Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 29 • julio 2004 • página 5
Acaba de ser publicado en España el nuevo libro de Gustavo D. Perednik, España descarrilada, con prólogo de Pilar Rahola. En este artículo nuestro colaborador evoca al padre del sionismo moderno en su centenario
Concluía el siglo XIX y los judíos ya habían producido figuras políticas de renombre. Difícil sería hablar de la socialdemocracia alemana sin Ferdinando Lassalle, del imperio victoriano sin Benjamin Disraeli o de la Francia revolucionaria de 1848 sin Isaac A. Crémieux. Sin embargo, no había surgido una personalidad que políticamente liderara a los judíos en la defensa de sus intereses.
Hace un siglo murió su primer estadista moderno, y sus restos reposan en el monte que lleva su nombre en Jerusalén, la capital del Estado por el que lidió contra viento y marea.
El nombre de Teodoro Herzl (1860-1904) se había convertido en sinónimo de cultura para la Viena imperial. Stefan Zweig en sus memorias (El mundo de ayer) describe a aquel editor del Neue Freie Presse como un influyente erudito cuya aprobación podía significar para un escritor lo que le habría valido a un soldado francés que Napoleón lo condecorara en el campo de batalla.
Herzl era uno de los prominentes judíos que moldeaban la vida cultural de marras, autor de dramas y comedias que triunfaron en el Wallner Theater de Berlin y en el vienés Hofburgtheater. Hannah Arendt lo definió como un intelectual típico y único, exponente de la nueva era en la que los judíos producirían desproporcionadamente pensadores que se lanzaban a mejorar el mundo.
Su biografía está poblada de múltiples pasiones. Amistades coloridas, prolongadas desdichas y frustraciones (el suicidio de Enrique Kana, su desdichado matrimonio), interesantes ensayos y focos de interés, documentados viajes y fervor.
Las cuestiones judías no lo habían atraído concluyentemente. En su infancia había abandonado la escuela cuando un profesor incluyó a los judíos entre las «razas paganas». Más tarde renunció a la fraternidad estudiantil Albia por la judeofobia allí dominante, una que le cerró puertas profesionales cuando se graduó de doctor en leyes, una que cebaba la obra de Duhring que Herzl había leído. También había llamado su atención el ensayo Los judíos de Colonia de Wilhelm Jensen, acerca de las persecuciones medievales.
Pero todo ello no había alcanzado para disuadirlo de que la asimilación de los judíos a la vida europea era lo mejor que podía ocurrirles, aun al precio de que su singular identidad se diluyera para siempre. De esa preferencia lo sacudió un evento con el que, en sus palabras: «había cesado la vida y se había iniciado el cosmos.»
Al Caso Dreyfus lo arrimó su actividad periodística. En efecto, Herzl emprendió en 1891 una gira por varios países desde los que enviaba al Neue Freie Presse descripciones que se publicaban con éxito. Por ello, el diario lo designó su corresponsal en París, en donde residió hasta 1894.
En ese lapso mantuvo una polémica con la Asociación para Combatir el Antisemitismo de Austria, en cuyo contexto le escribió a Leidenberger que la judeofobia no debía enfrentarse con medios apologéticos ni filantrópicos, sino con una actividad social perseverante y abarcadora. Al caso de Francia le dedicó otro artículo («Antisemitismo francés») en el que contrastaba la violencia antijudía de Europa Central con «el sentido común y amor por la justicia en el pueblo francés» que supuso eran garantía de la fugacidad del fenómeno.
Sin embargo, la atmósfera enrarecida de odio persistía en París, en buena medida generada por el diario La Libre Parole (una mala predisposición similar a la obsesivamente perpetran hoy en día contra Israel varios medios europeos, como el diario El País y la TVE).
En el contexto de aquel clima judeofóbico, en 1894 fue arrestado el único capitán judío del ejército francés, Alfred Dreyfus, acusado de traición y juzgado por una corte marcial que lo condenó a degradación y a prisión perpetua en la «Isla del Diablo».
Durante la década que duró el proceso contra Dreyfus, turbas violentaban sinagogas y saqueaban tiendas de judíos, a quienes se agredía en las calles. Las aulas de la Universidad de Rennes fueron destrozadas después de que cinco profesores se declararon favorables a una revisión de la condena; el editor dreyfusista de La Bataille fue golpeado en la vía pública, y el abogado defensor Fernand Labori fue víctima de un intento de asesinato.
La violencia verbal había sido igualmente incendiaria. Trescientos clérigos crearon el Memorial de Henry, una suscripción pública en La Libre Parole para construir un fondo a beneficio de Madame Henry (la viuda del coronel Henry, uno de los inculpadores de Dreyfus que terminó por suicidarse después de confesar el fraude). Un grupo de notables propuso abiertamente que, a modo de prueba bélica, un cañón recién inventado fuera descargado sobre los cien mil judíos del país. Entre los suscriptores de la socarrona propuesta figuraban más de mil oficiales, cuatro generales en servicio, y el propio ministro de Guerra, general Mercier. En la lista no faltaban incluso intelectuales como Paul Valéry. El diario La Civiltá Cattolica (que aún hasta fines del siglo XIX difundía el libelo de sangre y mantuvo su judeofobia incluso después de la Segunda Guerra Mundial) se sumó apasionadamente a los anti-Dreyfusistas y pregonaba que los judíos fueran excluidos del cuerpo nacional en Francia, Alemania, Austria e Italia.
Para Herzl, el aspecto más abrumador no era la ostensible inocencia de Dreyfus (las vanas «pruebas» de la fiscalía se reducían a un documento secreto enviado al agregado militar de la embajada alemana en París, interceptado por el servicio de inteligencia francés). Tampoco era lo peor que se persiguiera a Dreyfus obviamente por su judeidad. Lo más perturbador era la violenta reacción de las masas bajo el grito de «muerte a los judíos», que irrumpía por la simple inculpación de un judío completamente alejado de la vida judaica, bajo un cargo relativamente menor.
Que esto ocurriera en el país de la igualdad de derechos, probó para Herzl que la asimilación de los judíos no los inmunizaba contra la judeofobia. Emprendió ergo el retorno a la asunción de su identidad judía, y a Sión, un sendero que fue su actividad prioritaria a partir de ese momento, por el resto de su vida.
En ese camino, Herzl hizo retornar a miles con él. «Somos un pueblo» era su lema y descubrimiento, uno que lo hizo abrasar la por entonces tibia idea de reconstruir el Estado judío en su tierra ancestral. El doble fin era proteger al pueblo hebreo del volcán judeofóbico en el que se agitaba, y de ponerlo finalmente en pie de igualdad con el resto de las naciones. Entre los convertidos a la causa se destacó el célebre Max Nordau, quien pasó a secundarlo y adhirió fiel y entusiastamente al ideal sionista.
Del otro lado, Kart Kraus se mofaba del «rey de Sión», como la mayoría de los testigos de este nuevo período en la vida de Herzl. Pese a las burlas, el idealista que nacía en él se lanzó a la hercúlea tarea que le insumió sus pocos recursos y eventualmente su vida misma.
Su amigo Arthur Schnitzler lo ayudó a promover el drama El Nuevo Ghetto, en el que el protagonista, Jakob Samuel, había logrado que la total asimilación al medio le mejorara el carácter pero, al mismo tiempo, le privara de autorrespeto, lo que provocó el ulterior rechazo del medio gentil.
En algún aspecto, Herzl se refería a sí mismo, y a los judíos que bregaban infructuosamente por ser aceptados en Europa. Hablaba el lenguaje de quienes habían hecho todos los esfuerzos por asimilarse y no lo habían conseguido, y les proponía emprender juntos el camino del retorno.
Reinstalado en Viena, Herzl debe confrontarse con la elección del judeófobo Karl Lueger como alcalde de la ciudad, en medio de furiosos desmanes. Le sonaba como un eco la tesis de León Pinsker de que la judeofobia era incurable. Así arguye Herzl en un artículo aparecido en el Jewish Chronicle de Londres del 17 de enero de 1896. Su primera esperanza fue que Alemania, en donde surgían las primeras teorías sobre ese mal social, pudiera transformarse en el aliado de los judíos en su reconstrucción.
La metamorfosis de intelectual a político
En 1898 logró entrevistarse con el Kaiser Guillermo II, primeramente en Constantinopla y más tarde durante la única visita de ambos a Palestina, en la que se encontraron en la escuela agrícola judía de Mikvé Israel, establecida en 1870.
El Kaiser intentó inútilmente convencer al sultán del imperio otomano, que por ese entonces dominaba la tierra de Israel. Que estadistas de renombre se tomaran en serio las propuestas de Herzl, fue su mayor éxito.
El visionario apenas presidía un ente que él mismo creara en Basilea en agosto de 1897, la Organización Sionista Mundial, desde la que se revelaron sus dotes de político, orador, organizador y negociador. Las entrevistas se sucedieron: el sultán, el Primer Ministro de Austria, el príncipe de Bulgaria, el rey de Italia, el ministro de interior del zar, el papa. Ninguna de ellas produjo frutos visibles, pero todas y cada una fueron abriendo las compuertas del reconocimiento mundial a la injusticia que padecía el pueblo judío y a sus derechos.
Asimismo, durante sus frecuentes viajes se puso en contacto directo con sus hermanos en las pobres aldeas de Europa Oriental. En cada una de ellas, el calor con el que lo recibían los sufrientes judíos le reveló que el pueblo se despertaba de su letargo, y que confiaba en él para liberarse, aun en medio de los elocuentes latigazos que, como en Vilna, los cosacos descargaban contra las masas que se acercaban a saludarlo.
Nos hemos referido en otro artículo a diversas posturas acerca de cómo fue la génesis del sionismo en términos generales; en éste nos concentraremos específicamente en el nacimiento del sionismo moderno. Cabe revisar la aceptada definición de Herzl como padre del mismo.
Cuando Herzl convocó el congreso en Basilea, todas las realizaciones sionistas ya habían comenzado. Quince años habían transcurrido desde la «Primera Aliá», la pionera de inmigraciones judías modernas que aspiraban a la restauración nacional de los hebreos en su tierra ancestral. Incluso congresos sionistas ya habían tenido lugar, como por ejemplo en 1860 en Thorn, Alemania (cuyo resultado fue la fundación de la Sociedad para la Colonización de Palestina presidida por Jaim Lorje) y en 1884 en Kattowice, Polonia (que bajo la presidencia de León Pinsker convocó a varios grupos de los llamados Jovevei Tsion, «amantes de Sión» que inmigraban a Israel). Ergo no fue el congreso en sí la novedad de Herzl. Tampoco su influyente obra escrita parece haber sido suficientemente innovadora.
Escribió dos grandes libros sionistas. El primero, de índole programática, se titula El Estado Judío, y apareció en Viena y Lepizig el 14 de febrero de 1896, publicado por Max Breitenstein. Un estudio de Robert Wistrich compara el impacto histórico de aquel ensayo de Herzl con dos obras trascendentes de la teoría política: el Contrato Social de Rousseau y el Manifiesto Comunista. Con todo, Herzl admitió que las ideas que exponía en el libro ya estaban presentes en el que Moisés Hess publicara más de tres décadas antes.
Su segunda obra sionista fue la utopía Altneuland o Vieja y Nueva Patria (cuya traducción al hebreo como Tel Aviv dio nombre a la pujante ciudad mediterránea). También en este caso los precedentes fueron numerosos. Muchos autores habían anticipado cómo se imaginaban el Estado judío que inevitablemente nacería en Palestina, tales como Fernhof, Bahar, Levinsky, Austerberg, y sobre todo Edmund Eisler, autor de Ein Zukunftsblick (Una mirada al futuro), escrito en 1882 y hallado en la biblioteca personal de Herzl. Eisler tuvo varios aciertos que a Herzl se le escaparon, tales como que habría que superar una guerra para consolidar el país judío, o que en éste se hablaría hebreo (Herzl preveía un federalismo lingüístico parecido al suizo).
Para valorar la originalidad de la empresa herzliana, no hace falta eludir la certeza ni de que el ideal sionista estuvo presente en el pueblo judío por varios milenios, ni de que a Herzl precedieron en varias décadas los precursores del sionismo moderno (sobre quiénes fueron éstos hay diversas posturas, que hemos enumerado en el mentado artículo y que van desde el siglo XVII al XIX).
La pregunta en esta nota es por qué sólo Herzl es considerado ecuménicamente «padre del sionismo moderno», cuando en rigor los albores del movimiento ya habían frutecido cuando Herzl irrumpió en escena.
Es cierto que su iniciativa fue original por su contenido político, pero esta afirmación es incompleta. Un intento político de retorno a Sión ya había sido plasmado en 1561 por Don Josef Nasí, quien obtuvo del sultán más de lo que Herzl jamás pudo conseguir: un permiso para gobernar sobre la zona de Tiberíades y aldeas aledañas, reconstruirla y poblarla de judíos.
Ni siquiera podría esgrimirse que Herzl fue el primero en proclamar abiertamente la necesidad de un Estado judío, porque de hecho tal proclama no fue parte de la plataforma sionista sino hasta mucho tarde. El Programa de Basilea se limitaba a un Heimstate (hogar nacional), término sugerido por Max Nordau para evitar el recelo de los otomanos. Más aún: la demanda de un Estado fue oficial para el sionismo sólo con el Programa de Biltmore de ¡mayo de 1942! (la única ala del movimiento que venía insistiendo desde mucho antes en la indispensabilidad de un Estado, era la corriente llamada «revisionista» liderada por Zeev Jabotinsky).
El Programa de Biltmore había resultado de la asamblea extraordinaria que se llevó a cabo durante el Holocausto, en la que David Ben Gurión rechazó la política de apaciguamiento frente al control británico sobre Palestina (un dato frecuentemente soslayado es que la independencia de Palestina fue obra de la resistencia judía. Los judíos nunca fueron «un instrumento del imperialismo inglés» como maliciosamente se tergiversa, sino precisamente quienes emprendieron la lucha sin cuartel para desalojar al imperio de Eretz Israel).
Por todo lo que antecede, si descartamos los congresos, la organización, la inmigración y los libros, podríamos buscar la innovación de Herzl en el énfasis que éste puso sobre la conciencia nacional judía. Pero tampoco aquí toma la delantera. Peretz Smolenskin lo había precedido en treinta años cuando desde su mensuario Hashajar (El alba) expuso el nacionalismo judío, un autorrespeto basado en los valores de la nación.
Mas al combinar los factores aquí enumerados, y traducirlos enteramente al accionar político, Herzl consiguió dotar al sionismo de la aureola de la factibilidad. Y he aquí su aporte singular. La política es el arte, o la técnica, de adquirir o conservar poder. Herzl supo priorizar el poder como fin, y la política como la única lid. En suma, no fue meramente la política su innovación, sino la priorización de la política como único medio apropiado para el sionismo, reduciendo a un remoto segundo plano todos los demás medios (inlcuidas la colonización de la tierra y la educación, que tuvieron sendos movimientos que las levantaban como banderas).
Su perseverancia monista logró que los judíos lentamente comprendieran que la idea sionista no era sólo justa, sino también realizable. Un logro envidiable para cualquier idealista de todas las épocas.
La perseverancia con la que encaró la tarea compitió sólo con su absoluta convicción del éxito final. Escribía en su diario después del Congreso de Basilea que «en cincuenta años será una realidad». Sorprendentemente, se equivocó sólo en unos meses.
Un siglo desde Herzl significa, en suma, no sólo la politización de un sublime ideal, sino el comienzo de su viabilidad, su fertilidad social por ser posible.