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El Catoblepas, número 29, julio 2004
  El Catoblepasnúmero 29 • julio 2004 • página 16
Artículos

El Nomos melodioso

José María Rodríguez Vega

Sobre la teleología del fundamentalismo democrático y la disolución del orden

1. La música en la fonocracia

La música. Ya pasaron los tiempos heroicos en que la diversa fortuna se acompañaba del canto de los himnos griegos..., los dioses eran por aquél entonces asequibles. Ahora, en nuestros actuales tiempos en los que el pueblo ha de estar siempre contento, con toda desgracia colectiva se entonan los trenos de las lamentaciones y el duelo, opuestos siempre al peán y al ditirambo propios de lo apolíneo y lo dionisíaco (esto es: de lo patriótico y de la borrachera). El género musical, el nomos de hoy en día, la ciudad de hoy en día, es el canto de la libertad y a la libertad, canto citadérico acompañado de una amplia sonrisa. Canto de la libertad de cantar, no bien –como decía Platón–{1}, sino como a cada cual le da su real gana. En nuestros coros no se necesita para nada eso de la buena educación; basta con ser del montón para cobrar carta de hombre libre. El pueblo soberano es hoy tan libre que ya ni siquiera es esclavo de las leyes,{2} sino que en su libertad aparentemente absoluta, «fuera de toda autoridad» se refocila en su creencia de que esa su libertad es superior a estar sometida a las restricciones de un «poder moderado ajeno»{3}..., ese poder moderado ajeno es el Genio moderado, el Director de Orquesta cuya batuta es el mismo factum del poder real... Sin embargo, ya apenas existe la Orquesta ni el director de Orquesta. Ahora lo que tenemos entre nosotros es el grupo, el grupúsculo desaliñado de guitarra eléctrica y batería tronante embelesador de esa masa que jamás recibe los varazos del encargado de mantener el orden alterado por la plebe más ignorante y bullanguera «para que no perturbe la audición ni el juicio de los entendidos», del «colegio de expertos»{4}. La música estaba antes «clasificada entre nosotros conforme a ciertas especies y estilos... y no estaba en los pitos» de la masa masiva ni en el guirigay del gallinero «ni en ciertos rudos clamores de la multitud como ahora, ni en los estrepitosos aplausos de aprobación; antes bien, las gentes cultas habían dispuesto oír ellos mismos en silencio la obra entera; y a los niños, a sus ayos y a la multitud en general se les imponía la discreción por medio de la vara ordenadora»{5}... Antes la masa era obediente y «renunciaba a juzgar con el escándalo»... eran tiempos en que la música amansaba aún a las fieras.

«Después de esto, y pasando el tiempo, surgieron unos compositores, como jefes de la ilegalidad antimusical, naturalezas artísticas ciertamente, pero ignorantes de la justicia y normas de la Musa; dábanse estos al furor báquico, dominados más de lo justo por el placer; mezclaban los trenos con los himnos y los peanes con los ditirambos, imitando con voces de cítara las de la flauta, y mezclaban cada elemento con cualquier otro. Llegaron inconscientemente por su misma insensatez a calumniar a la música, diciendo que en esta no cabía rectitud de ninguna clase, y que el mejor juicio estaba en el placer del que gozaba con ella, fuera él mejor o peor. Haciendo esta clase de composiciones y poniéndoles letras del mismo estilo, inspiraron a la multitud la transgresión de las leyes relativas a la música y la osadía de creerse capaces de juzgar. De ello se derivó el que los públicos de los teatros, antes silenciosos, se hicieran vocingleros, como si entendiesen lo que está bien o mal en música, y en lugar de la aristocracia, el mando de los mejores, se produjo en ese campo una detestable teatrocracia. Y si hubiera sido sólo en la música donde se hubiese producido una cierta democracia de hombres libres, no hubiera sido el hecho tan terrible; pero lo cierto es que a partir de ella empezó para nosotros la opinión de que todo el mundo lo sabía todo y estaba sobre la ley, con lo cual vino la libertad. Quedaron sin miedo como gente entendida, y esta falta de temor engendró la desvergüenza; pues el no temer, por la confianza en sí mismo, la opinión del más calificado es en sustancia la perversa desvergüenza, a la que abre el camino una libertad excesivamente osada.»{6}

Paradojas del mercado pletórico que en su fiebre distributiva es ciego y únicamente le preocupa el dar a la multitud lo que pide: leyes agradables de cumplir y llenas de retórica, cuando la retórica es la ciencia o arte que persuade a creer, no a saber, como se dice en el Gorgias. Retórica del Diálogo inefable de la ignorancia. Sonrisa y creencia en la sonrisa del avestruz con la cabeza bajo la tierra

Henchido y pletórico consumo que nada sabe de lo justo o de lo injusto y que sólo se cuida de atraer a las hambrientas masas a la creencia..., no al saber, como dice el Gorgias... Eso ocurre hasta que llega Némesis, la mensajera de la justicia{7} como la encargada de la justicia distributiva y que pese a quién pese y pase lo que pase restablece mediante el castigo la unidad rota por los desafueros de la masa masiva. El Mercado distribuye mercancías... Némesis distribuye la justicia que no se consume con la boca abierta, sino con la circunspecta prudencia del prudente Nestor... Luego, y en seguimiento de esta libertad a que induce la falta de reglas musicales en el Nomos melodioso y la sobreproducción de mercancías abarrotando de cachivaches los estantes de las tiendas de las ilusiones del Nomos de la Ciudad, vendrá la libertad peor, la de no querer someterse a los magistrados, y tras esta última el rehuir la servidumbre y corrección del padre y de la madre y de las personas de mayor edad; casi ya en el extremo, el procurar librarse de la sujeción a las leyes, y en el extremo mismo, el desdeñar los juramentos y las promesas y no preocuparse en absoluto de los dioses.

Tales hombres muestran y reproducen la naturaleza de los antiguos Titanes, de los que se refiere que, vueltos de nuevo a su primer estado, pasaron una vida penosa, sin cesar jamás en sus desgracias,{8} hasta que fueron fulminados por Zeus Olímpico y fueron mandados a su verdadero lugar y a su eterno suplicio. A tal grado se llega con el exceso y mal uso de la libertad en el Nomos, pues ese es el suplicio del hombre: el serlo y a la vez apetecer el estado angélico, inmaculado y sin culpa. Y sin embargo la democracia es el régimen menos malo entre los malos porque ni la Monarquía perfecta de los Genios existe, ni existen los Nestores acompañados y cogidos de la mano de una Némesis que hiciera de ellos una perfecta y verdadera aristocracia. Todo lo que nos queda es lo que únicamente tenemos y esto acaso sea lo mejor de lo posible, o que lo mejor de lo posible ya lo tenemos y no lo sabemos ni vemos. Sea como fuere, la libertad de la masa masiva ha acabado con la gran música y el Orbe se revuelve meneándose en la más aberrante vulgaridad del rock de turno. Vivimos en una cacofonocracia.

2. Teleología

Se habla de la «razón» de la masa. Es una maravilla digna de una Chirinos un conjunto con cerebro, un cerebro reagrupado...por muy bien que este conjunto toque la «batería». Si la masa o el pueblo tiene siempre razón, entonces siempre triunfa lo más chabacano, lo más vulgar, lo peor, la basura..., aunque nada más sea porque el juicio convergente y aleatorio de la mayoría es más facilón y cuesta menos trabajo al estar fundado generalmente en un menor esfuerzo del individuo concreto.

La paradoja de la democracia es que la competencia nos lleva hacia la igualdad, y esta igualdad aparenta ser «el gobierno del pueblo y para el pueblo» como si ello fuera el ya logrado «gobierno del pueblo y por el pueblo»{9}... ¿Pero acaso la igualdad en el consumo no es la igualdad ante la ley ya realizada? ¿Acaso la libertad formal de la ley no está ya realizada como libertad real de consumo y la libertad política no es la libertad social y económica del consumo? ¿Puede haber algo más? La masa hambrienta de fruslerías y la superproducción de mercancías, ¡he ahí una concatenación de dos átomos sin finalidad común alguna! Un «encuentro» (como dice Althusser) fortuito, aleatorio, un encuentro de dos átomos: la libertad de mercado y la libertad política.

Parece que la contradicción marxista clásica entre libertad formal y libertad real sea superada por completo, y que la justificación metafísica del poder ha sido por completo abandonada por esta justificación física y fáctica de la libertad para el consumo. Porque lo que no cabe esperar es lo absurdo de una total autonomía, un real y directo «gobierno del pueblo por el pueblo», el gobierno de todos por todos.

Decía Nicolai Hartmann que ninguna cosa tiene su causa en sí misma, sino en otro. Y así, el gobierno del pueblo y por el pueblo, el gobierno directo habría de ser por fuerza el gobierno de un pueblo no principiado, sin causa en otro. Cosa absurda. Créese la masa inmanente por completo en esta su ilusión como un Dios omnipotente que a nadie ha de responder sino sólo a su capricho aleatorio y masivo. Su libertad es un efecto producto de una concatenación casual. Por necesidad de las cosas propias de la masa en su camino hacia sí misma, hacia su «universalismo» libre de cualquier «vara correctora», tenemos que «... nuevamente la cantidad domina sobre el criterio de la ponderación, la medida y la calidad, con resultados penosos.»{10}

Este Universalismo es hermano del milenarismo de siempre y arranca del supuesto gratuito de ver en el interior del conjunto de los individuos un telos que lo impulsa hacia metas de puras ensoñaciones. El conjunto (el llamado pueblo) queda enmarcado en una concepción «procesual» a la cual se le endosa una supuesta meta preexistente (idílica o sublime puesto que idílico y sublime cree su origen) como si su mera existencia fenoménica estuviera dirigida por una fuerza oculta e interna del propio conjunto; fuerza que lo dirige a la realización de un fin predeterminado y conocido de antemano (el resultado electoral como triunfo propio), como pudiera ser la felicidad o el hinchado infinito de los Derechos Humanos y &c. de que nos habla Rodríguez Genovés, el hinchado de la democracia, de más democracia, de infinita democracia.

Al conjunto llamado pueblo se le atribuye un ser procesual y teleológico que va encaminado hacia una meta (trazada) y supuestamente conocida de antemano. En realidad esta mera ideología finalística sólo puede ser divulgada de individuo corpóreo a individuo corpóreo y desde las modas más o menos impuestas de la clase dominante hacia el resto de los ciudadanos a través de canales «físicos», almodovarianos, abarrotados de ignorancia y de valores estúpidos. Por tanto esa finalística será una finalística individual o de grupo, no social o de la especie. (El mayor antropocentrismo es aquél que traslada la teleología propia siempre del sujeto individual operatorio hacia los sujetos o entes no operatorios o cuyos efectos son puramente teleonómicos.)

Al Bien General, a los Derechos Humanos plenamente logrados o indefinidamente incrementados, a la superación del estadio animal (¡sic!), a una Humanidad en Paz, a otro Mundo global es posible, y al más variopinto elenco de objetivos phantasmagóricos, se les pretende una operatividad de la que carecen totalmente. Solamente es posible la implantación ideológica de estas (falsas) teleologías desde las meras abstracciones y desde las ideas inconcretas y generales, desde puros entes entelequicos aureolados como son la «Voluntad Popular», «el pueblo», «la Nación», la «Humanidad», la «Especie», la «Cultura» y &c., que, desde luego, en nada pueden ser sujetos individuales y reales operatorios a pesar de todas las maravillas hegelianas de la Chirinos. Y es en estas y a estas entelequias, a las que se les supone una tendencia intrínseca que las conduce hacia la realización de aquellos objetivos internos, inmanentes: el «share» con consciencia, la Razón universal del «Plan del Universo» de Fichte: «...el fin de la vida de la Humanidad sobre la tierra es el de organizar en esta vida todas las relaciones humanas con libertad según la razón.» Según la razón del sujeto operatorio llamado J. G. Fichte, claro... «Esta libertad –sigue diciendo Fichte– debe aparecer en la conciencia total de la especie y presentarse como su propia libertad, como un acto real y verdadero y como un producto de la especie, un producto que brota de la vida de la especie...»{11}. Este producto racionalizado de Fichte no es la razón finita e individual del Fichte subjetivo e histórico, sino la conocida Razón universal ahistórica que se encuentra en todos y por tanto también en el mismo Fichte, este producto no es otro sino el meollo de las «ideas claras» que se encuentran en el Dios de todos los filósofos idealistas desde Platón, y por el cual estas ideas son y están en él, en Dios, en tanto «realidad inteligible de las mismas», como si de un acervo común se tratase del cual ir echando mano: «No es sino en Él, donde nosotros las vemos; no es sino en la Razón universal, que ilumina por ellas todas las inteligencias.»{12} A esta Razón se la supone como dada, como «objetiva», como un asunto indiscutible por obvio y por la cual todo merece la pena. Es la razón sagrada del Pueblo.

Pero no hay una teleología posible de la especie como creía Fichte (los que viven son los individuos, no la especie), ni del pueblo, ni de los pueblos, ni del proletariado (ni de cualesquiera conjuntos o procesos orgánicos o inorgánicos como por ejemplo la Cultura, el Pueblo.) La teleología sólo es posible en sujetos operatorios (individuos corpóreos) provistos de consciencia –conscientia– (Hartmann), digamos en individuos concretos de la especie Homo Sapiens Sapiens que se saben dar fines{13}, como por ejemplo el individuo Fichte. Hablar de prólepsis «sociales» o de prólepsis del «pueblo» o de la especie es absurdo, a menos, claro es, que con ello nos estemos refiriendo a prólepsis de uno o varios individuos corpóreos, de un grupo, de una clase, de un partido, que enmascaran sus verdaderos planes y prólepsis individuales y a los cuales justifican recurriendo –siempre aduladoramente– a ese pueblo, a esa sociedad o a cualquier otra idea «aureolar» en las que se da o pueda darse y desprenderse la convergencia y la confluencia aleatoria masiva, confluencia que vendría a suplir como «share» el acervo de las ideas claras de la Razón universal de toda la ontoteología. En este caso no ha desaparecido la «vara correctora» para oír bien y en silencio la música griega, aunque ha adquirido históricamente y a través de altisonantes conceptos culturales un disfraz más eminente y respetable: en nombre del Pueblo, de la Humanidad, en nombre de la Especie y hacia nuestro «destino»: más Democracia, más Humanidad, más Paz, más Cultura, hasta llegar por la vía de los Derechos a Todo, al logro de un Omega en el que ya estaría realizada la ilusa perfectibilidad entera de la especie: la especie es «mejorable», perfectible, puesto que hoy por hoy aún somos demasiado animales...

Si el efecto del voto fuese el determinante del mejor Gobierno, si el zaping fuese el determinante de la mejor televisión, sería entonces ese conjunto sin conscientia que es el metafísico Pueblo el que sabría de política, de filosofía, &c., y del cual los individuos concretos, los sujetos operatorios reales habrían de esperar su veredicto para aprender de él y obrar en consecuencia. Pero esto es así sólo aparentemente.

Gustavo Bueno, según lo veo, niega rotundamente estas «razones teleológicas» o teleologías hipotéticamente razonables que sobrepasan la consciencia individual de los sujetos operatorios:

«¿Y por qué llamamos metafísica a la ideología de la globalización oficial? Porque metafísico es el supuesto de que los hombres, entregados a su libre y esforzada creatividad, lograrán encauzar al Género humano hacia estados de progreso creciente, de libertad, de bienestar y de felicidad. Un supuesto que se empeña en desconocer el hecho de que la resultante de la composición de múltiples operaciones teleológicas inteligentes (individuales o de empresa), no tiene por qué ser teleológica e inteligente.»{14}

«La resultante de la composición de múltiples operaciones teleológicas inteligentes... no tiene por qué ser teleológica e inteligente», es, para lo que aquí queremos decir, lo mismo que aquello de que «la confluencia de una multitud de personas no es una persona» del Panfleto contra la democracia,{15} panfleto en el cual se especifica muy claramente: «... que siempre que se tiene presente la eutaxia habrá de tenerse presente la tutela de todo el pueblo»{16}; tutela que es –según el símil que hemos escogido– la «vara correctora», la batuta del Director de orquesta, la batuta del poder político y realmente efectivo, del uno o de los pocos..., el poder efectivo «... que el 'pueblo católico' no puede, como si fuese una persona, poseer jamás»{17}, y todo lo que sea salirse de estos «cánones» reales (del realismo político) es afincarse y adentrarse en los «desvíos» de las especies de las formas políticas de Platón,{18} formas políticas, para las «... que carece de sentido diferenciar la democracia material de las aristocracias o de las monarquías por razón de la eutaxia como finis operis de sus gobiernos respectivos».

El fundamentalismo democrático, en su bonachona esperanza de salvar al pueblo, dará a la confluencia aleatoria un sesgo místico, finalístico –Althusser, por el contrario, habla de «la constitución aleatoria de un mundo»{19}–, la dotará (a posteriori) de una conscientia teleológica y de cuya supuesta finalidad surge la verdad oculta: la verdad del control político (la verdad del «vector ascendente»), la verdad «objetiva» del dictamen estético y moral, la verdad de siempre, de la «la Razón universal que encierra las ideas que nos iluminan»{20} y que se explayan posteriormente al dictamen emitido por el «share» o por el porcentaje electoral en la democracia política; dictamen infalible, incidente, objetivo, y del cual surge a su luz la sorprendente belleza o verdad como resultado posterior al voto o al 'zaping': sabemos qué es bello, bueno y verdad una vez la masa masiva así lo ha decidido a pesar de que lo masivo, lo colectivo y la Humanidad entera, no pueden poseer jamás la conscientia propia del simple sujeto operatorio...y como resultado de ello la consciencia nuestra, la conscientia de los hombres concretos de carne y huesos, la conscientia de la verdad, de la belleza, &c. empíricamente subjetiva, es, o se pretende, irónicamente, una consciencia a posteriori: primero la masa decide... después somos conscientes de la verdad. Esto conviene como iustificación..., pero en cuanto no conviene basta con no hacerle ningún caso. Depende. Sobre todo en política. Aquí el meollo de las prólepsis no está en la verdad o en la belleza, &c., sino en la misma iustificación política como un hecho, como un hecho que se abre ideologizadamente en el proceso efectivo del poder mismo (factum) como la idea de la dialéctica teleológica, dialéctica hegeliana: elección supuestamente libre y cuyo resultado coincide con el «deber ser» de la verdad, del bien, y del mejor Gobierno llevado a cabo por el supuesto «sujeto colectivo», «por el príncipe sin cetro»{21} que es el que decide.

3. Cacofonocracia

El fundamentalismo democrático es –como Malebranche– escéptico respecto del sujeto, respecto del hombre concreto. Al igual que Malebranche el fundamentalismo democrático no cree que el hombre individual (sujeto en sociedad siempre) pueda ver por sí mismo su «propia luz», que pueda ser inteligible para sí mismo.{22}

Pero la verdad política, como la verdad de cualquier filosofía, es una verdad enfrentada a otras, y las hipotéticas verdades sólo se enfrentan a través del enfrentamiento de los hombres entre sí. La verdad es aquí sólo la prudencia política del sujeto operatorio concreto, la prudencia maquiaveliana para dominar la suerte (y la prudencia, como la conscientia, es un asunto del individuo, del sujeto, no de las masas). Como dice Leo Strauss: «La buena sociedad en el nuevo sentido es posible siempre y en todas partes, puesto que los hombres de suficiente cerebro pueden transformar al pueblo más corrompido, a la más corrompida materia, en otra incorrupta mediante la juiciosa aplicación de la necesaria fuerza. Puesto que el hombre no está por naturaleza ordenado hacia fines fijos, es, por así decirlo, infinitamente maleable.»{23} Leo Strauss sabía mucho sobre «varas correctoras» y sabía que el resultado aleatorio del conjunto, como dato objetivo, tiene su base, las más de las veces, en el entusiasmo irracional y la ignorancia de la multitud, ignorancia que abunda más en la masa o en el «cuerpo de electores» porque es multitud..., precisamente porque es multitud... Como diría Deutsch: «En política, un ciudadano lleno de entusiasmo y celo pero mal informado, constituye una amenaza.»{24} En política y en cualquier otro ámbito la mala información constituye una amenaza, pero sobre todo cuando se trata del «poder político», cuando se trata de la relación del Estado con otros Estados como hemos tenido la triste oportunidad de ver a raíz de la masacre del 11M en España.

«Cuando el pueblo está devorado por insaciable sed de independencia, y servido por pérfidos aduladores ha bebido hasta las heces la copa de la libertad sin mezcla, entonces sus magistrados y jueces, si no son mudos y obedientes, son objetos de ataques, persecuciones y acusaciones terribles, llamándoles déspotas, reyes, tiranos... El pueblo insulta a los que quieren obedecer a los magistrados, llamándoles esclavos voluntarios; los magistrados, por el contrario, que afectan la igualdad popular, y los ciudadanos que procuran borrar toda diferencia entre ellos y los magistrados, reciben alabanzas y honores, siendo indispensable que en una república así gobernada, la libertad se derrame por todas partes; que desaparezca toda autoridad en el seno de las familias, y que este contagio alcance hasta a los animales mismos; que el padre tema al hijo, que el hijo no reconozca a su padre y quede proscrito el pudor para que la libertad sea completa; que no exista diferencia entre el ciudadano y el extranjero; que el maestro tenga miedo a los discípulos y les adule, y los discípulos desprecien al maestro; los jóvenes se atribuirán la autoridad de los ancianos; los ancianos tomarán parte en los juegos de la juventud para no serla odiosos e insoportables. Los esclavos se permiten enseguida toda clase de licencias; la esposa se cree igual al esposo, y en medio de esta independencia universal, los perros, los caballos, los asnos, en su completa libertad, retozarán en la vía pública, obligando a que se les ceda el paso. De esta ilimitada licencia resulta al fin que los ánimos se hacen susceptibles y delicados, que se indignan a la primera señal de autoridad y no pueden soportarla, y que poco a poco llegan hasta el desprecio de las leyes para encontrarse completamente libres de toda sujeción. El poder excesivo de los grandes acarrea la caída de estos, y de la misma manera el exceso de libertad lleva al pueblo a la esclavitud....La excesiva libertad cambia muy pronto en completa esclavitud para los particulares y para los pueblos.»{25}

Esta descripción de Platón la podemos identificar casi por completo con el almodovarismo neoliberal de la posmodernista sociedad nuestra que podríamos resumir así: ¡Abajo la política y a quemar banderas! Es el preámbulo de la hecatombe que vaticina Gabriel Albiac en su columna de El Mundo diario{26} y de la cual España no será probablemente la única víctima. Pero esta tragedia de nuestra sociedad posmodernista no es el resultado del nexus causal de la confluencia aleatoria y su «poder» como «vector ascendente» y meollo de la democracia de masas... Esta tragedia, planificada y oculta para el pueblo, ya se conoce y reconoce en las técnicas neoliberales para la disolución de empresas: Se permite por la alta dirección empresarial una libertad grande de todos los subalternos, se relajan los controles, y la autoridad, que antes no dejaba pasar ni una, se hace ahora «amigable» para contento de todos y con consentimiento del personal; se permite una total incidencia de los de abajo en todos los asuntos triviales...se permite todo a través de los «comités de trabajadores»... para seguidamente, y una vez el individualismo egoísta está fuertemente afincado en las antiguas solidaridades ya desmadejadas y descoyuntadas por la libertad de todos y de cada cual..., se procede de inmediato a la deslocalización a Singapur o al polo Norte o al despido masivo y al cierre de la tienda ante la mirada atónita e impotente de aquellos a los que se les dio tanta libertad, tanta diversidad, y tanta vida casual y alegremente deportiva. La igualdad y el exceso de libertad devienen anulación. Desaparición.{27}

Menos autoridad es igual a más democracia, de igual manera a como a menos democracia es –aquí y ahora–, igual a más Estado, a más España:

«En virtud del espíritu, cada uno es el dueño y el uno es igual al otro. Pero esta igualdad se rebate enseguida. Tener derecho absoluto a la violencia, a la resistencia, a la insumisión, a la propaganda, a la crítica, nos precipita en el estado de naturaleza de Hobbes. El derecho, ciertamente, está en la igualdad, pero como reconoce, Alain, «el derecho es lo que vuelve malos a los hombres». El miedo al desorden de la libertad y a la injusticia de la igualdad, a pesar de lo arbitrario de sus decisiones, hace de lo político una necesidad. Aparece como el instrumento indispensable de la protección de la colectividad, resistiendo a la dispersión y al aniquilamiento.»{28}

Aparece entonces el prudente Nestor de la mano de Némesis, machacando, acaso, la mítica urna y la phantasmagórica opinión pública. Fin.

Ya los mimos viven de su inmovilidad y el tatuaje cubre todo el cuerpo de los homosexuales en publicitado beso ¡viva el cosmopolitismo!..., y mientras, en cada esquina, un alegre ocioso y perezoso{29} y sucio trovador que jamás buscó trabajo nos deleita con la bazofia de sus ramplonas canciones:

«Sólo, sólo, ¡Oh pueblo!,
Sólo somos los más poderosos
cuando nos reunimos y se nos promete miel...
¡Nos han mentido!, pásalo, pásalo!
Haced caso a los que os prometen miel,
a los tribunos del pueblo,
que son los que nos prometen la dulce miel...
Ellos se apoderan de los bienes de los ricos,
que reparten con el pueblo,
procurando siempre quedarse ellos
con la mejor parte de la miel.
¡pásalo, pásalo!»{30}

... y lo que sigue... sin miel –faltaría más– y con sangre. Vale.

Notas

{1} Platón, Las Leyes, II, 654b.

{2} Platón, Las Leyes, III, 700a.

{3} Platón, Las Leyes, III, 698a

{4} Platón, Las Leyes, III, 700c. No se trataría del dictado de los expertos (estos expertos, en su sabiduría, pueden hacer que guste lo peor o lo más conveniente para ellos); sino de constatar que es por completo imposible dilucidar qué es la verdad o la belleza y cual es el mejor Gobierno si de la confluencia estadística nos hubiéramos de guiar. De esta confluencia o «encuentro» su resultado o «efecto» es aleatorio (ver a Althusser, Para un materialismo aleatorio, Arena libros, Madrid 2002, pág. 59). Respecto al mejor Gobierno, la cosa queda en manos de la prudencia de la clase política tal y como la entendían, por ejemplo, Gaetano Mosca o Wright Mills. Sería la duración, la eutaxia, la que corroboraría a ese mejor Gobierno, tanto si es dictatorial como si es democrático... pero a cualquier mejor gobierno le es hoy en día indiferente qué sea o qué consideremos la verdad o la belleza. Más si la verdad y la belleza son un algo objeto de la filosofía, no es esta filosofía menos elitista que la clase política de Mosca y de Mills. Para Wright Mills, la inmoralidad de la clase política está por completo asumida por el pueblo y esta «aceptación general constituye la característica esencial de una sociedad de masas» (Tomás Mestres Vives, La política internacional como política de poder, Labor, Barcelona 1979, pág. 120).

Juzgar a posteriori (por el porcentaje electoral, del share o del taquillaje) que lo logrado es bueno o bello, es un juicio tan subjetivo como otro cualquiera. Tenemos un hecho, lo que nos queda es solamente un hecho. Detrás de estos hechos se esconde el aristocratismo de la clase dominante enfrascada en la lucha por el poder, que depende, como siempre, al decir de Maquiavelo, de «quién sabe mentir mejor y dar la última puñalada» (Gaetano Mosca, La clase política, FCE 2002, pág. 97). La aceptación de la aristocracia política (de los expertos) es lo idéntico a la aceptación de su corrupción. Intuitivamente, el pueblo sabe que eso es así, y lo acepta... mientras sus necesidades inmediatas y el consumo le sean satisfechos. Esto no quita la veracidad operativa (del vector ascendente en las Capas del poder del Eje semántico) del control o censura política como un logro verdaderamente revolucionario y como ya vio Gaetano Mosca (op. cit., pág. 107).

Gustavo Bueno, en el Panfleto, nos dice al hablarnos sobre las aristocracias políticas: «Un elector individual no puede expresar su 'voluntad política', entre otras cosas, como ya hemos dicho, porque no es capaz siquiera, en general, de formularla. Teóricamente la recibe formulada de las cúpulas de los partidos que redactan y aprueban sus programas. Pero estos programas no son leídos, y no sólo por negligencia sino porque no pueden ser entendidos por un lector promedio, por un lector en su condición de ciudadano medio, por mucho que medite el día de reflexión. El ciudadano medio dará su voto movido por afinidades abstractas simbolizadas en los líderes personales, o por la repulsión a un programa o a un líder del partido opuesto. Lo cierto es que los programas se componen no por el 'pueblo' sino por las 'aristocracias políticas', constituidas por las cúpulas de los partidos (a las cuales los individuos acceden por canales necesariamente concretos, individualizados y, en modo alguno, 'democráticos'...» (Gustavo Bueno, Panfleto contra la democracia realmente existente, pág. 231)

{5} Platón, Las Leyes, III, 700a-c.

{6} Platón, Las Leyes, III, 700c y 701a-b.

{7} Platón, Las Leyes, IV, 717d.

{8} Platón, Las Leyes, III, 701b-c.

{9} Raimond Aron, Introducción a la filosofía política, Paidós, 1999.

{10} Ver a Fernando Rodríguez Genovés, El Catoblepas, número 28, junio 2004. Esto no es nuevo. Esto es el resultado del milenarismo de siempre cuando este es usado para ocultar lo concreto del dominio político que se reduce al «aquí y ahora» en lo reducido de las fronteras de un Estado concreto. De las reivindicaciones milenaristas (y universalistas) de nazis y comunistas «... sin importar las concesiones temporales que (se les) hicieran en la práctica: lo que en un tiempo fue una herejía religiosa –alcanzar el reino de los justos en la tierra–, en la actualidad se ha convertido en una ortodoxia laica defendida con fervor religioso» (Bernard Crick, En defensa de la política, Tusquets, Barcelona 2001, pág. 40). La ilusión de la masa es su propio opio.

{11} Los caracteres de la edad contemporánea, Revista de Occidente, 1976, pág. 24.

{12} Nicolás de Malebranche, Conversaciones sobre la metafísica y la religión, Reus, Madrid 1921, pág. 21.

{13} «La categoría de fin pertenece por derecho propio a la esfera del hombre, y especialmente a la del humano querer y obrar. Al menos, a exhibirse efectivamente sólo se presta aquí. Pero desde antiguo se la traslada con la mayor falta de escrúpulo a todo lo que el hombre no sabe explicar de otra suerte (es decir, cuyas efectivas categorías no conoce).... Puede decirse sin ambages: la predeterminación teleológica que parte de las ideas para imperar sobre las cosas determinando su contenido, es el esquema metafísico de lo que llamó Platón la 'participación' de las cosas en las ideas.» (Nicolai Hartmann, Ontología, FCE, México 1986, vol. III, págs. 100 y 103 y ss.). Ver a: Vicente Cudeiro González, La finalidad en la naturaleza (un debate con Nicolas Hartmann), Universidad Pontificia de Salamanca 1986, pág. 84).

{14} Gustavo Bueno, La vuelta a la caverna, Ediciones B, Barcelona 2004, pág. 20. También, por ejemplo en la página 315: «Lo que quiere decir que si no caben contenidos universales preestablecidos, no cabe hablar tampoco de orden universal presupuesto como destino.»

{15} Gustavo Bueno, Panfleto contra la democracia realmente existente, La esfera de los libros, Madrid 2004, pág. 148.

{16} Gustavo Bueno, Panfleto..., pág. 147. Pero la «tutela de todo el pueblo» estriba también en tener por resultado lo que nos merecemos: la basura, &c. ¡Esta basura sí que es la caussae finales!, que aunque filosóficamente haya de ser barrida como basura que es, ella sí que es efecto de las teleologías o prólepsis de los grupos dominantes que precisamente dominan a través de la ficción democrática y su real procedimiento. La teleología vectorial (si se me permite expresarlo así), o el control y la censura en la democracia, sí que es un efecto de las teleologías y prólepsis reales de la clase dominante, o cuando menos, aquella teleología vectorial está escudriñada bajo el ojo del poder real de esta. Los limites los debería marcar la eutaxia. Y digo debería, porque ante las transformaciones actuales de y en el Estado, parece que la clase política se ha trastornado por completo y aparenta llevarnos al suicidio de la Nación y de ella como clase.

{17} Gustavo Bueno, Panfleto..., pág. 148.

{18} Gustavo Bueno, Panfleto..., págs. 147 y ss.

{19} Louis Althusser, Para un materialismo aleatorio, Arena libros, Madrid 2002. Creo que lo que trato de desarrollar aquí estaría en consonancia con la concepción de Althusser, en su crítica revisionista de Marx. Dice Althusser: «Diremos que el materialismo del encuentro se basa también por completo en la negación del Fin, de toda teleología, ya sea racional, mundana, moral, política o estética. Diremos por último que el materialismo del encuentro no es el de un sujeto (ya fuese Dios o el proletariado), sino el de un proceso sin sujeto pero que impone a los sujetos (individuos u otros) a los que domina el orden de su desarrollo sin fin asignable.» (pág. 56).

{20} Malebranche, op. cit., pág. 48.

{21} Ya no es posible seguir creyendo en el «organismo colectivo» de Gramsci ni en el «príncipe sin cetro» que es el pueblo, como argumentaba Cerroni. El supuesto «organismo colectivo» no es nunca un organismo operatorio ni homogéneo, como una totalidad cerrada, sino que muchos de sus componentes subjetivos se sienten y están empíricamente desgajados de él por diferencias de opinión, de costumbres, de clases, &c. Esto siempre será así a pesar de la apologética del multiculturalismo. Precisamente este multiculturalismo, en tanto apologética del status quo, trata de conservar las diferencias étnicas y culturales como un respeto a los pueblos, esto es, a la pluralidad. Gramsci partía de un supuesto que creemos nunca se dará: «Una consciencia colectiva, es decir, un organismo vivo, no se forma hasta que la multiplicidad se haya unificado a través de la unión de los individuos.» Creemos que nunca se dará una «reunificación total», como apetecía Cerroni, de lo heterogéneo del pueblo aún y suponiéndolo un organismo. (Cfr. Umberto Cerroni, La libertad de los modernos, Martínez Roca, Barcelona 1972, pág. 277.)

{22} Malebranche, op. cit., pág. 39.

{23} Leo Strauss, Meditación sobre Maquiavelo, Instituto de Estudios Políticos, Madrid 1964, pág. 361.

{24} Citado por Tomás Mestres Vives, La política internacional como política de poder, Labor, Barcelona 1979, pág. 14. La máxima desinformación de la política, es –como decía Keyserling– desconocer que la política «es un cochino oficio» (La vida íntima, Austral, Madrid 1959, pág. 46).

{25} Marco Tulio Cicerón, Tratado de la República, Porrúa, México 1999, pág. 28 y 29.

{26} «Esperando lo peor», El Mundo, Lunes, 14 de junio de 2004.

{27} De la misma forma que la «confluencia» del campesinado sin tierras con la máquina de vapor, causó la aparición del proletariado en el siglo XIX... hoy, la «confluencia» de ese proletariado con la robótica, probablemente causará su desaparición. El encuentro aleatorio cuyo resultado es el hecho, de Althusser, es el forjador de la historia porque ese «hecho» para nada necesita de la dialéctica hegeliana. (Ver a Pedro Fernández Liria, «Regreso al campo de batalla», en Althusser, op. cit., pág. 96 y ss.)

{28} Julien Freund, La esencia de lo político, Editora Nacional, Madrid 1968, pág. 253.

{29} Un ocioso y un perezoso callejero. Una de esas cabezas de las cuales algunos pensaron que había surgido la filosofía. (Cfr. Alfonso Fernández Tresguerres, «De la Ociosidad», El Catoblepas, nº 26, página 3. n026p03.htm

{30} Platón, La República, Austral 1967, pág. 270.

 

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