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El Catoblepas, número 33, noviembre 2004
  El Catoblepasnúmero 33 • noviembre 2004 • página 3
Guía de Perplejos

De los imitadores

Alfonso Fernández Tresguerres

Esbozo de un intento de distinguir entre imitación, emulación y rivalidad

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De la imitación entendida no como caricatura humorística o burlesca de otro, sino como el genuino deseo de ser como él y parecérsele, llegando, en algunos casos, hasta el extremo de adoptar sus gestos y maneras, e incluso su dicción y hasta sus hábitos (en la doble acepción del hábito aristotélico, esto es, tanto en lo que atañe a las costumbres como al propio vestido); de ese tipo de imitación, pues, a la que a veces se denomina también emulación, dice Plutarco que «es propia de quien admira», y la distingue de la rivalidad, que sería característica «de quien envidia». Y certeramente añade que: «Por eso se ama a quienes quieren ser semejantes, se oprime y se daña a quienes quieren ser iguales». Sin duda, visto el asunto desde la perspectiva del emulado, topar con alguien que quiera asemejársele, no dejará de ser para él una especie de bálsamo que acaricia y halaga su vanidad, por lo que nada tiene de extraño que quien así le hace sentirse le suscite sentimientos de ternura y amistad, tan fuertes como lo serán la inquina y la animadversión que experimente por quien aspire a colocarse a su misma altura. Y es que, en efecto, quien imita denota no sólo admiración por su modelo, sino que, confiesa, además, reconocerse un punto (al menos) por debajo de él; en cambio, quien rivaliza con otro lo hace convencido de ser su igual o superior.

Por propia experiencia, sin embargo, yo no sé mucho de estas cosas, porque mi insignificancia me pone a salvo tanto de rivales como de imitadores: ni me encuentro en lugar tan elevado como para que haya quien se preocupe por igualarse a mí, ni soy tan importante como para que alguien quiera parecérseme. Y a decir verdad, tampoco sé mucho más de todo esto, enfocándolo ahora desde el otro lado, es decir, desde la óptica del emulador, porque mi admiración por alguien (lo que, si he de ser sincero, diré que me ha ocurrido más de lo que en la actualidad me ocurre; un fenómeno debido, creo yo, menos a un exceso de soberbia por mi parte que al desencanto acrecentado, acaso inevitablemente, con cada cumpleaños), mi admiración, digo, jamás me ha llevado a incurrir en la estupidez de la mimesis o la onomatopeya (al menos, una vez dejada atrás la adolescencia, y no digamos ahora: con cuarenta y siete años cumplidos y todo el tiempo que he tardado en acostumbrarme a mí, no es cosa de probar a ser otro). Y hablo de la estupidez de la mimesis, porque el que el imitar sea efecto de la admiración (lo que sin duda es cierto), y consista, por tanto, en disposición nacida de un sentimiento noble, no la hace, por ello, disposición menos ridícula.

Conocí en Salamanca, en mis años de estudiante universitario, a un individuo de Asturias (no quiero dar más pistas), tan profundamente enamorado de todo lo anglosajón y tan ferviente admirador (a saber por qué) de cualquiera nacido en Gran Bretaña o en los Estados Unidos, que hablaba español con acento inglés. Muy ocasionalmente, y sólo si la conversación tenía lugar entre asturianos, le salía al hombre nuestro acento, y hasta salpicaba su discurso con algún giro o palabra propios de nuestro bable, pero, por lo general, y las más de las veces, oyéndole hablar, nadie habría dudado, ni por un instante siquiera, que era natural de Surrey o de Kansas City. Claro que ésa era sólo una de sus peculiaridades: otra de ellas tenía que ver las mujeres. Siempre he creído firmemente que de haber tenido la suerte de encontrarse con un biógrafo adecuado, hubiera hecho historia en los anales de la seducción: jamás he conocido a nadie capaz de espantar a una dama en un tiempo tan breve. Ni creo que haya nacido quien pueda competir con él en ese aspecto (al menos en la época en se hallaba en su mejor momento). En una ocasión, después de un largo cortejo, tan férreo y prolongado como el de los argivos a Troya, y cuando por fin la fortaleza se había rendido (tengo para mí que más que nada por cansancio y aburrimiento) y la puerta comenzaba a abrirse, mientras acariciaba el rostro de su amada, y para consternación no sólo de ésta, sino también de todo aquél que pudo oírlas (yo estaba allí), pronunció estás aladas palabras: «es tan suave como la piel de un conejo.»

No es el único recuerdo, a este respecto, que guardo de él. Cierto día, teniendo no sólo la puerta abierta, sino también paso franco hasta la alcoba, despojada ya la dama (era otra, claro está) de su vestido y su pudor, nuestro ínclito personaje alcanzó súbitamente uno de aquellos trances de auténtica genialidad que le caracterizaban en su trato con el sexo opuesto, y no tuvo ocurrencia mejor que sugerir a su amiga, estudiante también de Filosofía, que, puesto que ella se encontraba un curso por encima del suyo, acaso pudiera explicarle a Fichte (en quien yo nunca supe que él se hallara particularmente interesado). Puedo asegurar que es cierto. Yo fui testigo (aunque pasivo, por supuesto: hay ciertas cosas para las que tres son demasiados, al menos cuando hay otro que también se afeita); fui testigo (quiero decir) porque me hallaba en la misma casa (que no en la misma estancia) y pude presenciar la estampida de la dama, quien, más tarde, una vez que cobró ánimo suficiente para hablar, me dio a conocer de sus propios labios los detalles que he referido del lance amoroso.

Pero volvamos a los imitadores.

2

Naturalmente, la imitación no tiene por fuerza que llegar a los extremos ridículos que he señalado, cuando el deseo de parecerse a otro conduce, en sentido estricto, a querer ser igual que él, adoptando, para ello, sus gestos y modales, sus costumbres y hasta su forma de vestir o de hablar. Sin duda, éste es el lado más grotesco del asunto, y aquél al que propiamente podríamos llamar imitar. Emular, en cambio, cabría entenderlo en un sentido más amplio –y menos risible–, como la aspiración a poseer lo mismo que otro posee, mas referido no tanto a bienes materiales como a disposiciones de carácter o personalidad, a virtudes, en suma (o lo que el emulador considera tales), ya sean de índole moral o intelectual. Decir, por ejemplo, que se emulan las riquezas de alguien, es expresión que ni siquiera tiene sentido; pero sí lo tiene afirmar que se emula su forma de comportarse o de hablar, o su peculiar estilo a lo hora de afrontar determinados problemas o de relacionarse con el prójimo. Y yo creo que esto es así porque emula quien no tiene algo que, sin embargo, considera factible alcanzar (aunque no lo sea, en realidad). Mas nadie entiende que pueda llegar a ser rico con sólo proponérselo; pero, en cambio, muchos suelen pensar que ser más inteligente, más culto o más hábil en el trato social depende por entero de su voluntad (lo que en algunos casos es cierto y en otros completamente erróneo). Se emula, en definitiva, una forma de ser y de actuar. Por eso cabe emular a alguien en lo que hace (o hizo) para alcanzar riqueza, mas no en la riqueza misma. Al anhelo de llegar a ser como otro, pero referido ahora a las posesiones materiales (incluidos los honores), le convienen mejor otros nombres, y seguramente, las más de las veces, el de rivalidad. Y aunque, ciertamente, la rivalidad puede ir también referida a virtudes, lo que importa señalar es que la emulación sólo tiene que ver con ellas, no con los bienes materiales, en cuanto tal; e importa señalar, además, la distinta disposición en la que se hallan quien emula y quien rivaliza, aunque el objeto sea una virtud, porque quien emula toma tal virtud como un objetivo que alcanzar; en cambio, para quien rivaliza es un objeto que poseer frente a otro: el emulador desea equipararse a su modelo, pero el rival no se conforma sino con superar a su oponente. Sin duda, dos pueden ser buenos, pero sólo uno el mejor: quien emula aspira a lo primero y se conforma con ello, esto es, ser tan bueno como aquél que le sirve de ejemplo, pero quien rivaliza no se siente satisfecho más que con lo segundo, es decir, siendo el mejor. Ahora bien, como la emulación, la rivalidad sólo tiene sentido cuando se halla referida a algo que se considera posible alcanzar (no tiene ningún sentido rivalizar con alguien en altura o en belleza, como, desde luego, tampoco lo tiene emularle en esas cuestiones), pero se diferencia de la emulación en que el emulador no posee aquello a lo que aspira, en tanto que quien rivaliza sí suele poseer algo de lo que es objeto de rivalidad, pero desea acrecentarlo y, principalmente, superar al rival: por eso el sabio rivaliza con el sabio, o el rico con el rico, pero ni el pobre rivaliza con el rico ni el ignorante con el sabio (a menos que además de ignorante sea estúpido). Cuando la distancia entre uno y otro es tan grande no cabe sino, precisamente, la emulación. Y es que la emulación implica siempre distanciamiento, en tanto que la rivalidad presupone y reclama la proximidad y la cercanía. De ahí que quien emula comience por imitar a otro, y sólo una vez puesto a su altura acaso se convierta en su rival. Se emula para alcanzar lo que no se tiene, pero nadie puede convertirse en rival de alguien a menos que tenga ya una parte de aquello que es objeto de conflicto, o a menos que, sin tenerlo, se crea lo suficiente igual o superior al otro como poder conseguirlo de inmediato, incluso despojando de ello a su rival. Desde esta perspectiva, quizá cabría decir también que se emula aquello que sólo puede ser alcanzado gradualmente, mas cuando alguien entiende que puede conseguir de una manera inmediata lo que otro posee, no le emula, sino que se convierte en su rival. De donde se hace posible conjeturar, asimismo, que el que emula a otro es porque no se halla en condiciones de rivalizar con él. Quien emula es siempre un aprendiz en relación con su modelo, y se comporta como tal; pero la rivalidad sólo es posible entre iguales, cada uno de los cuales cree ser el mejor, o, al menos, cree poder llegar a serlo. Por eso el emulador se sabe inferior a su modelo, y se reconoce como tal; por el contrario, quien rivaliza se considera como mínimo igual a su rival, pero entiende, además, que es factible llegar a mostrarse superior. De ahí que a la rivalidad suela ir ligada la envidia, bien sea como causa, bien sea como efecto, en tanto que el emular nace siempre de la admiración.

Pero si esto es como decimos, entonces se hace obligado concluir que la emulación es afecto y actitud más noble que la mera imitación, porque busca ser como otro en lo sustancial y no en la mera apariencia, en tanto que el imitador, como tal, se queda en la pura forma, y a menudo es tan mentecato que parece creer que, lograda ésta, se ha alcanzado también el contenido, con lo que diríase hallarse plenamente seguro de que una pipa le convierte en Holmes, tres o cuatro rarezas en Kant y una borrachera en Edgar Allan Poe. Naturalmente, esto no significa que alguien no pueda ser imitador y emulador a un tiempo. Digo sólo que puede hacerse alguna distinción entre ambos. Como tampoco quiero decir (ya que nos ha salido al paso) que la envidia no sea en ocasiones compañera de la emulación, e incluso madre suya: lo que afirmo es que el codiciar los bienes ajenos nace siempre de la envidia, mientras que el codiciar sus virtudes, puede que nazca de ella o puede que no, y acaso con más frecuencia lo segundo que lo primero, porque es lo cierto que muy a menudo (ya lo decíamos) tal deseo nace de la admiración. En todo caso, a lo que voy es a que quien emula, en tanto que emula, admira, y únicamente cuando está en condiciones de rivalizar es posible que la admiración sea sustituida por la envidia. Pero tales sentimientos (envidia y admiración) son opuestos y contradictorios, al menos en la representación subjetiva del individuo. Me refiero a que aun en el supuesto de que pudiéramos pensar que tras la envidia subyace siempre soterrada alguna admiración hacia el envidiado, está nunca se presenta como tal a la conciencia del sujeto: lo que el envidioso siente por aquél a quien envidia no es admiración, sino odio. De hecho, en quien reúne las condiciones idóneas para ser envidiado por otro, rara vez se concitan aquéllas que podrían hacerle objeto de admiración por el mismo individuo: en efecto, se envidia a los próximos, a quienes, persiguiendo objetivos similares a los nuestros, se encuentran cercanos en el espacio y sobre todo en la edad; por el contrario, la admiración suele suscitarla la distancia, no ya en el espacio, sino principalmente en el tiempo. Lo más normal es que se admire a quien nos ha precedido o a quien, si contemporáneo, se halla alejado de nosotros por una notable diferencia de años; por eso, la admiración es afecto que suele ir de abajo hacia arriba: del joven al mayor o al anciano, y raramente se da la dirección contraria, porque no es fácil que quien ve su vida y sus objetivos casi cumplidos reconozca que alguien más joven los está cumpliendo mejor o con mayo efectividad. La admiración del joven toma, por su parte, la forma de una meta que alcanzar, seguro, como se halla, de conseguirla y aun de superarla; lo que es, por entero, comprensible e incluso deseable: quien en sus ocupaciones no aspire y sueñe (siquiera secretamente) con igualar y hasta superar a sus mayores y a quienes son sus puntos de referencia, más le vale dedicarse a otra cosa. En cambio, la envidia es sentimiento horizontal, por así decirlo: el aspirante a poeta envidiará al coetáneo que se ha presentado a los mismos juegos florales y se ha alzado con el premio, pero difícilmente lo admirará, porque difícilmente estará dispuesto a reconocer que el poema del otro es mejor que el suyo; en cambio, Homero no suscitará su envidia, sino su admiración, y el deseo de llegar a ser como él, esto es, la emulación. Otro tanto, y aun más claramente (creo yo), sucede con la rivalidad: ¿cómo rivalizar con Homero?, pero, incluso, ¿cómo rivalizar con quien es treinta años mayor o menor? Se rivaliza con iguales en edad y en objetivos, es decir, con los mismos a quienes se suele envidiar. Me parece, pues, que acierta Plutarco al asociar la envidia a la rivalidad, mas no a la emulación, que nace, como decíamos, no de la envidia, sino de la admiración, y del reconocimiento de una cierta inferioridad (aunque tienda a pensarse como transitoria) respecto a aquél a quien se admira, lo que descarta de modo automático, cualquier forma de rivalidad: rivalizamos con quien consideramos igual a nosotros, y, más que igual, inferior, siendo la rivalidad misma no otra cosa que el intento, precisamente, de probar nuestra superioridad.

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No digo yo que a lo que llevo dicho no haya quien pudiera oponer alguna excepción puntual, mas creo que el asunto, en sus líneas generales, es como decimos. Y si eso es así, tenemos, entonces, que nuestras indagaciones nos han llevado a detectar un tipo de imitación puramente grotesco, pero también otro (la emulación propiamente dicha) menos ridículo, sin duda, y más noble, por cuanto que brota de la admiración y del que, al menos en principio, cabe suponer ausentes tanto la envidia como la rivalidad.

Espinosa, en cambio, entiende que: «La emulación es el deseo de alguna cosa, que se engendra en nosotros, porque imaginamos que otros tienen el mismo deseo». En consecuencia –nos aclarará–, se trata de una imitación (no parece hacer distinción alguna entre imitar y emular) pero referida al deseo. Y aunque, en su opinión, se emula o se imita aquello que consideramos útil, honesto o agradable, eso no es óbice para que, con frecuencia, le vaya aparejada la envidia. Yo no sé si le estaré comprendiendo bien, pero admitiendo que emulamos aquello que consideramos bueno, de ninguna manera lo que nos parece malo o perjudicial (algo, pienso yo, que está fuera de toda duda), creo que no es correcto limitar la emulación al deseo, porque lo que habitualmente se emula no es tanto lo que otro desea como lo que de hecho tiene (en el haber de las aptitudes o cualidades, no de las posesiones materiales). Al interpretar la emulación como referida exclusivamente al deseo, no es extraño que Espinosa la vea ligada con frecuencia a la envidia, porque el desear lo mismo que otro desea, más que a la emulación suele conducir a la rivalidad (y ésta muy a menudo a la envidia). Sin duda, se puede emular a alguien en lo que desea (en sus objetivos, diríamos), y, en consecuencia desear lo mismo que él, pero desde el momento en que ninguno de los dos lo tiene todavía, lo más lógico (y lo más frecuente) es que la emulación se convierta de inmediato en rivalidad. Esta, en cambio, con toda rotundidad, puede ir referida tanto al deseo como a la posesión. Se rivaliza con alguien para conseguir lo que ninguno de los dos posee todavía, aunque los dos lo desean, mas también porque poseyéndolo ambos, aspiran, no obstante, a acrecentarlo por encima del rival, o incluso porque siendo posesión de uno sólo, el otro cree, sin embargo, poder arrebatárselo. Pero lo importante es que la rivalidad es exclusiva: dos disputan por el mismo objeto, sin que, por lo general, los dos puedan poseerlo a la vez; por el contrario, diríamos, la emulación es conjuntiva: el otro tiene algo y, al mismo tiempo, yo deseo tenerlo también, y para ello no rivalizo con él, sino que lo emulo. De ahí que cuando el objeto es tal que de ninguna manera puede ser común a dos individuos, ningún lugar queda para la emulación, sino únicamente para la rivalidad. Uno puede emular la capacidad de otro para relacionarse con los demás, pero no puede emularle respecto a su mujer: como mucho, rivalizará con él para arrebatársela. Y se la envidiará, sin duda. Por eso decimos que la rivalidad suele ir acompañada de la envidia, pero que asimismo ése sea el caso de la emulación, resulta más que discutible. No niego que sea así en algunas veces, pero no siempre, desde luego.

Aristóteles, que se ve también en la necesidad de clarificar las relaciones entre la emulación y la envidia (o, si se quiere, de diferenciarlas), lo hace, a mi juicio, de un modo más certero y claro que Espinosa, y que se acerca bastante (o eso creo) a la posición que al respecto yo mismo he sugerido anteriormente; y ello pese a que la definición que comienza ofreciéndonos de emulación más parece convenir a lo que habría que entender por rivalidad: «La emulación –dice– es un cierto pesar por la presencia manifiesta de unos bienes honorables y considerados propios de que uno mismo los consiga en pugna con quienes son sus iguales por naturaleza, y ello no porque [esos bienes] pertenezcan a otro, sino porque no son de uno». Y será este matiz diferencial el que la aleja de la envidia, porque el que emula únicamente aspira a alcanzar esos bienes, en tanto que el envidioso lo que ante todo desea es que no los posea el prójimo, «razón por la cual –afirmará Aristóteles– es honrosa la emulación y propia de hombres honrados, mientras que la envidia es inmoral y propia de inmorales». Con la salvedad de que no considero la pugna como rasgo absolutamente necesario o esencial a la emulación, sino que, al contrario, entiendo que al introducirlo se desdibujan en exceso los límites entre ésta y la rivalidad, que es, en efecto, pugna entre iguales, en tanto que la emulación se da entre quienes son desiguales; y con la advertencia de que una adecuada distinción entre ambas obliga a enfatizar mucho más de lo que lo hace Aristóteles (aunque es cierto que lo señala) que los bienes que son objeto de emulación son ante todo virtudes, en tanto que la rivalidad puede ir referida también (y de hecho así es las más de las veces) a bienes materiales, me parece que nada hay que objetar a la distinción establecida por el filósofo griego entre la emulación y la envidia, puesto que aunque la primera comporta un cierto pesar por lo que no se posee, y hasta quizás algún sentimiento de inferioridad respecto al emulado, quien emula busca alcanzar lo mismo que éste, en tanto que el envidioso desea principalmente desposeer al envidiado de sus bienes, y ello incluso en el supuesto de que él mismo no pudiese alcanzarlos. Y hallamos aquí otra diferencia importante entre la emulación y la envidia: se emula sólo aquello que se considera factible alcanzar; la envidia, en cambio, se extiende también a lo que resulta inalcanzable. Con lo que al cabo, tendríamos que la envidia, aun cuando suela ser compañera frecuente de ella, desborda el propio ámbito de la rivalidad, porque ésta sólo se despierta ante aquello que se cree posible conseguir. De ahí que alguien pueda envidiar a quien le supera en belleza, pero de ningún modo (ya lo decíamos) rivalizar con él en ese aspecto. Quien emula quiere para sí algo que otro posee; quien envidia, también lo quiere, desde luego, pero, sobre todo, lo que de veras desearía es desposeer al otro de lo que tiene, aunque no pueda tenerlo él (claro que si pudiera, tanto mejor, naturalmente: ser envidioso no significa ser tonto). ¿Se me permitirá un ejemplo muy ramplón, aunque muy claro? Quien emula desea, por ejemplo, poder hablar como aquél a quien tiene como modelo; quien envidia, lo que principalmente anhela es que se quede mudo. Aristóteles, aunque sin referirlo directamente a la diferencia con la envidia, señala con suficiente nitidez este rasgo de la emulación: «resulta entonces necesario –observa– que sean propensos a la emulación los que a sí mismos se consideran merecedores de bienes que no poseen, pero que les sería posible conseguir, dado que nadie aspira a lo que se muestra como imposible».

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Tenemos, pues, que la emulación nace del reconocimiento de un déficit propio, en el orden de las cualidades o de las virtudes, que conlleva una cierta admiración hacia alguien, y la admisión (aunque no sea más que implícita) de algún grado de inferioridad respecto a él, en lo tocante, al menos, a aquello que se admira y se emula, sin que en ningún caso, por fuerza, comporte el deseo (característico de la envidia) de despojar al otro de sus bienes o de su reputación. Visto así, no creo que haya mayor inconveniente en admitir que se trata de aspiración legítima y noble; de un sentimiento que en nada perjudica al prójimo (a menos que suponga un halago excesivo a su vanidad, lo que, en todo caso, es su problema, no el de quien lo admira) y puede resultar de una innegable utilidad para el propio emulador, porque acaso el deseo de llegar a ser como otro constituya un estímulo nada desdeñable del que broten el esfuerzo y el afán de superación. Seguramente un factor nada desdeñable en la educación de nuestros jóvenes consista en ser capaces de proporcionarles modelos que despierten su admiración y los empujen a emularlos. Albert Bandura denomina a esto aprendizaje por imitación o aprendizaje vicario, y si sus ideas son correctas, entonces debemos concluir que crecemos siempre emulando a alguien, para bien o para mal, por lo que en la infancia o en la primera juventud, cuando todavía es posible encauzar o corregir el comportamiento de un individuo, un factor esencial de tal aprendizaje consistiría en ponerle delante los modelos adecuados. Dichoso, pues, aquél que tiene a alguien a quien admirar y a quien desear parecerse y emular: lo malo es que, a medida que pasa el tiempo, uno encuentra cada vez menos gente admirable.

Tampoco la rivalidad es forzosamente siempre mala. Lo será, por supuesto, algunas veces, cuando más que estimulante del propio esfuerzo sea paralizadora de él, al hallarse teñida de la ponzoñosa envidia y mezclada con ella, con lo que, más que a los logros de uno mismo, la atención y las miras están puestas en entorpecer y dificultar los del otro; sin duda, cuando esto ocurre, es pasión enfermiza y dañina, que perjudica o busca perjudicar al prójimo, poniendo para ello en juego todos los compañeros habituales de la envidia, desde la maledicencia a la calumnia, sin que a cambio se obtenga ninguna ventaja o beneficio, porque quien rivaliza con alguien de esta forma vive fuera de sí, y más pendiente se halla de su rival que de él mismo, y más busca superarle impidiéndole el acceso a las metas que ambos se proponen que intentar conseguirlas él de manera más lograda y mejor. Pero siempre que la rivalidad se mantenga dentro de los límites que marcan unas mínimas reglas éticas y morales, y siempre que se sepa ser rival con la elegancia suficiente para jugar limpio y no aceptar más ventajas que las derivadas del propio mérito (lo contrario supondría incurrir en la necedad de engañarnos a nosotros mismos), y siempre, finalmente, que se posean la lucidez y la cordura necesarias para advertir que superar al otro pasa obligada y principalmente por superarse a uno mismo; dándose esas condiciones (digo), me parece que la rivalidad es pasión útil y a la que nada hay que objetar, porque, toda vez que, en ultimo término, ningún beneficio se obtenga de ella, pienso que tampoco hay por qué esperar ningún perjuicio que sea consecuencia suya. Hay, pues, dos formas de rivalidad: una que paraliza y otra que estimula; y si la primera perjudica y anula a aquél que se halla poseído por ella, no dejándole más mira que el perjudicar y anular al prójimo, la segunda, por el contrario, es acicate del que acaso se beneficien ambos. Como nos ha explicado Hesíodo, las diosas de la rivalidad, las Érides, son dos: una funesta y madre de las pendencias y de la guerra, en tanto que la otra, afirma, «es mucho más útil para los hombres: ella estimula al trabajo incluso al holgazán; pues todo el que ve rico a otro que se desvive en arar o plantar y procurarse una buena casa, está ansioso por el trabajo».

En cambio la imitación pura, tal como aquí la hemos definido, consistente en imitar a otro hasta en las meras formas, y a veces sólo en eso, no es sino disposición grotesca, ridícula y risible. Quien así imita, más que a un hombre se parece a aquellos chimpancés adiestrados para imitar las costumbres humanas, como el que, a finales del siglo XVIII, tuvo ocasión de ver Georges Leclerc, conde de Buffon, «coger una taza y un platillo, colocarlos sobre la mesa, poner azúcar, verter el té y dejarlo enfriar sin tomárselo»; o los famosos Tommy y Jenny, célebres en el Londres de 1830 por su habilidad para aprender a comer y beber sentados a la mesa; o tantos otros casos similares que fueron muy frecuentes en los zoos durante muchos años, gracias al interés de un público que pagaba gustoso por ver tales tertulias gastronómicas de chimpancés (un público, claro está, que al reírse y burlarse de los animales no hacía si no poner de manifiesto su propia estupidez). Pero lo de nuestro imitador es aún peor, porque, al fin y al cabo, a los pobres simios se les obligaba a imitar a un humano, en tanto que el imitador es un humano que por propia voluntad ha decido convertirse en el chimpancé de otro.

 

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