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El Catoblepas, número 29, julio 2004
  El Catoblepasnúmero 29 • julio 2004 • página 8
Historias de la filosofía

La gaceta del cielo

José Ramón San Miguel Hevia

Primer periódico publicado con las noticias proporcionadas
por Galileo Galilei, tan sorprendentes como perseguidas

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Al filo de la media noche del 24 de octubre del año de gracia de 1701, Bárbara Müller despertó en su casa de la ciudad vieja de Praga, en el extremo del Puente de Carlos, a su marido Johannes Kepler, mediante una sacudida nada cariñosa y desde luego totalmente inoportuna.

Por primera vez en su atormentada existencia el matemático dormía plácidamente, sin sufrir dolores de cabeza, trastornos de estómago, picores en la piel, heridas en los pies, insoportables infecciones de forúnculos y violentos accesos de tos. En circunstancias normales se habría espabilado lleno de irritación, y volvería a la cama para recobrar el sosiego perdido.

Desgraciadamente, no tuvo más remedio que levantarse medio dormido, vestirse rápida y resignadamente y bajar a la calle, donde le esperaba un espléndido carruaje y dos caballos que le miraban con cierto desprecio. El cochero le comunicó secamente que su señor Tycho Brahe había dado orden de que se trasladase con la máxima urgencia a su residencia del Grifo Dorado, y sin más explicaciones se puso en movimiento. Atravesando el Puente San Carlos, pasó a la parte izquierda del Moldau, brujuleando por las callejas de la Mala Strana, hasta detenerse en el primer edificio del barrio del Nuevo Mundo.

Kepler guardaba ante el imponente cochero un respetuoso silencio, pero estaba perplejo, pues hasta entonces no había tenido el honor de ser invitado del noble danés. Además conocía la extrema gravedad de la dolencia de su maestro, que después de una cena, regada con abundante bebida en el palacio del barón de Rosenberg, había sufrido una retención de orina que ya le mantenía más de cinco días inconsciente. Pero no sabía nada de la última evolución de tan extraña enfermedad y sobre todo de las todavía más extrañas circunstancias que habían llevado al excéntrico anciano a solicitar su presencia inmediata.

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Tycho Brahe estaba sentado en un enorme lecho, y aunque manifestaba crueles señales de su enfermedad, parecía del todo lúcido. En su mano derecha tenía sus tablas astronómicas, producto de miles de observaciones, continuamente controladas y corregidas hasta llegar a una seguridad y una precisión prácticamente absoluta. Kepler miró con envidia aquel tesoro, cuyos secretos guardaba celosamente su dueño, hasta tal punto que sólo había revelado a su ayudante unos pocos datos puntuales relativos a la posición extrema de los planetas. Ante una señal imperiosa, todos los familiares y visitantes salieron de aquel salón, dejando solos al gran astrónomo y al recién llegado.

—Escúchame bien –empezó Brahe– y sobre todo no me interrumpas, porque ya no me quedan muchas palabras ni mucho tiempo. He declarado a mis hijos herederos de todas mis posesiones en Dinamarca, con sus señoríos, rentas, bosques y colonos, pues son lo bastante nobles para merecer la tierra y bastante asnos para no entender mis observaciones ni mis cálculos de astronomía. En cuanto a todos mis instrumentos de medida, lo mismo los que traje conmigo que los que llegaron después, pasarán a propiedad del Emperador para agradecerle sus muchos favores, porque además con esos ojos que Dios te dio, eres capaz de confundir una foca con una gaviota, aunque utilices los cuadrantes y sextantes de mayores dimensiones y precisión. Reservo para ti este cuaderno, a condición de que no me pongas en duda ni uno solo de sus datos, porque tantas veces los he mirado y remirado que en el peor de los casos tendrán un error máximo de dos arcos de minuto, y a veces hasta menos de medio arco. Si consigues ponerlos todos de acuerdo y ordenar las estrellas y los planetas de la forma más geométrica y sencilla posible, todo ese papel habrá servido para algo.

Kepler tomó en sus manos las tablas, dirigiendo una mirada llena de agradecimiento a su maestro. Su conversación había terminado y otra vez el salón se llenaba con familiares y dignatarios de la corte del Emperador Rodolfo. El astrónomo fue entrando en un estado de semiinconsciencia, y durante aquella noche interminable y hasta la muerte al despuntar la mañana, estaba distraído de aquel tumulto, fijando los ojos en su ayudante y repitiendo continuamente la misma eterna cantinela: «Que no se diga que he vivido en vano.»

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Si Tycho Brahe tuvo una vida vana luego se verá, pero nadie dudaría de que fue bien feliz. Nació en el 1546 y procedía del linaje más ilustre del país. Su padre, Otte Brahe, formaría parte del Rijsraad, una cortísima asamblea de veinte oligarcas, pertenecientes a la aristocracia danesa, y la familia de su madre, Beate Billie, era tan eminente que tenía varias plazas en ese mismo parlamento. Su tío paterno, Jorgen Brahe, probablemente el señor feudal más poderoso de Dinamarca, y su mujer, Inger Oxe, hermana del que gobernaría al país con mano dura desde 1566, no tenían hijos, y tomaron en adopción a Tycho, tal como les habían prometido Otte. En una palabra, el muchacho era de buena familia.

Después de pasar tres años por la universidad de Copenhague, su tío Jorgen le envió a Leipzig en la esperanza de que estudiase Derecho preparándose para desempeñar un lugar decisivo en la vida política de Dinamarca. Pero lo mismo allí durante tres años (1562-1565), que en su corta estancia en Wittenberg, sus aficiones derivaron hacia las ciencias y en particular hacia la astronomía y las matemáticas. Y debía tomar muy en serio su nueva inclinación, pues cuando en Rostock, (1566-1568) uno de sus condiscípulos cometió el crimen de considerarse mejor matemático que Tycho, éste le desafió a un duelo donde perdió la mitad de su nariz, que desde entonces sustituyó por una espléndida prótesis de oro, como señal de nobleza.

A principios de los años setenta murió Otte Brahe, y poco después su hijo, desafiando como de costumbre todas las convenciones sociales y religiosas, se unió sin más complicaciones con una mujer, Cristina de rango muy inferior al suyo, con quien convivió felizmente hasta su muerte. En el 1572 descubrió en la constelación de Casiopea una estrella nueva, que rompía la leyenda de unos cielos inalterables, y fue objeto de su primer escrito. Su prestigió aumentó hasta tal grado que cuando estaba a punto de emigrar definitivamente a otros países de Europa en busca de más amplios horizontes, el Landgrave de Cassel, Guillermo IV, convenció al rey de Dinamarca para que mantuviese en su país por todos los medios y a cualquier coste a una autoridad de la valía excepcional de Tycho Brahe.

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Federico II demostró entonces una generosidad excepcional hacia su astrónomo palatino. Para empezar le ofreció con carácter vitalicio la isla de Hven, en el estrecho de Sund, a veintidós kilómetros al norte de Copenhague con sus arrendatarios y servidores y las rentas correspondientes. Completó este singular ofrecimiento con una gran renta anual de quinientos ducados, un feudo en Noruega y una canonjía de dos mil ducados, para que con ella pudiese construir un observatorio y diseñar nuevos instrumentos de medida.

Tycho Brahe demostró una extraordinaria capacidad para organizar un complejo científico-turístico. Desde 1576 y en pocos años, edificó Uraniborg, con amplias instalaciones, cuatro observatorios, una biblioteca, un laboratorio, un taller para la construcción de los aparatos de observación, una imprenta, residencia para los escolares y discípulos –llegaron a ser cuarenta– y una prisión para siervos desobedientes. Según cálculos del propio Brahe la broma llevó a costar al rey Federico el equivalente a una tonelada de oro.

Tycho, que evidentemente no cuidaba mucho de la economía real, adornaba esta severa ordenación científica con espléndidas fiestas a las que asistían los príncipes y los cortesanos más ilustres, acompañados de damas tan bellas como libres de cualquier inhibición. Las comidas y bebidas eran además verdaderamente pantagruélicas, contribuyendo todos estos excesos a dar una extraordinaria popularidad a una profesión, aparentemente tan monótona como la astronomía.

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Lo más notable de la isla de Hven y de su laboratorio de Uraniborg eran con mucha diferencia los instrumentos de medida, cuidadosamente diseñados por Tycho y construidos en exclusiva para él por artesanos especialistas en tan difícil técnica. Como todavía no se había descubierto el anteojo celeste era necesario ayudar a la simple visión humana con el procedimiento antiquísimo de las mediciones angulares a través del cuadrante. La originalidad de Brahe consistió en inventar gigantescos aparatos, que al proyectarse al cielo calculaban prácticamente con absoluta precisión los ángulos horizontales y verticales determinantes de la posición de la estrella y los planetas.

La construcción de estos instrumentos no era desde luego nada fácil. Al aumentar sus dimensiones aumentaba también irremediablemente su peso, y la correspondiente inclinación desviaba su dirección y por consiguiente la posición exacta del cuerpo celeste. De todas formas Tycho Brahe, utilizando materiales rígidos y sistemas de apoyo, logró diseñar instrumentos de hasta dos metros de radio con arcos de bronce, consiguiendo así una gran precisión. Como el descubrimiento y la elaboración de un artificio totalmente nuevo fue siempre increíblemente caro, el heroico Federico II otra vez tuvo que abrir su tesoro.

Hasta entonces los astrónomos más cuidadosos permitían en sus observaciones los errores más escandalosos. El propio Copérnico llegó a afirmar que se consideraría tan dichoso como Pitágoras al descubrir su teorema, si su sistema se explicase «sólo» con una desviación de diez minutos. Tycho Brahe consiguió establecer el error máximo por exceso o defecto de medio minuto par las estrellas fijas y de dos minutos para los planetas. Después de su marcha de Dinamarca publicó la Mechanica donde describía el esquema de sus aparatos, ensalzaba sus virtudes y componía el sistema de su producción.

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Tan eficaz como sus instrumentos o quizá más, era su método de experimentación. Copérnico realizaba únicamente dos o tres observaciones puntuales sobre cada planeta, y en un acceso de lirismo las comparaba con las efectuadas por Hiparco y Tolomeo en el paralelo de Alejandría mucho más de mil años antes con sus meses, horas, minutos, segundos, terceros y cuartos. Tycho Brahe, a través de sus cuatro observatorios astronómicos y con ayuda de sus discípulos, describía la trayectoria total de las estrellas y planetas, de modo que su movimiento quedaba precisamente definidos.

Pero además de esto Tycho Brahe multiplicó las experiencias en cada uno de los puntos de sus órbitas para evitar o disminuir hasta una fracción cercana al cero la probabilidad de los errores de los instrumentos y los observadores. En un primer momento quiso dar el privilegio de la verdad a aquellas observaciones que coincidían exactamente segundo a segundo, pero cuando vio que su número era escaso o inexistente por la propia imperfección de los procesos de medida, cambió de criterio y se decidió a promediar las experiencias, pensando que a medida que se aumentasen su media aritmética se acercaría indefinidamente a la realidad.

Este esfuerzo de observación, el más colosal que un astrónomo llevó a cabo, teniendo en cuenta los instrumentos de medida de que entonces se disponía, no consiguió el éxito que merecía. Brahe empezó a elaborar un catálogo de estrellas fijas, que debían completar el número simbólico de setecientos setenta y siete. Lo que era más importante, al comprobar por sus precisas observaciones que Marte estaba más cercano a la Tierra que el Sol, rectificó el sistema copernicano, haciendo girar a la Luna y el Sol en torno a la Tierra y a todos los demás planetas alrededor del Sol. Al final de su vida, como el nuevo soberano, Cristian IV no daba a la astronomía el lugar de honor merecido, se trasladó a la corte del Emperador Rodolfo en Praga, llevando con él sus instrumentos y observaciones, y su afán por la buena vida.

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Cuando Kepler caminaba hacia su casa junto al Moldau, desde la gran catedral de Praga donde, por orden del Emperador Rodolfo, se habían celebrado imponentes funerales en memoria y homenaje de Tycho Braha, elevó tristemente sus ojos a ese cielo estrellado que él nunca podría ver. Porque era verdad lo que su maestro le había dicho desabridamente en su lecho de muerte: a las muchas dolencias que sufría desde su nacimiento se añadía una espantosa miopía, complicada además con una visión múltiple, que las lentes más primorosas no podían corregir.

Pensó con una mezcla de ironía y desesperación que había escogido una profesión, la de astrónomo, verdaderamente apropiada a sus cualidades. Nunca podría realizar una nueva observación, aunque dispusiera de los instrumentos de medición más perfectos, ni mucho menos llegar a la aproximación de dos arcos de minuto con mínimas garantías de haber acertado. Por este lado no tenía más remedio que renunciar a cualquier nuevo descubrimiento celeste y tener buen cuidado de no caer al río, como Tales de Mileto cuando contemplaba las estrellas.

De todas formas le quedaba por delante una tarea de muchos años. Rodolfo II, para llenar la cátedra que Brahe había dejado vacante, le había nombrado matemático imperial, con el encargo, verdaderamente agotador, de completar el catálogo de estrellas fijas, con base en las infinitas e infalibles observaciones realizadas en la isla de Hven. Pero como Kepler sospechaba que su maestro no había sentado los principios matemáticos que explicaban con la máxima sencillez aquella enorme cantidad de informaciones, decidió que la misión de su vida sería descubrir, si fuese posible, el movimiento de la maquinaria de los cielos, pues su profesión de geómetra compensaba de sobra la lamentable condición de sus ojos.

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Kepler empezó señalando los fenómenos más simples del cielo, y los que le proporcionaban una mayor exactitud. Así que no tuvo dificultad en comprobar el movimiento circular de las estrellas fijas, y aplicando el principio de la máxima sencillez, heredado de los modernos, y las doctrinas de Nicolás de Oresmes y Copérnico, dedujo que era mucho más económico suponer que la tierra, daba la vuelta sobre sí misma en veinticuatro horas. A través de este movimiento arrastraba el agua y el aire, mantenía invariables todos los procesos físicos y biológicos en su superficie, y producía el giro aparente de todos los cielos.

Tomó después la doctrina de Tycho Brahe, según la cual la Luna y el Sol con todo su imponente cortejo de planetas giraban también alrededor de la Tierra, y pensó que era también mucho más simple y más de acuerdo con las ideas de Copérnico y las suyas propias, suponer que al contrario, la Tierra acompañaba a los demás cuerpos en una traslación con centro en el Sol. Todo era, al parecer, muy sencillo estaba de acuerdo con las doctrinas de los pitagóricos y de Platón, que por encima de todo exigían la máxima regularidad en el universo, y por consiguiente un movimiento uniforme y circular.

Recordó después la severa advertencia del maestro cuando le envió el ejemplar de su Misterio Cosmográfico. «En primer lugar, tratar de establecer sólidos cimientos para sus opiniones por medio de la observación, y después, edificando sobre aquellos, llegar a las causas de las cosas.» Y se decidió a comprobar definitivamente su teoría, dejando aparte la regularidad de los días y los años y centrándose en los planetas que desde siempre complicaron la astronomía por su condición errante.

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Tycho Brahe había dado un lugar de privilegio en sus tablas al planeta Marte, del que había registrado innumerables observaciones. Por una parte era más visible que Venus y por supuesto que Mercurio, permaneciendo en el cielo durante mucho más tiempo en la noche. Como además completaba su órbita con más velocidad y muchas más veces que Júpiter y Saturno, se podía vigilar con mayor frecuencia. Pero lo que más intrigaba al astrónomo danés era la falta de regularidad de sus movimientos, hasta tal punto que su genio maligno había traspasado el problema a Kepler para castigarle por su afán de ver en el mundo una excesiva armonía y para acostumbrarle a respetar, por encima de todo, los datos de experiencia.

Las primeras consultas a las tablas astronómicas eran más bien tranquilizadoras. La posición de Marte se correspondía con la propia de un movimiento uniforme y circular, o por lo menos las posiciones daban un error de menos de un minuto. Pero pronto sus mensajes se hicieron tan alarmantes como caprichosos, como si el planeta cambiase sus velocidades y hasta se desviase del camino señalado por la rígida cinta de una circunferencia. Y lo peor de todo era que todas las observaciones, logradas con los aparatos de precisión más exactos y sometidos además a la severa ley de la promediación de errores, no hacían más que repetir esa trayectoria errática.

Kepler suspendió por unos años la elaboración de su catálogo de estrellas y se dedicó a elaborar una hipótesis geométrica donde encajasen todas aquellas extrañas posiciones de Marte. Tuvo que renunciar al supuesto de un movimiento pitagórico –uniforme y circular– porque de ninguna forma daba cuenta de los registros rigurosos de las tablas astronómicas. Después de varios años de inútiles construcciones matemáticas, siempre desmentidas por las observaciones de Tycho y sus discípulos, decidió retroceder hacia la primitiva idea de Copérnico, que defendía la existencia de un giro de los planetas alrededor de una circunferencia cuyo centro no coincidía con el Sol, una excéntrica.

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Kepler se dio cuenta de que las observaciones del astrónomo polaco sobre las excéntricas suponían la existencia de dos centros, el de la circunferencia del planeta y la del mismo Sol, y advirtió fugazmente que entre las figuras geométricas sólo la elipse estaba definida por sus dos focos. Pero en aquel momento estaba tan impresionado por la regularidad de los círculos pitagóricos que pasó por alto aquella primera llamada de atención, a pesar de que simplificaba al máximo el primitivo esquema.

En estos primeros años Kepler se debatía entre los datos de observación registrados en las tablas y sus propios prejuicios, que le obligaban a establecer en el universo una figura perfecta. Todavía en 1603, en una carta escrita a un amigo afirma poco más o menos que no es capaz de resolver el problema, pues sólo si la trayectoria de Marte tuviese la forma disparatada de un círculo alargado podría encontrar una respuesta a todos sus problemas.

Pero un año después, en el 1604, en sus estudios de óptica, se vio forzado a admitir la geometría de las secciones cónicas, que estaba dormida hacía mil ochocientos años, para construir sus espejos parabólicos y determinar de paso la trayectoria, ni uniforme ni circular, de un proyectil. Así pues el aparato matemático que daba razón del mundo era mucho más amplio de lo que habían supuesto los pitagóricos, porque comprendía, además de la sección horizontal del círculo, la inclinada de la elipse y las formas abiertas de la hipérbola y la parábola.

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Kepler decidió entonces consultar otra vez las tablas astronómicas y repetir y ampliar las observaciones de Tycho Brahe, con resultados verdaderamente espectaculares. Esta vez el registro del afelio de Marte, comprobado un número repetido de veces promediando los errores, daba una desviación de ocho arcos de minuto, que de ningún modo se podían atribuir a errores del instrumento o del observador. Como las posiciones del planeta no se correspondían con un círculo, y entre todas las otras cónicas la única cerrada, capaz de reiterar interminablemente sus movimientos, era la elipse, Kepler ensayó esta nueva hipótesis geométrica, comprobando que una excentricidad mínima daba razón de todas las observaciones de las tablas sin un solo error.

Cuando ya estableció que el camino de Marte era una elipse, el astrónomo imperial quiso saber cómo se movía en su camino, es decir, de que forma variaba su velocidad y qué ley geométrica explicaba esa variación. Las observaciones registradas por Tycho Brahe fueron otra vez de una importancia decisiva, pues anotaban con una precisión minuciosa su posición en tiempos sucesivos e iguales. Así pudo comprobar repetidamente que cuando la línea que va desde el Sol a Marte se acorta o se alarga, la velocidad del planeta aumenta o disminuye proporcionalmente, de forma que las áreas barridas por la órbita permanecen constantes.

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Cuando Galileo recibió en su estudio de Padua los primeros escritos de Kepler, todavía no se había interesado demasiado por la astronomía, pues sus principal afición era el estudio de la mecánica de los cuerpos terrestres. En el 1589 a los treinta y cinco años, enseñó en Pisa, criticando en una obra inédita la teoría de Aristóteles sobre la caída de los cuerpos de distinto peso. Poco tiempo después se trasladó a la universidad de Padua, donde pasó los momentos más felices de su vida y los más productivos para la ciencia mecánica, aunque sus inventos, sobre todo los más notables, no le ayudaron a salir de una situación económica mediana.

Galileo no podía medir la caída en vertical de los cuerpos, pero colocándolos sobre un plano inclinado, estableció una relación entre los espacios y los tiempos recorridos, determinando un movimiento uniformemente acelerado. Además comprobó cómo dos bolas de distinto peso, caían a la misma velocidad, al contrario de lo que desde Aristóteles se había universalmente establecido. Se aplicó después al estudio del movimiento circular, descubriendo que las oscilaciones del péndulo no variaban en el tiempo, cualquiera que fuese su ángulo. Construyó, entre otros instrumentos, el termoscopio, que medía la temperatura de los líquidos, y terminó siendo el antecedente del termómetro.

Pero no logró sacar dinero de todos sus descubrimientos hasta que en un viaje a la vecina Venecia conoció un extraño aparato, cuyas lentes aumentaban la dimensión de las figuras, para juego y divertimento infantil. Galileo puso en movimiento su imaginación y pronto sospechó que el uso del aparato debía de ser mayor que la de un simple pasatiempo. En primer lugar pensó –como de costumbre– en sus aplicaciones bélicas, y en una carta del 4 de Agosto de 1609 escribía al Dogo, demostrando que el anteojo permitía ver un barco con un anticipo de al menos dos horas, y conocer si era enemigo y cuál era su fuerza para evitarlo o prepararse para hacerle frente. Esta vez su invento mereció la gratitud de la Serenísima República y sobre todo una sustanciosa cantidad de oro.

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A principios de 1610, Galileo había recibido el trabajo de Kepler, y se esforzaba por escribir a su vez un escrito científico para devolver al astrónomo de Praga su atención, pero se daba cuenta de que sus experimentos y sus juguetes no iban a interesar demasiado a quien medía –o por lo menos eso creía él– el movimiento y la velocidad de los planetas. Aquella noche de Enero tenía en un rincón el anteojo, que desde luego no iba a serle de mucha utilidad para medir la caída de los graves ni tampoco las leyes del movimiento, pero cuando la Luna iluminó débilmente la habitación con su extraña superficie gris y negra, cometió la travesura de enfocarla con su doble lente.

Galileo tenía toda la frialdad de un científico y cuando estaba observando o midiendo, nunca se dejaba llevar por emociones. Cuando en su juventud intuyó la regularidad del movimiento del péndulo, contemplando las oscilaciones de la lámpara de la catedral de Pisa, intentó comprobar aquel isocronismo con el único reloj de que disponía, los ritmos de su corazón, que se mantuvieron inalterables en el momento en que descubrían uno de los principios decisivos de la física. Cuando ya en Padua completó la experiencia a través de instrumentos de medida más precisos, se dio cuenta de que su corazón no le había fallado ni un solo segundo.

Pero esta vez no pudo contener su entusiasmo, ni siquiera cuando, pasado el primer momento de asombro, declaraba por escrito su descubrimientos de un mundo nuevo, que apareció entero de golpe. «Más bello que nada y agradable a la vista es contemplar el cuerpo de la Luna, tan próximo que su diámetro aparece casi treinta veces mayor. Gracias a ello cualquiera puede saber con los sentidos, que es un cuerpo opaco, semejante en todo a la Tierra.» Tan apasionado estaba por su descubrimiento que ya desde este primer momento decidió publicar la primera revista mensual para comunicar la noticia a toda Europa.

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Lo primero que advirtió, Galileo era que el cuerpo de la Luna «no es liso, uniforme y de esfericidad exactísima, tal como han enseñado de ella y de otros cuerpos celestes una innumerable cuadrilla de filósofos». En efecto, al aparecer en forma de cuerno, la frontera que dividía a la parte oscura y la luminosa, no era un óvalo, como sucedería si la Luna fuese totalmente geométrica, sino una línea sinuosa y áspera, semejante a lo que sucede en la Tierra. Pero es que además, gracias al anteojo, vio cómo una serie de manchas iban disminuyendo a medida que el Sol subía en el horizonte, ni más ni menos que un valle y una montaña. Y le asombró sobre todo que aquellas alturas eran absolutamente superiores a las de la Tierra.

Desde el día de Reyes hasta al 2 de Marzo de aquel mismo año, Galileo pasó las noches sin dormir, porque cada hora y casi cada minuto, aquel mensajero le traía nuevas noticias del cielo. Descubrió primero que más allá de las estrellas observadas a simple vista, había otras muchas, que gracias al anteojo aparecían «mayores y más claras que las de segunda magnitud». De esa forma el cristalino, que según Tolomeo encerraba las últimas estrellas en una esfera, ya no tenía razón de ser.

Al mismo tiempo Galileo dirigió su anteojo hacia Júpiter y de una manera casi azarosa descubrió cuatro cuerpos que giraban alrededor del gran planeta a considerable velocidad. Siguió la observación durante muchos días, registrando las posiciones de los nuevos cuerpos astrales con la misma minuciosidad que había empleado hasta entonces con sus experimentos de mecánica. Su interés era doble, pues por primera vez y con absoluta certeza comprobó que esos planetas no giraban alrededor de la Tierra, y sobre todo porque quería dedicar su descubrimiento a los Médicis, preparando su traslado desde Padua y Venecia hasta la segura, tolerante y próspera Florencia.

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Cuando ya estaba instalado en Toscana, bien remunerado, libre de cualquier trabajo docente y totalmente entregado a la investigación, Galileo realizó una observación crucial que comunicó el 11 de Diciembre a Julián de Médicis en un lenguaje cifrado, en vista de las gravísimas consecuencias que tenía en favor de las tesis de Copérnico y en contra de Tolomeo. La enigmática expresión «Haec inmatura a me iam frustra leguntur» se ordenó el 1 de Febrero de 1611 por esta otra, aparentemente más romántica, pero desde luego mucho más revolucionaria.

«Cinthiae figuras aemulatur mater amorum.» Si Venus imita las fases de la Luna, ello sólo es posible cuando tiene su centro en el Sol y no en la Tierra.

Los astrónomos oficiales empezaron a inquietarse, porque después de esta experiencia, la doctrina de Copérnico y de Kepler ya no se presentaba como una hipótesis matemática, destinada a simplificar los cálculos, sino como la única realidad posible, confirmada por la observación de los sentidos. Galileo seguía trabajando, aunque sus descubrimientos con el anteojo tropezaban con la incredulidad y el desdén de los filósofos. Por primera vez advirtió que los fenómenos del flujo y reflujo del mar sólo eran posibles estando la tierra en movimiento, con lo cual eliminaba la teoría de Tycho Brahe, el último reducto geocentrista.

El año 1616 fue decisivo en su vida y su obra, pues las autoridades de Roma, mantuvieron hacia él una actitud totalmente contradictoria. Por una parte el Colegio Romano, que era una especie de Instituto de Investigaciones Científicas del Vaticano, decidió poner a prueba los descubrimientos de Galileo, y ante el estupor general, Clavius, el astrónomo palatino y la figura de máximo prestigio científico en Roma, apoyó secamente la nueva doctrina. Pero ese mismo año la Inquisición puso en el Indice la teoría de Copérnico como demencial, absurda y herética, exigiendo que los astrónomos renuncien a su enseñanza. Galileo tuvo que guardar silencio durante ocho largos años, aunque mientras tanto volvió sus estudios, aparentemente más inofensivos, sobre el movimiento.

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El año 1623 fue elegido Papa el cardenal Berberini, un gran admirados de Galileo a quien dedicó unos poemas con motivo del descubrimientos de los planetas mediceos. El científico italiano quiso aprovechar esta oportunidad histórica y después de publicar su estudio sobre las manchas solares, se decidió a emprender otra vez la investigación interrumpida. Cuando seis años después Urbano VIII pudo por fin hacer una primera lectura del borrador de la obra que le envió Galileo, inmediatamente le llamó a su corte de Roma para preparar una redacción que fuese lo suficientemente expresiva, y al mismo tiempo respetase los rígidos controles determinados por la Inquisición.

—No soy tan entendido en matemáticas ni en astronomía como lo eres tú –empezó diciendo Barberini que desde su juventud trataba con Galileo con la mayor familiaridad– pero también estoy convencido de que las ciencias no admiten condiciones. Ahora bien, si quieres mantener el sosiego y hacer que la gente común y la letrada comente tu obra sin temor a los arrebatos de la autoridad, tienes que corregir ciertos puntos de su redacción. Ya sé que no tienes demasiada simpatía a la virtud de la prudencia, pero si por una vez obedeces sus recomendaciones, te puedo asegurar que ni el inquisidor ni el vicario de Florencia pondrán inconvenientes a la impresión, de tus diálogos, pues entre otras cosas ya hice correr la noticia de que han sido revisados por mí.

—Lo primero que debes hacer es suprimir ese desgraciado título «Acerca del flujo y reflujo del mar», porque hasta ahora es la única observación en favor del movimiento «real» de la Tierra, y no hay que tentar al cielo ni menos a los inquisidores, defendiendo con tan débil argumento una doctrina que dicen absurda y herética. Si te olvidas del mar y sus caprichos tus ideas tendrán sólo el valor de una hipótesis, y ya me encargaré de que nadie se escandalice por un capricho matemático, mucho más si permite un cálculo del movimiento de los planetas por un procedimiento mucho más sencillo que los también imaginarios epiciclos y deferentes de Tolomeo. Quédate en la ciencia y no te enredes con razones teologales, y por favor, procura que el partidario del sistema de Tolomeo, a quien por cierto diste el nombre detestable de Simplicio, sea aproximadamente tan inteligente como su rival Salviati, pues de otra forma la exposición de su doctrina se va a parecer demasiado a una broma de mal gusto.

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Habían pasado unos meses y un papa Urbano VIII con un semblante entre perplejo y cariacontecido sostenía en sus manos el primer ejemplar de los Diálogos, mientras que junto a él el Cardenal Inquisidor no podía disimular su alegría y hasta su entusiasmo. Aquel asno de Galileo, en vez de seguir sus prudentes consejos, había dedicado todo el último libro, el más decisivo, a demostrar la existencia del movimiento real de la Tierra con el débil argumento del alternativo descenso y ascenso de los mares.

Pero esto no era lo más grave, porque ya en los comienzos de la obra, Sagredo, un personaje que aparentemente hacía las veces de árbitro neutral, se había dedicado a desarrollar una serie de razonamientos que daban la vuelta a toda la teología. Para escándalo del mismísimo Platón decía al pié de la letra que «considero a la Tierra nobilísima y admirable por tantas y tan diversas alteraciones y generaciones que se producen sin cesar en ella. Porque si fuese toda ella una vasta soledad de arena o una masa de jaspe, sin estar sujeta a cambio alguno, la consideraría un cuerpo inútil y ocioso, que estaba de más».

Inmediatamente después, el mismo Sagredo, de una forma críptica, aplicaba estos mismos principios a la vida de los hombres, pues «cuantos exaltan tanto la incorruptibilidad y la inalterabilidad están obligados a decir estas cosas por el gran deseo de sobrevivir y por el terror que tienen a la muerte. Y no se dan cuenta de que si los hombres fuesen inmortales, ellos nunca hubieran podido nacer. Merecerían encontrarse con una cabeza de Medusa que los transformase en estatuas de jaspe o diamante para hacerlos más perfectos de lo que son».

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En 1637 Urbano VIII reflexionaba sobre el trabajo que le había costado suavizar la inevitable condena de Galileo. Consiguió primero eliminar de la causa aquellos aspectos teologales que el quisquilloso tribunal de la Inquisición encontraría más merecedores de una persecución y un castigo ejemplar. Logró quitar importancia también al libro cuarto, disimulando las observaciones sobre el movimiento del mar, pero no pudo evitar, en vista del tono irreverente y nada diplomático de los Diálogos, que se les aplicase la condenación de 1616, prohibiendo la enseñanza y divulgación de la doctrina de Copérnico. El viejo astrónomo tuvo que hacer pública profesión de fe, retractarse de su doctrina, y pasar el resto de su vida en arresto domiciliario en una finca de los alrededores de Florencia.

Galileo en su nuevo domicilio, llegó a la conclusión de que el cielo era un desierto privado de vida, en contra de cuanto los filósofos y la Iglesia decían, y en contra también de los imaginativos e incendiarios discursos de Kepler, que en su correspondencia de 1610 llenaba a la Luna de habitantes con prodigiosos planes urbanísticos, y a Júpiter con una serie de espectadores de sus satélites, los Joviales, de carácter alegre y extravertido. Después de todo tenía razón Sagredo, porque el lugar privilegiado del universo era la Tierra y los hombres sus únicos protagonistas. En vista de ello decidió volver a pensar y a escribir sobre las dos nuevas ciencias terrenales, que se aplicaban a la vida de los hombres mortales. Una de ellas trataba de la resistencia de materiales y la mecánica estática, y la segunda de la teoría del movimiento uniforme y acelerado y de la trayectoria de los proyectiles.

La Inquisición le había prohibido publicar o reeditar cualquiera de sus obras, y sólo le permitía hacer sus observaciones y escribir los textos a mano para su uso particular. En un descuido de sus celosos vigilantes consiguió entregar una copia a sus editores, los Elzevires, precedida de una carta, atribuyendo falsamente la iniciativa de su publicación al Conde de Noailles, para que sus acusadores no volviesen a molestar su sosiego. Unos meses después, los Discursos aparecían triunfalmente en Holanda y establecían definitivamente los principios de la física moderna.

 

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