Nódulo materialistaSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas, número 33, noviembre 2004
  El Catoblepasnúmero 33 • noviembre 2004 • página 12
Artículos

Diatriba y libelo de repudio contra el vulgar cristiano misaire y almodovariano de pro

José María Rodríguez Vega

Reflexiones contra la conciencia vergonzante de algunos católicos (misaires almodovarianos) a la luz de algunos textos de La Ciudad de Dios de San Agustín

Pedro AlmodovarGaspar LlamazaresShere HiteMichael Moore

«La utopía es lo políticamente imposible y por tanto lo políticamente indeseable. La utopía es una estafa política.»{*}

Por la puerta Falaria de Roma entraron las huestes del godo Alarico el 24 de agosto del año 403, saqueándola a hierro y fuego –se nos dice en la introducción–. «Aquel acontecimiento hizo temblar a los espíritus más fuertes del paganismo y de la cristiandad, con una depresión moral que no respetó a los altos ni a los bajos (...) La cristiandad de África se sintió profundamente conmovida, porque la romanidad era entonces un título de libertad, nobleza y señorío; y en un momento todo se quedó en el aire o se vino abajo, aun para muchos cristianos, para quienes el imperio y el orden romano y la eternidad de su capital –la ciudad eterna– eran los guardianes de la civilización mundial de entonces.» La Ciudad de Dios de San Agustín, su obra, hay que situarla en la necesidad de consuelo que parece ser tenían aquellos antiguos cristianos y la defensa de las calumnias a que eran sometidos al culpárseles incluso de los desastres y el sacomano de Roma, según dice San Agustín.

Yo hoy, aunque sea sólo para desahogarme, sólo acuso a los misaires almodovarianos,{1} católicos y progres, de inconsecuencia, de inconsecuencia con sus dioses y con el mundo, pues ni están hoy bajo una depresión psicológica, ni padecen persecución de ningún tipo. Como dijo el sobrino de Rameau, si esto es cierto, que cada cual espíe sus manes.

Riqueza y consumo

Este santo padre Agustín les consuela así:

«Lo que más nos interesa aquí es la postura personal tanto ante las cosas que llamamos prósperas como ante las adversas. Porque el hombre de bien no se engríe con los bienes temporales, ni se siente abatido con los males. Y al contrario, el malvado sufre el castigo de la desgracia temporal, porque con la prosperidad cae en la corrupción.» (Agustín, I, 8.)

Muy cierto esto. Lo primero que hace este santo padre es reconocer la validez misma de los bienes temporales sin complejo alguno, cosa que no hacen nuestros progresistas católicos que se dicen de «izquierda» mientras consumen como cualquiera de «derechas» estos bienes de consumo de la sociedad capitalista, bienes que parecen avergonzar a veces a todo buen bautizado en la fe de Cristo. Ciertamente no hay por qué exhibirlos ni proclamarlos, pero es una postura vergonzante el ocultarlos de según qué maneras. Este ocultamiento parte de esa ideología progresista a la cual se la supone incompatible con la riqueza burguesa: uno ha de ser y parecer de «izquierdas», y no es políticamente correcto el ser de «izquierdas» ganando dos millones de pesetas o doce mil euros al mes y más, pues antes es preferible disfrazar la verdad del status propio que no parecer de «derechas», derecha, claro es, identificada para mayor salvación propia con el «franquismo». Por relativismo, cuanto más grande es el demonio más blancos son los angelitos del cielo. O sea, que este ocultamiento consiste en decirse católico progre y de «izquierdas» para así salvar el hecho material y objetivo en el que uno se halla realmente enclasado en la «derecha», o cuando menos en la llamada clase media que se lo pasa a lo grande en este valle de lágrimas.

Por otra parte, que la cosa (entre izquierdas y derechas) esté ecualizada no es aún creíble para la conciencia vergonzante del católico misaire y del almodovariano ateo, que casi siempre se encuentran enmarañados en los hilos de la ideología dominante, padeciendo muchas veces sin saberlo ni sospecharlo sus consecuencias más contradictorias. Si tal cosa el misaire comprendiera, que no hay distinción objetiva entre «izquierdas» y «derechas», que hoy están «ecualizadas»,{2} su pretexto quedaría anulado, se tendría él que reconocer un hombre metido de lleno en el pecador consumo –de lujo muchas veces–, metido en esa endiablada vorágine que presiona sobre los recursos provocando guerras y matanzas y hambres generalizadas en los países de los pobres y en muchas otras partes. De esta competencia y presión del consumo sobre los recursos el misaire no quiere ni oír hablar, se justifica pobremente echándole siempre la culpa a «la sociedad», a los poderosos o al gobierno que no le adula, se exculpa por otros, y se consuela y engaña a sí mismo con ideológicas migajas de la militancia alternativa, ecologista, pacifista, vegetariana, gaiana, &c. Con estos heroicos actos de barrio se quiere hacer creer a sí mismo y a los demás que él no es un consumidor como otro cualquiera y tan culpable como el que más, suponiendo que esto de la culpa sea mínimamente racional.

Para poder vivir el misaire, este fariseo, necesita una conciencia engañada que sepa olvidar aquellos cánones con los cuales no se puede servir a dos señores, a Dios y a Manmón, «porque la raíz de todos los males es el amor al dinero» (Agustín, I, X). Y la mejor manera del olvido de esta –para él– falla moral, es el encuentro de un otro como culpable: el mal por antonomasia, el aznarismo, el imperialismo y cualquier otro Belcebú.

Esta contradicción existencial la han padecido siempre los hombres y siempre han tratado de revestirla con una ideología exculpatoria, consciente o inconscientemente. No nos engañamos, la culpa es insoportable para cualquier pietismo y el orgullo para ser y por ser uno quién es, no puede anidar con la humildad (de clase) que se le exige al cristiano común.

Lo más fácil para todos sería la solución drástica del ateísmo, ateísmo que liquidaría la contradicción de golpe al poner al hombre sólo frente a sí mismo, esto es, frente a los demás hombres y frente a las cosas prósperas en un mundo inmanente y a solas, en su mero espacio antropológico. Pero esto para un creyente no es posible en tanto sea un creyente adicto a la trascendencia religiosa, y así, en su religazón, se debate siempre ante los buitres que permanentemente le corroen el hígado: por un lado este Prometeo dice buscar la salvación eterna, pero por el otro el mercado pletórico lo apabulla y le incita de continuo a la pompa y el boato del automóvil de lujo, el vino caro, los buenos restaurantes y las lejanas vacaciones, y estos quisquillosos demonios le alejan más y más de «la patria definitiva y eterna» del Parnaso, del ideal impertérrito de su Ciudad de Dios que con su Adviento en lontananza le hace teóricamente muy cuesta arriba la espera de ese «juicio con auténtica justicia... y una paz completa» (Prólogo), no sea, acaso, que, mientras tanto, si el consumo se extralimita acabe el pío creyente «cayendo en la corrupción y en la desgracia temporal» tan propia de este mundo corrupto y materialista.

Tanta paz y tanta tolerancia y buen talante acaba en la aceptación plena de aquello que se dice no cometer. Pero esto por ahora no lo sabe el hombre de buena fe, el creyente ingenuo:

«...con razón se ven envueltos en el mismo azote temporal, aunque estén lejos de ser castigados por una eternidad. Bien merecen los buenos sentir las amarguras de esta vida, cuando se ven castigados por Dios con los malvados, ellos que, por no privarse de su bienestar, no quisieron causar amarguras a los pecadores (...) Sí son culpables los que viven de una forma distinta y aborrecen la conducta de los pecadores, pero hacen la vista gorda con los pecados ajenos. Tienen miedo a sus reacciones, tal vez perjudiciales en los mismos bienes que los justos pueden disfrutar lícita y honestamente, pero que lo hacen con mayor avidez de la conveniente a unos peregrinos en este mundo que enarbolan la bandera de la esperanza en una patria celestial.» (Agustín, I, 9.)

Ya Agustín los tiene bien calados. ¡Por lo visto su buen fondo los salva de ser castigados por una eternidad! Y es que en todas las épocas llenas de cataclismos tuvieron los malvados compañeros de viaje. Quiere esto decir que los buenos viven de idéntica manera que los malvados de que nos habla San Agustín...por lo menos hoy en día...Hoy, cuando nosotros en este sentido nada les reprochamos, se lo reprochan ellos a sí mismos mintiéndose al hacerse artificialmente modestos y parecer diferentes a los malvados malos... y franquistas. El invento del enemigo me hace amigo de mi amigo, o sea: sectario...Ahora que ya no hay necesidad ninguna de ocultar el consumo legítimo en el mercado pletórico, ahora «que los justos pueden disfrutar lícita y honestamente» del consumo, ahora que el trabajo y el sudor de la propia frente es y debería ser para todos una honra, va el cristiano pequeñoburgués y adinerado y se dice: «yo soy humilde y estoy con la sangre del pobre y como soy de izquierdas voto a los míos, al partido Obrero Socialista Periférico», o sea, a los contrarios de los malvados franquistas y españolistas... De esta manera tan diferente (!), es como el católico misaire y almodovariano no cree hacer «la vista gorda con los pecados ajenos» de los franquistas capitalistas para así salvar su alma para la vida eterna en la Ciudad de Dios. En realidad el cristiano misaire lo que hace es salvar su sucia conciencia para poder seguir siendo emic de «izquierdas» con un consumo ecualizado y bastante de «derechas», como corresponde a sus méritos (para él, inconfesables méritos) y a la octava potencia mundial en el meollo real de este perro mundo.

«(...) Todos estos, de muy buen grado. adquieren bienes caducos de la tierra en abundancia, y con mucho desagrado los pierden. Esta es la causa por la que no se atreven a ofender a los humanos cuya vida, llena de pobredumbre y de crímenes, les disgusta.» (Agustín, I, 9.)

Siempre se negará la mayor. Ellos han descubierto la manera orwelliana de parecer lo que no son. Siendo diferentes a los de derechas ya son de izquierdas y así ya no necesitan en modo alguno ofender a sus pequeñoburgueses correligionarios, aunque del dicho al hecho va mucho trecho. Ellos, los misaires, sí denuncian a los franquistas cuya «vida está llena de pobredumbre y de crímenes», y por este ágil truco logran salvar el nombre, el santo nombre y fama de buenos cristianos, de honrados. Ni San Agustín habría sospechado tan inocente y a la vez maquiavélica astucia, que, en su santa supuesta inocencia sabe voltear alegremente con una verónica torera la cal viva sobre Lasa y Zabala olvidando a la vez tanto falangismo en las filas de aquellos en los que depositan su confianza y que saben no crispar nada y hacernos felices. ¡Qué dichosos! El Diablo se ha marchado gracias a la diosa Felicidad y ya todo está arreglado y hasta la crispación ha desaparecido, «porque, ¿cómo encontrar la felicidad donde no había verdadera piedad?» (Agustín, IV, 23). Ahora ya podemos amar verdaderamente a nuestros enemigos y dar gracias a la diosa Felicidad, «esa no se qué» –como dice San Agustín–, que nos ha traído la sangre del pobre dentro del Tren de la muerte y gracias a la cual cada demonio está, según parece, en su justo lugar. Ahora ya podemos diferenciarnos bien de la derecha asesina y ser claramente de «izquierdas» (lo que siempre hemos sido), pásalo, pásalo mientras no dicen ni pío ante la petición de indulto que algunos corruptos claman y piden para el Sr. Vera y cía. Es el ejercicio de la santa Amnesia y la honrada ocultación de mister «X» ¡Pobrecito el Sr. Vera... tanto sufre la injusticia de la justicia española que ahora se nos quiere suicidar! ¿Cómo es posible que haya alguien con el corazón tan duro que no se compadezca de este, declarado por los jueces, ladrón? Los almodovarianos lo comprenden y encuentran la felicidad en esa verdadera piedad...

«¿Quién –dice el Obispo– opondría resistencia a la felicidad?, sólo aquel –y esto es imposible– que quisiera ser infeliz.» (Agustín, IV, 23.)

Solamente una conciencia limpia de «derechismo», de franquismo, puede olvidar la posición, el status social, los privilegios derivados de la desigualdad dada en el Estado de derecho y en el Mercado pletórico, solamente a ella, a la Felicidad, como si aquí no hubiera pasado nada, «elevarán súplicas y sólo será frecuentado su templo por los ciudadanos que quieren ser felices, no existiendo uno sólo que rehuse serlo» (Agustín, IV, 23). Alterar la modorra de esta diosa es para el fundamentalista democrático y la conciencia del misaire lo peor de lo peor. Este es el único crimen contra la democracia, el crimen contra la tranquilidad de la conciencia miserable del misaire, contra su falsa consciencia de ser de «izquierdas» por su mero y arbitrio y voluntad subjetiva. Quién altera esa felicidad es un fascista como es un fascista todo aquél que no está para compadecerse del honrado Sr. Vera.

Pero al obispo de Hipona no es fácil darle gato por liebre:

«No me refiero sólo a estos, no. Se trata incluso de aquellas personas que se han comprometido con un género más elevado de vida (verum etiam hi, qui superiorem vitae gradum tenent), libres de las ataduras del vínculo conyugal, de frugal mesa y sencillo vestido. Estos, digo, se abstienen ordinariamente de reprender la conducta de los malvados, temiendo que sus disimuladas venganzas o sus ataques pongan en peligro su fama o seguridad personal. (...) Con todo, evitan reprender esas tropelías que no cometen en complicidad con ellos, siendo así que algunos cambiarían de conducta con la represión. Tienen miedo, si fracasan en su intento, de poner en peligro y de perder la reputación y la vida. Y no porque la crean indispensable para el servicio de enseñar a los demás, no. Es más bien efecto de aquella debilidad morbosa en que cae la lengua y los juicios humanos cuando se complacen en sus adulaciones y temen la opinión pública (famam), los tormentos de la carne o la muerte. Consecuencias son éstas de la esclavitud a las malas inclinaciones, no del deber de la caridad.» (Agustín, I, 9.)

Nos dirán que ellos sí denuncian al franquismo, al Demonio, al mal... ¿pero qué diferencia hay entre un franquista y un hombre que ha heredado del franquismo la desigualdad que goza? ¿Acaso su estatus social se lo debe a la República fracasada e inexistente? ¿Cree el misaire que hay un consumo de izquierdas y otro de derechas?

No corren nuestros católicos almodovarianos tanto peligro a pesar de «su esclavitud a las malas inclinaciones» del consumo masivo. La fama la tienen salvada, puesto que uno es de «izquierdas», no según el lugar que ocupa en las viejas relaciones de producción, sino según las ideas, según las vagas ideas que tienen de lo que es y consiste en la comunión izquierdísima de la segunda y tercera vivienda y la cuenta bancaria con el amor al prójimo y los moros y todos los pobres del mundo. La tortilla es un plato muy español. Ser de «izquierdas vagas e indefinidas» es tener ideales, ser un «idealista» en lugar de ser un impío y acaudalado materialista (¡que horror!). Y es que el crecimiento capitalista los pone en un brete y los fuerza a una continua ecualización con los malvados de siempre. Este misaire tan de nuestras calles y ciudades padece el «efecto de aquella debilidad morbosa en que cae la lengua y los juicios humanos cuando se complacen en sus adulaciones y temen la opinión pública (famam)»... Si uno es del PSOE o de IU todo está salvado, y salvada la fama antes que nada respecto a lo políticamente correcto, lo demás no serán incongruencias como la copa de un pino del misaire mismo, sino resentimiento del franquista y del fascista de derechas por haber perdido las elecciones derivadas del alegre 11M..., ya lo dijo aquella Maruja Torres, señora fina y tan de «izquierdas» y democrática como pocas hay: «Todos los votantes del PP son unos hideputas...», ya que hideputas es sin duda para ella un equivalente de franquismo, de derechismo.

«Así que, a mi modo de ver –dice San Agustín– no es despreciable la razón por la que pasan penalidades malos y buenos juntamente, cuando a Dios le parece bien castigar incluso con penas temporales la corrompida conducta de los hombres. Sufren juntos no porque juntamente lleven una vida depravada, sino porque juntos aman la vida presente. No con la misma intensidad, pero sí juntos. (Flagellantur enim simul, non quia simul agunt malam vitam, sed quia simul amant temporalem vitam.)» (Agustín, I, 9.)

Aquí nuestro santo Obispo de Hipona se equivoca en parte. El católico misaire amante del Forum de las Culturas y de las Alianzas Universales zapateriles, no ama la vida presente (mucho menos el Estado español presente, su patria). Muy al contrario: odian esta vida cuando la vida les hace tener que elegir consecuentemente con el tren de consumo en el Divino Mercado pletórico, odian la consecuencia. Lo que odian es la oscuridad a que se ven expuestos para casar ajos con longanizas, para intentar de continuo escamotear la claridad que consiste lisa y llanamente en reconocer que están por completo ecualizados respecto del pernicioso consumo y respecto de la moral subjetiva de la cual se dicen enemigos. ¿Cuando uno de estos misaires se ha confesado con su párroco por llevar una vida «simul», una vida idéntica a la de cualquier fundamentalista democrático que no vota a su santos partidos... de «izquierdas»? ¡Nunca!, porque para el misaire el único y verdadero pecado es ser de «derechas», ser español (franquista) o ser del PP ese del Demonio. Esta ideal diferencia ahoga todo vestigio práctico-material de «simul» con los pecadores y consumidores de derechas. El alma está salvada y la conciencia ya está limpia y tranquila.

«(...) En esta materia tienen no ya parecida, sino mucha más grave responsabilidad, aquellos de quienes habla el profeta: «Perecerá éste por su culpa, pero de su sangre yo pediré cuentas al centinela.» Con este fin están puestos precisamente los centinelas (speculator-episcopus), es decir, los responsables de los pueblos, en las iglesias, para no ser remisos en reprender los pecados. Pero no se crea enteramente libre de culpa quien, sin ser prelado, está ligado (alienus) a otras personas por circunstancias inevitables de esta vida, y es negligente en amonestar o corregir muchas de las cosas que conoce reprensibles en ellos por tratar de evitar sus venganzas. Mira por los bienes en que se pueden disfrutar en esta vida legítimamente, sí, pero pone en ello un goce más allá de lo legítimo.» (Agustín, I, 9.)

Pero estos curas, estos speculator-episcopus, debido a sus oscuros intereses políticos por defenestrar al Estado arrojándolo por la ventana y ocupar el máximo lugar en el reparto del poder y la tortilla, estos teócratas, callan la boca. No dicen ni pío de todo esto. Y mientras la Roma, la Patria actual se deshace sin centinelas, que, si acaso pregonan algo, es únicamente el Derecho abstracto a tenerlo todo sin deber nada, bajo la phantasmal cobertura de los manidos Derechos Humanos y el tapa agujeros del... «sacramento del amor» (sic!) realizado en la Teología de la liberación contra la que arremetió con toda razón Alberto Cardín, entre otros.

Hay que reconocer que San Agustín en nada se parece a los centinelas de hoy en día, que este santo de la Iglesia no oculta lo normal del «alienus», lo normal de la ecualización actual debido a las circunstancias inevitables de esta vida. San Agustín no tiene ningún temor por la sencilla razón de que no es aquí en esta ciudad terrenal un speculator-episcopus ni gana doce mil euros al mes, ni posee un cúmulo indescriptible de objetos de permanente e inconfesable consumo para la conciencia alegre y ciega del misaire. Incluso sabe de la legitimidad del uso de los bienes en esta vida, aunque nosotros no comprendamos mucho qué significa eso de un goce más allá de lo legítimo, no lo consideramos por su iusnaturalismo..., ya que creemos que lo legítimo aquí es lo legal, y creemos por tanto muy legítimo el goce sano de la propiedad legal de cada uno, tanto si es católico y cristiano como si es ateo, vaya, que no pensamos que el misaire se pase ni vulnere al consumir dentro de la legalidad vigente por muy Gargantúa que sea. No se trata tampoco de «robo», ni se trata ya de la conciencia culpable por la relación social de la propiedad estilo del marxismo vulgar y de barrio: Se trata de que el consumo en el Mercado pletórico es por necesidad un consumo naturalmente –por decirlo así–, desigual, que lo que se globaliza no es la igualdad de lo que se consume, sino el misaire en tanto consumidor potencialmente abierto al pleno consumo, pero dentro de la natural o normal y darwiniana desigualdad: «En cuanto a la idea de mercado pletórico, diremos, ante todo, que es una idea fundada, no tanto en la igualdad, cuanto en la desigualdad entre bienes ofrecidos (mercancías, incluyendo en esta rúbrica la fuerza de trabajo) y compradores (consumidores, usuarios) de esos bienes. (...) es el totum planetario lo que se globaliza, pero no totaliter», dice Gustavo Bueno{3}.

Si es legítimo tu consumo ¿Por que te avergüenzas de él? ¿Por qué no aceptas de una vez por todas tu desigualdad, ya que lo que consumes es sólo tuyo y es fruto de tu verdadera libertad? ¿Crees oh, misaire, que hay unas mercancías moralmente mejores que otras?

San Agustín no recrimina «la posesión», no culpa a la propiedad, ni a la feudal ni a la capitalista y mucho menos el salario o el sueldo, a pesar de que nuestros misaires no reciben precisamente un puñado de sal.

«Porque la raíz de todos los males es el amor al dinero (avaritia); por esta ansia algunos se desviaron de la fe y se infligieron mil tormentos. (...) Pues al decir del Apóstol: «Los que quieren hacerse ricos caen en tentaciones», &c., sin duda lo que recrimina en las riquezas es la codicia, no la posesión.» (Agustín, I, 10.

Más lo que el misaire nuestro gana con el sudor de su frente es suyo, no les recriminamos nada por eso, ni por eso nadie es víctima de la avaritia; tampoco nadie les exige que abandonen su fe al conservar su legítima posesión. Lo único que pedimos es que no pueden considerarse de «izquierdas» una vez creen, como el burgués de Turgot, por ejemplo, en un progreso hacia la mayor perfección de la humanidad, hacia un «progreso sucesivo del espíritu humano»{4} amparado en las meras buenas intenciones. La práctica capitalista, la vuestra y la de todos, el consumo en el Estado del bienestar impide eso, no ya en relación al oscuro «espíritu», sino en relación a la igualdad, ya que vosotros los misaires, al igual que todos los demás, gozáis legítimamente con la desigualdad vuestra.

El Obispo de Hipona es mil veces más realista que estos católicos progres nuestros:

«La ciudad terrena, que no será eterna (después de su condenación al último suplicio ya no será ni ciudad), tiene aquí abajo un cierto bien, tomando parte en la alegría que pueden proporcionar estas cosas. Y como no hay bien alguno externo de penurias para sus amadores, esta ciudad se halla dividida entre sí la mayor parte del tiempo, con litigios, guerras, luchas, en busca de victorias mortíferas o ciertamente mortales. Porque cualquier parte de ella que se levanta en son de guerra contra otra parte busca la victoria sobre los pueblos, quedando ella cautiva de los vicios. Y si al vencer se enorgullece con soberbia, su victoria lleva consigo la muerte; pero si, reflexionando sobre su condición y los accidentes comunes, se siente más atormentada por la adversidad que puede sobrevenirle, que engallada por la prosperidad, esa victoria es meramente mortal, pues no puede tener sometidos siempre a los que ha subyugado con tal victoria. No se puede decir justamente que no son verdaderos bienes los que ambiciona esta ciudad, siendo ella en ese su género humano mejor. Busca cierta paz terrena en lugar de estas cosas ínfimas, y desea alcanzarlas incluso con la guerra; y si vence y no hay ya quién resista, habrá llegado la paz que no podían tener las partes adversarias entre sí, mientras luchaban con infeliz miseria por las cosas que no podían poseer ambas a la vez. Esta es la paz que solicitan las penosas guerras, ésta es la que consigue la victoria tenida por gloriosa. Y cuando triunfan los que luchaban por causa más justa, ¿quién puede dudar en dar el parabién por la victoria y haber llegado a la paz deseable? Bienes son éstos y dones, sin duda, de Dios. Pero si menosprecian los otros mejores, que pertenecen a la ciudad celeste, morada de la victoria segura, en eterna y suprema paz, y se buscan estos bienes con tal ardor que se les considera únicos o se los prefiere a los tenidos por mejores, la consecuencia necesaria es la desgracia, aumentando la que ya existía.» (Agustín, XV, 4.)

Un «cierto bien» que «proporciona alegría» es algo que el misaire no se atreve a manifestar, mientras que olvida de continuo ese realismo político, dentro de lo que cabe, de San Agustín. Cuando menos el santo padre comprende la óptica terrenal de la paz como fruto de la guerra y no está por lo iluso e irreal de «si quieres la paz prepárate para la paz»: «¿quién puede dudar en dar el parabién por la victoria y haber llegado a la paz deseable?», dice este obispo... eso sólo lo duda el hipócrita misaire actual, ese que no deseando ninguna guerra cree ya por eso poder librarse de todas las guerras. La guerra no es penosa para él «por solicitar la paz» esa guerra, por ser esa guerra el medio de la paz actual que se goza y que asegura el gozo futuro, terrenal gozo que también él goza, la guerra es penosa porque no es «pacífica», porque no es pacifista. El misaire almodovariano como buen adicto al pacifismo fundamentalista nada desea saber de esos «bienes, sin duda, de Dios» (dados por Dios a él) y por los cuales se hacen las guerras. No deja de consumirlos, pero no puede pregonarlo para así hacerse creer a sí mismo que él sí está verdaderamente por los bienes de la Ciudad de Dios (Utopía llamazareña y almodovariana pretendidamente de «izquierdas») y que nada tiene que ver con la posibilidad de buscarlos con «tal ardor que se les considera» prácticamente «únicos». El misaire desea la ausencia de «riesgos colaterales», desea una paz eterna, una paz pacífica, sin imágenes que le zozobren y trastoquen su tranquilo soterrado y olvidado consumo, que consume como si nada. Él consume como si aquí no pasara nada; él no es culpable nunca de nada; él no desea saber lo que sabe San Agustín, a saber que «Es evidente que el bienestar de la ciudad (civitas) no procede de una fuente distinta que el bienestar del individuo (homo), puesto que la ciudad no es otra cosa que una multitud de hombres en mutua armonía (concors hominum multitudo)» (Agustín, I, 15).

El deseo de inocencia, de no estar involucrados en la ciudad terrena, los identifica grotescamente con la ficción de un cristianismo ya imposible:

«(...) mucho menos hay que culpar al nombre cristiano por la cautividad de sus santos: esperaron con una fe sin vacilaciones la patria celestial y se reconocieron peregrinos aún en sus propios hogares.» (Agustín, I, 15.)

Ficción imposible por cuanto sus hogares actuales rezuman lujo y consumo del tipo de clase media, limpia complicidad por cuanto el consumo los ecualiza como hominum multitudo en una perfecta concors con sus derechones y aznaristas supuestamente franquistas, más sinceros que ellos, desde luego.

Aún falta por ver u oír de boca de estos misaires almodovarianos un recuerdo de sus manidos Derechos humanos cuando es el morito (o el pobre) el que asesina y mata. No encontraremos entre nuestros misaires, algunos de pluma famosa y de suaves meneos, no encontraremos entre esos progresistas del talante y la tolerancia que jamás nos hablan de los Derechos humanos cuando el que supuestamente los vulnera es el iraquí o el palestino. Eso entonces no es una «violación de los Derechos humanos», eso entonces es... «resistencia». Un rasgo típicamente del misaire almodovariano es su horror abstracto, su horror general que nunca toma partido por ser siempre él –bajo su raquítica moral– exquisitamente inocente.

¿Quienes de estos misaires nos ha recordado la violación de esos supuestos Derechos cuando la matanza del 11M?

A estos fariseos les encanta el orden y su gozo basados en la paz abstracta, paz exenta que no les mancha nunca. ¿Cómo meterles en la cabeza, que, como dice Bueno: «La paz implica el orden; pero el orden no implica siempre la paz, sino también, a veces, la guerra.»?{5} Eso es imposible. Es imposible meterles a estos «impermeables» en la cabeza semejante dialéctica. Y es que desde sus coordenadas que de continuo reivindican infinitos derechos, la inocencia del pueblo (y sobre todo del misaire) es absoluta, pues ignoran siempre que su absoluta libertad es precisamente el divorcio respecto del orden, la falta de orden...{6} de ahí que cuando el orden real del Mercado pletórico conlleva a veces la guerra (y la guerra es una ausencia de libertad, una restricción a la libertad de y para del individualismo, de cualquier individualismo), precisamente por su absoluta libertad de consumo, no pueden ver ni soportan la necesidad de la guerra para la continuación del orden de ese su vergonzante consumo. Entonces se rasgan las vestiduras y echan cenizas sobre su pelo clamando por la paz abstracta y contra el Mal absoluto, aznarista.

Estado, guerra y muerte

La secularización del Estado ha corrido pareja a la poca fe en el Estado, y como no se cree en el Estado ni en la Patria, el insensato sólo puede acabar creyendo en sus supuestas buenas intenciones, en sí mismo y en sus acólitos o circulo de opinión común. La ignorancia es invencible, y el sujeto fundamentalista democrático acaba siendo en la práctica consumista un sinvergüenza, dado que la dinámica del consumo le ha hecho creer que él está en posesión de la democracia absoluta, y esta domocracia absoluta, este predominio de la opinión de la plebe, es –como decía Burke–, «la cosa menos vergonzosa del mundo»{7}; que el demócrata fundamentalista está en posesión absoluta del Derecho, de sus derechos (como si les saliera ese derecho de las tripas)...y como el «deber» es un asunto que le viene impuesto de arriba, el giro consecuente de su ilusión phantasmagórica es el rechazo almodovariano de la realpolítik, del Estado frente a otros Estados, el rechazo de la política como ámbito del conflicto, el rechazo de todo conflicto. En esto nuestro misaire dice lo mismo que decía aquél portugués:

«Detesto la política desde lo más alto del corazón; todas esas promesas ruidosas e incoherentes, las demandas imposibles, el batiburrillo de ideas infundadas y planes poco prácticos..., el oportunismo al que no le importan la verdad ni la justicia, la vergonzosa búsqueda de la gloria inmerecida, las incontrolables pasiones desatadas, la explotación de los instintos más bajos, la distorsión de los hechos..., toda esa febril y estéril agitación. En esto son idénticos a ese portugués... tan de... ¿derechas{8}

¿Pero qué idea de los deberes propios de vivir en Unidades políticas puede tener hoy el pueblo misaire y almodovariano, acostumbrado como está por los tribunos de «izquierda», esto es, de la plebe, al perpetuo bombardeo sobre el gozo de sus derechos Humanos y de otros de todo tipo? Ni por asomo se les ocurre que la idea del derecho, positivamente verdadera (ya que el único y verdadero Derecho es el Derecho positivo, del Estado), ha de ir siempre acompañada equitativamente por la idea del deber so pena de acabar en el caos, en la «revolución» –como la entendía el católico Donoso Cortés{9}–, so pena de acabar en la imposibilidad de gozar de ningún derecho por haber abandonado casi todos los deberes. La democracia del misaire es la cosa menos vergonzosa del mundo, y los más desvergonzados son aquellos que aceptando desde siempre las jerarquías clericales y laborales no soportan el deber ni la jerarquía política necesarias en cualquier Orden. Esta desidia y tan grande ignorancia es la que pone en peligro a cualquier comunidad política que padezca los desmanes de este libertinaje. Como dijo Donoso Cortés: «Los tiranos son enemigos de la aristocracia porque vela, y amigos de la democracia porque duerme. Por eso la aristocracia es un elemento de libertad, y la democracia un elemento de tiranía.»{10}

El principio democrático donosiano ya le está dando la razón, ya le ha dado la razón, pues, hoy por hoy, créese el misaire almodovariano seguro en su status gozando de una patria en la que no cree, y piensa en su phantasía durmiente, que todo ha de durar siempre; no se da ni cuenta de a qué peligros expone a su patria olvidada y tarde será cuando habiéndolo perdido todo, todo lo quiera entonces recuperar. Entonces, sonriéndonos con melancolía, podremos acordarnos de aquél romano de Tito Manlio Torcuato{11}, nos acordaremos de él cuando ya estemos hundidos hasta el tuétano en el fatalismo mahometano, en el multiculturalismo, y en la anormalidad sexual y en otras variopintas características de la Aldea global a lo Shere Hite{12}.

Diversity es el nombre sagrado de la disolución política. Ahora que el Príncipe moderno quedó convertido como reflejo del principio democrático en el gulag y que la santa dictadura de la santa Vanguardia ha sido por completo olvidada, ahora es el momento de la amistad del misaire fundamentalista con el tribuno, con el demagogo populista que predica la libertad sin Orden del principio democrático, de los 6.000 millones aunados, cuando es notorio que la libertad total es la libertad verdadera de la guerra y que cualquier Orden es una restricción a la libertad, a las libertades, y una imposibilidad de ser esa demagógica y aberrante combinación de la fémina Shere Hite. Podemos ser budistas, mahometanos o cualquier otra barbaridad... cualquier cosa menos «franquistas»{13}, ya que el franquismo es una restricción más o menos fuerte de las libertades.

Diversity es el nombre sagrado de la disolución política. Porque esos «valores humanos mutuos» de semejante barahúnda multiculturalista, en tanto cree o haya necesidad de que crea en la democracia, en el mito de la democracia que tiene en la cabeza el misaire fundamentalista, es un incordio para el ejercicio de la dura política, de la tendencia cruda y realista hacia el Imperio. Como dice Brzezinski, «La democracia es contraria a la movilización imperial»{14}.

Todo esto de la Humanidad diversa unida, la unión de los diversos ritos, la unión de las diversas culturas, la unión de las diversas etnias, de los diversos pueblos, de los diversos Estados como esa Alianza Universal de nuestro inefable Zapatero, toda esta repugnante morralla lo único que anhela –de cualquier manera– es la unión mítica de lo que míticamente fue la hipostática unión mística en el Cristo atemporal y eterno que por obra del pecado se separó del hombre con la expulsión mítica del Paraíso y con la mítica destrucción del Diluvio y de la Torre de Babel. Ante la realidad del gulag como resultado del Príncipe moderno se elige de nuevo el mito ya viejo. El principio democrático, al no poder encarnarse en una santa Vanguardia concreta, deriva hacia su suicidio, hacia su disolución en la Humanidad substancial, hacia su disolución como Pueblo substancial, agregado inmenso sin límites; pues si la política no puede hacerse con la democracia, es evidente que se hará sin la democracia, sin el principio democrático, ese bárbaro principio al cual el pensamiento político conservador, como por ejemplo el de un Alcalá Galiano, temía tanto como lo teme el conservador Sr. Brzezinski, cuando interfiere con el decurso del conflicto político.

Expulsión del Paraíso, Diluvio Universal y Torre de Babel, son catástrofes que sólo pueden repararse –según nuestro misaire– con el retorno a la Unidad de todo el «Género Humano»{15}, género que pasa hoy a ocupar, de forma secularizada, el lugar que antaño ocupaba el pueblo elegido y posteriormente la Santa Madre Iglesia Católica como Corpus Christi en proceso, como la encargada de elevar la ciudad terrena llena de diversity hasta Ciudad de Dios, esto es, perfecta, en la cual lo diverso se encuentra en una mezcolanza no conflictiva, exenta de contradicciones incómodas revistiendo la milenarista forma de supremacía del espíritu, esto es, el Hombre total sagrado ya realizado.{16}

A los que están por la unión de lo diverso en una Humanidad Unida les podríamos decir lo que Meinecke decía de Leibniz: «Retrotraer a esta unidad, con ayuda de la razón, la diversidad de las confesiones, era su más entrañable deseo: 'el espíritu, que ama la unidad en la diversidad' es una de las expresiones más características de sus Nouveaux essais. Lo contrario, amar la diversidad en la unidad, no podía aún decirlo Leibniz, aunque hubiera tenido la máxima sensibilidad para el valor de lo individual.»{17} Amar lo diverso en la Unidad política, esto es, amar a la Patria sólo porque es ella la que verdaderamente aglutina y protege de la disolución en la diversity, eso tampoco se les puede ocurrir a nuestros progresistas católicos y misaires, ni a ningún progre de hoy día, ya que en sus cabezas sólo anida el cusanismo y el más grande idealismo leibniziano/kantiano y almodovariano, que sólo ve error y horror en todos los logros positivos a que han llegado nuestras modernas Unidades políticas, a través (entre otros fenómenos históricos) de la guerra y su indudable horror. Consuélense nuestros hipócritas misaires:

«Una cosa sí afirmo: nadie fue muerto que no hubiera de morir algún día. La muerte hace idénticas tanto la vida larga como la breve. En efecto, de dos cosas que ya no existen, ni una es mejor o peor, ni tampoco es más larga o más breve. ¿Qué importa la clase de muerte que ponga fin a esta vida cuando al que muere no se le obliga ya de nuevo a morir? La verdad es que a cada mortal de alguna manera le amenazan muertes por todas partes. (...) La muerte no debe tenerse como un mal cuando le precede una vida honrada. En rigor, lo que convierte en mala a la muerte es lo que sigue a la muerte. De aquí que quienes necesariamente han de morir no deben tener grandes preocupaciones por las circunstancias de su muerte, sino más bien adónde tendrán que ir sin remedio tras el paso de la muerte.» (Agustín, I, 11.)

«Porque, aunque estos horrores parezcan duros y crueles a los ojos humanos, sin embargo, preciosa es a los ojos de Dios la muerte de sus fieles. Por consiguiente, todo lo tocante a las honras fúnebres, a la calidad de la sepultura (marmoreum tumulum) o a la solemnidad del entierro, constituyen más un consuelo de vivos que un alivio de los difuntos. (...) Y hasta ejércitos enteros, al entregar su vida por la patria terrena, no se preocupaban por el lugar de su reposo, ni por qué fieras habían de ser devorados. Bien han podido decir algunos poetas con aplausos de sus lectores: 'A quién le falte urna, el cielo le sirve de cobertura'.» (Agustín, I, 12.)

Notas

{*} Felipe Giménez Pérez: http://nodulo.org/ec/2004/n031p19.htm. Los textos sangrados y entrecomillados sin otra cita pertenecen a La ciudad de Dios de San Agustín (Ed. Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 2000). No trataré sobre San Agustín ni de su mítica y mística Ciudad, sino que partiendo de sus textos y suponiéndolos vigentes para la fe católica, dada la eternidad en que indudablemente para los cristianos este santo padre se halla junto a Dios, y a pesar de la época postconciliar en que vivimos... estos textos no deberían contradecir la práctica cristiana de muchos correligionarios suyos, sino corroborarla. Veamos entonces, durante un trecho, si esto es así o si mi burla es legítima.

{1} Por almodovariano entiendo esa extraña mezcla cultural de cusano/kantiano que sólo gusta de lo «alternativo», como por ejemplo los movimientos minoritarios de gays y lesbianas, criptomariconerismo general (adictos a todas las anormalidades de la diosa Marica), y que permanentemente se encuentran en toda «oposición» negativa: los antitodo, los que se dicen «radicales» siendo verdaderamente unos semidelincuentes a los cuales veo siempre con el spray a punto. El almodovariano es un total posmodernista amigo acérrimo de las substancias metafísicas.

{2} Gustavo Bueno, El mito de la izquierda, Ediciones B, Barcelona 2003. Nuestro misaire almodovariano es desde luego un ser perteneciente psicológicamente a la «izquierda indefinida y divagante», pero para simplificar, hablaremos de él de una manera «unívoca», con el sabido riesgo de caer de lleno en el «criterio psicológico-etológico» del que nos advierte Gustavo Bueno (pág. 27). Yo aquí considero a este cristiano votante del PSOE e IU y otros periféricos, por completo ecualizado socialmente (lo cual es muy bueno), y no está en mi ánimo hacer un reproche –subjetivista–, sobre este fenómeno de la normal ecualización, porque de lo que aquí se trata es de la necesidad para algunos del reconocimiento de la pertenencia a la misma clase social, a la clase media española, que se distingue precisamente de las demás prácticamente en nada, es decir, que su ecualización se desprende, no de sus ideas, sino del nivel objetivo de su consumo, consumo que es por el misaire vergonzantemente ocultado y alrededor del cual lo único que hay es silencio y disimulo.

{3} Gustavo Bueno, Panfleto contra la democracia realmente existente, La Esfera de los libros, Madrid 2004, pág. 188 y 189.

{4} Cf. Friedrich Meinecke, El historicismo y su génesis, FCE, Madrid 1983, pág. 159.

{5} Gustavo Bueno, La vuelta a la caverna, Ediciones B, Barcelona 2004, pág. 323.

{6} «El divorcio entre la libertad y el orden ha producido todas las catástrofes de las sociedades humanas», Juan Donoso Cortés, BAC 1946, vol. I, pág. 150. Nuestro misaire y católico progresista está, sin embargo, lleno del miedo a la libertad, de la que nos habla Bueno en el Panfleto contra la democracia, en la página 191. Él aún no ha superado la «conciencia metafísica» de la libertad.

{7} Edmundo Burke, Sobre la revolución francesa, FCE, 1942, pág. 121 y 122.

{8} Salazar, dictador portugués. Cita de J. H. Huizinga, The Times, 16 de Noviembre de 1961; citado a su vez por Bernard Crick en su obra En defensa de la política, Tusquets, Barcelona 2000, pág. 15.

{9} «Pero cuando la idea del deber domina sola como reina o cuando la del derecho se apodera de una sociedad como su legítima señora, entonces el error alza su frente sobre el mundo. El sacrílego divorcio de esas dos ideas necesarias es forzosamente seguido de graves trastornos en los Estados, de rápidas alteraciones en las costumbres y de hondos estremecimientos en las sociedades. Entonces los pueblos acometidos de un vértigo que los subyuga o de un marasmo que los petrifica, se ven condenados a una muda postración o a una convulsión galvánica. Si la idea de los deberes es la dominante, los pueblos buscan la servidumbre y la encuentran; si la de los derechos es la dominante, piden una revolución y la obtienen. La época en que domina la primera es la época de los mártires; la época en que domina la segunda es la época de los tribunos. Entrambas son épocas en que, dividido el mundo en zonas, se clasifican los hombres en fanáticos que prevalecen y fanáticos que sucumben. Si entre los fanáticos políticos y los fanáticos religiosos fuera forzoso elegir, elegiría siempre más bien a los que aspiran a conquistar el trono de Dios que a los que conmueven los tronos del mundo, porque, mientras que en la orgullosa exaltación de los segundos hay un no sé qué de materialista y de terrestre que degrada, en la resignada humillación de los primeros hay un no sé qué de ideal y de espiritualista que eleva. Los tribunos suelen tener en un cuerpo libre un alma esclava, como los mártires en un cuerpo esclavo un alma libre. Yo preferiré siempre a la bajeza del tribuno la sublimidad del martirio.» (Donoso Cortés, ed. cit., De la Monarquía absoluta en España, pág. 497.)

{10} Donoso Cortés, Ibid., pág. 504.

{11} «Mientras tenéis la libertad y todos los derechos, echad de menos la patria; eso sí, echadla de menos mientras existe una patria, mientras sois sus ciudadanos. Tarde la echáis de menos ahora, cuando habéis perdido vuestros derechos civiles y os habéis convertido en esclavos de los cartagineses. ¿Pensáis recuperar con dinero la posición que perdisteis por cobardía y maldad? A Publio Sempronio, compatriota vuestro, no lo escuchasteis cuando os mandaba empuñar las armas y seguirle; a Aníbal sí lo escuchasteis poco después, cuando os mandó rendir el campamento y entregar las armas.» (Palabras de Tito Manlio Torcuato a sus tropas anteriormente derrotadas por Aníbal, Tito Livio, Ab urbe condita, lib. 22, 69, 15.)

{12} Esta demente fémina, adalid del tribuno Sr. Kerry y de otros movimientos durmientes, nos dice sobre el mal de este mundo y la guerra de Irak: «La idea fundamental que podría beneficiar a todo el mundo es la creación de un entorno global y multicultural basado en los principios del sufragio universal y la igualdad; esta sería la base más pacífica para la estabilidad mundial. Y con ello coincide el director del Instituto del Premio Nobel en Noruega, Juan Somavia, según explicó en su reciente discurso ante tan augusto organismo. Pero ¿cómo se puede conseguir este objetivo, el de un mundo más seguro y pacífico, que todos podamos compartir? Las opciones que se plantean para llegar a esta meta son básicamente tres. La primera es crear un sistema de valores global con el que todos estemos de acuerdo, que se base en los derechos humanos y en la igualdad de oportunidades o incluso en una igualdad económica. La segunda opción sería crear una diversidad multicultural que fomente una actitud de vive y deja vivir (es decir, lo que haga el vecino es correcto siempre que lo haga en su terreno, no en el nuestro). La tercera opción es bombardear su territorio o forzar la sumisión de esos países menos desarrollados ante los países que tienen el poder, por ejemplo los que cuentan con asientos fijos en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas... Sin embargo, hoy en día ha aparecido un nuevo espíritu humanitario, tal vez creado a partir de una combinación de cristianismo, islamismo y budismo, por ejemplo, junto con los ideales de la Ilustración de los derechos de igualdad, democracia y humanidad (todos los individuos son iguales ante Dios). Este nuevo espíritu humanitario se está extendiendo por todo el mundo y la mayoría de occidentales ya no quieren pensar tanto en sí mismos sino en los miles de millones de almas y cuerpos oprimidos. Todos queremos compartir el mundo, el planeta, creer que podemos ir donde queramos y aún así mantener un buen nivel de educación, sanidad y recursos... No está claro si es demasiado tarde para buscar un sistema de valores humanos mutuos con grupos religiosos extremos, bien islámicos o cristianos, pero sí que queda claro que la idea actual del uso de la fuerza bruta para insistir en que los iraquíes abandonen sus propias ideas y adopten los ideales democráticos no está funcionando; es necesario que se intente otra cosa.» (Shere Hite, «Las elecciones del terrorismo global», El Mundo, jueves 28 de octubre de 2004.) Creo que la cita se comenta por sí sola, y que una de las características del genuino misaire es esa retahíla que canta lo de «queremos compartir el mundo, el planeta, creer que podemos ir donde queramos y aún así mantener un buen nivel de educación, sanidad y recursos» sin dar nunca el paso, esto es, sin dejar de consumir en el Mercado pletórico de... occidente, aunque nada más fuera para menguar la escasez de los recursos. Compárese ese «vive y deja vivir» con la página 195 del Panfleto contra la democracia, de Bueno en relación con la libertad de consumo.

{13} «Me parece una estupidez eso de ir tumbando estatuas de Franco. Franco es ya historia de España. No podemos borrar la historia... Algunos han cometido el error de derribar una estatua de Franco; yo siempre he pensado que si alguien hubiera creído que era un mérito tirar a Franco del caballo, tenía que haberlo hecho cuando estaba vivo» (Felipe González, citado por Pío Moa, Contra la mentira, Libroslibres, Madrid 2003, pág. 116). Aunque curiosamente, cuando Franco estaba vivo, Felipe González parecía uno de los muertos.

{14} Zbigniew Brzezinski, El gran tablero mundial, Paidós, Barcelona 1997, pág. 213.

{15} Sobre el «Género humano», ver Gustavo Bueno, La vuelta a la caverna, Ediciones B, Barcelona 2004, págs. 106 y 303, por ejemplo.

{16} Cf. Elena Ronzón, Sobre la constitución de la idea moderna de hombre en el siglo XVI: el «conflicto de las facultades», Fundación Gustavo Bueno, Oviedo 2003.

{17} Meinecke, Op. cit., pág. 33.

 

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