañar que acto seguido nuestro autor describa las líneas maestras que debiera seguir toda educación cívica. La deliberación como forma de persuadir y de aceptar ser persuadido y la tolerancia como modo de respeto mutuo constituirán sus puntos centrales. Estos conceptos remueven tal cantidad de argumentos filosóficos que sería tarea ingente ponerse aquí a analizarlos. Mencionemos tan sólo como la disociación establecida entre las opiniones y las personas que las sustentan matizan el alcance de la tolerancia, siendo absolutamente inadmisible afirmar que en democracia todas las opiniones deban ser respetadas{15}.

Las dos últimas recomendaciones –«elegir la humanidad»; «elegirlo contingente»–, vienen a condensar las conclusiones finales que saca Savater de su exposición. Resulta especialmente meritorio abordar la cuestión de la «Humanidad» en tiempos en los que se maneja de forma tan gratuita como hoy. Nos parece que en es torno a tal enunciado donde se fragua el conflicto entre el individuo como hombre y como ciudadano. Restringir la referencia del género humano a un plano genético o zoológico, a una mera descripción fisiológica, imposibilita cualquier aproximación al problema más allá de nuestro comportamiento instintivo. Precisamente debido a que es sólo a través de nuestra inscripción en un contexto cognitivo determinado, pautado según un lenguaje y unos rasgos culturales propios –aun no aislados–, como podemos concebir la noción de humanidad, es por lo que esta noción resulta invalidada universalmente, a no ser que adoptemos una óptica extra-humana, digna de dioses. He ahí el dilema. Originariamente de hecho no es sino presuponiéndonos ciudadanos (hombres políticos, hombres de la polis) como llegamos a ser libres, más que a la inversa. No obstante Savater parece en este punto más bien asentado en la línea lockeana, aquella que instaurando los derechos de propiedad privada y seguridad como anteriores a toda convivencia política, inaugura un enfoque contractualista sobre la libertad, ajena como se sabe a la antropología política. En el grado civilizatorio al que hemos llegado hoy, tal enfoque gana adeptos a la hora de pensar en el futuro que nos aguarda. Como es patente sin embargo, distintas ideas de libertad, distintas capacidades y distintos planes, siguen disputándose su potencia. No puede ser de otra manera desde el momento en que múltiples programas, proyectos o sentidos, resultantes de cientos de contingencias, se afanan por conservarse, anhelan perpetuarse y «elevarse a la condición de necesarios».

Notas

{1} G. H. von Wright, Sobre la libertad humana, Paidós, Barcelona 2002, pág. 103.

{2} G. H. von Wright, Ibid., pág. 107.

{3} Gustavo Bueno, El sentido de la vida, Lectura 4, La Libertad, Pentalfa, Oviedo 1996, pág. 256. Seguimos sucintamente, en lo que sigue, las líneas principales de su exposición.

{4} Gustavo Bueno, Ibid., pág. 260 (cursivas en el original).

{5} Se nos explica en el Panfleto contra la democracia realmente existente, La Esfera, Madrid 2004, pág. 197: «como sólo podemos reconocer la causalidad libre de un sujeto operatorio cuando podemos establecer la desconexión de su acción respecto a otras series causales en las que pudieran estar implicadas otros sujetos («la sociedad»), a fin de evitar un regressus ad infinitim, se establecerá [...] un postulado de desconexión [...] que termina resolviéndose en la constitución de clases de individuos definibles por la posesión de las condiciones de «control de los medios y circunstancias» que el sujeto operatorio de esa clase debe tener para que los resultados de sus acciones propositivas orientadas, o de sus omisiones [...] le sean imputables.»

{6} Isaiah Berlin, Cuatro ensayos sobre la libertad, Alianza, Madrid 1988, pág. 237.

{7} Miguel Ángel Quintanilla, «Fundamentos materiales del racionalismo», en M. A. Quintanilla, A favor de la razón, Taurus, Madrid 1981, pág. 144.

{8} Recordemos: la conciencia individual como estructura histórica, y en tanto provista de racionalidad crítica, «se trata de una resultante abstracta, artificial, de procesos operatorios de reflexivización de relaciones originalmente no reflexivas (pero sí simétricas y transitivas) entre los diversos contenidos convergentes físicamente en un «cuerpo abstracto»; que la conciencia individual misma es esa síntesis abierta de mil procesos heterogéneos, engranados con la memoria cenéstesica, que, por sí, no constituye conciencia, y cuyo valor es puramente operatorio y funcional, y en modo alguno sustancial», Gustavo Bueno, El papel de la filosofía en el conjunto del saber, Ciencia nueva (Los complementarios 20), Madrid 1970, págs. 97-98.

{9} «[...] cuando se niega el supuesto, en nombre de una concepción no mentalista de las operaciones (las operaciones son siempre de algún modo «quirúrgicas», es decir, operaciones con las manos o con el aparato fonador, es decir, actividades que implican la intervención de músculos estriados), cuando partimos de otro supuesto, a saber, que conceptuar, juzgar o razonar no son operaciones de la «mente pura», sino operaciones que sólo pueden tener lugar manipulando o hablando [...] entonces, la disociación entre las operaciones especulativas y las operaciones prácticas desaparece ya en el origen (a quo) de los movimientos de la vida, y no habrá que esperar una confluencia en términos ad quem superpuestos», Gustavo Bueno Primer ensayo sobre las categorías de las «ciencias políticas», Cultural Rioja (Biblioteca Riojana 1), Logroño 1991, págs. 64-65.

{10} Gustavo Bueno, «En torno al concepto de «ciencias humanas». La distinción entre metodologías alfa-operatorias y beta-operatorias», en El Basilisco nº 2 (1ª época), 1978, pág. 36.

{11} Gustavo Bueno, El sentido de la vida, Lectura 4, La Libertad, Pentalfa, Oviedo 1996, pág. 336.

{12} Gustavo Bueno, Ibid., pág. 335. De ahí que «en el rigor más estricto, sólo de un modo retrospectivo cabe atribuir la libertad, o negársela, a una persona» (pág. 257).

{13} Fernando Savater, El valor de elegir, Ariel, Barcelona 2003, pág. 175.

{14} Fernando Savater, Ibid., pág. 107.

{15} Y ello en clara beligerancia frente a quien sostenga que «el principio de la democracia es que cada uno pueda opinar lo que crea conveniente sobre cada cosa y que nadie pueda juzgar su opinión», que parte precisamente de un juicio escondido en forma de prejuicio: que todas las posturas son respetables; clara manifestación del dogma «todo vale» que anula precisamente la facultad de crítica, de juicio y discernimiento. Sobre tales asuntos puede leerse el artículo de Aurelio Arteta, «Medem como síntoma», publicado el 17 de octubre de 2003 en el diario El País. En la misma línea Arcadi Espada, en su artículo «La tragedia demediada», publicado en la revista Letras libres nº 27, de diciembre de 2003, recuerda estas palabras del Viaje a Alemania: de Hannah Arendt «Sin embargo, el aspecto probablemente más destacado, y también más terrible, de la huida de los alemanes ante la realidad sea la actitud de tratar los hechos como si fueran meras opiniones. [...]. Pero la conversión de los hechos en opiniones no se limita únicamente a la cuestión de la guerra; se da en todos los ámbitos con el pretexto de que todo el mundo tiene derecho a tener su propia opinión, una especie de gentlemen's agreement [pacto entre caballeros] según el cual todo el mundo tiene derecho a la ignorancia [...]. De hecho, este es un problema serio, [...], porque el alemán corriente cree con toda seriedad que esta competición general, este relativismo nihilista frente a los hechos, es la esencia de la democracia. De hecho se trata, naturalmente, de una herencia del régimen nazi».

 

El Catoblepas
© 2004 nodulo.org