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El Catoblepas, número 33, noviembre 2004
  El Catoblepasnúmero 33 • noviembre 2004 • página 21
Artículos

Conservadores y clonación

Walter Farah Calderón

Quienes se oponen a las técnicas de clonación, utilizando células embrionarias, lo hacen disfrazando un contenido religioso en conceptos de tradición liberal

Hasta finales del siglo pasado, se creía que la reproducción de las especies mayores era solo posible por vía sexual y se desconocía el potencial de la investigación genética. Hoy, ambos supuestos se encuentran superados y tradicionales principios éticos son cuestionados, en particular, alrededor del debate de la «clonación».

Por su finalidad, se distingue entre clonación con fines reproductivos y clonación con fines terapéuticos. En cualesquiera de los dos casos, en especial de la clonación humana, el desarrollo técnico aún no es perfecto pero se encuentra en ese camino. Para llegar a ese punto es indispensable seguir experimentando con embriones humanos, pero hay quienes se oponen a ello. En el debate actual, los adversarios a estas técnicas coinciden en oponerse a la clonación reproductiva pero hay quienes apoyan la terapéutica. Curiosamente, ambos lo hacen defendiendo lo que denominan la «dignidad humana».

Quienes se oponen a todo tipo de clonación, tal como lo ha hecho el Gobierno de Costa Rica en la Comisión Jurídica de la Asamblea de las Naciones Unidas, en su quincuagésimo noveno período de sesiones, señalan que la «clonación experimental requiere de la creación y destrucción intencional de embriones humanos como si fuesen simples objetos. Los embriones humanos no pueden ser tratados como objetos. No existe ninguna diferencia esencial entre un embrión, un feto, un niño, un adolescente y un adulto, sólo existen diferencias en el grado de desarrollo». «Todo tipo de clonación, argumentó el canciller costarricense, independientemente de su supuesta finalidad constituye una afrenta a la dignidad humana»

En efecto, el texto del borrador presentado por Costa Rica y 56 países más (Australia, Chile, Estados Unidos, Italia, Portugal, entre otros) para la adopción de una Convención Internacional contra la Clonación de Seres Humanos con Fines de Reproducción (documento A/C.6/59/L.2), señala que la clonación es un «ataque a la dignidad humana de la persona»; que «sea cual fuere su finalidad, es contraria a la ética, moralmente censurable e incompatible con el debido respeto a la persona humana y no puede justificarse ni aceptarse» y que «la libertad, la justicia y la paz en el mundo se basan en el reconocimiento de la dignidad intrínseca y los derechos iguales inalienables de la familia humana». El borrador de resolución propuesto insta a los Estados, mientras no se apruebe aquella Convención, a que «prohíban toda actividad de investigación, experimentación, desarrollo o aplicación de cualquier técnica destinada a la clonación humana» y les pide que «adopten las medidas necesarias para prohibir las técnicas de ingeniería genética que puedan tener consecuencias adversas para el respeto de la dignidad humana».

Otro grupo de países se opone a la clonación con fines reproductivos pero apoyan la terapéutica, pero también utilizan el argumento de la defensa de la «dignidad humana» (documento A/C.6/59/L.8). Estos países (Bélgica, China, Cuba, Dinamarca, Finlandia, Grecia, Islandia, Japón, Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte, República Checa, Sudáfrica, Suecia, Suiza, entre otros), reconocen «la importancia de la evolución de las ciencias de la vida para el bien de la humanidad» y señalan, sin embargo, que la misma debe hacerse «con pleno respeto de la integridad y la dignidad de los seres humanos» y «que ciertas prácticas plantean peligros potenciales a la integridad y la dignidad de la persona», en particular «el desarrollo de las técnicas de clonación humana con fines de reproducción aplicadas a la humanidad, que pueden tener consecuencias para el respeto de la dignidad humana.»

Por tales motivos, abogan por «la obligación de todas las partes contratantes de prohibir la clonación humana con fines de reproducción, sin la posibilidad de hacer reserva alguna» y por la «obligación de todas las partes contratantes de tomar medidas para controlar otras formas de clonación humana imponiendo una prohibición permanente o temporal o regulándolas por medio de la legislación nacional, en particular con estrictos controles, entre otras cosas, para asegurar que los resultados de la clonación con fines terapéuticos no se usen para avanzar hacia la clonación con fines de reproducción». En ese contexto, «exhortan a los Estados que todavía no lo hayan hecho a que, en espera de que se apruebe y entre en vigor una convención internacional contra la clonación humana con fines de reproducción y de hacerse partes en ella, impongan a nivel nacional una prohibición de la clonación humana con fines de reproducción».

En síntesis, quienes se oponen a todo tipo de clonación y quienes se oponen únicamente a la reproductiva, lo hacen igualmente reivindicando la «dignidad humana». Pero como en cualquier otro caso, las relaciones que expresa el concepto de «dignidad» son por completo relativas a quienes lo utilizan y dado que ambas posiciones nunca definen lo que consideran «dignidad» resulta que, para unos, la «dignidad» humana no se «preserva» en ningún tipo de clonación, mientras, para otros, se preserva en el caso de la terapéutica. Para que suceda esta especie de «óntica subibaja», ha sido necesario cometer la mala fe de camuflar el contenido de la tradición religiosa, en el uso del concepto conforme la tradición liberal de los derechos humanos.

No es de extrañar que la misma deliberada confusión conceptual también se refleje en la posición que El Vaticano presentó a las Naciones Unidas: «Consideraciones de la Santa Sede sobre la clonación humana» (A/C.6/59/INF/1) donde precisa que «la Santa Sede alienta las investigaciones que se están realizando en las esferas de la medicina y la biología al objeto de curar enfermedades y mejorar la calidad de la vida de todos, siempre que se respete la dignidad del ser humano». El Vaticano no se opone a la investigación utilizando células madre, pero es contraria a la investigación que utiliza células embrionarias, sea para efectos terapéuticos o reproductivos, de tal forma que la posición de la Santa Sede es similar a la del grupo de países que se oponen a todo tipo de clonación (documento A/C.6/59/L.2) Sin embargo, lo que confusa y atropelladamente aparece en el borrador de aquellos, en la posición de la Santa Sede es, pretenciosamente, desarrollado y sustentado, definiendo que «exige que toda investigación que no sea consistente con la dignidad del ser humano quede excluida por motivos morales» pero, en lugar de señalar cuáles son sus particulares «motivos morales», se introduce a las mismas aguas pantanosas de la «dignidad»

Dado que la argumentación religiosa siempre es un sinnúmero de peticiones de principio, revolcadas en sí mismas, con ellas devienen también sus acongojantes contradicciones consecuentes, a tal punto que, sorprendentemente, para el Vaticano, la clonación terapéutica resulta peor que la reproductiva. Ya que, lógicamente -solo por ahora, es posible concebir un ser producto de la clonación reproductiva, ¿sería este nuevo ser objeto de la misma dignidad que la del resto de seres humanos?. Por supuesto que sí, precisa la Santa Sede, ya que «esa persona sería ontológicamente única y digna de respeto...En la clonación con fines de reproducción al menos se da al ser humano recién producido, inocente de sus orígenes, la oportunidad de desarrollarse y nacer». Pero si el nuevo ser gozaría de la misma «dignidad», ¿qué impide la clonación previa?

La clonación debe prohibirse, señala la Santa Sede, porque ella «marcaría a esa persona más como un artefacto que como un ser humano, una sustitución en lugar de un individuo único, el instrumento de la voluntad de otro en lugar de un fin en sí mismo, un bien de consumo reemplazable en lugar de un acto irrepetible de la historia humana». Resulta tan oportunista la utilización que hace el Vaticano del concepto de «ser humano», que la conclusión derivada, pretenciosamente racional, resulta simplemente un juego de palabras. Por la técnica utilizada, el nuevo ser no podría considerársele un «ser humano» sino un «artefacto» o «mero material de laboratorio», pero, desde que es «producido», se le deberá considerar como un «ser humano».

De esta forma, más allá del mareo inevitable, resulta entonces que hemos llegado al sorprendente descubrimiento de tener en nuestras manos la mayor y más veloz transición evolutiva, aunque persistan dudas sobre la resultante cantidad definitiva. De uno (el ser humano) a cuatro, en el caso del Vaticano (A/C.6/59/INF/1): el ser humano con dignidad; el ser humano-embrión con dignidad; el ser humano-embrión sin dignidad y el ser-clonado con dignidad. A tres, en el caso del documento A/C.6/59/L.8: el ser humano con dignidad, el ser humano-embrión con dignidad y el ser humano-embrión sin dignidad. O a dos, según el documento A/C.6/59/L.2: el ser humano con dignidad y el ser-clonado sin dignidad.

Dado que la cantidad definitiva no será definida, como se acostumbraba hasta ahora, en los terrenos de la religión o la filosofía ni de los de la biología, sino en los del derecho internacional y, para efectos de colaborar con los historiadores del futuro que sabrán, con certeza, el resultado de la votación final, parece conveniente, para efectos de economía conceptual, proponer las siguientes siglas, para diferenciar cada una de las opciones anteriores: HSINF1, HSL8 y HSL2. Viéndolo positivamente, con tantas opciones, podríamos terminar reivindicándonos con nuestro propio destino, al pasar de cómplices para la extinción de otras especies vivas, incluyendo a nuestra familia Neandertal, a coautores jurídicos de nuevas especies.

Si tan llamativas conclusiones se desprenden de los opositores a la técnica de la clonación, resulta curioso el argumento del «artefacto» o «del instrumento de la voluntad de otro en lugar de un fin en sí mismo», cuando el mismo Vaticano, una y otra vez, ni siquiera se sonroja para oponerse, por ejemplo, al aborto en casos de violación de la mujer; inequívoco ejemplo de la vida en función de la «voluntad de otro». Por lo demás, que el Vaticano considere que el inicial «no ser humano» pero posterior «ser humano», resultado de la clonación reproductiva, no sería un «acto irrepetible de la historia humana», solo debe tomarse como un ejemplo de su ignorancia, paradójicamente, reduciendo, por un lado, la compleja experiencia humana al factor genético e ignorando, por otro, las inevitables consecuencias derivadas de la aplicación misma de la clonación.

Si el sustento de la existencia de un Dios sufrió golpe tras golpe, desde al menos, el siglo XVII para acá, muerto y sepultado por la crítica filosófica del Siglo XIX, la técnica de la clonación resulta, por aquello de cualquier duda pendiente, una punzante y mortal realidad a la pretensión del origen divino de la vida, iniciada desde que Charles Darwin, a finales del siglo XIX, divulgara su famosa teoría del origen y evolución de las especies, sin contar, por si quedaba una segunda duda, lo que hoy sabemos del origen, composición y desarrollo del universo.

Y si no fuera por la cantidad de muertos y torturados que de por medio quedaron en el camino, resultaría risible que ahora la Santa Sede utilice, en su provecho, las Resoluciones de las Naciones Unidas, cuando ella misma, en otros contextos históricos, rechazó y persiguió los viejos principios liberales que las inspiraron. Y que ahora, además, quiera dotar de sus propios nefastos y antojadizos contenidos a aquellos mismos principios, es solo una muestra más de su propio desprestigio acumulado durante siglos y siglos. «Aquí la dignidad significa –precisa el Vaticano refiriéndose a la Carta de las Naciones Unidas– la valía intrínseca que comparten de manera común e igual todos los seres humanos, independientemente de sus condiciones sociales, intelectuales o físicas. Es esa dignidad la que nos obliga a todos a respetar a todos los seres humanos, independientemente de su condición, y en especial si necesitan protección o cuidados. La dignidad es la base de todos los derechos humanos. Estamos obligados a respetar los derechos de los demás porque en primer lugar reconocemos su dignidad».

Uno no observa cómo derivar cualquier prohibición a las técnicas de clonación, señalando que los seres humanos comparten una valía intrínseca y resulta inevitable la duda de si el Vaticano se referirá al previo «no ser humano» o al posterior «ser humano», o al HSINF1, o al HSL8 o al HSL2, en ese claroscuro que va de la «dignidad», en la tradición religiosa, hasta la teoría liberal de los derechos humanos, como si fueran el mismo camino de la reflexión humana. Que la Santa Sede argumente que en las técnicas de clonación el «uso de un ser humano como instrumento es una ofensa grave a la dignidad humana y a la humanidad», se parece cada vez más a aquello que Schopenhauer advertía, que en determinados contextos «el concepto de dignidad, basado en un ser tan pecaminoso en voluntad, tan limitado en espíritu, tan caduco y vulnerable en el cuerpo como es el hombre, solo puede emplearse irónicamente».

El concepto de «dignidad» puede rastrearse, en afán de especialistas, a la antigua Grecia y el Imperio Romano, pero es en el pensamiento del medioevo donde se encuentran los contenidos ocultos utilizados por la iglesia y sus acompañantes ingenuos, para oponerse actualmente a la clonación, siempre fieles a sus raíces básicas que se remontan a los textos bíblicos, donde la dignidad proviene de la decisión de Dios de crear al ser humano a su «imagen y semejanza».

Sin embargo, en el contexto que llega hasta el siglo XXI hay que escudriñar, entre otros, a Kant y Schiller y, para medir sus beneficios ilustrados consecuentes, hay que seguirle la huella al conjunto de normas que paulatinamente fueron recogiendo su herencia y que culminan en la primera generación de las teorías y declaraciones sobre derechos humanos.

Hoy, gracias a ese recorrido histórico, es imposible justificar cualquier desigualdad en razón de género, preferencia sexual, color de piel, edad, ideas, credo religioso, ingresos económicos o cualesquiera otros criterios y, debido a la persistente distancia entre ética y moral, existen instituciones y tribunales que se encargan de vigilar y reprimir cualquier acto que genere una desigualdad. En esta tradición, «dignidad» es el reconocimiento de la autonomía plena de cada uno de los seres humanos y no expresa un pretendido fundamento óntico, tal como si aparece reflejado en la tradición religiosa que, si por ella hubiera sido, aún estaríamos medievalmente intentando decidir sobre la cantidad de dientes en un caballo sobre la base de los textos bíblicos.

En sentido estricto, quienes se oponen a las técnicas de clonación, desean hacernos pasar como liberal lo que estrictamente es religioso. En cualquier caso, si se tratara de «esencias», sería la «razón» y no ninguna «imagen y semejanza», la que habría que reivindicar en la tradición que funda la primera generación de derechos humanos. Y desde ella, congruentemente, si es posible generar una crítica racional en favor de la clonación en virtud del reconocimiento de que cada ser humano es, simplemente, diferente y dueño de su propio destino. Y si bien el arraigo de las creencias religiosas pueden explicar las dificultades de aprobar hoy día la clonación reproductiva, no es posible desconocer los futuros beneficios derivados de la clonación terapéutica.

Si algunas personas consideran que los embriones humanos poseen «dignidad», en su derecho están y uno esperaría, en virtud de ello mismo, que nunca opten por el uso de las técnicas de clonación. Pero no hay ningún motivo para impedir su uso a quienes no piensan de la misma manera, salvo que el tufillo totalitario quiera traducirse, una vez más, en pretendida racionalidad, peor aún, en pretendida juridicidad, en este caso osando transformar un simple eslabón de la cadena evolutiva, el ser humano, en su finalidad y fin. Por dicha, como lo enseña la prehistoria y la historia, ninguna prohibición ha servido de nada. Este caso no será la excepción.

 

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