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El Catoblepas, número 33, noviembre 2004
  El Catoblepasnúmero 33 • noviembre 2004 • página 9
Filosofía legal en el bachillerato español

Entrevista a Manuel Sánchez Cuesta

Julián Arroyo Pomeda

«Con la Filosofía se trataba de conjuntar el desarrollo de nuestras sociedades actuales con una legítima humanización valorativa que apuntale la universal dignidad humana.» «El reconocimiento de la esencialidad de la reflexión filosófica en la formación de nuestros bachilleres.» «La ciencia configura una de las experiencias básicas de la racionalidad humana.»

Manuel Sánchez Cuesta es Doctor en Filosofía y Catedrático de Instituto, ha sido profesor de Lógica y Teoría de la Ciencia en la Universidad Complutense de Madrid, de Filosofía y Literatura Española en la Universidad de Heidelberg (Alemania) y actualmente lo es de Ética en el Departamento de Filosofía del Derecho, Moral y Política de la Universidad Complutense.

Ha participado en numerosos cursos de Filosofía y de didáctica de Filosofía para docentes y fue Coordinador y profesor del primer Master en Filosofía que la Facultad organizó en el curso académico 2002-2003.

Además de autor de un elenco de artículos de temática filosófica, tanto en revistas como en ediciones en colaboración, lo es también de libros como La nueva lógica (Marsiega, 1975), Fábula íntima del Libertador J. N. (Andrómeda, 1988), Cinco visiones de hombre (Visor, 1993), La ética de los griegos (Ediciones Clásicas, 2001) y Ética para la vida cotidiana (Ediciones del Orto, 2003).

Según informaba la prensa a finales del año 1997, los responsables del Ministerio del Gobierno Popular, ejerciendo de ministra de Educación Esperanza Aguirre, se proponían presentar el proyecto de ampliación de la Filosofía en el Bachillerato. Parece que en el curso académico anterior, 1996-97, el Ministerio nombró una Comisión de Expertos en Filosofía para preparar una propuesta sobre la situación de la Filosofía en aquel momento. En ella había dos profesores de la Universidad Complutense (Heliodoro Carpintero, como presidente, y Miguel García-Baró) y otros dos de Instituto (Luis María Cifuentes y usted mismo, que ejerció de coordinador y secretario). ¿Considera que hubo equilibrio en la selección de las personas? ¿En qué consistió el trabajo? ¿Cuánto tiempo dedicaron al tema? ¿Hubo entendimiento entre los representantes de la Universidad y de los Institutos? ¿Se pusieron pronto de acuerdo? En otro orden de cosas, ¿cree que el sistema de Comisiones, que tanto se lleva, es un procedimiento legítimo y representativo para el profesorado? ¿No debería, al menos, completarse con alguna clase de debate entre los profesionales?

Sus preguntas aluden a dos aspectos fundamentales: uno referido a la constitución de la Comisión ministerial y otro centrado en la forma de trabajo realizado por ella y la eficacia del mismo. No sé si el sistema de Comisiones, como usted lo llama, es un procedimiento de trabajo legítimo y representativo para el profesorado. Pero creo que cualquier trabajo complejo, eficaz, precisa de un grupo no numeroso de personas, que sea capaz de elaborar un documento a partir del cual poder luego discutir pormenores e, incluso, si necesario fuera, elaborar un documento alternativo.

De lo que ciertamente estoy convencido -al margen de todo prurito personal- es de que los miembros de la Comisión ministerial estuvieron bien elegidos: 1) por el equilibrio de la representación de las EEMM y de la Universidad, con dos representantes de cada nivel; 2) porque el criterio fue juntar a cuatro profesionales técnicos, al margen de partidismos políticos; 3) porque, dentro del debate nacional que se estaba ventilando entonces, ninguno de los cuatro había sido ajeno al relieve que las Humanidades tienen en una formación integral de todo estudiante; y 4) porque todos ellos, de una forma u otra, estaban implicados en la reivindicación que los profesores de Filosofía venían reclamando a fin de que le fuera devuelto a la filosofía el carácter de asignatura común que siempre tuvo en los dos últimos cursos del Bachillerato. Lo que obviamente no significa que otros profesionales de similares características a las nuestras no hubieran podido formarla y ejercer satisfactoriamente su tarea.

Respecto a lo segundo, al trabajo realizado y su eficacia, debo decirle que tan ponto comprendimos los cuatro la importancia objetiva que el asunto poseía, nos esforzamos por trazar un plan de trabajo que fuera realmente eficaz. De inmediato elaboramos un calendario de encuentros y organizamos el método a seguir: nos reuniríamos dos veces por semana en sesiones de no menos de tres horas y el método a seguir sería éste: (a) seleccionar juntos el contenido a estudiar, (b) investigarlo individualmente, esto es, cada miembro por su cuenta, contactando y discutiendo con cuantos profesores de filosofía se estimara oportuno y (c) atenernos en las sesiones conjuntas al siguiente esquema: exposición individual de lo trabajado, análisis y crítica "despiadada" de su contenido y constatación escrita, cuando procediera, de cuanto todos considerábamos valioso al efecto que nos proponíamos. El Documento final de la Comisión surgió, pues, de un trabajo ininterrumpido durante cinco meses.

¿Qué si hubo entendimiento entre los representantes de la Universidad y los de Medias? Yo diría que casi pleno. Pese a tratarse de dos prestigiosos profesores universitarios, o quizás justamente por eso, pronto reconocieron, sIn suspicacia alguna, que era lógico que la voz cantante de la praxis la lleváramos los dos profesores de Instituto, como así fue.

Añadir, finalmente, que, aunque la elaboración material del Documento fue obra de la Comisión ministerial, en él colaboraron muchos profesores de Filosofía, así como asociaciones de profesores –Departamentos de Institutos, Asociación de Catedráticos de bachillerato, Sociedad Española de Profesores de Filosofía–, siendo presentado pública y oficialmente por la Comisión en el Colegio de Doctores y Licenciados de Madrid, en acto suficientemente publicitado, y que contó con la presencia del Director General de Enseñanzas Medias, del Director del Instituto de Filosofía del CSIC, de los Coordinadores de Filosofía de las tres Universidades públicas madrileñas (Complutense, Autónoma y Carlos III), del Vocal cultural del propio Colegio de Doctores y Licenciados y de numerosos profesores de Filosofía de la enseñanza privada y pública. Tras larga discusión, se fijó un plazo para que individual o colectivamente fueran enviadas al MEC las correcciones al Documento que se estimaran oportunas. También la prensa nacional se hizo eco del Documento en sus secciones de educación.

Declararon ustedes que no reivindicaban más filosofía, sino que lo que pretendían era darle su justa importancia y su exacta presencia en el Bachillerato. Y a pesar de no reivindicar más filosofía, de hecho ustedes añadieron en Filosofía de primer curso un bloque más a los cuatro de la LOGSE, el de la Realidad, y propusieron «Historia de la Filosofía» en segundo curso, como obligatoria para todos los bachilleratos y, además, con presencia en las pruebas de Aptitud para la Universidad. Aparte de la habilidad dialéctica para defender sus tesis, ¿no es cierto que la propuesta implicaba más filosofía en el Bachillerato? Esto es lo que siempre se discutió de la Reforma, que la presencia de la Filosofía y la formación filosófica eran insuficientes.

Vayamos por partes, pues en su planteamiento se hallan implícitos distintos asuntos. Uno alude a la Filosofía en tanto que materia humanística fundamental o, si se prefiere, como uno de los elementos capitales del núcleo de los saberes que conforman el haber cultural occidental humano. Otro tiene que ver, a fin de hacer factible ese primero, con la presencia de la Filosofía en los planes de estudio, tanto en lo relativo a contenidos cuanto en lo que respecta a los tiempos de su docencia. Pues bien, la Comisión tuvo desde el comienzo muy claros ambos extremos. Por ello intentó, en primer lugar, fijar un catálogo de contenidos sobre los que debían reflexionar los estudiantes a fin de que enriquecieran su formación. Por tal motivo, no sólo sugerimos la independencia de la «Ética y Moral» (4º de la ESO) de las Ciencias Sociales y revisamos sus contenidos, sino que también trabajamos en el perfil de otras posibles materias optativas, como «Psicología», «Ciencia, Tecnología y Sociedad» y «Sociedad, Cultura y Religión». Pensando en ello, en modo alguno nos pareció aceptable haber convertido la Historia de la Filosofía en una asignatura de modalidad. Si se trataba –y así lo he constatado antes– de un saber formativo nuclear, la Historia de la Filosofía debía convertirse otra vez en una materia común a todos los bachilleratos. Argumentar, como se hacía para justificar su reducción, que la Filosofía estaba reñida con la imperiosa exigencia de especialización, era un modo falaz de hacerlo. Muy por el contrario, para la Comisión estaba claro que la Filosofía, en la medida en que colabora o puede colaborar a situar individual y socialmente la especialización en el ámbito de la vida humana, se halla estrechamente imbricada con ella. La incitación permanente a la autocrítica, el reconocimiento del sentido con que se hacen las cosas, la valoración de los fines frente a la mera instrumentalización de lo posible que constantemente nos amenaza, &c., permite dar un verdadero sentido humano al imperante saber científicotecnológico, cuya amenaza mayor reside en que tensa hasta el límite nuestras posibilidades, abandonándonos numerosas veces luego en una suerte de camino sin retorno.

Se trataba con la Filosofía, según se ve, de ayudar a nuestros bachilleres a poner un marco reflexivo a la praxis individual y social, pero con el objetivo expreso de que ésta no logre desbocarse y, al igual que en el aleccionador y viejo relato, acabe destruyendo a su propio creador, el hombre. O dicho de un modo más técnico, de ser capaces de conjuntar el desarrollo de nuestras sociedades actuales con una legítima humanización valorativa que apuntale la universal dignidad humana. De ahí que estimáramos que lejos de reducirse la Filosofía en el plan de estudios –es lo que usted preguntaba–, debieran, por el contrario, cursarla todos los alumnos, al margen del Bachillerato elegido. Es decir, más que implicar la propuesta de la Comisión un aumento de la Filosofía en el Bachillerato, se trataba de que ningún estudiante de ese nivel se quedara sin cursarla. Y hacerla, correspondientemente, figurar en las Pruebas de Aptitud de la Universidad no era sino un modo de subrayar esa importancia que le concedíamos.

Si la filosofía es uno de los elementos capitales de los saberes que conforman lo humanístico, ¿cuáles son los otros saberes que lo complementan y se consideran también necesarios? ¿Qué conexiones o relaciones guardan entre sí? Entre ellos, ¿hay alguno tan clave que su carencia haga peligrar la necesaria presencia del humanismo?

Respondo a su pregunta sobrevolando los aspectos concretos del currículo en los que usted acertadamente no entra. Aparte de la propia Lengua, necesaria para entender y expresar el mundo, lo dos grandes saberes humanísticos del siglo XXI son, a mi juicio, el filosófico, del que estamos hablando, y el matemático. La perspectiva de rigor de la ciencia y de la técnica en el saber general de un estudiante de bachillerato debe ir más allá de la propia sorpresa administrativa ante los cada vez más frecuentes «milagros» tecnológicos a los que les toca asistir. La matemática ha de permitirle comprender la exactitud y efectividad que para la vida humana tienen esos logros. Hablo de una matemática que, como lenguaje matemático, proporcione desde la escuela a los estudiantes aquellos medios que les posibiliten entender, en sus causas más que en sus efectos, el poder y la capacidad de progreso o de regreso que se encierra en una tecnología capaz de convertir el universo humano en una especie de tecnosfera.

¿Por qué es necesario que la «Historia de la Filosofía» sea obligatoria en el Bachillerato? Hay quien mantenía que es solo por causas corporativas, pero que tal y como está planteada carece de valor formativo y didáctico y, por lo tanto, no debe estar en ese nivel de enseñanza, ya que lo único que puede conseguirse es la pura memorización del estudiante. ¿Proponían ustedes un enfoque histórico de la Historia de la Filosofía o barajaban otros enfoques más renovadores y nuevos? Y además de conocer los sistemas filosóficos, ustedes querían que los alumnos leyeran obras de Platón, Kant, Ortega o Freud. Después pedían al profesor que trabajara con textos ¿Cree que es posible hacer todo esto? ¿Qué ambiciones formativas tenían ustedes?

Su pregunta es complejísima y yuxtaponiendo las cuestiones, como hace en ella, aún lo parece más. Eso a lo que alude –sistemas filosóficos, textos, obras de lectura obligatoria– hay que verlo desde la síntesis, entre otras razones, porque independizando cada una de ellas, todas pierden su sentido. Un plan de estudios se ve forzado a separarlas, pero no pierde nunca, si está bien trazado, su unidad, la intención de fondo que orienta esa aparente multiplicidad dispersa. Decía Hegel –no importa que la historicidad proclamada por este filósofo ponga a algunos de los nervios– que la Filosofía es la conciencia de su época. ¿Acaso no es esto cierto? Apliquemos dicho pensamiento: ¿pueden ser sincrónicos los conceptos?, ¿el verdadero sentido de éstos no es diacrónico? Lo que vemos al mirar no es nunca algo fijo y dado de una vez por todas, sino que el cristalino de nuestra razón está descubriendo en ello permanentemente nuevas formas, nuevas posibilidades, nuevos sentidos. Lo histórico, por eso, es una oferta donde el tiempo encara al ser humano y lo obliga a implicarse en él. Y como el tiempo es sucesión, en este movimiento siempre reducido a instante, aunque siempre también en desenvolvimiento continuado, se anuclea el orden del sentido. Por lo que recorriendo la Historia, recorremos el devenir humano. No creo que esto tenga nada que ver, por más que la erudición sea un acechante peligro, con la memorización de corrientes, autores, escuelas, &c., sino, por el contrario, con la posesión de experiencias que han de ser revividas como las soluciones que los humanos hemos ido dando a los variados problemas a que nos hemos debido ir enfrentando. Por eso nos pereció que, al introducirse en segundo curso de Bachillerato la Historia de la Filosofía como asignatura común, debían atenderse en las clases aquellos tres extremos a que usted aludía en una de sus preguntas. E indicamos ciertos autores centrales en cada etapa histórica, de entre los cuales el profesor elegiría los que a su juicio mejor la representaban; seleccionábamos luego de entre sus obras algunos textos –sin perder de vista los núcleos temáticos de la Filosofía de primero–, para ser trabajados en el aula, facilitando con ello a los estudiantes el acceso directo al pensamiento filosófico; y, finalmente, recomendábamos la lectura de tres obras completas, cortas y fundamentales, correspondientes a los grandes períodos filosóficos: Menón de Platón, para la Filosofía Antigua, La paz perpetua de Kant, para la Moderna y, a elegir, entre En torno a Galileo de Ortega o El malestar de la cultura de Freud, para la Contemporánea. Pensamos que la lectura de algunas obras filosóficas sencillas (¿) era un momento clave de la praxis filosófica, un buen modo, en todo caso, de hacer filosofía filosofando, como quería Kant.

¿Que si creo que es posible una tal cosa en nuestros centros? Han pasado siete años de aquello y cada vez lo juzgo más necesario y al mismo tiempo lo considero más difícil, dada la deficiente preparación que los estudiantes traen de la ESO y al poquísimamente desarrollado hábito lector. Pero enseñar siempre ha sido un reto. Y lo que debe pedírsele a cualquier meta que bordee lo utópico dentro de un plan de estudios es plausibilidad. No debemos confundir lo difícil con lo imposible. Además, y tras un período dedicado a esos libros, el juicio de los propios profesores de filosofía dictaminaría si habría que mantenerlos como obras de lectura obligatoria o deberían ser sustituidos por otros.

¿Por qué la filosofía es la conciencia de su época y la ciencia no? ¿Qué diferencias intrínsecas de concepción intelectual hacen que una sea conciencia crítica y la otra no? ¿Acaso la ciencia es conciencia de otra cosa?

Al aludir a Hegel no me refería, como es obvio, a cuestiones fácticas de su filosofía (la síntesis de un momento dialéctico), sino a una puntualidad durativa en la que siempre deviene históricamente la cultura y que da sentido a un tiempo determinado. Y entrañada en esa cultura o manera de ser, de sentir, de pensar, de hacer y de vivir los hombres de una época va siempre subsumida la ciencia, pues no en vano ésta configura una de las experiencias básicas de la racionalidad de la humanidad.

Detecta usted que los estudiantes vienen con mala preparación de la ESO y yo lo acepto. Lo que pasa es que esta es una forma común de pensar, en virtud de la cual la ESO culpa al nivel anterior y la Universidad al Bachillerato. Así suelen justificarse los niveles superiores, mientras no se hace casi nada por recuperar las deficiencias. ¿Cómo podría resolverse tan preocupante situación?

Tiene usted razón al decir que una desafortunada y generalizada costumbre entre los docentes y responsables educativos consiste muchas veces en justificar las carencias o defectos de un nivel académico superior mediante el cómodo e injusto recurso de devaluar el nivel académico que le precede. Sin embargo, un tal reproche en absoluto va implícito en mi respuesta anterior. Años de docencia atenta son el mejor antídoto contra esa perversa e ideologizada manera de pensar. Lo cual no significa, por otro lado, que objetivamente ello no pueda ser cierto, es decir, que en efecto los distintos niveles educativos, individualmente tomados, alcancen los objetivos que de los mismos se espera. Y me pregunta cómo resolver semejante dificultad. Contestar dicha cuestión –¡ahí es nada!– sería como desatar el nudo gordiano educativo. Se trata de un asunto netamente político, que debería implicar un pacto de Estado, siempre más allá de intereses concretos partidistas. Tal pacto, establecido con la participación de todos los estamentos implicados en el proceso educativo, habría de ser capaz de regularizar los fines educativos generales y de establecer los medios idóneos para alcanzarlos, desde la primera escolarización hasta la Universidad, cosa que hoy día no se da. En consecuencia, mientras la obligatoriedad mantenga en las aulas intereses tan variados, sin ofertar a los estudiantes alternativas reales diversificadoras e, igualmente, la Universidad constituya una especie de escuela superior de cultura y no un lugar a donde uno vaya a especializarse, ningún nivel terminará quedando satisfecho de estar haciendo o logrando las metas que de él cabría esperarse.

¿Trabajó la Comisión en unos contenidos comunes para todas las Administraciones educativas? ¿No les producía ningún escrúpulo pensar así? ¿No cree que se crearían obstáculos políticos por parte de las Comunidades Autónomas, tal y como se encontraban entonces las relaciones con la ministra Aguirre?

Me parece un poco extraño lo que me pregunta, incluso sin demasiado sentido. Porque una cosa era entonces el Plan de Humanidades, al que estaba enfrentándose el Gobierno y de modo particular su ministra de Educación, Esperanza Aguirre, y otra muy diferente el reconocimiento de la esencialidad de la reflexión filosófica en la formación de nuestros bachilleres. y si, como creíamos, tal esencialidad era un hecho, la materia había de ser por fuerza común. Esto es lo que nosotros, como técnicos en Filosofía, razonamos ampliamente al entregar a la ministra el trabajo de la Comisión. Que luego razones de política autonómica obligaran al Gobierno o al Ministerio de Educación a determinados pactos no era asunto de nuestra incumbencia. Nosotros nos limitamos a hacer un análisis sobre la situación en que se encontraba la Filosofía en ese momento, a elaborar un programa razonado de contenidos de la misma, amén de sugerir, apoyados en buenas razones también, que la Filosofía debería ser una materia común para todos los bachilleratos y en todo el Estado. Debo decir que a mi juicio la ministra así lo entendió y defendió. Lástima que conveniencias políticas del momento terminaran con su cese, siendo sustituida por un «mejor negociador» como Mariano Rajoy. Sin embargo, las condiciones que luego se pactaron con ciertas autonomías fue un asunto por completo ajeno a la Comisión de expertos en Filosofía, en cuanto tal Comisión.

Ya, pero resulta que a veces las cuestiones políticas son importantes, porque pueden ser expresión de algo fundamental de lo que es casi imposible de prescindir. Lo que quiero decirle es si no habría que superar la «situación centralista» para dar entrada en la Comisión a otras perspectivas distintas que discutieran el tema. Incluso admito que igual la otra perspectiva, digamos la no centralista, llegara a parecidas conclusiones sobre una materia de común esencialidad. Ocurre que siempre se cuece el pan en el mismo horno, teniendo luego todos los demás que tomar este alimento o quedarse sin comerlo. ¿No habría alguna forma para ofrecer algo más de participación? Le agradecería que pudiera entrar en esta dialéctica, que quizás no sea hegeliana.

En efecto, las cuestiones políticas son muy importantes, tanto que incluso a la política se le encomienda la resolución de problemas esenciales humanos y que van desde el del hambre al de la ecología, al de la sanidad, al del ajuste del salario mínimo interprofesional, al de la protección de las libertades, &c., y, por supuesto, al de la educación. En realidad de verdad, ¿qué ámbitos quedan al margen de la actividad pública hoy? Por lo tanto, nada tengo que objetar al hecho de que en una Comisión ministerial de técnicos en diversas materias del currículo tuviera la correspondiente representación autonómica, representación, además, que entendería como necesaria cuando se trate de decidir contenidos y tiempos lectivos en algunas de ellas. En concreto, y para no extendernos o divagar, no es lo mismo analizar la situación en que se encuentran asignaturas, por ejemplo, como la Filosofía o las Matemáticas, a fin de elaborar después un programa docente de las mismas, que hacerlo sobre otras, como, verbigracia, la Lengua o la Historia, donde obviamente el hecho diferencial ha de ser entendido. En resumen, no alcanzo a ver para el caso de la Filosofía en qué medida una Comisión ministerial de técnicos con representación autonómica habría podido variar las líneas básicas de nuestros análisis y programas.

La iniciativa de lecturas obligatorias de tres textos completos parece interesante y lo siguen manteniendo muchos profesores, que, además, lo han hecho siempre. En cambio, en los últimos programas de 2003 esto no se ha conservado. ¿Lo considera un acierto o una equivocación? ¿Quizás es que no están los tiempos para pedir lecturas obligatorias? ¿Qué valor didáctico o formativo tiene este proceder?

De 1997 a hoy han pasado siete años y cada curso ha ido profundizando la herida de la ausencia de lecturas. Tampoco en esa fecha era fácil semejante recomendación. La EGB primero y la ESO después habían comenzado a hacer de las suyas, quiero decir, a limitar el esfuerzo de los estudiantes. ¡Cómo si algo importante pudiera ser alcanzado sin empeño! La obligatoriedad de la enseñanza, que tiene de positivo no dejar a nadie fuera del proceso educativo, tiene en su contra, en cambio, la igualación de los niveles por abajo. Y si a esto le añadimos la presencia cada vez más universal de la imagen, la lectura ha terminado por ser la gran perdedora. Ese esfuerzo imaginativo y racional por aupar el mundo escondido tras un conjunto de palabras encadenadas, como es un libro, ha desaparecido de nuestros estudiantes en mayor medida de la deseada. Lo que crea una grave deficiencia cuando se alcanza el límite de las imágenes y se hacen precisos los razonamientos abstractos. Y en tal sentido, ya entonces y mucho más hoy, una lectura filosófica resulta muy difícil. Sin embargo, constituye una función significada de la Escuela él intentarlo, el hacer posible que ese fascinante mundo abstracto no desaparezca o quede reducido a mínimos inservibles.

Pienso que el ejercicio de la obligatoriedad –la O de la palabra ESO– ha confundido dos derechos muy distintos: el derecho a la educación, que es un derecho fundamental, y el derecho a la escolarización, que es un medio para hacer efectivo aquél. La positividad de éste implica –y es lo que parece olvidarse– simultáneamente ciertos deberes. La escolarización exige, en efecto, del estudiante el deber de adquirir ciertas actitudes como las del esfuerzo, la atención, el respeto al profesor y los compañeros, el estudio permanente, la realización continua de actividades, la asistencia y puntualidad a las clases, &c., sin las cuales, el derecho a la escolarización convierte a los Centros escolares en lugares de acogida, que evitan ciertamente el aumento de la delincuencia juvenil, pero que imposibilitan todo serio aprendizaje escolar normado. Pese a lo cual, y como le decía antes, sigo creyendo que ese ejercicio de lectura obligatoria de obras filosóficas en segundo curso de Bachillerato es un acierto. Si no queremos diezmar la fantasía, la capacidad de abstracción, contrarrestar lo efímero y limitado de la imagen, reconstruir la conciencia de las épocas, de las que la Filosofía es su punta de lanza, esto es, quedamos sin el haber irrenunciable que suponen los libros, no tenemos más remedio que afrontar en la Escuela la recuperación del casi perdido hábito lector, ya que cualquier formación humana y cultural que se precie resulta impensable al margen de lecturas asiduas. Ese es el valor didáctico o formativo que posee tal proceder en Filosofía. y que, lógicamente, en nada se opone a la actual tecnología de la información, sin duda igual de útil e imprescindible.

Actualmente, en el Bachillerato hay textos y fragmentos amplios de los mismos como base del examen de las Pruebas de Aptitud para la Universidad. Muchos se quejan de tales textos y también de su extensión. ¿Cree que habría que dejar la elección de los textos y fragmentos a los profesores? ¿O repercutiría este proceso en el mayor fracaso en la Selectividad? ¿Es usted partidario de la Selectividad o no?

Permítame comenzar contestándole que no es fácil confeccionar un programa de autores ni tampoco una antología de textos a gusto de todos. Cualquier conocedor de la Historia de la Filosofía sabe bien que siempre es posible proponer como alternativa otros filósofos y otros textos. Sin embargo, sea cual fuere la selección propuesta, ésta debe posibilitar tanto una preparación adecuada al estudiante que desee ir a la Universidad, cuanto una sólida formación cultural a quien decida no hacerlo. Me parece muy positivo, por eso, que todos los estudiantes del Estado cuenten con un programa común, que cabría considerar de mínimos, y que podría cifrarse en las tres obras filosóficas de lectura obligatoria propuestas por la Comisión. Merced a él se podría, en primer lugar, romper con esa especie de normatividad implícita al curso segundo de Bachillerato –y que antes afectó al COU– en el sentido de haber de impartirlo en función del examen de Selectividad y, en segundo, posibilitar de modo fácil a los Coordinadores universitarios la confección imparcial de las pruebas de Aptitud sobre fa base de tales lecturas. Con esto resuelto, no creo que hubiera inconveniente alguno en que el profesor eligiera los textos complementarios que estimara oportuno en orden al conocimiento por parte de sus estudiantes del pensamiento de un filósofo o de un período histórico.

¿Partidario de la Selectividad o no, me pregunta? Con independencia del nombre que se le dé –pruebas de madurez, selectividad, reválida–, juzgo que al finalizar la Enseñanza Secundaria es positivo realizar un examen comprensivo. Ningún sistema educativo europeo prescinde del mismo. Se trata, en realidad, de que todos los estudiantes muestren hallarse en posesión de ciertos conocimientos y hábitos intelectuales básicos, que es lo que dicha prueba debería evaluar. y obviamente esto no debería confundirse con el hecho de que determinadas Facultades, después, si así lo estimaran, exigieran para matricularse en ellas otra prueba sobre conocimientos técnicos específicos. Me da la impresión de que la misma sociedad empieza a descubrir que las Universidades no pueden convertirse en cajones de sastre, a donde cualquiera, simplemente porque lo desea, puede ir.

Reflexionemos un poco sobre la madurez del estudiante. Me parece que descubrirla tiene sus dificultades. ¿Es posible confirmarla mediante determinadas materias de un solo curso, aunque sea el terminal? Claro, porque la idea de reválida me parece que implica otra cosa. Luego viene el otro asunto de no menor envergadura, la actuación de la Universidad. Supongamos que se ha confirmado ya la madurez en el estudiante, al que se le han aplicado determinados criterios científicos, ¿todavía la Universidad necesita de segundas o terceras comprobaciones? ¿No implica esto caer en algunas contradicciones? ¿Cómo orientar adecuadamente todas estas cuestiones?

A mi juicio, todo estudiante al terminar el bachillerato debería hallarse en posesión de ciertos contenidos fundamentales y hábitos intelectuales básicos. De estar ambos aspectos indicados como una meta a lograr, según antes ya dijimos, no creo que fuera complicado señalar los items que habrían de configurar la evaluación final de los estudiantes, siempre independizados de este o de aquel curso. Y, por último, respecto a la acción selectiva posterior de la Universidad, acabo de indicarle lo que pienso sobre el asunto.

 

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