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El Catoblepas, número 31, septiembre 2004
  El Catoblepasnúmero 31 • septiembre 2004 • página 8
Historias de la filosofía

El encantador de princesas

José Ramón San Miguel Hevia

Donde se demuestra que el caballero Leibniz, a pesar de la desgraciada configuración de su cabeza, tuvo tratos y conversación con damas
de todas las edades y de altísima condición

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En el otoño del año 1704 cuatro figuras se paseaban por los jardines del palacio de Lüneburg, construido hacía sólo cinco años en Berlín, siguiendo por supuesto el modelo de Versalles. Pero en aquel paisaje bucólico el varón y las tres damas que le acompañaban no iban disfrazados de pastores ni improvisaban madrigales ni elegías. Tenían el vestido y sobre todo la elegancia imposible de imitar de los auténticos aristócratas, y su tema de conversación iba de la alta política a la filosofía y la teología.

La edad de quienes componían aquel cuadro era también desconcertante, porque por su aspecto exterior parecían representar a cuatro generaciones reunidas allí por efecto del azar. La figura central era un varón de más de cincuenta años, de altura mediana, constitución robusta y anchas espaldas. La gran cabeza estaba coronada por una gigantesca peluca que disimulaba con dificultad su calvicie total y un bulto del tamaño de un huevo. Caminaba siempre encorvado hacia delante y mirando al suelo y por eso parecía cargado de hombros. Tenía una mirada miope y unas piernas delgadas y exageradamente arqueadas.

Pero las tres damas que le escuchaban estaban pendientes de sus palabras en un silencio casi religioso, porque detrás de aquella figura insignificante se ocultaba una de las inteligencias más grandes de Europa. Pues Guillermo Leibniz había conocido prácticamente a todos los matemáticos, físicos, filósofos y teólogos, y había asesorado la política de los príncipes más eminentes y tratado a las princesas más ilustres.

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Cada una de ellas iba a intervenir en la vida de Leibniz según su edad. La más anciana, de unos setenta y cinco años, era la electora Sofía, desde hacía seis años viuda de Ernesto de Hannover en la Baja Sajonia. Tenía una cultura y una inteligencia extraordinarias, pero además una increíble combinación de casualidades genealógicas habían hecho de ella una ficha clave en la configuración política de Europa, en gran parte gracias a los esfuerzos y a la habilidad diplomática del mismo filósofo.

Sofía había conocido a Leibniz hacía ya treinta años, desde el momento en que fue nombrado bibliotecario e historiador de los duques, pero su amistad se hizo más profunda durante el principado de Ernesto ya en el año 1680. El nuevo soberano apreciaba el talento práctico del filósofo, pero sólo su esposa admiraba su oceánica sabiduría. Leibniz se mantuvo fiel a los dos, presentando innumerables proyectos al elector y manteniendo al mismo tiempo conversaciones con Sofía sobre temas de metafísica y teología.

Cuando la comunicación hablada era imposible, siguieron en contacto a través de abundantes cartas, donde Leibniz exponía con la mayor claridad sus ideas de filosofía. Sofía no ocultaba su admiración y llanamente decía que estimaba las felicitaciones y los saludos de su amigo más que las de todos los príncipes y reyes, y que le escribía con la mayor frecuencia simplemente para poder leer sus contestaciones.

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Al lado de su madre caminaba precisamente Sofía Carlota, que entonces tenía aproximadamente treinta y cinco años. Después de unos momentos difíciles al principio de su matrimonio, cuando tuvo que sufrir la frialdad de una corte que recelaba de una princesa de Hannover, consiguió ganar la confianza de las fuerzas vivas del electorado y tomar la iniciativa, promocionando la academia de Ciencias y convirtiendo el palacio en centro de la vida social. Allí organizaba festivales de música, bailes de máscaras, debates filosóficos y teológicos, con tal éxito que en su honor se había propuesto dar al palacio el nombre de Charlottemburg.

Por otra parte su esposo había decidido convertir con la ayuda del Emperador, el electorado de Brandemburgo en un reino, autoproclamándose en 1700 Federico I de Prusia. De esta forma Sofía Carlota, elevada a la condición real y madre reciente de un sucesor, adornaba una corte espléndida y daba origen a una dinastía capaz de convertir a Prusia en una gran potencia europea. Eran los momentos de su mayor gloria política, espiritual y humana.

La relación de Sofía Carlota con Leibniz era mucho más estrecha y traspasaba los límites de una simple amistad y de la admiración de una discípula incondicional. La reina, tan culta como su madre, leía con frecuencia a Platón, conocía casi de memoria el discurso de Sócrates en el Fedón y estaba orgullosa de sentir un amor tan desinteresado como ardiente por el filósofo, y más orgullosa todavía por saberse correspondida.

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La princesa Carolina de Ansbach era la tercera figura femenina, que con sus dieciocho años animaba todavía más aquel cuadro. Hacía poco que el duque Guillermo del Palatinado le había propuesto el matrimonio con su sobrino Carlos, el aspirante austríaco al trono de España a condición de que se convirtiese al catolicismo. Carolina rechazó la propuesta, pues quería mantenerse fiel a la religión protestante en que había sido educada.

Por otra parte la princesa acababa de anunciar con gran alegría de sus acompañantes su compromiso secreto con Jorge Augusto, hijo del elector Jorge Luis. Sofía no le podía desear un destino mejor a su nieto ni Carlota a su sobrino, y Leibniz se apresuró a felicitar a Carolina, pues según su particular filosofía sólo el matrimonio por amor podía conseguir el milagro de que dos vidas distintas marchasen en una armonía perfecta y continua.

La relación de la princesa de Ansbach con el filósofo era semejante al de una discípula, que recién entrada en la juventud, respetaba la autoridad de un maestro venerable por su edad y su sabiduría. Pero Carolina, además de una cultura superior y una inteligencia nada común, tenía un espíritu generoso y una poderosa imaginación, y soñaba con ser en el futuro su protectora y la animadora de sus escritos y polémicas. En resumen, aquellas tres princesas eran para Leibniz un encantador resumen de su vida, porque abarcaban su pasado, su presente y probablemente su porvenir.

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Para una mirada superficial, la existencia de Leibniz era tan anodina como su figura, y de ninguna forma explicaba aquella especie de éxtasis de las princesas más ilustres de Europa, ni la atención de los científicos o de los soberanos. Había nacido en Leipzig en 1646 y en sus primeros veinte años se graduó en Filosofía y Derecho con dos tesis sobre los principios de la jurisprudencia. Después, en la corte de Mainz y en calidad de miembro del Tribunal Superior de Apelaciones se encargó de armonizar la legislación.

En el año 1672 se trasladó a París en misión diplomática, con la ilusión de convencer a Luis XIV para que hiciese la guerra a Egipto y así aflojase la doble tenaza (Francia por el Oeste y los turcos por el Este) que amenazaba al Imperio. Ante el fracaso de su misión Leibniz tuvo que conformarse con estudiar en París y Londres matemáticas superiores. Consciente de su falta de conocimientos en la materia se dejó dirigir desde 1675 por Huygens.

Desde el año 1676 Leibniz entró al servicio de los duques de Hannover en calidad de bibliotecario y de historiador de la casa de Brunswig, y todavía en aquel año de 1704 seguía en el mismo puesto, luego de la muerte del Juan Federico y de Ernesto Augusto. El nuevo elector, Jorge Luis, recientemente proclamado sucesor del trono inglés, estaba lleno de impaciencia, porque después de treinta años y en vista de la minuciosidad del investigador, que había consultado prácticamente todos los archivos del Imperio y de Italia, la historia casi no había podido empezar.

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Pero el curriculum vitae que Leibniz podía presentar al Emperador, a los ocho príncipes electores del Imperio, al zar de Rusia, a los demás electores y reyes, exceptuando al absoluto e infalible Luis XIV y sobre todo a las reinas y princesas de Prusia, Hannover y Gales era infinitamente más rico y aspiraba a unos objetivos más elevados. El filósofo buscaba la paz de Europa, la reunificación de las iglesias cristianas, la mutua integración de la teología occidental y la sínica, y la expansión de la ciencia y la civilización por todo el mundo. Poco más o menos su cursus honorum era el siguiente.

En el apartado de idiomas, conocía desde su infancia el griego y sobre todo el latín, que seguía hablándose y escribiéndose en las universidades. No había duda sobre su competencia en este punto, porque en la Pascua de 1659, a los trece años, había tenido la ocurrencia de componer un poema de trescientos hexámetros latinos.

Dominaba también el alemán, su lengua nativa, el francés, usado por los científicos, y en su viaje a Italia cuantos conversaron con él se admiraron de la pureza de su toscano. Además de todo esto conocía la gramática y la filosofía del lenguaje de los chinos, gracias a su correspondencia con el P. Bouvet y los demás sabios jesuítas.

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Por lo que se refiere a los títulos, era maestro en Filosofía por Leipzig (Muestra de problemas filosóficos, tomados del Derecho, 1664), Doctor en Altdorf (Sobre los casos enigmáticos en Derecho, 1666), miembro de la Royal Society en el 73, de la Academia de Ciencias de París en el 99, de la academia físico matemática de Suecia creada por la reina Cristina, en 1689.

Había publicado sus descubrimientos científicos en los Acta eruditorun y en el Journal des Savants, aparte de su oceánico epistolario, de los escritos polémicos y de cuantos figuraban como anónimos o con nombre falso o incompleto, pues Leibniz tenía una irresistible tendencia a ocultar su personalidad. Había que dejar aparte su máquina aritmética, que incluso extraía raíces cuadradas y cúbicas y era capaz de resolver ecuaciones.

Poco tiempo después Leibniz tuvo la idea de perfeccionar esa máquina aritmética, que operaría con un sistema de numeración binaria, con sólo las cifras 0 y 1. En el año 1673, tuvo la primera intuición de lo que sería el cálculo infinitesimal e integral y en los años sucesivos perfeccionó el método, simplificándolo y poniendo a punto el algoritmo correspondiente. Poco después de su marcha de París consiguió, después de innumerables intentos, establecer una teoría de los determinantes.

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En su primera estancia en Hannover –apartado de física– fundó los Acta Eruditorum, periódico filosófico y científico de Leipzig, y allí publicó en el 1682 el Único principio de la óptica, que unificaba las leyes de reflexión y de refracción, estableciendo que la luz viaja siguiendo la trayectoria en que encuentra mínima resistencia. Era el principio mejor, es decir, el más sencillo en naturaleza y el más rico en efectos, y la primera aplicación de la razón suficiente y del optimismo al mundo físico. Por otra parte en los sucesivos ensayos sobre el movimiento de los planetas adoptó la solución de Copérnico, señalando expresamente que es también la más sencilla y la que puede explicar la mayor cantidad de fenómenos, aparentemente contradictorios.

También en los Acta Eruditorum criticó en 1686 el principio de Descartes, que afirmaba la equivalencia de la fuerza y la cantidad de movimiento. Según Leibniz la fuerza no es una entidad escalar, sino un vector y por consiguiente está definida, no sólo por su cantidad, sino por su dirección. Pero además la fuerza viva es algo real en el momento presente y por consiguiente en los cuerpos hay algo más que extensión y velocidad. A partir de aquí en sus ensayos de dinámica Leibniz estableció, buscando siempre la razón suficiente, que esa fuerza viva es un absoluto, que fundamenta la respectividad del movimiento y la relatividad del espacio y del tiempo.

Por otra lado Leibniz fue el primero en introducir una serie de problemas, aplicando a la física el cálculo matemático y combinándolo con el principio metafísico de la máxima sencillez. Empezó desafiando al abad Catelan en 1687 a que encontrase la curva de caída uniforme, y siguiendo esa misma estrategia Jacobo Bernouilli planteará más tarde la cuestión de la curva de energía mínima. Todavía en 1697 Juan Bernouilli en los Acta Eruditorum y el mismo Leibniz en el Journal des Savants invitaron a descubrir la curva de caída de velocidad máxima, participando con éxito en la solución.

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Su actividad política era fiel al mismo principio de sencillez y de razón suficiente procurando mantener la armonía y el equilibrio entre las dos religiones del Imperio y los intereses de todos los reinos de Europa. En 1684 escribió un memorando para que el emperador concediese el rango de noveno elector al protestante Ernesto de Hannover, y participó en las últimas negociaciones que dieron fin al proyecto ocho años después. El titular del Imperio seguía siendo por tradición ininterrumpida el representante de la casa de Habsburgo, pero la proporción de electores –cuatro protestantes y cinco católicos– pasó a ser casi igual.

Este equilibrio político y armonía de Europa sólo estaba amenazado por el régimen absolutista francés. Leibniz, después de los fracasos de su proyecto de conquista de Egipto y del otro proyecto, mucho más ambicioso, de convocar con el apoyo de Luis XIV un congreso general de pacificación en Colonia, escribió un violento panfleto anónimo contra el absolutismo y la prepotencia del Rey Sol, a quien llamaba «Mars Christianissimus». De todas formas todavía en 1688 seguía fiel a esta política de armonía cuando escribe que «podemos echar a los turcos de Europa si no nos llega del oeste alguna tempestad», y recibió con alivio las noticias de la expedición de Guillermo de Orange y el fin del gobierno absoluto en Inglaterra.

En 1698 y con ocasión de una visita del mismo Guillermo III a Lüneburgo, Leibniz propuso al rey que nombrase herederos a la electora Sofía y a sus descendientes como pertenecientes a la línea sucesoria directa. Dos años después, conocedor de la muerte del duque de Gloucester, el filósofo insistía en que en ese momento era más necesario que nunca pensar en la sucesión. Por fin el mes de Agosto de 1701 el representante inglés hizo entrega del Acta de Establecimiento, que decretaba la sucesión en favor de la casa protestante de Hannover. En ese mismo año Leibniz conoció y promovió el nombramiento del príncipe Federico Guillermo como rey de Prusia, y tuvo la satisfacción de ver a su vieja amiga Sofía, electora de Hannover, y al mismo tiempo madre de la reina Sofía Carlota y de Jorge Luis, aspirante al trono de Inglaterra.

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Su proyecto político de armonía entre los Estados de Europa era inseparable del intento de reunificar las iglesias cristianas, de tal forma que en esta unión cada una mantuviese su propia identidad. En 1685 llega a un acuerdo en Hannover con el mediador católico, Rojas y Spinola, pero ante el rechazo de las demás comunidades protestantes se convenció de que era preciso alcanzar un acuerdo previo de las potencias sobre la tolerancia. Un año después escribió su Discurso de Metafísica, dedicado al gran teólogo jansenista Arnauld, proponiendo un mínimo de conciliación, y preguntando «si profesando estas opiniones filosóficas uno puede ser tolerado en la iglesia católica». A partir de este primer escrito los dos pensadores mantuvieron abundante correspondencia, y sólo les separaba el capítulo 13 del Discurso: «que la noción individual de cada persona encierra, de una vez para siempre, lo que ha de ocurrirle, y que estas verdades, aunque contingentes, son sin embargo seguras.»

En 1690 Sofía encomendó a Leibniz la misión de contactar con Paul Pellison, un hugonote converso, que en 1686 había publicado una obra de considerable influencia, Reflexiones sobre las diferencias de la religión. La correspondencia tuvo lugar por medio de la misma Sofía y se componía de cuatro cartas cruzadas, donde Leibniz defendía la conciencia individual y consideraba a los protestantes como simples herejes materiales, y al Concilio de Trento no incompatible con la Confesión de Augsburgo. En 1691 intervino en el debate Bossuet, obispo de Meaux y la personalidad más destacada del catolicismo, pero lo mismo él que Pellison mantuvieron una actitud monolítica, adoptando un punto de vista único y excluyente.

Ante este rechazo, Leibniz comenzó a plantearse la reunificación en su aspecto político. En carta a Pellison y Bossuet relataba las conversaciones con Rojas, aprobadas por el papa y el emperador y defendidas por el duque y la duquesa de Hannover, diciendo de paso entre líneas que el rey Luis tenía en su poder la restauración y la paz de las iglesias. Como Bossuet recusó el plan de Rojas, concluyendo que las conclusiones del Concilio no admitían discusión y afirmando que los protestantes eran herejes formales, el filósofo decidió que entrasen en juego las fuerzas vivas. En carta al obispo de Meaux en 1694 se le comunicaba que Sofía, su hermana la abadesa y su cuñada Benedicta, a pesar de su condición de católicas, deseaban que él mismo colaborase a la unión de las iglesias. La carta no había tenido contestación, y a la muerte de Rojas un año después, el proyecto de unión quedó aplazado para varios siglos.

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La actividad de Leibniz en las cortes de Hannover no se había limitado a inventar teorías matemáticas o físicas, ni a polemizar sobre temas de alta política, sino que abarcó los asuntos prácticos más diversos. Trabajó para los duques redactando documentos jurídicos y proyectando un código imperial, organizó la biblioteca ducal convocando a los científicos para que colaborasen en una enciclopedia, se dedicó a la química comprando los secretos de la fabricación del fósforo y repitiendo por su cuenta el proceso, escribió al primer duque tres memoranda para mejorar la administración pública, organizar los archivos, la práctica de la agricultura y el trabajo en granjas. Al mismo tiempo estudiaba economía, particularmente los recursos naturales y humanos, el dinero disponible para el gasto público, el equilibrio entre importación y la exportación, la posible creación de una Academia de Comercio. Además presentaba propuestas de reforma social, promoviendo economatos de consumo y pensiones para viudas y huérfanos.

El proyecto más revolucionario, que Leibniz había presentado ya al duque Juan Federico y trasladó a su sucesor Ernesto Augusto, fue el aprovechamiento de la energía eólica para alternar con la hidráulica y mantener en funcionamiento continuo las bombas de las minas de Harz. La dificultad del proyecto y su frustración no consiguieron disminuir el optimismo de Leibniz, que cambió el estudio de la tecnología minera por el de la geología y la paleontología, descubriendo huesos y dientes de animales prehistóricos. Durante su viaje por el sur de Alemania, Austria e Italia presentó al emperador una serie de propuestas : la reforma de la moneda, la reorganización de la economía, la mejora del comercio y de la industria textil, la creación de un archivo y una biblioteca, y hasta el alumbrado de Viena.

Después de su viaje a Italia siguió con sus estudios de geología, estableció los principios de política sanitaria, introdujo en Alemania lo que parecía el remedio contra la disentería. Para financiar la Sociedad de Ciencia de Berlín, propuso loterías, un sistema métrico que proporcionase los beneficios derivados de la comprobación estándar de pesos y medidas, y la introducción del cultivo de la seda. Era un amante de la ópera, diseñaba medallas ante cualquier acontecimiento, escribió poemas espléndidos. Sólo no tuvo tiempo para dos cosas : casarse y comer a su hora pues en sus ratos de ocio cortejaba a las princesas.

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La correspondencia de Leibniz con la electora Sofía era mucho más amplia y no se reducía a sus intentos de unificar política y religiosamente a Europa. En su carta de 1696 le expuso sus dos teorías fundamentales, la de las unidades –que después llamaría mónadas– y la de la armonía preestablecida entre el cuerpo y el alma. El filósofo daba una gran importancia a la opinión de la princesa, poniéndola al mismo nivel de Arnauld y de los innumerables corresponsales con quienes había polemizado. Más tarde a finales de 1705 repetía esa misma doctrina, recordando con nostalgia cómo les «servía de agradable diversión en sus debates de Charlotenburg, en la época en que tenía el honor de estar allí con la reina».

Leibniz analizaba las paradojas del continuo físico, que por una parte es infinitamente divisible y por otra parte está compuesto de unidades indivisibles, y cortaba la paradoja diciendo que estas unidades son infinitas. Pero como era imposible que estas mónadas existiesen sin tener extensión ni otro género de realidad, el filósofo les atribuyó la propiedad de ser fuerzas, tan puestas de acuerdo entre sí, que cada una era un espejo, reflejando al universo desde su particular punto de vista. Cada una de estas almas o mónadas o átomos formales o entelequias, por su propia simplicidad era eterna y no podía nacer por composición ni morir por disolución.

En las mismas cartas Leibniz hablaba de los cuerpos «que son multiplicidades infinitas, de tal manera que una pequeña partícula de polvo contiene un mundo con innumerables criaturas. Y los microscopios han mostrado a los ojos, incluso más de un millón de animales vivos en una sola gota de agua». Así pues, una masa de materia no era, según él, una sustancia, sino un agregado de sustancias verdaderas, infinitas en número e infinitamente elásticas en sus movimientos. Las cartas a Sofía contenían ya casi totalmente desarrollada la última teoría de Leibniz sobre las unidades y la multiplicidad.

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Aparte de estas cartas sobre metafísica. Leibniz escribió también a la electora sobre alta teología, poniendo de relieve las ideas de los grandes místicos cristianos. El príncipe de Maguncia J. Ph. Schönborn había regalado a Leibniz la obra de Friedrich Spee, El Libro de Oro de las Virtudes, y a su vez el filósofo tradujo al francés para Sofía en 1698 su prólogo: «Diálogo sobre la naturaleza de las tres virtudes, fe, esperanza y caridad», y completó esta traducción con el envío de una carta de aproximadamente esa fecha.

Lo que más llama la atención en esta carta es la comparación del amor mercenario, que los teólogos y Leibniz llaman de concupiscencia con el amor a Dios desinteresado, que no tiene en cuenta los premios y los castigos. El filósofo completaba esa disposición de los santos con su particular optimismo teológico: «Una de las señales más ciertas de un sincero y desinteresado amor a Dios consiste en estar contento de cuanto ya ha hecho, en la seguridad de que siempre es lo más bueno, aplicando a su vez ese mismo principio de lo mejor a cuanto nos queda por hacer.»

En la abundante correspondencia con Sofía todavía destacan dos cartas sobre la única ciencia que le faltaba por desarrollar, la parapsicología, y eso a propósito de las visiones y los fenómenos paranormales de la vidente Rosamunde de Assebourg. Leibniz habla del asunto con exquisita prudencia, diciendo que no conocemos bien los admirables recursos de la naturaleza humana, que puede tener imaginaciones lo suficientemente vivaces para que le parezcan verdaderas. Esta unidad de la naturaleza y la gracia también se da en los auténticos profetas porque Dios se acomoda a su genio en la medida en que es razón suficiente de sus actos y sus palabras. «Imagino a veces que Ezequiel había aprendido arquitectura o que era un ingeniero de la Corte, porque tiene visiones maravillosas y contempla bellos edificios. En cambio Oseas o Amós no ven más que paisajes y escenas rústicas, mientras que Daniel, que era un hombre de Estado, regula las cuatro monarquías del mundo.»

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La relación de Leibniz con la reina de Prusia, había sido más breve, en vista de la juventud de Sofía Carlota, pero sus mutuos sentimientos eran muy intensos. El nuevo elector, Jorge Luis, estaba celoso de esta amistad platónica, y en carta escrita a su madre, se quejaba de que después de haberse ocupado del alojamiento de Leibniz «por quien su hermana suspiraba tanto», el filósofo todavía no se había presentado en Hannover.

También Leibniz tenía afecto por la reina, tanto que su muerte fulminante unos meses después de este paseo por los jardines de Lüneburgo le puso al borde de una grave enfermedad. Hasta los mismos embajadores se apresuraron a darle el pésame, y él mismo escribió una carta a la dama de compañía de Sofía Carlota diciendo que se sentía destrozado. Después compuso un espléndido poema en memoria de la reina sin abandonar el optimismo universal: «¿Dónde está su sabiduría? Su sabiduría está en todas las cosas.»

Cuando un año después se celebró el matrimonio del hijo del primer rey de Prusia con Sofía Dorotea, sobrina de su gran amiga, todavía Federico I le comunicó su pesar porque la reina no pudiera asistir a la boda y Leibniz se tomó la libertad de insinuar al rey que tal vez la princesa le recordaría en algo a su malograda tía. El rey tuvo el gesto delicioso de contestarle que sus ojos eran iguales que los de Sofía Carlota.

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La correspondencia filosófica de Leibniz con la reina de Prusia se centró sobre todo en un análisis de la obra de Locke y en una exposición amplia y sencilla de su doctrina. En 1702 escribía que hay algo en el entendimiento que no procede de los sentidos, es decir, el mismo entendimiento, y lo mismo repite un año después, defendiendo las ideas innatas que la princesa había puesto en cuestión, después de leer el Ensayo. Leibniz distingue las sensaciones de cada sentido, que lejos de ser inteligibles, son las que menos entendemos, las del sensorio común, que sólo conocemos por inducción, y las propiamente inteligibles, como el mismo yo, la sustancia, el ser, la verdad los axiomas matemáticos y las verdades derivadas de ellos gracias al razonamiento o la luz natural.

En la misma carta de 1702 contestaba con brillantez al problema de la existencia de sustancias inmateriales, que también Sofía Carlota le había planteado. Como la materia sólo tiene propiedades pasivas, como la extensión y la impenetrabilidad, necesariamente tienen que existir principios de acción y de percepción, que no pueden ser explicados por esas propiedades. Estas fuerzas o almas están incrustadas en la materia, pero son algo más que la materia, y al no estar compuestas de partes no se producen por composición ni pueden desaparecer por disolución. Pero por encima de todas ellas tiene que existir una razón determinante, totalmente separada de la materia, que hace que las cosas sean y que sean precisamente así.

La última carta de Leibniz a la reina, deducía la consecuencia de este principio de razón suficiente y de sencillez, afirmando la total uniformidad de la naturaleza. Lo que sucede en el hombre, que percibe desde el cuerpo en forma clara y distinta, eso mismo sucederá en todas las demás fuerzas vivas, cuya percepción es oscura y confusa, y en los genios, que nos sobrepasan de modo maravilloso, pero tendrán cuerpos orgánicos dignos de ellos. Y lo mismo seguirá siendo siempre, porque hablando con precisión no hay generación ni muerte, sino sólo aumento y disminución. Y para poner de acuerdo el alma y la materia tampoco vale, como pretendían Malebranche y Bayle, una intervención caprichosa de la voluntad de Dios, que rompería esa uniformidad natural, y sólo es posible la armonía, previamente establecida, entre todos los relojes que componen el universo.

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Habían pasado once años desde este paseo filosófico por los jardines de Charlottenburg y los acontecimientos políticos cambiaron bruscamente el mapa de Europa. Después de la muerte de la princesa Sofía y la reina Ana de Inglaterra en 1714, Jorge Luis pasó a ser al mismo tiempo elector de Hannover y heredero del trono inglés. El nuevo rey tenía un carácter atrabiliario, se había divorciado de la inteligente Sofía Dorotea de Celle a la que encerró de por vida en el castillo de Ahlden, y al parecer tampoco soportaba a Leibniz, a quien ordenó permanecer en Hannover en una especie de exilio interior. Llegó a Londres sin saber una palabra de inglés, circunstancia feliz para el Parlamento, que de esta forma aseguraba su independencia.

Entre estas dos fechas Leibniz había puesto definitivamente en orden su pensamiento a través de unos tratados tan breves como fundamentales. En 1706 había recogido sus conversaciones con las dos Sofías en su Discurso sobre la conformidad de la fe con la razón, que fue el prólogo a la Teodicea, publicado cuatro años después de forma anónima. Y en el año decisivo de 1714 escribía los Principios de la naturaleza y de la gracia y sobre todo dedicaba al príncipe Eugenio su sistema entero de filosofía, que después tomará el título de Monadología.

Pero no terminó aquí su vida intelectual, porque por fortuna para él, Carolina de Ansbach, su joven acompañante en los paseos de Lüneburgo, se había convertido en princesa de Gales, y usó toda su influencia para poner en contacto a los dos más grandes científicos y filósofos de su tiempo, Newton y Leibniz, los dos súbditos de Jorge I. «He hablado con el obispo de Lincoln sobre la traducción de vuestra Teodicea, y me asegura que nadie hay capaz de hacerlo, excepto el doctor Clarke. Es un íntimo amigo de Mr Newton.» Esta comunicación fue suficiente para que Leibniz escribiese a la princesa una carta breve, pero lo suficientemente provocativa para que Clarke, y tras él el mismo Newton se viesen obligados a contestar.

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La correspondencia entre Leibniz y Newton-Clarke fue al principio muy breve, pero se hizo cada vez más dilatada, manifestando una profunda divergencia entre el método de los dos filósofos. Para empezar los dos patrones de medida del movimiento son para Newton el espacio y el tiempo, consideradas como realidades absolutas, en cierta forma semejantes a la omnipresencia y la eternidad de Dios. Para Leibniz la única entidad absoluta es la fuerza, que fundaba la respectividad del movimiento y el carácter relacional del espacio y el tiempo, entendidos como órdenes de coexistencia y de sucesión, pero no como sustancias ni propiedades.

Por otra parte los newtonianos afirmaban la existencia de los átomos y el vacío, apoyándose en las evidencias empíricas de los experimentos de Torricelli. Leibniz contestó que de acuerdo con el principio de razón suficiente o de lo mejor, el vacío es lógicamente imposible y lo que. existe es un continuo infinitamente divisible, pues cualquier otra hipótesis supondría una anulación y una imperfección de la naturaleza. Además sostenía que los indiscernibles son una y la misma cosa, y eso sucede con las partes rigurosamente homogéneas del vacío, el espacio y el tiempo.

Finalmente Leibniz acusó a Newton y sus amigos de seguir el sistema ocasionalista, al que en su juventud había atacado. En primer lugar como la acción a distancia es imposible, la gravedad, es una cualidad oculta o un milagro perpetuo por el que Dios corrige constantemente la fuerza de la inercia. Pero además el movimiento está siempre extinguiéndose, y otra vez Dios tiene necesidad de poner constantemente en hora el reloj cósmico. Según Leibniz, siempre de acuerdo con el principio de lo mejor, el mundo ha sido creado con tan gran perfección que «la misma fuerza pasa de una materia a otra, siguiendo las leyes de la naturaleza y del buen orden establecido».

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Carolina de Gales había sido la mediadora de la correspondencia con Samuel Clarke y al enviarle su cuarta carta suplicaba que se reconciliara con Newton: «¿Qué importancia tenía, cual de los dos hubiera inventado el cálculo (infinitesimal)? Los dos eran ya los grandes hombres de su siglo.» Leibniz en carta a Carolina justificaba su animosidad por la violencia de los ataques de los newtonianos.

Todavía en los últimos meses de la vida de Leibniz, Carolina no perdía la esperanza de que el rey le volviese a llevar consigo a Londres. En su carta de respuesta el filósofo dice que tenía muy poca esperanza de volver a verla y añade un detalle íntimo : que el hijo pequeño de la princesa, al que continuamente visitaba, «cazaba ratones y entusiasmaba a los visitantes que venían de Inglaterra».

Cuando Pierre des Maizeaux, miembro de la Royal Society, encontró un traductor de la Teodicea, Leibniz pidió permiso a Carolina para dedicarle la traducción y dejar bien claro en el prólogo que había sido ella quien la había querido mandar hacer. Fue su último homenaje a la princesa, pues no pudo ir a Inglaterra, y moría plácidamente a finales de 1716.

 

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