Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 29 • julio 2004 • página 7
Texto que sirvió de base para la defensa pública de la Tesis Doctoral, «La noción moral de contento entre la ética antigua y la moderna: Marco Aurelio, Montaigne y Spinoza», defendida por el autor el 11 de junio de 2004 en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Valencia
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Distinguidos miembros del Tribunal{1}. Señoras y señores:
Comparezco ante ustedes en este solemne acto académico de defensa de la Tesis Doctoral de la que soy autor, titulada La noción moral de contento entre la ética antigua y la moderna: Marco Aurelio, Montaigne y Spinoza, con el ánimo bien dispuesto, pero también con modestia y, sobre todo, con agradecimiento. Es por esta razón que mis primeras palabras quiero destinarlas a agradecer muy sinceramente la deferencia que me conceden los miembros de este Tribunal honrándome al examinar y evaluar el trabajo que aquí presento. Deseo asimismo agradecer al director de la Tesis Doctoral, Profesor D. José Montoya Sáenz la confianza que tuvo en todo momento en las posibilidades de llevarla adelante, así como en la ayuda y el apoyo que me ha prestado en su desarrollo haciendo así posible que pueda hacerse pública en este momento. La sabiduría y la paciencia de su dirección han sido siempre aliadas de la libertad concedida en la confección y redacción de este trabajo, de manera que todos los defectos o insuficiencias que puedan encontrársele –y sin duda se le hallarán– deberán, por descontado, atribuirse tan sólo a la falta de competencia de quien les habla y nunca a la liberalidad del director del proyecto, siempre generosa y de ninguna manera culpable.
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Tal vez no sea exagerado, ni pretencioso, calificar de inactual, y aun de intempestivo, este trabajo dedicado al contento en la ética y en la política. Que tal confesión se haga en los primeros compases de su defensa como Tesis Doctoral, desde la misma línea de salida y por su propio autor, puede confirmar lo que en una primera impresión no pasaría de ser una simple sospecha o barrunto. No se negará que el creador de un texto sea mal lector de sí mismo, y desde luego pésimo crítico también, pero al menos sabe lo que se trae entre manos. Mas indicios hay, en efecto. O al menos una sincera e inocente presunción según la cual el hablar de contento en la filosofía práctica, el entenderla desde la perspectiva del individualismo metodológico y el prevenir de las alteraciones de la política y de sus interferencias en la ética puedan interpretarse como iniciativas osadas, percibidas probablemente incluso con recelo, por no decir con cierta desconfianza. Si a todo ello añadimos que en el presente trabajo se cuestiona el valor moral de la simpatía y se propone una noción de respeto consistente en que cada uno se ponga en su sitio, en vez de en el lugar del otro, entonces prudentemente su autor debe atenerse a las consecuencias y asumir la plena responsabilidad de su discurso (como, por otra parte, no podría ser menos en una meditación sobre ética y política), aunque también con la esperanza de que queden aclarados desde el principio algunos extremos del asunto en marcha con el fin de evitar malentendidos: por ejemplo, que ese espacio o lugar en liza al cual nos referimos debe entenderse como territorio moral privado, pero no privativo; común, mas no comunitario; discreto y reservado, aunque de libre admisión y disfrute, pues a él están todos invitados, todos los que quieran y entiendan que a la ética se entra mejor siendo convidado que no obligado. A tal espacio de la mente y la conciencia, a ese ámbito moral de deliberación y acción, lo conoceremos aquí bajo el nombre de continente de ética. ¿Será esto intempestivo?
Defender, en el marco de la filosofía contemporánea, un ideal moral de la felicidad y de la vida buena basado en el cuidado de sí mismo y la perfección moral, promover una idea de excelencia personal que no repela a la democracia ni se enemiste con ella, sino que, por el contrario, se avenga y contrate con ella, y arrimarse, en fin, a las enseñanzas provechosas y cómplices de Sócrates, Aristóteles, Epicteto, Marco Aurelio y Séneca, pero también de Montaigne, Gracián, Spinoza, Nietzsche y Ortega y Gasset, por ejemplo y entre otros maestros, ¿será postura inactual?
Y afirmo esto porque acaso sea también justo y prudente reconocer, en honor a la verdad, que estas perspectivas de la ética que orientan e iluminan nuestra exploración no imperan en el escenario de los estudios morales y políticos contemporáneos, viéndose desplazados, en cambio, por otros asuntos más candentes y de rabiosa actualidad y por autores más impactantes y en el candelero de las novedades. Frente a otros valores, en este punto y lugar apuesto convincentemente y sin complejos por el valor de lo clásico y de lo intemporal. Con todo, la circunstancia que señalo no debe desalentarnos ni mi confesión coartarnos, pues la ética del contento que aquí nos orienta se ajusta a una noción moral inspirada en una ética del presente, lo cual confío en que aclare las cosas y despeje imprecisiones, pues desde antiguo sabemos que tal filosofía del tiempo y perspectiva ética de la acción se apoya en tres preceptos teórico-prácticos principales, dignos de mencionar:
1) vivir lo real en su globalidad y en su máxima intensidad, como si cada instante soportase toda la eternidad, la cual al darse en la intemporalidad se acomoda necesariamente y en todo momento a los márgenes del presente;
2) evitar las dos rémoras que agrietan la existencia humana: la nostalgia, o el apego al pasado, y la esperanza, o la preocupación por el porvenir; junto a sus secuelas inevitables: la lamentación y la desaprobación de lo que existe y hay; y
3) amar lo real sin temor, resentimientos ni dobleces, desde la inmanencia, comprendiendo así que el centro de gravedad de la existencia moral del hombre gira sobre la vida interior, el yo, sobre el cual cada uno fija su destino, a saber: ser uno el que es y no otro, asumir uno su ser y no ponerse en el lugar de otro.
En torno a las inmensas posibilidades de desarrollo de una ética del presente, en armonía con la ética del contento, el autor de la Tesis Doctoral que aquí nos convoca ofreció una comunicación en el I Congreso Iberoamericano de Ética y Filosofía Política, celebrado en Alcalá de Henares (Madrid), entre los días 16 al 20 de septiembre de 2002 bajo el título de «Responsabilidad moral y temporalidad. Ensayo de una ética del presente»{2}.
Dicho esto, y para seguir siendo veraces y ecuánimes, debemos advertirnos de un hecho notable, muy gratificante y altamente esperanzador, cual es el comprobar cómo en el seno de la comunidad filosófica de nuestros días, concentrada en los asuntos de la ética, algo, y aun bastante, se está moviendo en la dirección de propiciar una revisión –digamos mejor: una recuperación– de la «filosofía antigua», de la herencia intelectual de Grecia y Roma, todo ello con el noble propósito de reintegrar a los pensadores clásicos al lugar que les corresponde y les debemos, esto es: el olimpo de los maestros del pensar, vitalmente preocupados por los grandes temas del hombre. La doble perspectiva, vale decir, renovadoramente renacentista del panorama que describimos pasa por los siguientes afanes:
1) devolverles a los autores clásicos su precisa condición de clásicos, esto es, de pioneros del saber, de punto de partida inexcusable en las tareas de la investigación y la crítica; y
2) volver intelectualmente a los orígenes, allí donde primaba la perspectiva práctica y tónica de la filosofía. El revitalizado interés por autores como Sócrates, Aristóteles, Epicuro, Lucrecio, Epicteto, Marco Aurelio y, más cercanamente, por nuestro Baltasar Gracián, que se constata en saludables hábitos de lectura y escritura contemporáneos, representa una muestra de este fenómeno, que, por otra parte, no acaba ahí.
A dicha tendencia se suma una prometedora afluencia de estudios recientes en relación a la problemática de la vida buena; la felicidad y la alegría; la admiración moral; la vida lograda y la vida realizada; la fuerza mayor y la beatitud, etcétera, que permiten alimentar la impresión, y aun la confianza, de que, en efecto, esté cambiando la tendencia general asentada y vigente entre los modernos, y se halla compendiaba en aquella conocida y severa interrogación –en realidad, interpelación– enunciada hace años por Martha C. Nussbaum en su libro La fragilidad del bien: «Por qué estos problemas, tan importantes para nosotros, se tratan tan raramente en la ética moderna.» Bajo estas reflexiones, al calor de la inspiración y la aliento que anima esta última amable reconvención a los filósofos de nuestro tiempo, que huye tanto de la melancolía como de una voluntad de retorno al pasado, y con los antecedentes que acabo de fijar, ofrezco aquí mi particular y modesta contribución, la cual aspira a ser un examen y una propuesta de consideración –ustedes juzgarán si asimismo original y de interés– de la noción de contento en el vocabulario de la filosofía moral y de su lugar, histórico e intelectual, entre la ética antigua y la moderna; una noción, que a mi juicio, palpita en el corazón de tres –al menos tres– grandes filósofos que la representan y sobre ella cabalgan, como son Marco Aurelio, Montaigne y Spinoza. Bajo su sabiduría y enseñanza confío en haber encontrado no sólo una ilustración de mi tesis sino además su grato y generoso amparo.
Se trata de una noción, la del contento, emparentada con conceptos básicos en la ética: felicidad, satisfacción, bienestar, alegría, placer, continencia, vida buena, beatitud, dicha, plenitud, aquiescencia, alegría, jovialidad, etcétera, con los que compone una constelación que bebe de la fuente clásica de la eudaimonía, y que ha recorrido a lo largo de dos grandes etapas de nuestra historia de la moral, la antigua y la moderna, que, aunque contengan dos maneras distintas y distantes de entender la vida, vale la pena insistir en su reunión al objeto de propiciar su mutuo entendimiento y enriquecimiento.
En los antiguos, hallamos, en efecto, una consciente voluntad de comprender la ética, pero sobre todo de asumirla, lo cual invita inexcusablemente a sostener un modo de vida; y no un modo de vida cualquiera, sino aquella clase de existencia que permite experimentar la vida buena y afrontar el destino con un espíritu de mejoramiento y perfección. Resulta, empero, que hoy, en nuestro tiempo, las circunstancias han cambiado. La ética está en todas partes y en boca de todos: en la política, en el derecho, en la medicina, en los Consejos de Administración de las empresas y en asociaciones de actividades diversas... Mas de reflexión y deliberación, de discusión sin prejuicios, pero, ante todo, de experiencia ética, hay gran carencia. Como contraste con las etapas precedentes, y tal vez como compensación, se percibe desde el advenimiento del pensamiento moderno una notoria ansia de fundamentación moral, a costa precisamente de la sustanciación y vivencia de la ética.
Los propios filósofos y profesionales del ramo no son del todo ajenos, y por tanto inocentes, a la desnaturalización y deriva de los vagos (y en ocasiones también vanos) discursos sobre la moralidad que dominan nuestros días. La obsesión contemporánea por el mal, en detrimento de la meditación sobre el bien moral y la excelencia, y la conversión de la víctima en protagonista ético, en lugar del hombre virtuoso y feliz, son rasgos característicos de las actuales inquietudes éticas de nuestros días, los cuales han conducido, por citar un ejemplo, al establecimiento de un programa acaparador de la ética: los derechos humanos. De ninguna manera desapruebo su presencia, aunque sí su preeminencia. Pues, por una parte, la perspectiva descontenta y lastimera, reparadora y justiciera, de la ética, acaso la ponga al día y a la moda, así como que reconforte o agite a quienes la practican y publicitan, pero deberá convenirse en que no la agota, aunque sí la debilite y desmejore. Por otra parte, la doctrina y la fundamentación de los derechos del hombre, a mi entender, no bastan para constituir ni soportar en rigor una moral («ni son una política», añade Marcel Gauchet). Es más, la grandilocuencia conceptual, la complacencia ética, la persistencia en pretender fundar la experiencia de la praxis en compromisos ideológicos, reglamentaciones organicistas o consolaciones espirituales, pero, en particular, la insistencia en la incompatibilidad de la filosofía moral «moderna» y la de los «antiguos», han ocupado en extremo la atención de no pocos pensadores y profesionales de la comunicación, pero al precio muchas veces de vaciar de sentido y significación el propio discurso moral. No hay una «sabiduría de los modernos» opuesta a la de los antiguos. Ocurre que se ha producido un desplazamiento de enfoques y prioridades en el camino a la auténtica sabiduría: la preocupación sobre cuestiones procedimentales y formales en la ética ha eclipsado la ocupación del verdadero espacio moral, el cual está, si no ando errado, en el bien, el valor, la virtud y el cuidado de sí mismo, todo ello en el horizonte teórico y práctico de la vida buena.
La reflexión ética recupera su fuerza para imprimir vitalidad a la acción humana cuando se la inserta en la perspectiva racional y objetiva. Aunque nuestras motivaciones y acciones arraiguen en emociones, en deseos de compenetración con los demás, no por ello son subjetivas, porque su valor no depende de lo que nosotros pensemos de ellas sino de lo que somos. La función de la racionalidad práctica (nunca desconectada completamente de la racionalidad teórica) se reconoce, entonces, en la tarea de descubrir las mejores razones para orientar la elección y las preferencias de las creencias y motivaciones. Por este motivo es posible establecer con rigor una delimitación en nuestras proposiciones normativas según distintos grados de verdad y de falsedad. Cuando un individuo actúa es porque cree que está justificado lo que hace, y ese discurso de justificación puede tanto reconocerse cuanto someterse a consideración pública. He aquí una de las grandes enseñanzas sustanciales de la filosofía griega que valdría la pena recuperar.
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Insensato empeño es prevenir antes de llegar, o siquiera empezar, y mucho más amenazar sin pretenderlo. Comoquiera que sea, el autor de esta tesis doctoral no se oculta. La acción de disimular o de encubrirse tras la autoridad de otro es, sin duda, apropiada y hasta aconsejable en un trabajo de este calibre, mas no juzgo que deba ser una condición necesaria. En una investigación sobre filosofía moral, significaría además un serio despropósito, pues si no se habla con voz propia, no hay en rigor investigación ni hay ética que valga. Si esto se me concede, ya tengo mucho terreno ganado, que en la discusión sobre asuntos de la moral no es indigno querer ganar, lo es desear vencer.
No es, pues, aconsejable continuar sin volver a remitirme al origen y a algunos mojones significativos del presente trabajo.
Por lo que respecta a la primera cuestión, eso es, al germen de la investigación sobre la noción de contento moral, diré que ésta no brotó repentinamente sino que ha crecido lenta y serenamente a lo largo de una prolongada preocupación e interés por las éticas de la virtud y la felicidad, así como por un profundo apego hacia lo que entendemos, en términos generales, por «filosofía antigua» (concepto que con tan sabia concesión ha precisado, por ejemplo, Pierre Hadot). De este fecundo humus emergió una particular meditación sobre lo que aquí denomino «continente de ética» y que constituye su núcleo primario y original aliento. Acoge, en efecto, el vocablo español «continente» inmensas posibilidades de desarrollo conceptual e intelectivo a partir de las cuatro acepciones que le reconocen los académicos y estudiosos de la lengua.
1) «Continente» significa, en primera instancia, aquello que contiene algo (en nuestro caso, enseñanza y lecciones de ética). Leemos en el diccionario: «Se aplica a la cosa, vasija, envoltura, &c. que contiene a otra.» Y también: «Aire del semblante y actitud y compostura del cuerpo». Continente remite, por tanto, primariamente a un recipiente o receptáculo, por ejemplo, un libro o, por qué no, una Tesis Doctoral, pero además a la disposición y actitud determinadas, al temple vital, con que afrontamos la realidad y la existencia.
2) «Continente» significa asimismo: «Cada una de las extensiones de tierra separadas entre sí por los océanos.» Para una concepción de la ética en la que el individualismo práctico se entiende, como es nuestro caso, no como un demérito sino como un postulado enriquecedor de la experiencia moral, semejante caracterización aporta una perspectiva igualmente prometedora. En efecto, entiendo que la ética afecta e interesa directamente a las personas –que son sujetos e individuos particulares– quienes, si bien no viven solas ni aisladas, sí necesitan asentarse en tierra firme, en un territorio privativo y soberano sobre el que, desde la libertad y la deliberación racional, conducir sus pasos y seguir su destino. Pues, como ha quedado registrado en el sabio adagio de Cleantes, refrendado por Séneca: «Los destinos guían a quien los acepta, arrastran a quien se les resiste.» Para cuidar de sí mismo, mejorar y perfeccionarse, el individuo moral precisa establecer (y establecerse) en un espacio propio para poder tratarse (y con-tratarse) con los otros sin confundirse con ellos.
3) Continente: «Dícese de la persona que posee y practica la virtud de la continencia» y se mantiene dentro de los límites de la prudencia. Ya afirmó Aristóteles que «si el hombre prudente hace lo que es mejor no puede ser incontinente» (Gran Ética). Las nociones morales centrales de la prudencia, la continencia y la mejora ya se encuentran aquí bosquejadas, ofreciendo unas feraces posibilidades de encuentro; y
4) La voz «continente» proviene del latín continens -ntis, participio presente del verbo contineo, que significa conservar, abarcar, y también, contener y refrenar, de donde, a su vez, procede contentus, adjetivo que apunta a aquel individuo que está contento con, satisfecho de, conforme con. Y de contentus, finalmente, deriva nuestro «contento».
Hacer regir, en consecuencia, el continente de la ética por el valor del contento supone básicamente insistir en tres rasgos:
1) la moral busca con interés primordial el mantenerse dentro del ámbito de la razón práctica y la virtud;
2) la ética envuelve o contiene, en primera instancia, todo aquello que el ser humano precisa en primera instancia para procurarse los objetivos de la vida buena; y
3) como continente que es, la ética se concentra en los márgenes de su particular superficie, diferenciada de otras áreas por océanos epistemológicos, y al instalarse así en tierra firme y privativa, se contiene a sí misma, o, lo que es lo mismo, se descubre saber autónomo.
Justamente, bajo el título de «Continente de ética», presenté una Comunicación en la XI Semana de Ética y Filosofía Política (Madrid, 18-21 de octubre de 1999){3}. Podría decirse que en esta intervención se halla el bosquejo y el primer borrador de la presente Tesis Doctoral. Sobre todo lo relativo a estas cuestiones previas y a las presiones conceptuales de la noción que vertebra y guía la Tesis Doctoral se articula su Primera Parte, titulada «Aproximación a la moral del contento».
La segunda parte de este texto aparecerá publicada en «La buhardilla»
del número de agosto de 2004 de El Catoblepas.
Notas
{1} El tribunal que juzgó la Tesis que aquí se menciona estuvo compuesto por Dalmacio Negro Pavón (Presidente), Mª Xoxé Agra Romero, Aurelio Arteta Aisa, Martín González Fernández y Salvador Rus Rufino. Dirigida por el profesor José Montoya Sáenz, la Tesis obtuvo la calificación de Sobresaliente cum laude.
{2} Una primera versión de esta comunicación fue publicada bajo el título de «Responsabilidad y temporalidad. Ensayo de una ética del presente», en Contrastes. Revista interdisciplinar de Filosofía, Sección de Filosofía de la Universidad de Málaga, volumen VII, 2002, págs. 135-1474.
{3} Una primera versión de esta comunicación fue publicada bajo el título de «Ética del contento», en Claves de razón práctica, Madrid, nº 108, diciembre, 2000, págs. 52-57.