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El Catoblepas, número 31, septiembre 2004
  El Catoblepasnúmero 31 • septiembre 2004 • página 9
Filosofía legal en el bachillerato español

Entrevista a Félix García Moriyón

Julián Arroyo Pomeda

«A los adolescentes les gusta hablar de los temas que les interesan y las cuestiones filosóficas son intrínsecamente interesantes.»

Félix García Moriyón es ya un verdadero veterano en la enseñanza de la filosofía, que, a buen seguro, no suspira por la jubilación anticipada, no sólo debido al entusiasmo que manifiesta en el nivel de comunicación con sus alumnos adolescentes, sino también por lo que llega a disfrutar orientándolos en las clases de filosofía.

No puede decirse con verdad que abandone ninguna de las perspectivas académicas, ya que actúa como docente, investigador y tutor. Tampoco le ha importado adaptarse para impartir otras materias, cuando no ha podido explicar Historia de la Filosofía.

En cuanto docente, ejerce actualmente en el Instituto «Avenida de los Toreros», de Madrid, como catedrático de Filosofía. Además, es profesor Asociado de la Universidad Autónoma de Madrid, donde prepara a los licenciados en Filosofía para su posterior dedicación a la enseñanza de esta materia.

Presentó su doctorado en la Universidad Complutense de Madrid, el año 1979, siendo el contenido de su investigación sobre «Pensamiento anarquista español: individuo y colectividad».

Entre sus últimas publicaciones están: Senderos de Libertad (Libre Pensamiento, Madrid 2001); (como editor y traductor) Matthew Lipman: Filosofía y educación (De la Torre, Madrid 2002); (en colaboración con otros autores) La estimulación de la inteligencia cognitiva y la inteligencia afectiva (Madrid: De la Torre, 2002); Familia y Escuela (CCS, Madrid 2004)

Ha respondido a esta entrevista con generosidad, transmitiendo ideas y estimuladoras y positivas que contribuyen a realzar el paisaje, a veces triste y frustrante, que se respira en muchas Salas de profesores de nuestros institutos. Es de los que siguen empeñados en aportar alguna grandeza a nuestra enseñanza pública con un compromiso personal y social. Con espíritu admirable se encuentra siempre dispuesto a organizar, debatir e innovar en cuantas actividades sean necesarias en favor del mundo educativo. Sabe lo que quiere y actúa en consecuencia.

En el año 1993 el MEC editó entre los «Materiales Didácticos» la Historia de la Filosofía para bachillerato, trabajo que fue redactado por usted y otros dos profesores, Magdalena García e Ignacio Pedrero. ¿Puede decirnos cómo los resulto esta experiencia de trabajo?

La experiencia de trabajo fue muy gratificante. Los tres habíamos coincidido en el Instituto «Los Castillos», de Alcorcón (Madrid), y habíamos sintonizado muy bien. De hecho preparamos algunos proyectos en conjunto que obtuvieron apoyo y financiación del Ministerio de Educación y también realizábamos entre los tres algunas actividades comunes para el departamento de Filosofía. Eso generó profundas coincidencias que luego se reflejaron en el trabajo sobre la historia de la filosofía, aunque ya entonces cada uno de nosotros estaba en un instituto diferente. Por eso no necesitamos discusiones muy largas acerca de la configuración de los capítulos y de las actividades. Una prueba directa de esa sintonía la tenemos en que cada capítulo del libro posterior, Luces y sombras (Madrid: Ediciones de la Torre, 1996), fue escrito por uno de nosotros y no es fácil para un lector descubrir quién es el autor de cada uno de ellos.

¿Cree necesario este tipo de trabajos cuando se hace una reforma? ¿Consideraría que es una cierta obligación del Ministerio ofrecer estas orientaciones al profesorado? ¿Le llegaron informaciones de los resultados de este trabajo en el profesorado? ¿Cómo fue recibido?

No sé si diría que son necesarios, pero desde luego son muy positivos. En especial lo han sido en el caso de la LOGSE que, como todos sabemos, pretendía introducir un paradigma educativo muy distinto al que hasta entonces imperaba en las aulas, el famoso constructivismo. Creo, además, que es bueno que esas orientaciones procedan de la administración pública; de no ser así, se encargarían las editoriales que, junto a los criterios pedagógicos, tienen en cuenta otros criterios que pueden distorsionar algo la innovación. La década de los ochenta fue un período muy interesante en innovación educativa, que ya había sido preparado por importantes movimientos de renovación pedagógica en la segunda parte de los setenta.

El Ministerio no nos proporcionó ninguna retroalimentación sobre nuestro trabajo. Lo distribuyó por toda España y llegó a todo el mundo, o a casi todo, pero recibimos pocos comentarios. Bien es cierto que en aquellos años nos llamaron de diversos centros de profesores para que explicáramos la propuesta. En esos encuentros sí recibimos comentarios sugerentes. Destacaría dos por considerarlos los más generales. El primero era de aceptación, esto es, a la gente parecía gustarle la propuesta. El segundo implicaba un cierto distanciamiento; el profesorado parecía considerar que era un enfoque que exigía una gran preparación de historia general, o de las ideas, algo que no era muy frecuente, sobre todo porque la tradición en la enseñanza de la historia de la filosofía era –y yo creo que sigue siendo–, la de centrarse más en una historia interna, o esotérica, de las ideas filosóficas de la tradición occidental.

Le preguntaba si consideraba necesarios los materiales porque en la reforma concluida con la LOCE no se han hecho. Valore esta actuación, por favor. ¿Acaso estamos bastante saturados de reformas educativas?

La LOCE no lo ha hecho porque en realidad no es una reforma educativa sino más bien, como algunos decimos, una contrarreforma. Es decir, pretende desmontar la columna vertebral educativa que sustentaba el modelo anterior. Por otra parte, la nueva ley, de dudoso futuro en el momento en que escribo estas líneas, dado el giro político producido recientemente, supone un rechazo implícito o explícito del constructivismo y una vuelta a los contenidos y su memorización, desde luego significativa, como objetivo básico de la enseñanza. De todos modos, dado que parece ser según las autoridades educativas cesantes que todo el problema reside ahora en que los alumnos no se esfuerzan y no trabajan, no hubiera venido mal que nos proporcionaran materiales y propuestas pedagógicas para incrementar el nivel del trabajo del alumnado, algo que sería bien recibido. Limitarse a proponer exámenes y repeticiones de curso como remedio a una carencia importante es una frivolidad desmesurada.

Eso sí, creo que la contrarreforma goza de una amplia aceptación entre el profesorado de secundaria, que es el que sufre en sus carnes la etapa educativa más conflictiva en un sistema de educación universal y obligatoria. Digo esto porque estoy bastante de acuerdo con lo que parece sugerir la segunda pregunta; efectivamente, creo que ahora mismo la gente está algo cansada de reformas educativas –llevamos desde 1970 metidos en reformas sucesivas, sin lograr todavía un verdadero consenso social sobre los principios generales que deben guiar la educación– y no tiene demasiado interés por la innovación pedagógica. Es más, creo que ya no existen en ningún lado las direcciones generales de renovación pedagógica que tan importantes fueron en su momento. Los que seguimos organizando cursos de formación vemos con cierta desolación que ya no hay la asistencia que hubo entonces y que una parte importante de quienes van lo hacen movidos por la necesidad de créditos para oposiciones o para sexenios, pero no porque quieran mejorar su práctica docente o encontrar propuestas novedosas con las que enriquecer su actividad profesional.

En aquel trabajo ustedes mantenían un enfoque de la Historia de la Filosofía como Historia de las Ideas. ¿Considera también actualmente tal enfoque válido o introduciría modificaciones? ¿Cree posible trabajar en una línea de «historia de las ideas» con los actuales planteamientos de la Filosofía II?

Creo que sigue siendo absolutamente válido. Este año, 2003-2004, he vuelto a impartir Historia de la filosofía (Filosofía II) después de cinco años de inactividad impuesta por la supresión de la asignatura en la mayoría de los itinerarios de bachillerato. Decidí recomendar al alumnado el libro Luces y sombras y, utilizando claro está los textos obligatorios en Madrid, planteé las clases siguiendo las orientaciones del manual Investigación Histórica. Creo sinceramente que los alumnos han encontrado interesante el enfoque (era un grupo de ciencias, con todas sus ventajas e inconvenientes) y que han aprovechado el tiempo. En una encuesta final, la valoración del libro obtenía un 7,2 sobre 10, y el enfoque de la asignatura también era puntuado en diversas preguntas con más de 7; lo más relevante es que la pregunta sobre si les merecía la pena haber asistido a clase obtenía un 7,8. Eso indica que el enfoque es positivo. Me queda comprobar en la prueba de acceso la eficacia del planteamiento de cara a obtener las calificaciones exigidas para acceder a la Universidad.

Por otra parte, siempre he pensado, desde que empecé a trabajar en la enseñanza de la filosofía en secundaria en 1975, que existe una gran libertad de enfoque en la asignatura. Los programas oficiales los he entendido persistentemente como un marco de referencia que debe ser tenido muy en cuenta, pero que necesita ser adaptado al aula, y eso es responsabilidad exclusiva de cada profesor. Y esto es así incluso en el caso de que uno elija un determinado libro de texto, algo que ya predispone a dejar en manos de otras personas el primer nivel de concreción de los programas oficiales.

¿Sigue usted haciendo la «pedagogía activa» que propugnaba en el 93 en sus actividades de docencia? Si fuera así, ¿cómo le va en los resultados que obtiene? ¿Hace pruebas de evaluación durante el proceso de aprendizaje o ha cambiado la técnica?

En 1985 la SEPFi, en cuya junta participaba, organizó posiblemente el mejor congreso de enseñanza de la filosofía que ha habido en España. Entonces vino Matthew Lipman y entré en contacto con él, sintonizando de inmediato con sus planteamientos de la enseñanza de la filosofía, volcados sobre todo a lo que Kant llamaba hacer filosofía o filosofar. Desde entonces he profundizado bastante en ese enfoque en todos sus aspectos y no lo he abandonado, pues sigo pensando que es el más coherente con lo que se pretende en los niveles educativos en los que yo me muevo, esto es, en secundaria. Lo considero igualmente muy válido para los niveles anteriores y posteriores, pero ese es otro tema en el que no entro ahora. Ese enfoque, por otra parte, coincidía en el fondo con otras propuestas sugerentes de aquellos años, como las de Orio de Miguel y Reboiras o Izuzquiza, o la de Martens, a quien también invitamos en aquel congreso. Por lo que sigo leyendo y por los congresos a los que asisto, sigue habiendo mucha gente en todo el mundo volcada en esa manera de entender la enseñanza de la filosofía.

Por lo que se refiere a los resultados, estoy bastante satisfecho, aunque siempre atento para modificar y mejorar lo que hago. Por lo menos al final de cada evaluación planteo una socio-evaluación con mis alumnos en la que analizan el funcionamiento de la asignatura. Habitualmente manifiestan un elevado grado de satisfacción, aportando también algunas sugerencias para mejorar o modificar lo que venimos haciendo. Siempre he pensado que, en cuestiones didácticas y metodológicas, el alumnado tiene sólidos conocimientos que el profesorado debiera aprovechar mucho más. Dado que en mi modelo de trabajo el alumnado desempeña un papel fundamental para el funcionamiento de la clase, el nivel de las mismas es más sensible al tipo de alumnos y estos son variados, existiendo «añadas» (perdón por la metáfora enológica) realmente buenas y otras no tanto.

En todo caso, mi preocupación por la evaluación de lo que hacemos en clase se ha convertido en uno de los ejes de mi actividad intelectual. Desde que empecé a aplicar el programa de Filosofía para Niños en mis clases, me interesó mucho el tema de confirmar si las expectativas que teníamos puestas en la enseñanza de la filosofía eran correctas. Por eso ya en 1989 realicé con un grupo de colaborares una primera investigación que dio resultados positivos. En 1995 volvimos a evaluar la aplicación de la filosofía en el aula, siguiendo la metodología más rigurosa que se utiliza en investigación psicológica y educativa. Éramos también un equipo de trabajo que logró editar un interesante libro titulado La estimulación de la inteligencia cognitiva y la inteligencia afectiva (De la Torre, Madrid 2002). Ahí hacíamos un planteamiento bastante riguroso del tema. Desde entonces sigo implicado, en estrecha colaboración con un colega de la Universidad Autónoma y con constantes y renovados equipos de trabajo para analizar aspectos específicos. Ahora mismo estoy llevando a cabo cuatro investigaciones diferentes sobre el impacto que puede tener hacer filosofía en el alumnado, uno de ellos es un ambicioso programa a largo plazo, con pretensiones de medir la influencia de la enseñanza de la filosofía cuando el alumnado ha terminado ya sus estudios. Otro, también muy interesante, es evaluar el impacto que puede tener hacer filosofía con un grupo de alumnos en situación de elevado riesgo académico. Además he podido publicar algunos trabajos en revistas y los he presentado en conferencias y congresos, difundiendo esta preocupación por la evaluación.

Creo que todo el profesorado debiera implicarse más en la investigación de su propia tarea para poder mejorarla de acuerdo con las circunstancias. Esa investigación intenta responder a una pregunta básica: «¿Para qué sirve enseñar filosofía?», a la que sigue otra pregunta no menos importante: «¿Qué están aprendiendo realmente mis alumnos en clase?». Los colegas de filosofía suelen responder a la pregunta con sugerentes reflexiones filosóficas, pero creo que eso es confundir los niveles de investigación. La metodología habitual en la investigación filosófica no sirve si lo que pretendemos es averiguar qué ocurre cuando enseñamos filosofía en un aula. Este tipo de investigación debe recurrir a la metodología propia de las ciencias sociales, principalmente la investigación educativa, psicológica y sociológica. Es mucho lo que hay que hacer todavía.

Guarda alguna relación con lo que vengo diciendo la necesidad de elaborar instrumentos de evaluación de la enseñanza de la filosofía que sean válidos (esto es, que realmente evalúen la enseñanza de la filosofía) y fiables (es decir, que ofrezcan resultados no sesgados por opciones subjetivas). En este campo, acabo de terminar otro trabajo con un grupo de compañeros sobre la disertación filosófica y pronto emprenderé una tarea similar con el comentario de texto. Aquí creo que también existen importantes carencias; es frecuente que para evaluar nuestra asignatura se recurra a pruebas que no tienen demasiado que ver con los objetivos que le asignamos a la enseñanza de la filosofía. El ejercicio que se pone en la prueba de acceso a la universidad es un buen enfoque, aunque es necesario realizar una seria reflexión sobre el mismo y evaluar los resultados que se están obteniendo. La clásica prueba francesa de la disertación me parece un camino bastante más adecuado.

En todo lo anterior está subyacente también una distinción que es obvia, pero que con frecuencia se olvida. La evaluación es un término general que hace referencia al proceso mediante el cual se pretende averiguar en qué medida se están consiguiendo unos objetivos, para poder introducir las modificaciones pertinentes, tanto en los métodos de trabajo como en los mismos objetivos. En los centros, eso que llamamos evaluaciones, se convierte con excesiva frecuencia en procesos de calificación, lo cual es un planteamiento mucho más restringido, relacionado más bien con uno de los objetivos básicos del sistema educativo: legitimar la distribución de la población en niveles educativos y actividades profesionales distintos y jerarquizados. Calificar no es evaluar, y a lo más que podemos aspirar es a que el sistema de calificación se aproxime lo más posible a un sistema de evaluación. No tengo muy claro que esa sea una preocupación generalmente admitida.

También hablaban en su documento del «proceso de investigación-acción que todo profesor debería llevar en el aula». ¿Cómo ha evolucionado este tema desde 1993? ¿Conoce usted si el profesorado sigue utilizando estos procedimientos innovadores?

En parte ya he contestado en la pregunta anterior. Siempre he tenido muy clara una cosa: al finalizar cada clase, es necesario que el profesor se plantee, aunque sea de manera muy somera la mayor parte de las veces, una sencilla pregunta: ¿ha salido bien la clase? ¿Qué podría hacer en la clase siguiente para que el proceso de aprendizaje de mis alumnos mejorara? Obviamente se trata de reflexionar en aquellos aspectos que dependen de mí; los que dependen del alumnado, de sus familias o del sistema social y político ya caen fuera de mi control y puede ser muy frustrante centrarse en ellos, porque se genera inevitablemente una cierta sensación de impotencia.

Partir de esa reflexión es aceptar que la investigación-acción es el modelo de trabajo inevitable en profesiones como las nuestras. Si nos centramos en lo que ocurre en un aula específica, en la que estamos enseñando filosofía (ética, introducción o historia) a un grupo de alumnos, es inevitable que partamos de unas expectativas, las que tiene el alumnado y las que tenemos nosotros mismos. A partir de ahí, debemos diseñar estrategias que nos permitan dar satisfacción a esas expectativas; habitualmente, nosotros pretendemos que se interesen por la asignatura y que aprendan los contenidos y las habilidades que le son propias; nos gusta la filosofía y deseamos que compartan ese interés con todas sus consecuencias. El alumnado tiene con frecuencia expectativas más restringidas, inducidas probablemente por años de escolarización; normalmente pretenden tan sólo aprobar y conseguir que las clases sean amenas, aunque no suelen considerarse responsables de este segundo aspecto.

Teniendo en cuenta lo anterior, es un suicidio profesional no adoptar algo muy parecido a una estrategia de investigación y acción. Esto es, debemos constantemente plantearnos los problemas que hemos de resolver en el aula, lo cual se consigue formulando las preguntas adecuadas y centrando la atención en los temas fundamentales. Intentar dar respuesta a esas preguntas conlleva arbitrar actuaciones bien definidas en el aula. Y el proceso quedaría completamente cojo si no revisáramos posteriormente en qué medida hemos dado respuesta a los problemas planteados. En ese proceso de retroalimentación conviene ser muy precisos tanto en la detección de los posibles fallos como en el diseño de remedios o alternativas que permitan superar los fallos. La vigencia, por tanto, del enfoque es total y, aunque ya no existe una profusión de ensayos centrados en el proceso, sigue siendo abundante la bibliografía dedicada a la evaluación de la práctica docente. En cierto sentido, el famoso informe Pisa recoge el enfoque, aunque con limitaciones bien importantes, sobre todo porque deja la evaluación de los resultados escolares en las manos exclusivas de expertos externos y deja también en manos de técnicos externos al sistema la elaboración de alternativas. Cuando eso se hace además mal, tenemos su versión más deficiente: la LOCE.

No obstante, creo que en estos momentos, la exigencia de realizar una investigación seguida de una acción no es dominante en el ámbito educativo. Mi experiencia personal, que posiblemente sea generalizable, es más bien la contraria. Cuando asistes a una evaluación en el instituto, puedes observar la parquedad de los análisis que se hace ante los resultados obtenidos. El profesorado tiene una tendencia irrefrenable a atribuir al alumnado toda la responsabilidad de los malos resultados académicos y es por eso por lo que la recomendación general es que deben estudiar más y atender más en clase. Prácticamente nunca he escuchado que pueda darse una responsabilidad en el propio profesorado; nadie cuestiona que sus métodos no están dando los resultados esperados y que sea conveniente modificarlos. Al final, el peso de la mejora recae sobre las espaldas del alumnado. Del mismo modo, es muy infrecuente, por no decir totalmente inusual, que el profesorado de un grupo que se presenta como conflictivo se reúna con cierta periodicidad para analizar lo que está ocurriendo, evaluarlo y a continuación proponer medidas diferentes, cuya aplicación será posteriormente evaluada. Aunque disponemos en nuestros horarios oficiales de cinco horas semanales para este tipo de trabajo, todo se reduce en el mejor de los casos a una reunión precipitada en el recreo, en la que habitualmente se incide sobre lo mismo: alumnos a los que hay que sancionar, incluyendo la expulsión, o bien cómo debemos colocarlos en el aula para que hablen menos. Poco más. Todos los años me ofrezco voluntariamente para llevar una tutoría de 4º de la ESO y, como tutor, recibo informaciones del alumnado sobre lo que ocurre en las diversas asignaturas que no hacen más que confirmar esta idea de que no se practica casi nada el proceso de investigación acción.

Es cierto que el alumnado actual ha reducido su esfuerzo personal a mínimos (aunque algo parecido ocurre también entre los adultos); es igualmente cierto que las familias parecen desentenderse de lo que ocurre con los estudios de sus hijos una vez que comienzan la secundaria, si no sucede antes. Con eso contamos y desde luego supone un serio inconveniente para poder trabajar. Pero eso pertenece al paso del análisis de la situación (la investigación), en el que también debemos incluir lo que hacemos nosotros mismos. Lo importante es ser conscientes de que, cuando se trata de arbitrar medidas (es el paso de la acción), debiéramos centrar nuestro esfuerzo en aquello que depende de nosotros, pues los otros dos factores nos quedan lejos. Esto implica revisar nuestra práctica docente y además elaborar procedimientos innovadores para incrementar ese deplorable nivel de esfuerzo del alumnado o ese lamentable desinterés de las familias. La cuestión decisiva es averiguar si el alumnado ha mejorado con nosotros y con nuestra ayuda a lo largo de un curso escolar; eso es lo que se llama el valor añadido en educación. A continuación debemos preguntarnos si ha alcanzado los objetivos planteados por el sistema educativo, y eso puede ser mucho más complicado. Y a partir de los resultados seguir buscando nuevos caminos para mejorar nuestro trabajo y el aprendizaje de los alumnos.

Todo lo que no sea eso es reducir la investigación acción a un patético coro de plañideras. Y por eso estamos todos un poco hartos de llegar a la sala de profesores y escuchar constantemente quejas del profesorado en contra de los alumnos. Eso genera un ambiente muy poco sano para seguir trabajando. Se quiebra el optimismo, y esta es una actitud indispensable para dedicarse a educar. Si desconfías totalmente del alumnado, es casi imposible que puedas educarlos.

Hacían ustedes entonces una organización de los contenidos útil, clara y creo que completa. ¿Podría pedirle que nos ofrezca, aunque sólo sea en borrador, una organización para los bloques actuales? ¿Cree que ha sucedido un cambio de planteamientos o que, en el fondo, la Historia de la Filosofía no es susceptible de muchos cambios?

Vuelvo a insistir en que los programas oficiales son un marco general en el que es posible llevar a cabo desarrollos bien diferenciados. Aquel neologismo, bastante feo, de las concreciones curriculares que nos ofreció la reforma de la LOGSE no hacía más que constatar un hecho elemental, muy visible en filosofía: cada profesor es responsable único de lo que realmente se hace en clase. Los alumnos son además bastante conscientes de que una misma asignatura, incluso en el caso de que exista una prueba objetiva externa como la PAU [Prueba de Acceso a la Universidad], varía mucho según la persona que la imparte.

Dicho esto, mantengo que sigue siendo posible continuar el enfoque que nosotros planteábamos. Si seguimos el hilo explicativo de Luces y Sombras, es perfectamente viable impartir una introducción a la historia de la filosofía. No supone ninguna variación real el que se elijan unos autores u otros, aunque algunos de ellos plantean dificultades muy notables. Al mismo tiempo considero que reforzar el enfoque propio de la historia de las ideas favorece una presentación de la historia de la filosofía más asequible al alumnado, que puede descubrir en otras épocas problemas y respuestas no muy diferentes a los que ellos mismos tienen ahora. De forma simultánea está a nuestro alcance ofrecerles horizontes de significado muy distintos a los suyos, lo que también les ayuda a darse cuenta de que el propio punto de vista debe ampliarse y que siempre es ventajoso hacer el esfuerzo por entender un universo cultural que no es el suyo. No es que quiera eludir la petición de un borrador; es que creo que sigue sirviendo el que tenemos. Ya he comentado que yo este año he puesto nuestro libro como manual de referencia para mis alumnos, el nuestro, y les ha ido bien.

No quiero negar con lo que acabo de decir que pueden darse planteamientos más favorables y otros que lo son menos. Para tomar una decisión resulta fundamental saber exactamente en qué va consistir la prueba de bachillerato. Todos sabemos que lo que hacemos en segundo viene determinado sobre todo por la PAU y por los textos seleccionados para dicha prueba. En un curso introductorio como el nuestro considero que la selección actual del distrito universitario de Madrid deja mucho que desear. No creo que el Menón sea el mejor diálogo para acceder a Platón por primera vez, aunque tampoco me parece impracticable. Más complicado es el texto de Tomás de Aquino; otro autor, u otro texto del mismo autor, hubiera sido más asequible, aunque los textos medievales siempre plantean dificultades. Peor me parece el caso de Kant; aquí no hay excusas, pues la Metafísica de las Costumbres es un texto realmente difícil y extenso para un curso en el que disponemos sólo de tres clases semanales. Hubiera sido mucho más lógico poner el texto sobre la Ilustración. La elección de Nietzsche es aceptable, aunque es imperdonable que el alumnado sólo lea como representantes de la filosofía contemporánea a dos autores con cierta proximidad, como son el alemán y Ortega. Nada del positivismo en ninguna de sus variantes y nada tampoco del marxismo, o de otras corrientes decisivas como la fenomenología o la filosofía del lenguaje.

La breve reflexión anterior nos sitúa ante las dificultades que pueden plantear determinadas opciones. Eso sí, creo que lo más adecuado sigue siendo ofrecer al alumnado una visión global y sugerente de la historia de la filosofía occidental y para eso sigue sirviendo nuestro enfoque, aunque otros son también posibles. Prepararles para una prueba de selectividad o de bachillerato es algo que se puede hacer con facilidad si el objetivo anterior lo hemos conseguido. Aquí se aplica un principio básico de Montaigne: se trata de conseguir cabezas bien ordenadas, no bien llenas. El año pasado me molesté en corregir 125 pruebas de selectividad y mi impresión ratifica lo dicho; lo que más eché en falta en el alumnado es el orden y la coherencia en la exposición de sus conocimientos. Ese debe ser nuestro objetivo y no otro. Si piensan bien, con claridad y distinción, el resto se les dará por añadidura. Especialmente si esa claridad y distinción la han desarrollado discutiendo cuestiones filosóficas al hilo de la lectura de los textos filosóficos.

A propósito de las dificultades que plantean los textos medievales, ustedes desarrollaron una unidad didáctica sobre Filosofía cristiana y medieval, bajo el título de «El despertar de Europa». Con la prevención y hasta el pánico que el profesorado de filosofía tiene a lo medieval a ustedes les salió un tema verdaderamente interesante, abriendo perspectivas muy plurales de gran riqueza cultural, lingüística, literaria, artística, filosófica, religiosa, política, etcétera. ¿Les llevó mucho tiempo elaborar esta unidad?

Por razones variadas he tenido siempre una especial simpatía por el mundo medieval y considero que ha sido muy injustamente tratado por la historiografía fundamental del siglo XIX y primera mitad del XX, que es la que sirve de base a todo lo que nosotros aprendimos en su día. El mito de una Edad Media oscurantista y bárbara sigue profundamente arraigado y es fácil que alguien recurra al calificativo «medieval» cuando quiere descalificar una práctica sea del tipo que sea. Suele significar «atrasado», «bárbaro» o «inculto», o las tres cosas a un tiempo, y a veces se intercambia por «tercermundista», fruto de otro prejuicio igualmente inaceptable. Esa visión negativa se podría aplicar quizá al mundo europeo de los llamados siglos oscuros, o lo que entendemos por Alta Edad Media, pero no mucho más. Incluso en aquella época tendríamos que pasar por alto el elevado y sofisticado nivel cultural y social del mundo árabe que ocupaba la mayor parte de la Península Ibérica, o esfuerzos como los de Carlomagno, o el reino visigodo en España. Desde luego no se puede aplicar al mundo de la Baja Edad Media, y eso es lo que pretendíamos mostrar en nuestro libro, y por eso titulamos intencionadamente ese capítulo «El despertar de Europa».

El mito sigue y todavía hay dificultades. Como anécdota personal, puedo mencionar algo que me pasaba cuando explicaba el programa en algún centro de profesores. Solía recurrir a un bello texto de la autobiografía de Abelardo en el que narra cómo nació el apasionado amor con Eloísa. Pues bien, quitaba el nombre del autor, leíamos el texto y les pedía que lo ubicaran en la historia europea. Normalmente señalaban la ilustración o una época posterior y nadie, absolutamente nadie, pensaba que era un texto medieval, de comienzos del siglo XII. Incluso después de decirles quién era el autor, algunos insistían en que el estilo estaba actualizado, algo que no es cierto.

En todo caso, no nos supuso ninguna dificultad y soy personalmente responsable de la redacción de ese capítulo. Afortunadamente la bibliografía sobre la Edad Media se había enriquecido mucho en los años 70 y 80 de tal modo que una persona que hubiera seguido esa renovación en la investigación, con Le Goff a la cabeza, habría podido hacer algo parecido.

Sorprendió en su momento su visión de la época medieval como un horizonte donde ya se daba nada menos que el multiculturalismo. ¿No era esto algo retórico o pretendían hacer una avance que lo que sucedería cuando trascurriera la década de los 90?

No era nada de retórica. Ese despertar de Europa que servía de hilo conductor a la exposición fue estimulado, entre otras cosas, por el cruce de tres culturas, la árabe, la judía y la cristiana. Al mismo tiempo tuvo una importancia decisiva la nueva simbiosis entre el pensamiento clásico griego, redescubierto en esas fechas por los estudiosos europeos, y el cristianismo que hasta entonces había estado excesivamente marcado por la interpretación filosófica del cristianismo elaborada por Agustín de Hipona.

Entre los trabajos previos en los que nos inspiramos para avanzar en nuestro enfoque estaba una excursión interdisciplinar a Toledo, con un guión en el que colaboraban diversos departamentos: Matemáticas, Física, Literatura, Historia, Religión y, por descontado, Filosofía. Más adelante hicimos otras actividades centradas en visitas a Barcelona y Granada; en ellas también se cuidaba el enfoque interdisciplinar, aunque centrado en otras épocas. Todos esos trabajos potenciaban un enfoque multicultural que convertimos en algo central a nuestro modelo de historia de las ideas.

Volviendo al caso de Toledo, su historia medieval es uno de los ejemplos más fecundos de las posibilidades enriquecedoras que tiene el multiculturalismo. El caso de la escuela de traductores es paradigmático, pues en ella colaboraron personas de muy diverso origen y con muy distinto bagaje cultural y religioso. A veces pienso que tenía algo del Babel que tienen algunas universidades europeas actuales en las que se juntan alumnos de toda la Unión con becas Erasmus, pero todavía más variado y enriquecedor. Otos centros universitarios en Italia completaban esa capacidad de la cultura medieval a partir del año 1000, una vez que las oleadas de invasiones de los pueblos del Este se frenó y se alcanzó cierta tranquilidad.

Bien es cierto que no todo era irénico multiculturalismo en aquellos tiempos, como no lo es ahora. Recordemos que es en la Edad Media cuando se inician los «progrom» contra los judíos al iniciarse la primera cruzada; más adelante, ya a finales de la Edad Media, el planteamiento es más bien el de la conversión en masa de los judíos y árabes, destacando la figura de un Vicente Ferrer, muy lejos del multiculturalismo, con predicaciones vehementes que no favorecían en absoluto la convivencia. Es más, en el caso específico de España, tenemos el gran honor de haber inventado la primera ley racista de la historia, la que establecía el estatuto de limpieza de sangre, instaurada precisamente en Toledo en el año 1449. Eso sí, para seguir desmintiendo algunos tópicos, ese acontecimiento se produce con la oposición inicial de la jerarquía eclesiástica y ocurre además bien entrado el siglo XIV, para alcanzar su plena configuración racista en el siglo XVI. La expulsión de los judíos y la posterior expulsión de los moriscos no son sucesos medievales, sino modernos; están más vinculados al nacimiento del estado moderno que a la sociedad feudal, aquejada por problemas bien distintos. La construcción de dicho estado fue un modelo de exclusión e intolerancia, encaminada precisamente a garantizar la unidad de la población de un territorio, delimitado por fronteras bien definidas que siempre son motivo de litigio. Por seguir desmontando algunos tópicos, posiblemente la época de la historia europea en la que se quemaron más brujas fue en el siglo XVII, el siglo de Descartes. Y la declaración de los derechos del ciudadano, de la que se honra con razón la Revolución Francesa, dio sus primeros pasos en un penoso baño de sangre a ritmo de guillotina.

Reconozco que son datos sueltos, pero creo que sirven para lo que pretendo en este momento: hacer ver que la tolerancia y el multiculturalismo no es un invento reciente. Del mismo modo, la intolerancia, la xenofobia y el racismo tampoco son un invento reciente. En ese tema son muchas las cosas que podemos aprender de la Edad Media, en concreto de España, pues en aquella época hubo mayor diversidad cultural de la que ha habido desde el Renacimiento hasta bien recientemente.

El enfoque de la Historia de la Filosofía como «Historia de las Ideas» parece que no ha sido muy seguido después. ¿A qué lo achaca? ¿Quizás resulta demasiado difícil remover inercias ancestrales? ¿Sigue condicionando la popularmente conocida como prueba de Selectividad?

No tengo datos para saber hasta qué punto es aceptado. Desde luego, en cierto sentido sí goza de buena salud, puesto que las pruebas de Selectividad en Madrid incluyen una pregunta sobre el contexto cultural en el que se sitúa la obra correspondiente. En casi todos los manuales se cuida algo más ese aspecto. No obstante, me da la sensación de que es más una concesión o un adorno que una auténtica propuesta de articular coherentemente el pensamiento filosófico con la sociedad a la que corresponde. Este último es el enfoque de la historia de las ideas y no es precisamente el que está presente en los programas actuales, desde luego no lo está en la reforma de la LOCE, aunque ahí se siga aludiendo al contexto.

Admitiendo que no tiene aceptación, supongo que hay dos o tres posibles explicaciones. La primera viene dada por la dificultad. Hay que enriquecer mucho la cultura general del profesorado de filosofía para que se atreva a realizar esta tarea. Existen manuales y bibliografía, pero hay que elaborarla personalmente. En segundo lugar sigue pesando mucho una tradición académica que opta por el canon clásico de la filosofía, con los «grandes» autores como referente básico. Eso lleva a dar prioridad absoluta a los textos y problemas más esotéricos, y mucho menos a autores que abordan problemas más «existenciales» o exotéricos y que ocupan un lugar secundario.

Baste un ejemplo. Hay un capítulo del libro que se titula la Filosofía del barroco, época que abarca desde Descartes hasta Leibniz, por citar a los grandes autores admitidos en el canon. Pues bien, lo más habitual es que el profesorado, y los manuales, insistan sobre todo en la polémica entre el racionalismo y el empirismo. Es cierto que fue una polémica importante, pero también es cierto que no fue lo más importante y sobre todo que no fue una polémica que deba entenderse en clave epistemológica. Pensemos que la importancia que Descartes concede a la duda es ampliamente compartida por otros creadores de la época, como son Quevedo, Shakespeare o Calderón. La reflexión sobre la apariencia, el engaño de los sentidos y la construcción geométrica del espacio es objeto de atención preferente por los pintores de la época, empezando por Velázquez. Y la obsesión por la certeza y la seguridad sólo se entiende bien si somos conscientes del papel desempeñado por el miedo en la sociedad europea de los siglos XVI y XVII, como espléndidamente ha mostrado Delumeau.

Lo anterior puede ser suficiente para darse cuenta de lo que podría cambiar lo que enseñamos en clase si variáramos el enfoque sobre el papel de la filosofía en la sociedad. Posiblemente serían incluidos otros autores, o se seleccionarían otras obras de los autores seleccionados. Es bastante probable, como ya he comentados antes, que se prestara más atención a otras épocas de la filosofía, como el Helenismo o el Renacimiento. Y no me cabe la menor duda de que sería más fácil incluir autores españoles, dado que en la historia del pensamiento filosófico español hay más producción en el ámbito de ese tipo de filosofía que en el ámbito de la puramente académica.

Una tercera consideración viene dada por la prueba de Selectividad. Al final da un poco igual el planteamiento que ofrezcamos o defendamos. Los textos y preguntas impuestos en Selectividad marcan completamente lo que enseñamos. Personalmente, por poner un ejemplo, sigo organizando mi asignatura con el enfoque de la historia de las ideas. Sin embargo, en Madrid es lectura obligada la Metafísica de las costumbres de Kant. Es un texto difícil, escrito pensando en un público bien diferente al de los adolescentes que tenemos en el aula. Eso me exige, como a todos mis compañeros, un enorme esfuerzo de pura y simple traducción de la terminología para que puedan entender el texto. Las dificultades intrínsecas del mismo son una importante barrera para que el alumnado actual se ilusione o interese con la lectura de esos textos. La prueba de selectividad es en parte consecuencia de los dos problemas previos, pero también refuerza una enseñanza de la filosofía alejada de nuestro planteamiento.

¿Podría ofrecer una valoración –todo lo extensa que quiera– contrastando los planteamientos de la Historia de la Filosofía en el currículo del 92 y los actuales de julio de 2003?

Desde luego hay algunas diferencias, y no del todo despreciables, pero creo que no conviene exagerar la importancia de las mismas. Desde mi punto de vista, el gran cambio en los planteamientos de la Historia de la filosofía se dio mucho antes, a principios de los años ochenta, cuando en varios distritos universitarios se ofreció un enfoque radicalmente distinto de la enseñanza de la asignatura. Recuerdo, por ejemplo, el espléndido trabajo que hicieron los compañeros de Santander. Nosotros, aquí en Madrid, formamos un buen grupo de trabajo en la Universidad Complutense, en el que colaboramos profesores de Bachillerato y de Universidad para modificar el sentido de la Prueba de Selectividad y, por tanto, el de la enseñanza de la Historia de la filosofía.

Fruto de aquel trabajo en colaboración fue una propuesta drásticamente innovadora: el eje de nuestra enseñanza dejaba de serlo un manual mejor o peor (¿quién no recuerda la gran Historia, de Mindán Manero?) y lo constituían los textos de los filósofos clásicos. Para poder facilitar el trabajo, elaboramos entre todos un pequeño libro (el también famoso «libro amarillo» de la editorial Coloquio) con la selección de textos y con apéndices introductorios en los que dábamos las líneas generales para entender al autor y su época. A mí me tocó, por cierto, el de San Agustín, lo que refuerza la explicación que antes he dado sobre el tema de le filosofía medieval, por la que siempre he tenido interés. Aquella propuesta fue, para mí, muy valiosa. Por primera vez había un trabajo conjunto de profesorado de dos ámbitos; si no me equivoco, nunca más se ha vuelto a producir algo parecido. En segundo lugar, se daba un vuelco al enfoque de la filosofía: el diálogo con los textos ocupaba el centro de interés. En tercer y último lugar, se insistía mucho en comprender a cada autor en relación con la situación en la que había elaborado sus obras. Posiblemente el peso de la filosofía hermenéutica contemporánea fue decisivo para entender ese giro. Desde entonces no se ha cambiado de enfoque general en la prueba de Selectividad, que es la que manda en última instancia.

La reforma emprendida por los gobiernos socialistas no cuestionaba, sino que más bien reforzaba, esta tendencia, considerando el contacto directo con los textos como objetivo prioritario de la asignatura. Al margen de este detalle, introdujo un cambio muy importante. En la programación oficial previa, eran bien escasas las indicaciones ofrecidas por el BOE para impartir la asignatura. Apenas los títulos de los temas y cuatro ideas vagas. Al final quedaba en manos de las editoriales concretar esas indicaciones tan vagas. El Real Decreto de Octubre de 1992 ofrecía un desarrollo más completo con indicaciones metodológicas sugerentes y con una mayor precisión en los objetivos y los criterios de evaluación. En este aspecto, los nuevos currículos expuestos por los reales decretos que desarrollan la LOCE no han cambiado. También son bastante específicos.

Más allá de esta coincidencia, las discrepancias son también notables. En conjunto se deben a un enfoque pedagógico muy distinto. Para los autores de la LOGSE, el constructivismo era incuestionable y pasaba a ser el nuevo paradigma educativo; desde ese modelo se planteaba una enseñanza en la que el aprendizaje significativo, como gustaban llamarlo, constituía el hilo conductor de la práctica docente. Ese enfoque estaba bien presente en los objetivos generales y todavía más en los criterios de evaluación. El comentario de los textos, en un sentido amplio y al mismo tiempo profundo, era prioritario, así como relacionar los textos y el pensamiento de los autores con la época en la que surgieron. Los dos últimos criterios de evaluación eran muy significativos y no resisto la tentación de citarlos. El séptimo decía: «analizar críticamente las conceptualizaciones de carácter excluyente y discriminatorio (androcentrismo, etnocentrismo u otras) que aparecen en el discurso filosófico de distintas épocas»; el octavo proponía: «Participar en debates sobre algún problema filosófico del presente que suscite el interés de los alumnos, aportando sus propias reflexiones y relacionándolas con otras posiciones previamente estudiadas de épocas pasadas».

Se ve en ambos objetivos un enfoque muy claro. Se trata de una opción por la hermenéutica, pero en su línea crítica, la de Habermas, por ejemplo. Por eso tiene sentido desvelar (podríamos decir deconstruir, para ser más fieles a lo que proponen algunos filósofos actuales muy sugerentes) los sesgos de la filosofía occidental, su lado oscuro, podríamos decir: esas sombras que se mencionan en nuestro libro. La enseñanza de la historia debe estar comprometida con la construcción de una sociedad democrática, lema central en toda la reforma educativa de 1992 y eso exige hasta cierto punto tomar partido. Por otra parte, se recuerda la necesidad de vincular la enseñanza de la historia con el presente inmediato del alumnado. De algún modo se está diciendo que el estudio de la historia se debe hacer desde el presente y al servicio del presente. En otro orden de cosas, se está optando por «hacer filosofía» más que por «enseñar filosofía», si bien siempre he pensado que esa alternativa estaba mal planteada porque ambos enfoques son complementarios y se necesitan mutuamente.

Por otra parte, el Decreto era bastante clásico en el enfoque de los contenidos: cuatro grandes épocas, haciendo mención explícita de los autores básicos del canon oficial. Curiosamente nada decía de la filosofía helenista, renacentista o ilustrada, que hubieran dado mucho juego para conectar el pasado histórico con el presente del alumnado. Supongo que eso se debía a inercias del pasado. Lo que era importante es el hecho de que las indicaciones sobre los contenidos eran muy escasas y muy genéricas. Quizá se mostraba con ello uno de los puntos débiles de toda la Reforma, que tanto ha sido criticado: mucho método y poco contenido.

La propuesta de la LOCE muestra un estilo muy diferente. De entrada, el profesorado en general apoya el hecho de que la Historia de la Filosofía vuelva a ser obligatoria. Sinceramente tengo mis dudas y creo que se ha perdido una gran oportunidad de generalizar la enseñanza de la asignatura «Ciencia, Tecnología y Sociedad», mucho más sugerente e importante para el alumnado de Ciencias. Por otro lado se da en la introducción un peso a la historia de la filosofía en sí misma; la alusión al presente del alumnado es más secundaria y no aparece desde luego en los criterios de evaluación. Tampoco tiene mucho peso la lectura de los textos clásicos, ni en los criterios ni en los objetivos ni en los contenidos. Son éstos los que ahora ocupan un lugar central; el esfuerzo mayor va destinado a que el alumnado sea capaz de comprender y exponer las ideas de los grandes filósofos de la historia occidental. Desde luego se trata de una memorización significativa, pero insisto en que el peso se carga sobre la capacidad de retener y reproducir un conjunto de conocimientos que se consideran fundamentales. Se afirma que la lectura, comentario e interpretación de los textos filosóficos resulta indispensable, e incluso se dice en el criterio de evaluación 7 que el alumnado tiene que exponer de modo crítico el pensamiento de un filósofo o «el contenido de una de las obras analizadas», obras que no se menciona en ningún momento. Esto, sin embargo, no ocupa el lugar preferente que tenía en el planteamiento previo.

Los autores de la propuesta se decantan además por una determinada concepción de la Historia de la Filosofía. Dicen que hay que comprenderla como «un avance espiral que ha retomado los problemas con un creciente nivel de radicalidad metodológica». También hablan de la capacidad de la reflexión filosófica «para acercarse de un modo progresivo a los problemas éticos, sociales y humanísticos». No creo que todos los compañeros compartan esa visión de la historia de la filosofía. A mí, al menos, me provoca muchas dudas, si no escepticismo. El currículo defiende una continuidad entre la Filosofía II y la I que se da en primero. Se trata de ofrecer al alumnado una «profundización conceptual y una visión histórica de los grandes problemas que se han analizado» en el curso de primero de bachillerato. La idea está bien, aunque no me parece tan concluyente.

Hay algo que me plantea unas dudas profundas. En la introducción se afirma que la enseñanza de la Historia de la Filosofía «constituye una base de la formación humanística indispensable, sean cualesquiera las opciones fundamentales del alumnado.» Sinceramente no sé de qué se está hablando. Nunca he tenido nada claro de qué se habla cuando se defiende con vehemencia el papel de las humanidades en la enseñanza básica y secundaria. Si con ello hacen referencia (cosa que dudo) al talante crítico y globalizador que tenía el pensamiento de los humanistas del Renacimiento, me puede parecer bien, pero no creo que eso tenga nada especial que ver con la Historia de la Filosofía, Lo podemos –y lo debemos– aplicar a todas y cada una de las asignaturas, siendo especialmente importante el papel humanizador (en ese preciso sentido de talante crítico y mentalidad abierta) de disciplinas como la física, la biología o las matemáticas. Si con la defensa de las humanidades se opta por una apelación al incremento de las asignaturas clásicas de letras, con el latín y el griego a la cabeza, seguidos por la literatura y la historia, mi rechazo es doble. Primero porque no me gusta nada esa división ciencias/letras que encuentro absolutamente nociva y desfasada. En segundo lugar porque, en el supuesto de que haya algo parecido a unos itinerarios de ciencias y otros de letras, siendo estos segundos las humanidades, me niego en rotundo a sostener que la filosofía es cosa de letras. Que la ignorancia científica de gran parte de nuestros filósofos oficiales sea proverbial, no significa que la filosofía no esté profundamente imbricada con las ciencias. Al fin y al cabo la metafísica era lo que iba después de la física, por lo que difícil es ejercer la primera disciplina si no se tiene una solvente familiaridad con la segunda.

Hay una última observación que apunta también a algo que es propio del talante de la contrarreforma, ahora puesta en situación de congelación temporal. La obsesión por los contenidos, sobre la que sería necesaria una reflexión que excede las posibilidades de esta entrevista, es notable. Cree ingenuamente el legislador que basta con añadir contenidos en la lista de temas del programa oficial para que se incremente el nivel de conocimientos de los alumnos. Proponen 18 temas, con la obligación de estudiar ocho de ellos de forma pormenorizada. Hay que añadir otros cuatros sub-temas en los que se ofrecería una visión general de las cuatro épocas en las que está dividido el programa. Si no me equivoco esto supone tener 12 temas normales de autores, más cuatro de época, más otros 8 a los que debemos adjudicar una dedicación doble. Es decir, 32 unidades temáticas. Dado que el curso de segundo dura unas 32 semanas (probablemente algo menos) y que sólo nos conceden 3 horas semanales para impartir la asignatura, significa que en tres clases de 50 minutos tenemos que explicar un autor, leyendo algún texto, y conseguir que el alumnado lo comprenda y memorice significativamente las ideas fundamentales. Suponiendo que el alumnado aplicado puede dedicar unos 30 minutos por cada período de clase –lo cual les obliga a una jornada laboral de cerca de 45 horas semanales–, eso significa que dispone de 90 minutos para realizar toda esa tarea. Presento mis excusas por tan tediosa contabilidad, pero estas cifras son importantes para que la gente se entere de lo que está pidiendo. En estas condiciones, no podemos ir mucho más allá de unos conocimientos absolutamente elementales de los temas propuestos. Es posible que algunos o muchos alumnos consigan esa memorización y contesten correctamente unas pruebas encaminadas a verificar el nivel de retención de dicha información. Lo que no sé es lo que aporta todo eso exactamente a la formación personal del alumnado.

En todo caso, conviene relativizar este tema de las sucesivas reformas. Llevamos con reformas, revisiones de las reformas, replanteamientos de las reformas, contrarreformas y otras zarandajas unos 34 años y la situación empieza a ser ya algo trotskista: la reforma permanente. Como el profesorado no cambia de estilo educativo a golpe de legislación, los hábitos docentes siguen un proceso muy distinto, mucho más lento. Eso viene reforzado por el hecho de que la enseñanza de la filosofía en la Universidad sigue teniendo carencias profundísimas, de las que no puedo hablar ahora. Además conviene recordar que no existe ninguna propuesta de formación del profesorado que tiene que trabajar en Secundaria y Bachillerato (no podemos tomarnos en serio el patético CAP [Curso de Adaptación al Profesorado]), excepción hecha del sólido enfoque ofrecido en la UAM [Universidad Autónoma de Madrid], con el Titulo de Especialista Docente. Total, que no hay grandes cambios. Seguimos todos haciendo un poco más o menos lo mismo. Eso sí, nos fijamos mucho más en lo que nos dicen desde la Universidad porque la prueba de acceso es decisiva para saber lo que tenemos que hacer en el aula. La programación general no pasa de ser ese marco de referencia que mencionaba anteriormente, aunque en un sentido bien distinto.

Termino con una pequeña anécdota que refleja bien esta situación. Yo mismo no había leído todavía con detalle el currículo diseñado por la LOCE hasta que me lo habéis preguntado en esta entrevista. Leerlo me ha resultado sugerente para entender lo que piensan mis legisladores, pero no me ha aportado gran cosa para lo que tengo que hacer en clase y para saber cómo debo adaptar mi planteamiento de historia de las ideas, al que sigo siendo fiel, con las exigencias académicas. Para eso me fijo en la Prueba de Acceso y me apunto a corregir los ejercicios en junio, como hice el año pasado. Y estoy pendiente de lo que vaya a pasar con la nueva Prueba General del Bachillerato. Así son las cosas en la educación formal. No es objetivo prioritario reflexionar sobre la aportación de la filosofía a la juventud, aunque nunca debamos olvidarlo. El objetivo prioritario es conseguir que mis alumnos obtengan buenas calificaciones en las pruebas externas que les ponga la administración. Para no dramatizar, sigue existiendo eso que se llama libertad de cátedra, aunque en una versión algo desprestigiada: al final, cada profesor en su aula hace lo que considera oportuno y no es tan difícil hacer compatible un enfoque como el de la historia de las ideas con las exigencias académicas formales.

¿Desea añadir algo más?

Creo que ya he escrito bastante, quizá demasiado. Agradezco sinceramente la entrevista que me ha sido de gran utilidad para reflexionar una vez más en lo que constituye el centro de atención de mi vida profesional. Sólo añado un pequeño mensaje. En esos tiempos algo confusos, sigo amando profundamente lo que hago, me encanta dar clase de filosofía y disfruto la mayor parte del tiempo con mis alumnos. Obviamente hay cursos mejores y peores, clases buenas y malas, y momentos duros. Pero de eso he tenido mucho a lo largo de los 34 años que llevo en la enseñanza. Ha habido importantes cambios que afectan a la educación formal, pero no ha cambiado demasiado: la relación pedagógica es en definitiva una relación interpersonal entre un profesor y sus alumnos, que aprenden los unos de los otros, implicados en un diálogo benevolente de personas preocupadas por descubrir la verdad. Eso ya lo decían los filósofos griegos clásicos y a eso sigo dedicándome en todas y cada una de las clases. Y básicamente sigue funcionando porque a la gente en general y los adolescentes en particular les sigue gustando tener la posibilidad de hablar en serio y con rigor de los temas que les interesan y las cuestiones filosóficas son, en general, intrínsecamente interesantes.

 

El Catoblepas
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