Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 31 • septiembre 2004 • página 18
Se analiza la industria cinematográfica española bajo un orden comercial, un orden artístico y otro corporativo, así como se intenta profundizar en el concepto de arte democrático, y en concreto de cine, para rebatir cierta «idea» de libertad que hoy suele manejarse con frecuencia
1. «Todas las familias felices se parecen; las desgraciadas lo son cada una a su modo» (Liev Tolstoi)
En los últimos tiempos, en España hemos asistido a una serie de espectáculos sociales protagonizados por actores, productores, guionistas y directores que, bajo la consigna unitaria de ser una «gran familia», han actuado de forma conjunta e interesada para ejercer una presión sobre las esferas de la política actual. Bajo el campo gravitatorio del planeta Cultura, los miembros de este conjunto difuso, en la ya tan recordada y tratada Ceremonia de los premios Goya de 2003, empezaron a tomar conciencia de grupo ante ciertas adversidades circundantes: una guerra, un gobierno de derecha...
Esta misma pandilla, encabezada por personajes singulares como Pilar Bardem o Fernando León de Aranoa, parece haber llegado a la conclusión de que la unión hace la fuerza, y de que es preciso que, pese a posibles discrepancias, como las hay en cualquier familia, «luchen» siempre juntos, sobre todo por dos razones:
1º) Para formar un bloque de unidad frente al carnívoro imperialismo del cine norteamericano.
2º) Para ejercer de grupo de presión que tome cartas en asuntos de carácter social que poco, o más bien nada competen a las disciplinas del trabajo que desempeñan.
Respecto a la primera razón puede decirse que, desde la Academia de las Artes cinematográficas, descansa la conciencia nítida de que a menudo no salen las cuentas: en España no es nada rentable hacer películas, los gastos que devora una producción no se cubren con los pírricos resultados en taquilla, de manera que, intentando encontrar una causa, o sobre todo a un culpable exterior de estos males endémicos, se mira hacia Hollywood, a la que se le acusa de todos los dolores que padece la industria patria. Competir con la industria americana parece una broma y, por eso, en un empeño por sobrevivir a tan feroz enemigo, no dudan en gastar dinero público para hacer campañas televisivas en contra del «yankee», ridiculizando la «cultura» americana como base de un solo argumento que se asienta en una curiosa petición de principio: el español tiene que ver películas españolas, castizas, que saquen lo que hay de propio de nuestros ritos y costumbres, y con las que pueda, de alguna forma, identificarse. Aún recuerdo ese absurdo anuncio de televisión en el que sale Antonio Resines contemplando, como soporte de la parodia, un partido de beysbol en el que juega su hijo.
Esta tentativa deshonesta y patética de arrebatarle un poco del terreno ganado a la competencia, no por medio de la calidad de los productos nacionales, sino a través de campañas que deterioren la imagen del «adversario», me parece que es, sin duda, la viva estampa de lo que sucede con el cine español de hoy en día. A falta de exponer buenos argumentos, películas que, si bien no sean obras maestras, al menos cumplan eficazmente la misión para la que han sido rodadas, esto es, para hacer dinero, o para que el público llene las salas (como hacen los franceses con sus propias películas), los miembros de la Gran Familia del cine español tienen la desfachatez absoluta de despreciar y ridiculizar a una industria y a un cine con el que se han curtido todos los directores que encabezan estos mismos ataques, desde Almodóvar a Borau. Además, puede decirse que aquellas campañas tenían, asimismo, un carácter decididamente manipulador e interesado. Una Academia nacional que nace a imagen y semejanza de la Academia de Hollywood, que cada año pone un mortífero empeño en la organización nefasta y ridícula de sus Ceremonias, plagadas de gags y de situaciones en las que no creen ni ellos mismos, se permite, ante la gravedad de su propia situación, esa campaña del «todos unidos venceremos» que, lejos de resolver cualquier problema asociado a ese asunto, lo agrava aún más si cabe.
Al ver que la situación puede conducirles al paro, los miembros de la Gran Familia han adoptado dos posturas que, lejos de contradecirse, se solapan formando una sola estrategia:
a) Adoptar un comportamiento quejumbroso y doliente, como el de un enfermo moribundo al que hay que socorrer en cualquier caso.
b) Reclamar al gobierno más dinero de las arcas públicas para, en beneficio de la Cultura con mayúsculas, poder proteger a «nuestro cine», ya que, según estos fraternales amigos de la causa, en verdad se trata del cine auténtico para los españoles: como si el hecho de ser español significase, forzosamente, el que «deban» verse películas españolas, o que al menos no se tengan apartadas ni se desprecien de ningún modo.
Apoyándose en el carácter impreciso de la Gran Familia, concebida bajo la presidencia de Marisa Paredes (una de las Musas de Pedro Almodóvar, de quien luego nos ocuparemos), sus miembros no dejan de exigir ese dinero que nunca es suficiente y que siempre les parece ridículo, sobre todo cuando consideran que el Gobierno de España «debe» financiar, subsidiariamente, al cine español por la sencilla razón de que es «nuestro cine», de que es cultura (como tanto apunta Gustavo Bueno), de forma que no hacerlo supone poner en peligro a muchas personas que trabajan en un proyecto creativo común. Por tanto, la Gran Familia, primero exige, luego protesta, y, finalmente, descalifica al gobierno de turno... sobre todo si ese Gobierno era del PP y no encajaba con los intereses ideológicos de sus integrantes.
La segunda causa de lucha entronca con lo dicho anteriormente: formar un grupo de presión verdadero que, desde la atalaya patrocinada por la Cultura mitológica, manifieste soflamas políticas, como ya ocurrió con las archifamosas «NO A LA GUERRA». Todo esto bajo la presunción, no solo de representar a una gran parte de la sociedad española, sino de ser efectivamente los individuos mejores indicados para ello, pues al parecer hoy prevalece la sensación de que un artista, o en su defecto, un supuesto artista (un comediante, en un segundo rango) tiene el verdadero derecho de ejercer un análisis público que para nada compete a su propio oficio. Naturalmente, las rojizas soflamas de la señora Bardem, fervorosa militante de IU, no tendrían ningún efecto en cadena sobre la llamada opinión pública si no fuese porque están solapadas a las de otros miembros «familiares» con los que comparten credo.
Los sujetos de la Gran Familia, sabedores del rango que ostentan, determinado por cierto sector de la sociedad, se autoproclaman como parte de la clase intelectual, de la que también forman parte otros individuos del espectáculo y el entretenimiento, gente tan insigne como Loles León o Javier Gurruchaga, personas que, en definitiva, no tienen el menor reparo en usar su estatus de personaje público para dirigir interesadamente a aquellos que les ven, o a quienes les tienen simpatía. Como si realmente (y, en efecto, la comparación viene al caso) fuesen, no ya actores, productores o directores, sino militantes de un partido político llamado «Gran Familia del Cine Español». Cada uno puede dar su opinión «libremente» (como si esa libertad no estuviera determinada por las causas y factores que la deciden, como ya expuso Espinosa en su momento), pero desde luego no desde una plataforma desde la que se dan premios a películas españolas que han sido financiadas, en gran parte, con el dinero público dado por el propio Gobierno a través del ministerio de Cultura.
Y así encontramos que, por un lado, se indica como culpable de la crisis del cine patrio a un gobierno que no ofrece ayudas suficientes (y al que no dudan en torpedear con los medios que sean oportunos, usando una Ceremonia financiada por el propio Ministerio) y, por otro, se acusa del bache, tanto a una falta de «cultura cinematográfica española», fundada en una supuesta preferencia inmediata por películas de otros lugares, como al Gran Demonio de este tema, un cine norteamericano al que tampoco dudan en despreciar públicamente. Y todo esto cuando, por cierto, las Ceremonias de los Goya de cada año son la representación cuasiparódica y deprimente de la que en marzo sucede en Los Ángeles: se copian los espectáculos musicales, dando, eso sí, un toque español, castizo, muy nuestro; se copian los chistes baratos, los interludios; hasta el aburrimiento se copia. En definitiva ninguno de los miembros de la Familia infeliz, que es, como todas las familias infelices, infeliz a su propio modo, sabe o quiere ver los fallos internos de esta industria nacional.
¿Y qué ocurre con los largometrajes españoles? Sencillamente sucede con ellos algo de lo que los señores de la Academia y de la industria del medio no parecen darse cuenta. Y es que, por sencillo que resulte, señora Bardem, y con las excepciones oportunas (de la clase Los otros, del sobrevalorado Alejandro Amenábar, o Torrente, de Santiago Segura) las películas que se ruedan no interesan al público. Pero además sucede que los productos que se lanzan, financiados (para más inri) con dinero público, son una auténtica amalgama residual, un subproducto efímero que solo sirve para dar de comer a unos pocos implicados en el ajo. Bajo el aura ideológica que impera en esta industria, hoy surgen excelsas mediocridades que perpetran comedietas estúpidas y zafias donde se pone todo el empeño en el chascarrillo barato: Año Mariano, Días de fútbol, Torapia o En la puta calle son algunos ejemplos notorios. Y eso cuando no se incide en la trama sórdida del españolito en paro, de clase media-baja y con ideología decididamente izquierdosa.
Pero a esta apestosa mezcla de comedia mediocre y burda se une, por otra tanda, la vocación de hacer un cine «serio», basado en planteamientos «históricos» y donde no puede faltar el sempiterno niño de posguerra que, mientras toma un tazón de leche en la cocina, pregunta a su tía, con enormes ojos cargados de inocencia, qué era lo que estaban haciendo la noche antes el tito y la prima en el granero. No nos referimos con ello a Víctor Erice, que es sin duda uno de los mejores autores que ha dado el cine español (baste su obra maestra, El Espíritu de la colmena), pero sí a la corte de seguidores que, sin demasiadas ideas o aportaciones que ofrecer, se han dedicado a copiar y falsificar la fórmula de la inocencia perdida en tiempos de conflicto, como es el caso de la floja Secretos del Corazón de Imanol Uribe.
Si parece imposible hacer grandes películas, dada la anemia de talento que flota en el ambiente, al menos sería bueno que estos señores hicieran largometrajes entretenidos, o con algún «gancho» que suscite la curiosidad del espectador, a quien, por cierto, se apela para que vea películas españolas sin ofrecerle nada a cambio que sea realmente nuevo o distinto. Salvando a actores de peso, a ciertos directores talentosos, la impresión general es la de que el cine español vive bajo una crisis que va más allá de las dificultades financieras. Hoy se pretende crear una «marca», una seña de identidad que agrupe a las películas que se hacen en España bajo una misma burbuja. Parece como si, en el colmo del delirio, ciertos productores tuviesen la convicción de que, para combatir a cierta clase de películas mediocres americanas, es necesario rodar cierta clase de películas mediocres españolas, todo ello con el «aliciente» de que al menos esa mediocridad es nuestra.
2. Tres vertientes
Vamos a ocuparnos brevemente de las obras de algunos directores destacados en este panorama, no porque ello tenga que ver por fuerza con su actitud pública y sus declaraciones gratuitas, sino porque, como en el caso de Medem, Almodóvar o Fernándo León de Aranoa, analizaremos a la industria española bajo tres vertientes prioritarias: la financiera (resultados en taquilla con independencia de la calidad de las obras), la cualitativa (posible calidad o valor artístico de esas mismas obras) y la corporativa (conducta de una buena parte de los miembros de esa industria bajo algún presumible interés político).
El proceso iniciado en 2003, esa marcha adelante confirmada como la declaración de que la industria del cine patrio debe implicarse políticamente (como grupo de apoyo o presión) en las decisiones del gobierno, se acentuó de forma definitiva con el espectáculo inaudito de la Ceremonia de este año. Y es que, ante el escándalo provocado por la distribución de un documental supuestamente imparcial (de hecho esa imparcialidad de la que tanto se enorgullece su autor no es sino la muestra de su propia infamia como ciudadano) donde se «explica» el «conflicto vasco», los miembros de la Gran Familia, curtidos ya por las batallas del año anterior, cerraron filas entorno a la persona del señor Julio Medem. No vamos aquí a analizar La pelota vasca, ese subproducto panfletario e inclasificable, pero sí vamos a dejar constancia de que la actitud corporativa de los señores de la Academia y de la Gran Familia no es el resultado contingente de una defensa a ultranza de uno de sus «chicos», sino la exposición, clara y definitiva, de que sobre tantos productores, actores, etc, gravita hoy la nebulosa de un mismo «pensamiento» que, bajo los rasgos de un progresismo trasnochado, y en la onda de quienes apelan al dialogo para cualquier conflicto, toma vida propia y resolución política en sus acciones.
La Academia de las Artes y Ciencias se ha convertido ya en un apolillado sindicato con miembros que no dudan en usar sus puestos de figuras públicas para ejercer, a su manera, una presión inmediata sobre los centros de poder que consideran pertinentes. Y así, desde ciertas instancias de la Gran Familia, se acusó al PP de tergiversar el «mensaje» del documental de Medem: es decir, desde las instancias industriales y subvencionadas del cine se volvió a hacer política con la nada soterrada intención de crear, en la conciencia de muchos espectadores, la inquietud de que bajo un gobierno de derechas no era posible la libertad completa de expresión.
Sucede, asimismo, que entre los miembros de la Gran Familia no solo se defiende al cine español por el hecho de ser «nuestro cine», sino porque parece albergar una calidad suficiente que avala toda clase de requerimientos a instancias públicas, como es el caso de las subvenciones. Pero, yo me pregunto, ¿tienen, al menos, razón en eso? Mi respuesta no ofrece el menor titubeo: en absoluto. Los hijos mimados de la Gran Familia, a quienes se trata como a verdaderos genios, no dejan de ser, en algunos casos, unos directores correctos, cuando no mediocres en su mayoría. Así sucede, por cierto, con el señor Julio Medem, que desde hace ya más de una década está dispuesto a convertirse en el Tarkovski de Heuskal Herria: las obras de Medem no dejan de ser productos pretenciosos y vacuos que lo único que desvelan es una voluntad abnegada por hacer un discurso metafísico que eleve al cine patrio hasta la categoría o resultado de una «creación» egocéntrica. La tierra, como elemento sensual que mueve las peripecias de los personajes en la insufrible Tierra, parece ser el mismo tema del que se apoderaba el director ruso como aspecto emocional de algunas de sus obras; sin embargo, una vez esbozada la aparente semejanza, uno descubre que, a diferencia de Tarkovski, Medem no posee, ni de lejos, las cualidades artísticas del ruso, ni su grado de profundidad, ni en realidad nada que pueda asociarlo seriamente a esa clase de cine que explora los meandros del «alma» humana.
Si lo comparamos con Tarkovski es solo en la medida en que el propio Medem cree (emic) hacer un cine específico y determinado, esencialmente profundo y enigmático, cuando lo que hace en cada película es el discurso de esa clase de personas que, a falta de tener algo de interés que decir, enarbolan un artificio hueco, plagado de inconsistencias y sumamente pedante, como los son muchos discursos vacíos. Tal es el caso de Los amantes del círculo polar, o de Lucía y el sexo, títulos bochornosos que logran el más difícil aún: que pueda llegar a considerarse como un cine mucho más «honrado» películas del tipo Torrente, de Santiago Segura.
Alex de la Iglesia, por ejemplo, pese a los subproductos que ha realizado (800 Balas, Muertos de risa, o la más lejana Perdita Durango) es un autor que, captando las técnicas vertiginosas del mejor cine norteamericano de acción, ha dirigido una comedia negra de calidad que se encuentra en las Antípodas del discursillo elevado del señor Medem: nos referimos a La comunidad, una obra que entresaca parte del cine negro de los 50 y los 60, conservando algunas referencias a El extraño viaje de Fernando Fernán Gómez o a la mala uva del genial cine buñuelesco. De la Iglesia ha sabido realizarse como autor tomando estéticas diversas, como las del propio mundo de la historieta, por ejemplo. En resumen, lo que venimos a referirnos es a que, tomando un cine hecho con talento y sin las pretensiones de la obra de Medem, pueden hacerse películas interesantes.
El caso Pelota vasca como empresa de ataque al gobierno en curso se acentuó hasta grados realmente alarmantes tras el atentado en Madrid del 11 de marzo: entonces, cierta clase de miembros de la Gran Familia aprovecharon la ocasión para darle el golpe de gracia al PP, sobre todo cuando este partido perdió las elecciones tras el marasmo emocional de entonces. Estos mismos integrantes, o algunos de ellos, o estuvieron en la manifestación «espontánea» e ilegal del 13 de marzo frente a la sede del Partido Popular, o bien se permitieron decir lindezas como las del señor Almodóvar uno o dos días después de que el PSOE hubiese ganado las elecciones: «ha regresado la democracia a este país» (¿sobre qué Idea de democracia se maneja el manchego?). Pedro Almodóvar, otra de las «joyas» de la Gran Familia, tomó entonces la batuta del grupo para erigirse en el portavoz del resto, opinando, desde su condición de director de cine, cosas como que el PP había tratado de hacer un golpe de Estado: sin detenernos en semejante falacia, digna de ser llevada a Juicio, aquellas declaraciones, completamente en la onda capciosa de Medem, despertaron en mí la cruda impresión de que en España, donde quien sale en la televisión es digno de opinar de cualquier tema, por intrincado o ajeno que éste resulte, se suele aclamar a estos individuos como los portavoces generales de la sociedad democrática.
También Almodóvar ha sido cuidado y mimado por cierto sector de la crítica y del público, como sucede con Medem, solo que el autor manchego viene respaldado por el aparente prestigio de muchos premios internacionales, como son la Palma de oro de Cannes, varios oscar y un largo etcétera. Es decir, que, en virtud de ese mismo prestigio acumulado, Almodóvar parece tener incluso más potestad para expresar públicamente sus opiniones bajo el soporte mediático de su condición de laureado director de cine.
Hoy se recuerdan como «travesuras» del pasado aquellos largometrajes que, bajo la influencia de esa pamplina que ha venido en llamarse «la movida madrileña» (movimiento que entresaca, casi diez años más tarde, la estética punk y el rock progresivo para erigir en figuras de culto a personajillos como Ramoncín), dirigió esperpentos grotescos del tipo Pepi, Luci y Bom y otras chicas del montón, o Laberinto de pasiones. Tras esta etapa, fue perfeccionándose a sí mismo por medio de la intrusión, progresiva, del melodrama esperpéntico.
El mérito de Almodóvar se encuentra en haber asimilado elementos de los ritos y costumbres patrias para hacer con ellos un «gazpacho» donde se den cabida la lágrima del drama con una nueva clase de comedia, trasgresora y diferente, que no se había realizado en este país hasta entonces. El proceso de su evolución le condujo a dirigir Mujeres al borde un ataque de nervios, Átame y La ley del deseo, tres de de sus mejores obras, que sirvieron para que el manchego concibiese los dominios de su propio «mundo», hecho de una consistencia de la que carece Julio Medem, por ejemplo. Lo malo es que también (y eso suele olvidarse con cierta frecuencia), en la cúspide de su fama, ha dirigido subproductos chabacanos y pésimos como Kika, o melodramas soporíferos engalanados de su propia estética, multicolorista, como La flor de mi secreto. Lo malo es que, pese a ese talento que le ha llevado a concebir un mundillo propio, cada nueva película de Almodóvar es un paso hacia delante en cierto ejercicio de estilo ampuloso, donde hay una frecuente predilección por las tramas esperpénticas en medio de decorados y luminotecnias esteticistas (Carne trémula) que están muy lejos de la basura (honesta, eso sí) de sus primeras obras.
Otro señor de la Gran Familia es Fernando León de Aranoa, de quien ya se ha hablado mucho acerca del «discurso» que pronunció tras haberle sido concedido un premio a su aceptable película Los lunes al sol. Se trata de un autor interesante, con una acentuada vocación reivindicativa, propia de quienes dirigen obras de gran «compromiso social» (Barrio), como las del británico Ken Loach (Lloviendo piedras). También su filmografía, aunque breve hasta el momento, parece estar recubierta de una mayor solidez que la de otros autores neutros, impersonales e inevitablemente mediocres como Jose Luis Garci, quien, por cierto, ha formado ya una auténtica subfamilia, constituida por un grupo de amigotes que, todos los lunes, hablan en La 2 sobre lo divino y lo humano acerca de películas universales que, entre el humo sinuoso de varios cigarros y una pipa, ellos mismos eligen de un anaquel de Televisión Española.
En el orden corporativo, y volviendo a León de Aranoa, ya no tratamos de ver si este director correcto (de quien destaco, ante todo, su muy interesante obra prima Familia) tenía razón o no respecto al contenido de su propio discurso (aquel escueto No a la guerra), como no nos interesan en absoluto las predilecciones políticas de Pilar Bardem: de lo que hablamos es de que, un cine español dentro de una industria en crisis, solicitando a cada momento de las salvadoras subvenciones del gobierno, utilice la plataforma de una Ceremonia de premios para ejercer una presión política. Y no es que las subvenciones den cadenas de fidelidad a los planteamientos erigidos por el presidente del gobierno de la Nación y sus ministros, sino que, sencillamente, la desvinculación de estos espectáculos ha de ser absoluta de la política, fundamentalmente cuando, desde esa misma perspectiva, tienen igual «derecho» de expresar su opinión una limpiadora o un fontanero que la señora Bardem, por decir a alguien, y aún más: esa opinión de cualquiera tiene tanto valor como la de los sujetos de la industria cinematográfica española.
Encima que el cine patrio vive un momento crudo, debido en gran parte a su incapacidad por atraer al público hasta las salas donde se proyectan sus obras (en el orden comercial), se utiliza el dinero público para lanzar soflamas neocomunistas y «agitar las conciencias» de los ciudadanos. Se dan miles de euros para hacer bodrios infantiles como Juana La loca (que, con esa llamada «voz en off», parece la proyección de un documental barato que se dé a los niños en clase de Historia), y luego, cuando se comprueba que, pese a algunas excepciones, los resultados en taquilla no cambian, se le echa la culpa a cualquier factor externo... y luego critican el cine norteamericano, e incluso se burlan del llamado glamour de sus estrellas...pues se me ocurre, señora Bardem, que en la próxima Ceremonia Política de los Goya sentemos en una primera fila de las butacas a Javier Gurruchaga, que le demos unas gafas de sol y que levante las cejas cada vez que le enfoque la cámara, como lo hace Jack Nicolson en los Oscar.
3. El cine democrático
Para terminar con este asunto, me gustaría poder distinguir, bajo la propia visión de los miembros de la maltrecha Familia, entre un llamado cine democrático y aquél que no lo es, es decir, por ejemplo un cine bajo un régimen político absolutista... y estoy pensando ahora en Franco, que es, sin ninguna duda, en quienes piensan los izquierdosos de este país a la hora de asociar ciertas conductas del adversario político (PP) a las de una derecha reaccionaria e «intolerante» (salvemos este concepto al que ya hace referencia Bueno en su Panfleto contra la democracia...) que impide que se desarrollen y proliferen las ideas «libremente». Naturalmente estos sujetos no conocen (y si lo conocen es como si no lo hicieran) el fundamento de la libertad expuesto por Espinosa: presumo que la determinación que recae sobre ellos se lo impide notoriamente. Respecto a todo esto habría que decir dos cosas de suma importancia:
1º) Un régimen dictatorial no admite una «libertad» de ideas y planteamientos que vayan en contra de los presupuestos dictados por el partido o gobierno dominante: un ejemplo evidente de esto son las dificultades que tuvo que pasar un genio como el ya mencionado Tarkovski dentro de los sólidos e implacables engranajes de la URSS, lo que le llevó al fin al exilio.
En realidad no es al arte a lo que atacan las instituciones de algún poder absoluto, sino a la Idea (o posible Idea) de las obras creativas que consideren como revolucionarias desde un orden político. En el fondo, existe una plena independencia entre la capacidad y «libertad» de hacer arte y un régimen dictatorial o antidemocrático. No en vano, en cualquier otro campo creativo, las mayores obras de arte de la Historia han sido concebidas en regímenes políticos que no contemplaban, ni por asomo, una idea suave de democracia: desde los reinados medievales, pasando por los dictados de príncipes renacentistas, el arte se ha desarrollado igualmente. Pero siempre que ha existido (como en el caso de la literatura, o del cine, no así de la pintura o la escultura) una Idea vertebradora, ésta ha sido escrupulosamente analizada desde las instancias de un poder absoluto que, como en el caso actual de Cuba, por ejemplo, estima como antirevolucionarias aquellas formas de expresión artísticas que tengan, o puedan tener algún contenido que no se halle bajo la tutela de la propaganda. De ese modo destacamos la ingente producción de literatura soviética, tutelada, condicionada y reprimida por el Poder vigente: los auténticos artistas narradores tuvieron que exiliarse, o bien se adaptaron luego a las normativas imperantes, de forma que, por lo común, esa capacidad artística se anuló de inmediato.
Cualquier «síntoma» de disparidad de un pensamiento trasgresor (como suele ser el de tantos cerebros geniales) es automáticamente eliminado con los medios oportunos. De nuevo la «Idea» es el auténtico peligro que, a ojos de los miembros del Poder absoluto, puede llegar a corroer los mecanismos establecidos de la eutaxia. Por eso, cualquiera de esas mismas Ideas es tachada, casi a priori, como revolucionaria o sospechosa de sedición. En ese sentido, creo que es pertinente hacer incapié en el hecho de que estos fenómenos se han manifestado, sobre todo, en los medios expresivos y artísticos narradores, o donde la «estructura» de la obra encerraba algún posible «mensaje». En la pintura, por ejemplo, era mucho más difícil descubrir algún elemento de disparidad con las normativas reinantes y, a lo sumo, algún cuadro podía incomodar al monarca o al Papa de turno, pero nunca conducir a su autor ante un Tribunal por sedicioso, por ejemplo. El retrato de Inocencio X, del genial pintor sevillano Diego Velázquez, pudo «indisponer» al propio modelo de ese mismo óleo, al considerarlo como «demasiado real», pero en ningún caso se puso en peligro a su autor por pintar obras y, más en concreto, retratos, que pudieran difundir una supuesta «idea» que fuera en contra de lo establecido o conveniente para cualquier monarca o autoridad. No era sencilla la posibilidad de que en el retrato de Velázquez pudieran haberse dado las circunstancias que determinaran que aquel cuadro era el reflejo de un «poder» soberbio y distante que para nada encajaba, popularmente (ni aún, bajo una falsa conciencia, dentro de la propia institución católica) con esa otra imagen de bondad y de piedad universales que encarna el Santo Padre.
No obstante, en seguida descubrimos que lo que para esta obra de Velázquez solo sería cuestión de interpretaciones (muchos solo vieron un rostro, el de su Papa, y además formidablemente pintado), como lo iba a ser muchos años más tarde ese otro gran retrato de la pintura española, La familia de Carlos IV, de Francisco de Goya, en el plano de alguna forma narrativa las dificultades fueron muy superiores. Tal es lo que le sucedió, por ejemplo, al escritor ruso Alexander Pushkin, desterrado por sus opiniones literarias liberales. De modo que, en pintura y escultura, dos medios de expresión «estáticos», es muy difícil que algún Poder absoluto (monarca, zar, emperador) reprima o castigue a sus autores, si bien ciertas obras de esta clase han podido ser calificadas como lamentables e impropias de la «cultura» del territorio de donde proceden: es el caso de cualquier obra revolucionaria que suponga una nueva alternativa artística.
En la música se ha producido algo semejante a la pintura, aunque cualquier cambio en las «formas» y planteamientos ha desembocado, inevitablemente, en un desorden de gran calibre entre los individuos del gran rebaño humano. En ese sentido, la música tiene una capacidad para estimular a las masas de la que carece la pintura, y eso con independencia del propio propósito por el que fueron compuestas las obras musicales (es decir, con independencia de quienes crean que la música cumple el papel de amansar a las fieras), ya que sus efectos son mucho más inmediatos: el vulgo no puede ver en un cuadro, por «revolucionario» que éste sea en sus planteamientos artísticos, sino un conjunto de manchas, mejor o peor hechas. Sin embargo, la música, como un «lenguaje» propio igual que lo son la literatura o el cine, ha dado ciertos casos de confrontaciones públicas al margen de las reticencias de algún monarca suspicaz, o de algún consejero implacable. Sirva como ejemplo la que se montó el día del estreno del ballet La consagración de la primavera, de Igor Stravinsky (acompañada por la no menos revolucionaria coreografía de Nijinsky), donde, a modo de pelea del Oeste, acabaron volando butacas por los aires. En la pintura, estilos y concepciones como el Expresionismo o el Surrealismo, no dejaron de causar polémicas, pero tampoco hubo un «proceso» judicial contra sus autores, quedando tan solo como «caprichos» o «estafas artísticas», valoraciones que prevalecieron en las mentes pensantes de quienes las juzgaron en las primeras décadas del siglo XX: a Stravinski se le consideró un impostor, un estafador, un despreciable. Este mismo rechazo, un par de siglos antes hubiese sido sustituido por la impresión de que el compositor, lejos de ser un «revolucionario», o un sedicioso, no era sino un loco a quien habría que tratar como se trataba antes a semejantes enfermos.
Lo que de verdad afecta a las instituciones del Poder absoluto es el posible mensaje que se esconda en la obra de arte en concreto. Y todo eso suponiendo que toda obra de esta clase tenga que poseer un «mensaje», como el hecho de que una fábula posea, inevitablemente, una «moraleja» aleccionadora. Todo artista acusado, o bajo la sospecha de poseer un «discurso» demasiado alejado del pensamiento borreguil de las masas sometidas a la dictadura de turno, es en cambio sometido a inmediatos interrogatorios y pruebas en las que los «inquisidores» desean saber, cuanto antes, cuáles eran las «intenciones» reales que motivaron la obra.
2º) Si bien todo lo anterior es cierto, y la dificultad estriba en poder concebir obras narrativas realmente geniales en un régimen dictatorial (como sucedió con Viridiana, de Buñuel, o con El verdugo de Berlanga) no es menos cierto el hecho de que una democracia tampoco presupone que estas obras geniales hayan de realizarse como sea, de una manera inevitable. Por supuesto que, para cierta clase de artistas, es más fácil desarrollarse en un régimen democrático, «progresar» (concepto engañoso en el campo del arte) pero, cuando hablamos de mediocridades, no resulta demasiada diferencia entre un sistema y otro, pues los resultados vienen impuestos por la capacidad o incapacidad de los sujetos para hacer algo realmente brillante e inédito, y no por los dictados de un déspota o los preceptos de un partido político. Un sistema como el democrático no presupone, bajo ningún concepto, medios que «faciliten» forzosamente la «libertad» de sus artistas, si bien esto no quiere decir que no los haya ni pueda haberlos. Lo importante es que en un régimen de este tipo, aunque las Ideas puedan «manifestarse» de una forma mucho más fácil que en aquel otro donde hay una corte de censores o «inquisidores» que velan por la estabilidad del Poder vigente, esas mismas Ideas pueden estar alteradas por los aparatos y mecanismos del mismo sistema democrático. De hecho, si uno atiende bien al problema, pronto se percata de que las Ideas, que ahora (según creen los amigos de la Gran Familia) «fluyen» libremente en este sistema que no penaliza los «mensajes», pueden llegar a agruparse en una amalgama ideológica como la que, precisamente, flota ahora en España, y aún más, por extensión, en toda Europa.
Es decir, que esa presumible «libertad» de opiniones no ha hecho sino reflejar, paradójicamente, la evidencia de que los sistemas democráticos de Occidente asimilan un «conjunto» de Ideas circulares sobre las que trabajan sus propios adeptos. El medio democrático, que en un principio abre las puertas para que la expansión de Ideas prolifere en cualquier dirección posible (presuponiendo con ello que habrá una expansión similar de cerebros geniales), no ha hecho sino reagrupar viejas Ideas y planteamientos bajo el fluido interno de la economía de mercado. Realmente, a efectos prácticos, el hombre no se encuentra mucho más «libre» en la democracia española actual que en el régimen franquista: ¿cuál es esa libertad de la que tanto presumen los hombres y mujeres de la Gran Familia? ¿Acaso sus «ideas» no están determinadas férreamente por la nebulosa ideológica que hoy impera en la mayor parte de las democracias occidentales? ¿Y no es, me pregunto, esa absorción de «ideas» en una sola mezcla (la misma mezcla ideológica que mueve a manifestarse a Almodóvar en contra del PP, o la que llevó a ciertos miembros de la Gran Familia a realizar un documental de ataque directo a este mismo partido político) la causa de que no haya, prácticamente, ningún genio trasgresor, sino, a lo sumo, un rebaño de sujetos que creen ser libres, pero que están movidos por una corriente ideológica que los mueve como si fueran marionetas?
Sin embargo, a todo esto habría que hacer un ligero matiz, ya que, tal y como piensan los «ideólogos» de esta nueva sociedad (en este punto es en lo único en que podemos estar de acuerdo con Borau y compañía), su concepto de «libertad» se encuentra aplicado a un sistema que, bajo los mecanismo del Estado, permite, sin existir ningún poder coactivo que lo impida, la manifestación de Ideas que vayan, de hecho, contra la propia eutaxia. Naturalmente no estamos refiriendo a un defecto funcional de nuestra propia democracia, y no a todas las democracias occidentales, pues en cada una de ellas hay distintos grados de «tolerancia» estatal a la hora de permitir manifestaciones ideológicas que pongan en peligro la estabilidad y unidad del conjunto, como es el caso en España de los partidos políticos nacionalistas. De todas formas, declaraciones como las de Almodóvar no hubiesen sido posibles en otro régimen, a diferencia de lo que cree el manchego, de manera que en la propia estructura democrática española hay elementos que facilitan su propia debilidad, cuando no su destrucción a largo plazo. La tolerancia, como la entienden estas personas también es, como su concepto de libertad (una libertad «para») inadmisible en una democracia que no quiere verse bajo la amenaza de alguna secesión interna. Ahora que el partido que gobierna es el mismo al que apoyan estos ideólogos orgullosos de su talante, es cuando se sienten realmente libres para poder «auto-realizarse»: un concepto muy del gusto de esta gente que tanto apela a las peticiones de principios.
Tras la transición democrática en España, ¿hubo en este país un nacimiento de genialidades que empezaron a rodar películas que no se habían podido hacer hasta entonces? Solo puede afirmase positivamente la última parte de esta pregunta, pues tuvimos que conformarnos con aquella eufórica etapa del «despelote» de las películas de Andrés Pajares y Fernando Esteso, así como con las comedias de Alfredo Landa. Los auténticos genios, o habían tenido que emigrar (como Buñuel) o se habían plegado a las exigencias de la censura franquista. Y eso sin perjuicio de que antes de ese cambio político hubiera (como los hubo) autores notables que dignificaron la industria mucho más de lo que lo hacen los actuales directores «democráticos». Vamos a detenernos en esto un momento.
Porque, por último, yo me pregunto, ¿ha mejorado cualitativamente «nuestro» cine por el hecho de «ser» democrático, tal y como pretenden hacernos creer la señora Bardem y el resto? Pues a juzgar la calidad de obras como las ya mencionadas (Juana la loca, Volver a empezar, etc) y comparar estos productos con la obra de Miguel Picazo, de Edgard Neville o de Luis García Berlanga, tenemos la triste sensación de que el cine español, cuando no era una Gran Familia política ni estaba bajo el cándido amparo democrático, era mucho mejor que el actual, y películas como Los lunes milagro, La vida en un hilo, La tía tula o Muerte de un ciclista son un claro ejemplo que avala esta aseveración. Naturalmente que ciertas obras salpicadas de genialidades (como El verdugo) tuvieron que disfrazar su carácter corrosivo y eludir de alguna forma los rigores de la censura, y que, si no fuese porque fue premiada en Cannes, ninguno de los censores mentecatos se hubiese percatado de Viridiana. Pero hasta creo que en eso fueron mejores aquellos autores que los actuales, pues usaron en gran medida la astucia para combatir las previsiones de una mente obtusa, como era la del censor de turno.
Así que, ahora que llevamos ya unos años de democracia, bueno es que se den cuenta, estos amigos familiares, de que una de las verdaderas amenazas de la industria española no fue, en su momento, ni lo es ahora, una guerra en el Golfo, ni la condición política de los gobernantes, ni aún el cine americano, sino una falta de calidad manifiesta en las obras que se producen, articuladas, en su mayoría, bajo las bondades de un templado clima democrático (ahora que ya ha llegado el PSOE al poder, señor Almodóvar) y sin la opresión ni la tiranía de un déspota con bigote, ni de un régimen que nos hiciese recordar aquella época en la que «nuestro» cine produjo una considerable lista de obras clásicas e irrepetibles.