Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 32 • octubre 2004 • página 3
Acerca de burlas, bromas, desprecios, menosprecios y sarcasmos
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Aciertan quienes hacen un lugar a la burla en la familia de la alegría, mas también en la del odio, porque es verdad que la mofa causa regocijo, y lo es, asimismo, que cuando es tal, y no mera broma, nace dictada por la animadversión que suscita aquél que es su objeto (y digo aquél, pero no aquello, porque decir que nos burlamos de las cosas –como dicen nuestros académicos de la lengua– no es más que una forma de hablar, con la que nada queremos significar sino que las infravaloramos, las menospreciamos o les quitamos importancia; pero la burla, cuando lo es de veras, únicamente puede ir dirigida a un ser lo bastante inteligente como para darse cuenta y advertir que es o quiere ser burlado; y por lo mismo, hacer objeto de mofa a un animal o a un humano aquejado de alguna severa deficiencia mental, no es burla auténtica, sino simple estupidez, porque el otro –animal o persona–, que ni siquiera es consciente de nuestras intenciones, se convierte en espejo que, insensible, refleja y devuelve el rostro de un necio: el del aspirante a burlador). Y como es cierto que en la burla se concitan la alegría y el odio, no hay mayores dificultades para aceptar la definición de Descartes: «La irrisión o burla es una especie de alegría mezclada con odio que nace cuando descubrimos algún pequeño mal en una persona a la que consideramos merecedora de él. Se siente odio por ese mal y alegría de verlo en quien es digno de él.» O la de Espinosa, a mi juicio más precisa aún: «La irrisión es la alegría surgida de que imaginamos que, en la cosa que odiamos, existe algo que despreciamos.»
El tipo de odio que se pone de manifiesto en la burla no es otro, en efecto, que el desprecio; y eso nos autoriza (creo yo) a afirmar que la burla es una de las formas que éste puede adoptar o mediante las que puede manifestarse. Aristóteles, sin embargo, al señalar las diversas variedades de desprecio, la omite, y se conforma con apuntar el desdén, la vejación y el ultraje. Nada hay que objetar a las dos últimas modalidades señaladas, pero, en cambio, sí cabe hacer alguna matización en lo referente a la primera; porque el desdén, más que desprecio, parece comportar menosprecio, y yo no estoy en absoluto seguro de que las dos cosas sean exactamente lo mismo: menospreciar significa infravalorar o negar valor a algo o a alguien; significa, en el límite, indiferencia, y por eso el menosprecio puede declararse de forma pasiva, por el simple ignorar aquello que se menosprecia. En cambio, el despreciar es siempre activo, conlleva, inexorablemente, alguna acción (como la propia burla) mediante la cual se busca el desprestigio y, si fuese posible, hasta la destrucción de la fama o el buen nombre de aquél a quien se desprecia; y a quien se desprecia no necesariamente por considerarlo carente de valor, sino, al contrario, porque, en ocasiones, se le atribuye tal valor en dosis importantes, y aun porque se le sobrevalora, con lo que, al cabo, se entiende muy bien por qué en muchos casos el desprecio es actitud que acompaña a la envidia. El desprecio, en definitiva, es un lazo que nos mantiene atados a aquél a quien despreciamos; el menosprecio, en cambio, nos libera de él: quien menosprecia a alguien, lo hace convencido de que ni siquiera merece la pena despreciarle. Se puede, en suma, menospreciar sin hacer nada, pero sólo es posible despreciar haciendo algo; desde luego, vejando y ultrajando, como señala Aristóteles, mas también burlándose. Lo que quiero decir, en pocas palabras, es que la burla sí es una forma de desprecio, pero el desdén lo es más bien de menosprecio.
Aristóteles y Espinosa no parecen, sin embargo, advertir estos matices diferenciales que he señalado entre desprecio y menosprecio, de ahí que la definición que dan del primero más parece ajustarse al segundo: «el desprecio –escribe el filósofo griego– es la actualización de una opinión acerca de algo que aparece sin ningún valor.» Y por su parte, Espinosa dirá que: «El desprecio es la imaginación de una cosa que impresiona tan poco al alma que la presencia de la cosa mueve más bien a imaginar lo que no hay en ella que lo que en ella hay.» Dada esa definición de desprecio que proporciona Aristóteles, se comprende que incluya el desdén como una de sus manifestaciones. A su vez, Espinosa, que también entiende el desdén como una modalidad del desprecio, lo limita, en cambio, a un tipo muy especial: el «desprecio por la necedad.» Más fino que ambos estuvo Descartes al definir el desdén: «Lo que llamo desdén –escribe– es la inclinación del alma a menospreciar una causa libre juzgando que, aunque por su naturaleza sea capaz de hacer bien o mal, impera, sin embargo, tan por encima de nosotros que no nos puede hacer ni lo uno ni lo otro.» O «tan por debajo» o «tan al margen de nosotros», podríamos añadir. Pero, en cualquier caso, ¿qué otra cosa significa aquí «desdén» sino indiferencia, esto es, menosprecio? Pero el desprecio es, en muchos aspectos, absolutamente contrario a la indiferencia: cuando alguien nos es de veras indiferente, no perdemos el tiempo en despreciarlo.
Se desprecia con hechos o con palabras, con vejaciones y con injurias, como afirma Aristóteles. También con burlas. Y aún cabría afirmar, con Kant, que la burla es más temible que la injuria o la maledicencia, ya que éstas suelen ser secretas, en tanto que la primera es necesariamente pública. Me parece incluso que es forzoso estar de acuerdo con Kant en que: «A través de la burla se degrada más al hombre que con la maledicencia, ya que se le convierte en un objeto de hilaridad ante los demás, haciéndole perder todo tipo de valor y dejándole a merced del menosprecio.» Creo que las palabras de Kant son del todo certeras, y por eso no se entiende muy bien cómo puede afirmar, al mismo tiempo, que en tanto que la maledicencia es manifestación de maldad (cosa en la que estamos de acuerdo), «la burla no pasa de ser una mera frivolidad con la que alguien pretende divertirnos a costa de los defectos de otro». Desde luego, la maledicencia implica siempre maldad; no hay (digámoslo así) maledicencia justa, aunque sí burla que opere como justo castigo a vicios varios, incluida la propia maldad. Podríamos decir que hay una burla justa que con toda razón degrada a quien la recibe, y una injusta que sólo degrada a quien la ejecuta, pero pocas veces hay una burla frívola, porque las burlas suelen ser muy serias; y esto es válido aún para aquéllas que buscan la diversión a costa de los defectos del prójimo, ya que o bien son castigo apropiado del que éste es merecedor, o bien ponen de relieve la pura maldad y crueldad del burlador. También su estupidez y su corta imaginación, que no le permiten hallar otros motivos de chanza que los defectos o debilidades de los demás.
De todos modos, una y otra, esto es, tanto la burla merecida como la que no lo es, persiguen siempre el mismo fin, que no es otro (como señalaba Kant) que degradar al burlado y despojarle de todo valor, haciéndole, finalmente, objeto de menosprecio. Y nos encontramos entonces con que siendo la burla una forma de desprecio, su objetivo último es, no pocas veces, conseguir liberarse de aquél a quien se desprecia, es decir, menospreciarle. La burla sería así uno de los procedimientos mediante los que el desprecio (que es afecto que nos ata a quien despreciamos, haciéndonos, en cierto modo, esclavos suyos) busca trocarse en menosprecio, que es indiferencia que nos libera de quien odiamos, y, al tiempo, tal vez sin proponérnoslo, actitud más insultante y ofensiva que el desprecio mismo, porque quien desprecia pone de manifiesto algún interés por el despreciado, declara que éste ocupa, en alguna medida, su tiempo y su mente, pero quien sencillamente ignora a otro, lo ha convertido en nada (al menos para sí), lo que, sin duda, es más degradante y ofensivo. De donde va a resultar que la forma más dura de desprecio es el menosprecio. O si se quiere decir de otro modo, que hemos dado un rodeo para venir a dar en lo mismo que hace mucho nos ha enseñado uno de nuestros refranes: que «no hay mayor desprecio que no hacer aprecio».
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En lo que llevamos dicho nos ha sido posible reparar en que la burla presenta distintos tipos y tiene también orígenes diversos. Acaso no sea una completa pérdida de tiempo ocuparnos un poco más detenidamente de estas cuestiones.
Existe, decíamos, una burla que es justa defensa o respuesta ante una ofensa recibida; otra que es adecuado castigo de algún comportamiento vicioso, y que hasta puede hallarse dotada, por una suerte de condicionamiento operante, de importantes funciones pedagógicas. Cualquiera de ellas encuentra su manifestación más ramplona y soez en el escrutinio directo y hasta insultante de los defectos del prójimo, y su forma más elegante y refinada en la ironía; ironía que, desde luego, puede presentar diversos grados: desde la mofa cariñosa (que no debe confundirse con la simple broma, porque ésta es con frecuencia un juego, en tanto que la ironía, aun la más dulce, apunta siempre más allá de la mera diversión) hasta el sarcasmo más cruel. Pero la ironía no es sólo la forma más inteligente y sutil de burla, sino también la más hiriente. Por lo general, la gente soporta mejor un insulto que una mofa irónica (cuando la entiende, claro está); y ello se debe, acaso, a que, de alguna manera, advierte que en el insulto se pone de relieve la inferioridad e insignificancia de quien lo profiere, o al menos lo limitado de su capacidad dialéctica, la pobreza de su retórica y la poquedad de su imaginación. Un insulto no es más que una pataleta; una burla irónica es una patada.
Mas hay también una burla miserable, que hace escarnio del débil y del indefenso, muchas veces sin más razón que el serlo. Imagino que en ella es en la que pensaba La Bruyère cuando decía que: «A menudo la burla es pobreza de espíritu.» Pero yo creo que el juicio es en exceso benévolo: no es sólo cuestión de pobreza de espíritu, sino, y principalmente, síntoma de espíritu abominable y cruel, porque quien busca ganar crédito de gracioso a costa de quien no puede defenderse y que nada ha hecho para recibir tal trato, es un bellaco y uno de los tipos más aborrecibles del género humano. Quien persigue con ahínco el chiste fácil y abusa de él, es un necio, pero quien, además, lo encuentra en la debilidad e indefensión del prójimo, es, en el pleno sentido del término, un perfecto malvado.
Pero lo más curioso del asunto es que a poco que se arañe en la superficie de tales personajes, se descubrirá que su afición a las burlas tiene su origen en el sentimiento de su propia inferioridad y en el oscuro temor que ellos mismos experimentan a ser objeto de mofa (con razón observaba Espinosa que la irrisión no nace sólo del desprecio por lo que odiamos, sino también por lo que tememos). Obsérvese a alguno de ellos y pronto se advertirá cuán sensibles y susceptibles se muestran aun ante la broma más inocente que les sea dirigida. Al tiempo que se burlan de los demás, parecen hallarse siempre en guardia y a la defensiva, como si esperaran, temieran y sospecharan que detrás de cualquier palabra, gesto o acción puramente triviales que los tienen a ellos como destinatarios, se escondiera alguna segunda intención oculta y ofensiva. Pasa con ellos aquello que decía La Bruyère, que «están siempre a un paso del enfado y tienden a creer que se les menosprecia o que son objeto de burla». Mas, ¿por qué razón habría de sucederles eso, sino porque, como señalaba La Rochefoucauld: «Sólo las personas despreciables temen ser despreciadas»?
En tales individuos, la burla (y el desprecio que ésta conlleva) opera como un mecanismo mediante el cual intentan compensar su propia insignificancia y ocultarla a los ojos de los demás, procurando degradar a los otros al lugar que ellos mismos ocupan o sintiéndose, siquiera por un momento, superiores a ellos. Creo que es forzoso, por tanto, mostrarse de acuerdo con Descartes cuando afirma que los más imperfectos son los más burlones, «pues deseando ver a todos los demás tan desgraciados como ellos, se divierten mucho con los males que les ocurren y los juzgan merecedores de ellos». También con Aristóteles, quien asegura que «lo que causa placer a quienes cometen ultrajes es que piensan que el portarse mal les hace superiores». Y yo, por mi parte, añadiría que lo que los convierte en verdaderamente repulsivos es que para todo ello suelen poner mucho cuidado en elegir sus víctimas, decantándose por aquéllas a las que pueden ultrajar y burlar con el menor riesgo posible. Tal burla es innoble. No nace del orgullo (según Hume en el desprecio hay siempre algo de orgullo), ni siquiera de la soberbia; tampoco del deseo de venganza y menos de un afán de defensa, sino de la pequeñez y de la ruindad.
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Distinta de la burla es la broma. Creo que la diferencia principal ya ha sido insinuada: la broma es habitualmente cosa ligera y de juego (no hay bromas pesadas, porque una broma pesada no es una broma, sino algo distinto que en cada caso habría que determinar); la burla, en cambio, conlleva siempre una intención muy seria («Las mayores veras –nos recuerda Gracián– nacieron siempre de las burlas»). La broma persigue una alegría común y compartida, pero la alegría que se obtiene de la burla sólo al burlador alcanza; para bromear son necesarios al menos dos, para burlarse basta solamente con un uno; y, en fin, para advertir que ello es así, es suficiente con reparar en que se bromea con alguien, pero, en cambio, uno no se burla con alguien, sino de alguien.
Me parece que Kant ha señalado de forma bastante precisa esas diferencias que he intentado poner de relieve, y, por ello, bien merece la pena recordar sus palabras: «La manía de criticar de un modo frívolo, y la propensión a poner en ridículo a otros, el sarcasmo que consiste en convertir los defectos ajenos en objeto inmediato de la propia diversión –escribe–, es maldad y difiere completamente de la broma, de la familiaridad entre amigos, que consiste en reírse de ciertas peculiaridades como si fueran defectos, aunque en realidad se tomen como perfecciones del carácter, o a veces también como si estuvieran fuera de la regla de la moda (lo cual no es entonces una risa maliciosa). Pero ridiculizar defectos reales o atribuidos, como si fueran reales, con el fin de privar a la persona del respeto que merece y la propensión a ello –el sarcasmo cáustico (spiritus causticus)– tienen en sí algo de alegría diabólica y por eso precisamente suponen una transgresión tanto más dura del deber de respetar a los demás». Ahora bien, yo creo que aun aceptando en líneas generales lo que dice Kant, debemos, no obstante, acompañarlo de dos matizaciones. En primer lugar, que la burla o el sarcasmo cáustico no son perversos o malvados per se y siempre: lo serán cuando resultan innecesarios y gratuitos, y no buscan otra finalidad que la propia diversión; y aún más perversos, desde luego, si los defectos que se ridiculizan no son reales, sino atribuidos, sin más objeto que propiciar la deshonra del prójimo; pero resultan, en cambio (burla o sarcasmo), perfectamente lícitos cuando nos servimos de ellos para defendernos de la crítica o la agresión que sin motivo alguno se nos ha inflingido, o, sencillamente, como mecanismo para desenmascarar a un rufián o a un hipócrita. Y, en segundo lugar, el deber de respetar a los demás, exige siempre ser contextualizado; formulado en términos abstractos es postulado puramente metafísico: la gente es respetable cuando lo es, naturalmente; y debe ser respetada cuando es respetable. Por lo demás, hay veces en que respetar al prójimo consiste, precisamente, en zarandearle para que abra los ojos a la propia locura o mentecatez; hay veces, pues, en que la burla o el sarcasmo pueden ser una forma de ejercer el respeto al prójimo, si con ellos se persigue despertarle del delirio o de la tontería en los que se halla sumido, o del engaño y la estafa en los que lo ha sumido un tercero.
Y volviendo a la broma, conviene subrayar que su carácter esencialmente lúdico no está reñido con esas mismas funciones pedagógicas que acabamos de asignar (bien que en un sentido más virulento) a la burla o al sarcasmo. A veces, en efecto, la broma, como señalaba Descartes, «reprende útilmente los vicios, mostrándolos ridículos, sin por eso reírse uno mismo de ellos ni manifestar ningún odio contra las personas».
Pero al margen ya de su posible alcance educativo, la broma, entendida como actividad puramente juguetona y divertida, consistente en reírse con alguien, que no de alguien, es ejercicio mental utilísimo y relajante (como decía Platón, «las bromas son a veces un descanso en las cosas serias»); mas es necesario saber dosificarlo: el bromista, que hace de la broma una especie de profesión, al tiempo que aburre y abruma, labra su propio desprestigio. Tal es la razón del consejo de Gracián: «No estar siempre de burlas», porque: «El que siempre está de burlas, nunca es hombre de veras. Igualámoslos a estos con los mentirosos; a los unos por recelo de mentira, a los otros, de su fisga». Pero ha de saberse también que es ejercicio dificilísimo. Saber cómo, cuándo y a quién gastar (como nosotros decimos) una broma, es un talento que no todos poseen; saber, además construir la broma, engarzar los elementos que la constituyen en un todo coherente y armónico que, por añadidura, tenga gracia y resulte chistoso (toda broma encierra un chiste), es casi un arte. Así que con razón afirmaba La Bruyère que: «Un chistoso con gracia es un ejemplar raro». Ciertamente. Para ser un bromista o un chistoso con gracia se necesita poseer una dosis nada desdeñable de ingenio, y, para qué vamos a engañarnos, abundan mucho más los tontos que los ingeniosos, ya que es verdad probada que, como decía Gracián: «Son tontos todos los que lo parecen y la mitad de los que no lo parecen». Ahora bien, si hay algo de lo que casi nadie duda (junto con el hallarse extraordinariamente capacitado para los ejercicios amatorios) es de su ingenio; por tanto, casi nadie duda de ser un bromista y un chistoso consumado. La consecuencia de todo ello es que los más de los que se creen tales resultan ser, en realidad, individuos inoportunos, entrometidos y pesados, que bromean (y sin ninguna gracia, además) con quien no deben, donde no deben, cuando no deben y sobre lo que no deben. Así que yo no dudo de la sinceridad de Jhonatan Swift cuando decía que: «Jamás he conocido a un bromista que no fuera un necio». Se necesita, en efecto, mucha suerte para que no sea así. Y sobre todas las especies de bromistas mentecatos destaca en bobería la de aquéllos que, como decía, hacen de la broma casi un oficio: cinco minutos sin abrir la boca para decir una memez se les antojan no sólo insufribles y eternos, sino también poco finos y elegantes. El hombre ingenioso, según ellos, parece caracterizarse, ante todo, por su capacidad ilimitada para importunar al prójimo; de manera que si la víctima elegida tiene por costumbre la educación (yo con tales individuos la he ido perdiendo poco a poco), termina la tertulia con dolor de mandíbula, no motivada por la risa, sino por componer de continuo un rictus que la simula. De tales graciosos es enteramente cierto aquello que decía Mark Twain: «Crear al hombre fue una idea interesante y original; pero añadir la oveja fue una tautología».
Saber bromear es, pues, una prueba de ingenio y un ejercicio inteligente. No lo es menos saber ser el destinatario de una broma. Ni todo el mundo sabe gastar una broma ni todo el mundo sabe recibirla, porque ni todo el mundo es lo suficientemente inteligente para hacer una broma ni todo el mundo es lo suficientemente inteligente para entenderla. Debemos, en consecuencia, poner atención a con quién bromeamos. Como aconseja La Bruyère: «No hay que aventurarse a bromear, ni siquiera del modo más cándido y correcto, sino con personas cultas e inteligentes.» Totalmente de acuerdo. Yo únicamente eliminaría lo de cultas y dejaría sólo lo de inteligentes, porque no son, ni mucho menos, términos equivalentes. Sin duda, no hay que aventurarse a bromear más que con personas inteligentes, pero que sean cultas o no, es otra cuestión distinta: se puede ser inteligente sin ser culto, y se puede ser culto siendo un completo memo. Mas de esto ya he tenido ocasión de ocuparme en las deshilvanadas reflexiones que dan vida a estos ensayos, de los que me gustaría poder decir, como Juvenal de sus Sátiras, que
quidquid agunt homines, uotum, timor, ira, uoluptas,
gaudia,, discursus, nostri farrago libelli est.
[todo cuanto hacen los hombres, sus anhelos, temores, cólera,
placer, gozo, ires y venires, constituyen el fárrago de mi obra],
aunque sea la mía (es obvio) más farragosa y de logro y éxito más menguados que la suya.