Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 33 • noviembre 2004 • página 5
La idea de «pueblo elegido» se sigue utilizando hoy para zaherir a los judíos o acusarlos de racistas. Perednik nos muestra que el concepto no tiene nada de racista, que su presencia es casi universal, y que cabe relacionarlo aun con la España de hoy
Pocos conceptos judaicos fueron tan tergiversados como el de «pueblo elegido». Desconocedores del judaísmo vienen esgrimiendo por siglos esta idea para revelar de los judíos su supuesta intrínseca soberbia o racismo. Aun hoy en día, la noción de elección sigue siendo abusada por caricaturistas que en la prensa española muestran con proverbial judeofobia que «la agresividad de Israel o de su gobierno se debe a que se consideran elegidos».
También en esto, la mitología medieval que demonizaba a la religión judía, fue heredada en la modernidad por la «corrección política» que desplaza la tradicional fuente del mal hacia el sionismo y el Estado de Israel.
La metamorfosis del concepto de «pueblo elegido» hacia un eufemismo que otorga a los judíos privilegios o superioridad racial, es producto de una mala intención que oculta los antecedentes fundamentales al respecto.
El primero, es que las fuentes judías no plantean dichos privilegios. Al contrario, el más criticado de la Biblia de Israel, es el pueblo que la escribe. Y ello porque su elección implica sólo responsabilidades adicionales, y no derechos sobre nadie. La enseñanza fundamental de la elección es la autocrítica y no la autoglorificación.
El segundo dato velado, es que quien espeta a los judíos arrogarse una elección favorecida, nunca los cita a ellos mismos, sino que exterioriza sus propios estereotipos acerca de cómo los judíos son o se comportan. La abrumadora mayoría de los judíos jamás esgrimen la idea de la elección como argumento de nada.
La tercera noticia que se saltea es que la elección no tiene nada que ver con el racismo, ya que los judíos son de todas las razas y colores, e individuos de todas las etnias pueden convertirse al judaísmo. Más aún, quien quisiera rastrear las fuentes del antirracismo a su fuente inspiradora, llegaría a los profetas de Israel, y quien hurgase su primera formulación explícita, descubriría que en el Talmud, por primera vez hace casi dos milenios, se explica que el primer hombre Adán fue uno para que nadie jamás pueda aducir frente a su prójimo un linaje superior.
Hay un cuarto dado que se omite olímpicamente acerca del concepto de elección: que éste es en otras tradiciones (cristiana, islámica, drusa, &c.) mucho más rígido que el israelita, y sin embargo la invectiva se descarga exclusivamente contra la versión más leve del mismo, la judaica.
El cristianismo y el Islam originales se atribuyen la verdad universal que virtualmente no deja lugar para la salvación sino a sus fieles. El cristianismo nunca renegó del concepto de la elección. Lo aceptó sin reservas en su versión original, o bien lo corrigió con el dogma de que la elección había pasado a la Iglesia, «el nuevo Israel, el Israel del espíritu». Por ello llama la atención que quienes escarnecen a los judíos con la ridiculización de la elección, no reparan en que es una idea tan judaica como cristiana o islámica, y por lo tanto podría ser dardo para burlarse casi del mundo entero.
Más aún: precisamente el judaísmo facilita el entorno de pluralidad de religiones, al no exigir del prójimo que se convierta a su religión para ser salvo. Esta flexibilidad se debe precisamente a la tergiversada noción de pueblo elegido.
La afirmación de que el pueblo judío fue designado para cumplir con la Torá (Pentateuco) y transmitirla, ha obrado históricamente como una barrera contra los más diversos imperialismos que bregaron por someter a todos los pueblos a una misma norma. Así es que los judíos debieron enfrentarse a diversos imperios totalitarios. En la temprana antigüedad, el egipcio, el asirio y el babilónico; más tarde, el griego y el romano; en la época moderna, el alemán, el ruso, el panárabe, el islamista.
En la visión bíblica, la falta en la que cae todo imperio es justamente el intento de homogeneizar a los seres humanos. A partir de este conato se termina o bien en la sumisión a los más poderosos, como en la sociedad esclavista cuyo castigo arquetípico fue el Diluvio, o bien en una civilización tecnocrática que se atribuye poderes sobrehumanos, en la imagen de la torre de Babel.
En su liturgia, el pueblo judío hace gala de su origen de pueblo de esclavos que deciden liberarse de la opresión en Egipto. Su lucha liberadora se dirige contra todo avasallamiento que fuerce a los seres humanos a una misma categoría. La elección del pueblo judío es el inevitable corolario de esa contienda.
Cada persona es particular, cada pueblo es único, y no están todos destinados en bloque a creer lo mismo y obrar de igual modo. Cada persona y cada pueblo encontrará ergo su forma de espiritualidad, y entenderá su rol en la historia de una manera que le es única y singular. En ese contexto, Israel fue elegido para conservar la Torá, sintetizada en los Diez Mandamientos. Y respeta los senderos de fe de otras naciones y grupos.
Los relatos del Génesis son una concatenación de elecciones: Abel y no Caín, Abraham y no Nimrod, Isaac y no Ismael, Jacob y no Esaú. El Éxodo lo lleva a términos nacionales: los esclavos israelitas y no la realeza egipcia. Con todo, la elección de uno no implicaba necesariamente la desaparición del otro. Se trataba de otorgarle al elegido un papel central para que con él pudiera hacer su contribución a todos. «Por ti serán bendecidas todas las familias de la Tierra» se le promete a Abraham, el primer patriarca. Abraham se siente elegido, pero no para someter sino para llevar a cabo una labor ética que traiga bendición a todos, no a él exclusivamente.
El Pacto de Israel señala el rechazo de dos excesos, etapas en la evolución de la fe. En un extremo, el tribalismo, que supone que cada nación tiene su dios, como dicta la cosmovisión pagana. En el otro extremo, el universalismo, que, aunque parece fraterno cuando plantea una misma divinidad para todos los hombres, concluye implacable cuando establece un solo posible camino para servirle.
El hombre es plural. Tiene muchas sendas a su disposición, y formará muchas naciones que contribuyen con su color específico a la policromía humana, y conocerá muchas religiones que forjan un mosaico que debería ser de mutuo respeto y enriquecimiento, y no de «salvación» por la espada o guerras curiosamente «santas».
En una ocasión ordena la Torá amar al prójimo, pero decenas de veces ordena amar a una categoría especial del prójimo, el extranjero. Este reiterado aprecio también puede derivarse de la responsabilidad que acarrea la elección. El respeto al ajeno es corolario del concepto de Pueblo Elegido, que bien podría aplicarse a otros pueblos con no menor humildad. La misión de Israel fue ética, la de Grecia filosófica, y caben algunas reflexiones sobre una tercera nación ejemplar.
Israel y España
La tesis de Gustavo Bueno en su libro España frente a Europa (Barcelona 2000) es que «España no es originariamente una nación» (así se titula el segundo capítulo) sino un programa (el término buenista es ortograma imperial) generado en el medioevo, al hilo de la Reconquista, precisamente con vistas a revertir el avance del imperio islámico. El programa medieval español se habría vertebrado como «imperio no depredador, sino generador», y la España embrionaria de la Edad Media se había gestado como consecuencia del enfrentamiento con el Islam, y a partir de la constitución del reino asturiano.
España puede volver a ser un programa actualizado, que también reconsidere su ubicación en Occidente, se ponga a la cabeza para revertir el acecho actual del islamismo, y se reencuentre con sus raíces hebraicas en una profunda reconciliación con el pueblo judío.
Desde aquella nueva sociedad política que ya no era visigoda ni romana, los judíos en España acompañaron la gloria de la nación.
Aproximadamente en el año 1500, don Isaac Abravanel comenta el versículo de Abdías 1:20 (donde aparece la palabra Sefarad, hoy nombre hebreo de España). En su exégesis rastrea la presencia de los judíos de Francia y España, y de ésta comenta: «los hijos de Judea emigraron a España con la destrucción del Primer Templo (año 586 a.e.c.) y se establecieron en dos comarcas: en una gran ciudad de Andalucía bajo el reino de Castilla, y la segunda en la región de Tolitota.» José Blanco Amor abre su ensayo sobre Los judíos de España con una frase definitoria: «La presencia de los judíos en España es anterior a la de los propios españoles.»
En la época de mayor luminaria, entre los siglos catorce y quince, los judíos en España fueron protagonistas de la creación del cuadrante, las tablas astronómicas alfonsinas, el desarrollo de la cartografía de los mallorquines, el astrolabio, y los grandes instrumentos para el desarrollo del «imperio generador» que elucida Bueno.
Es posible que la misma voz España sea de origen hebraico. Se le atribuyen al nombre muchas raíces alternativas. La griega (o bien por un sobrino de Hércules llamado Hispana, o bien derivada de Pan, según insinúa Plutarco), la fenicia (según Samuel Bochart, su significado sería en ese idioma «tierra de conejos»), la macedónica, la báltica, la indígena. En 1767, Cándido María Trigueros, desechó cada una de las presunciones y opinó que España proviene de «tierra del norte» en hebreo, en el que en efecto la raíz «spn» significa norte.
Siglos de separación distorsionaron esa simbiosis judaicoespañola que tanto beneficio legó a la humanidad.
Justamente un reposicionamiento del español ante el judío le abrirá los ojos acerca de prejuicios sedimentados que le han impedido ver hasta ahora una cara muy importante de la realidad, y llevará a España a repensarse, como lo expresara Ramón Menéndez Pidal «con tenaz adhesión a la cultura occidental que defiende y propaga». La adhesión a Occidente y sus valores de autocrítica, libertad de conciencia y expresión, pluralidad y democracia, incluye la revaloración de la cultura hebrea como columna de Occidente.
La España que se reconcilia con sus judíos, había sido tímidamente anunciada el 3 de febrero de 1917, cuando uno de los fundadores del sionismo moderno, Max Nordau, coadyuvó en el embrión de la primera sinagoga de la nueva España, el Midrás Abravanel (oratorio de Madrid), y condujo en ella los rollos de la Torá durante el acto inaugural.
Médico y escritor de reconocida trayectoria, durante la Gran Guerra Nordau fue expulsado de Francia por extranjero. Se refugió en un desván de Madrid desde donde continuó su reconocida obra literaria. Rafael Cansinos Asséns tradujo al español su novela Matrimonios Morganáticos, mordaz crítica a la monarquía, y entre los libros de Nordau se leen aún Los Grandes del Arte Español y Impresiones de España, que incluye vivas descripciones de la Alhambra, del Panteón de los Reyes y de Semana Santa en Sevilla. Nordau había sido la mano derecha de Teodoro Herzl, a quien acompañó fielmente en la creación de la Organización Sionista Mundial de la que fue su vicepresidente. Una excelente simbiosis de intelectual europeo, amante de España, y judío comprometido con el destino de su pueblo.
El Talmud en el tratado llamado Nidá se refiere a quien «duerme aquí y sueña con una visión en Espamia» (el nombre talmúdico de la península). Esa locución se sigue empleando en el hebreo moderno, y decir hoy en Israel «un sueño en Espamia» indica una idea utópica, desconectada de la realidad... tal vez como la idea de una alianza entre España e Israel. Sueños a un lado, es la mejor elección.