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El Catoblepas, número 35, enero 2005
  El Catoblepasnúmero 35 • enero 2005 • página 3
Guía de Perplejos

De la suerte

Alfonso Fernández Tresguerres

Consideraciones sobre el destino, la suerte y la casualidad

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Afirma Hegel que «cuando el hombre reconoce que lo que le ocurre no es sino la evolución de sí mismo, y que la culpa no es sino suya, se conduce como un hombre libre». Si esto es cierto, entonces se hace obligado concluir que hablar de mala suerte no es más que una pura quimera, cuando no una burda disculpa: lo que llamamos mala suerte no sería otra cosa que la torpe coartada con la que aspiramos a esconder o a justificar nuestra ineptitud o nuestra desidia. Y no seré yo, desde luego, quien diga que no es así las más de la veces. Acaso tenga razón Epicuro cuando afirma que «para el sabio la suerte tiene poca incidencia». Mas creo que tampoco cabe negar que así como a veces se concitan una serie de circunstancias que hacen que alguien, sin excesivo mérito ni esfuerzo por su parte, alcance sus propósitos (y estoy plenamente seguro que, quien más y quien menos, todo el mundo, sin que le ciegue la envidia, dispone de algún ejemplo a mano), así también (me parece) hay ocasiones en las que la concurrencia y el peso de otro conjunto de circunstancias, pero adversas esta vez, aunque enteramente objetivas, impiden a otro alcanzar el logro que persigue, sin que nada hayan podido hacer para variar el curso de los acontecimientos ni su esfuerzo ni su valía. Y pienso yo que para nadie será motivo de escándalo que hablemos, en cada uno de estos casos, de buena y mala suerte, respectivamente.

Atribuir todo lo humano, o siquiera lo que a nosotros atañe, a la fortuna (nefasta o favorable), es necedad o engaño, pero negarla de plano, supone dogmatismo estéril y falso. Si es verdad que una de las posibles interpretaciones de la mecánica cuántica (y dentro de ella del principio de indeterminación o incertidumbre, de Heisenberg) es que lo imprevisible se halla actuando al propio nivel atómico de la materia; y si, como parece obvio, en el propio ámbito de los fenómenos naturales hay un lugar para el azar y la casualidad, porque vemos, en efecto, que algunos se producen por esas causas, negarlas, de forma terminante, en lo que concierne al discurrir de los asuntos humanos no parece conclusión que cuente con el apoyo ni de la buena lógica ni del buen sentido. Aristóteles, al menos, no duda en afirmar que tanto la suerte (týchē o fortuna) como la casualidad (autómaton o casus) son, ciertamente, causas, bien que accidentales, y referida la primera a la actividad humana, en tanto que la segunda lo está a los fenómenos naturales. De este modo –leemos en la Física–, «en las cosas que en sentido absoluto llegan a ser para algo, cuando lo que les sobreviene no es aquello para lo cual han llegado a ser, y tienen una causa externa, decimos entonces que les sobreviene por casualidad. Y estos resultados casuales se dice que llegan a ser 'por suerte' cuando se trata de cosas que pueden ser elegidas por aquellos que tienen capacidad de elegir». De ahí que –piensa él– no podría hablarse de suerte, sino sólo de casualidad, en lo que atañe a las cosas inanimadas, a los animales e incluso a los niños, puesto que no tienen capacidad de elegir. Mas ambas, casualidad y suerte, «siempre son causas de o cosas que resultan por naturaleza o de cosas que resultan por el pensamiento». Ahora bien: «puesto que la casualidad y la suerte –prosigue Aristóteles– son causas de cosas que pudiendo ser causadas por la inteligencia o por la naturaleza, han sido causadas accidentalmente por algo, y puesto que nada accidental es anterior a lo que es por sí, es evidente que ninguna causa accidental es anterior a una causa por sí. La casualidad y la suerte son, entonces, posteriores a la inteligencia y la naturaleza». Es decir, se trataría de privaciones de aquello que sucede habitualmente: la suerte sería una privación de la téchnē (del arte o del hacer inteligente) y la casualidad lo sería de la phýsis (del normal acontecer de los fenómenos naturales).

En cualquier caso, y respecto a lo que ahora me ocupa, me interesaba principalmente subrayar que si optamos por conceder algún papel a la suerte en las actividades y asuntos humanos, no es compañía menor la de Aristóteles ni desdeñable su apoyo. Y la definición que, en síntesis, nos propone es ésta: «la suerte es una causa accidental que concurre en las cosas que se hacen para algo y que son objeto de elección». Cualquier otro acontecimiento fortuito que no reúna esas condiciones sería, según él (ya lo hemos señalado), una mera casualidad. Mas de esto parece deducirse que, de algún modo, algo hay de verdad en eso que con frecuencia se dice, a saber: que la suerte hay que buscarla. O lo que es lo mismo: sólo después de poner, de nuestra parte, los medios pertinentes a la consecución de un determinado propósito tiene algún sentido decir que nuestro esfuerzo ha ido acompañado por la buena o la mala suerte. Raramente las cosas que deseamos sucederán por casualidad (y en algunos casos resulta sencillamente imposible un acontecer tal), y, por supuesto, no podemos limitarnos a esperar pacientemente que así sea; mas, en cambio, sí cabe esperar que nuestro intento se vea favorecido por la fortuna.

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Claro que el asunto quizá podría ser visto igualmente de otro modo. El mismo Aristóteles dirá que «también se puede pensar que nada sucede debido a la suerte [que] en sentido estricto la suerte no es causa de nada». Y tiene razón, naturalmente; mas sólo si entendemos la suerte como la ausencia de causa, esto es, como el que algo acontezca sin causa alguna, excepto la propia suerte, siendo de un acontecer tal del que decimos que es debido a ella, convirtiéndola, de este modo, en causa de algo, porque entonces lo que afirmamos es, sencillamente, absurdo, y el concepto de suerte que estamos dibujando es una simple quimera, puesto que es el concepto de una entidad inexistente, completamente irreal, metafísica y hasta de carácter místico. Pero sucede que de las causas unas son necesarias y otras accidentales, y es en este último caso, es decir, cuando algo es causa por accidente de otra cosa, cuando hablamos de suerte. La caída desde el piso 37 de un edificio es causa necesaria de que el individuo se mate (lo contrario, más que un caso de buena suerte sería un auténtico milagro), pero el que salga a la calle puede ser causa accidental de que se encuentre fortuitamente con alguien a quien no esperaba y hasta no deseaba ver. Mas el que todo tenga una causa (necesaria o accidental) no parece argumento que obligue a negar la suerte, ya que ésta puede ser entendida, justamente, como la concurrencia de una causa o causas accidentales en el acontecer de un determinado suceso; causas que (como también observa Aristóteles) han de ser, en alguna medida, próximas al suceso en cuestión: el que encienda un cigarrillo no puede ser causa (ni siquiera por accidente) de que llueva; pero el que salga a la calle a comprar el periódico, sí puede ser causa accidental de que tenga la desgracia de resbalar y caerme, ya que, por supuesto, de no haberlo hecho no hubiese caído (no, al menos, en la calle). Aunque en este ejemplo, y también en el del encuentro fortuito, al que me refería antes, más que de suerte, me parece que es preciso hablar de casualidad (por lo que señalaré más tarde), y eso nos obligaría a discrepar de Aristóteles en el sentido de que la casualidad no está referida únicamente a los fenómenos naturales, sino también a la acción humana, es decir, no sólo a la phýsis, sino también a la téchnē (luego volveré sobre ello). Por otra parte, es obvio que el que algo sea casual en relación a otra cosa no significa que también lo sea en sí en sí mismo: si cuando salgo a la calle comienza a llover, es obvio que el llover mismo no es una casualidad (no sucede, diríamos, por azar), pero sí lo es respecto a mi salida a la calle. Y otro tanto cabe decir de la suerte: si de modo fortuito me encuentro con alguien a quien deseo ver, diré que he tenido suerte, pero el que esa persona esté en ese momento en ese lugar preciso no es, necesariamente, respecto a ella, producto de la casualidad o de la suerte, ya que el hecho de que esté allí puede ser debido a razones y causas muy precisas. Pero estas consideraciones resultan, por lo demás, bastante obvias.

En cualquier caso, volviendo a lo de antes, insisto en que el hecho de que en modo alguno podamos entender la suerte como la ausencia de causa en términos absolutos (o lo que es lo mismo: el que resulte imposible concebir la suerte como causa de algo), no es motivo suficiente para negarle toda existencia y, en consecuencia, todo sentido al término: sencillamente, definiremos la suerte como una forma de causalidad accidental. Sin embargo, yo supongo que esto podría inducir a alguien a la conclusión de que, puesto que nada acontece sin una causa, entonces todo está determinado. Me explico: puede haber quien piense que si entendemos la suerte en el sentido de un conjunto de acontecimientos que discurren al margen (o por encima, o por debajo, tanto da) de nuestra voluntad y de nuestra intención, e incluso, hasta cierto punto al menos, de nuestro actuar, entonces tanto daría llamarle el destino. Creo, no obstante, que alguna matización cabe hacer, y ante todo, ésta: que lo que acabamos de decir, más que para la suerte vale para la casualidad. Porque si la suerte (como habíamos señalado antes) es preciso, en algún sentido, buscarla, eso supone siempre no sólo un querer y un desear por nuestra parte, sino también algún hacer, que luego se verá o no favorecido por las circunstancias, esto es, por la suerte; pero entonces, aquello que acontece con entera independencia de nosotros no sería, en sentido estricto, suerte, sino casualidad. Y esto nos obliga a completar, afinándolo, lo que decíamos hace un momento, pues si bien el que yo salga a la calle es causa por accidente de que resbale y me caiga, el mero hecho de resbalarme y caerme no es, respecto al hecho de haber salido a la calle, una cuestión de suerte, sino una mera causalidad; y del mismo modo, si me encuentro con alguien a quien ni buscaba, ni espera, ni deseaba ver, encontrarlo es una casualidad: sólo si mi intención es encontrarme con esa persona y, sin tener la menor idea de donde pueda hallarse, acabo, finalmente, por dar con ella, y ello aunque sea, sencillamente, porque en lugar de seguir de frente he torcido a la derecha; sólo en ese caso podré decir que he tenido la suerte de encontrarla, y que el tomar la calle de la derecha ha sido la causa por accidente de tal encuentro. Me parece, pues, que no resulta del todo disparatado definir la suerte como la causalidad accidental de aquello que deseamos (o no deseamos), y la casualidad como la causalidad accidental de algo que ni estaba en nuestro propósito ni en nuestra intención. La suerte la buscamos; la casualidad nos encuentra.

Ahora bien, sí parece cierto que quien afirme que todo acontecer no es más que un conjunto de casualidades, se halla muy próximo de quien sostenga que, al contrario, todo es producto del destino, y que esas supuestas casualidades no son tales, sino pura determinación, a la que llamamos casualidad porque desconocemos las causas que determinan los acontecimientos. Casualidad sería, así, el nombre que damos a nuestra ignorancia, algo muy similar a lo que Espinosa decía de la propia libertad: «los hombres opinan que son libres –dice– porque son conscientes de sus voliciones y de sus apetitos, y ni en sueños piensan en las causas por las que están inclinados a apetecer y a querer, puesto que las ignoran». Lo que justifica la proposición 32 de la Parte Primera de la Ética: «La voluntad no puede llamarse causa libre, sino sólo causa necesaria.»

Y seguramente es cierto que tanto daría decir que todo está determinado como que todo es puramente casual (estamos ante una de esas situaciones en las que, como a veces se dice, los extremos se tocan. Sucede como con el cosmopolitismo estoico y el individualismo epicúreo: ser ciudadano de todas partes es lo mismo que no serlo de ninguna). En ambos casos (destino o casualidad), los sucesos que van conformando nuestra vida nos son impuestos, sin que ninguna posibilidad de intervención les sean dadas ni a nuestra voluntad ni a nuestra intención, como no sea la mera aceptación seguida de una actitud resignada, como vieron los estoicos («lo que nos acontece nos conviene», decía Marco Aurelio). En las dos situaciones no somos más que simples marionetas y daría igual que decidiésemos llamar a quien mueve los hilos destino que casualidad. Sin embargo, supongo que estaremos de acuerdo en convenir que cualquiera de esas dos afirmaciones extremas (que todo depende del destino o que todo es fruto de la casualidad) resultan igualmente absurdas, por gratuitas e incomprobables. «Nada es tan contrario a la razón y a la constancia como el destino», afirmaba Cicerón; y, por lo mismo, podríamos también decir que nada es tan contrario a la razón y a la constancia como la casualidad.

Lo que llamamos suerte presenta, en cambio, un aspecto distinto, y que la entronca, directamente, con el problema de la libertad, mas también con el de la causalidad, si es que damos por buena la afirmación de que el ejercicio de la propia libertad implica que yo, por mí mismo, soy causa de algo (lo que, sin duda, no sería el caso en el supuesto de que el curso de mi acción se hallase dictado por el férreo destino o por la ciega casualidad, porque, de ser así, no podría decirse, con propiedad, que yo sea, en sentido estricto, causa de nada, ya que, como mucho, mi acción causal lo sería por delegación –del destino o de la casualidad–. Pero, en último término, ser causa delegada de algo no es, en realidad, ser causa de ello, sino mero instrumento mediante el cual la causa real se ejerce). Y entonces va a resultar que lo que llamamos suerte, más que con la casualidad tiene que ver con la causalidad, y más que con el destino, con la libertad, pues si entendemos ésta no como una posibilidad de elección absoluta, esto es, sobre un conjunto potencialmente infinito de alternativas, sino como la posibilidad de optar ante un conjunto (mayor o menor, según los casos) de alternativas dadas (alternativas de las que incluso se podría decir que nos son impuestas, o, si así se quiere decir, que están determinadas), entonces no parece exagerado ni extravagante conjeturar que acaso la suerte se introduzca con cierta frecuencia (mayor o menor) en ese proceso de elección y se halle presente en él (aunque, ciertamente, de formas muy diversas y variables), puesto que, en efecto, sí cabe pensar que podemos tener más o menos suerte respecto a cuáles sean esas alternativas que se nos presentan; y más o menos suerte, también, respecto a los resultados de nuestra elección y a la elección misma, toda vez que raramente serán previsibles todas las consecuencias que se derivarán de cada una de las alternativas posibles, ya que muchas de ellas serán, en el pleno sentido del término, imprevisibles. E incluso parece que se hace obligado contar con el factor suerte en lo que atañe al éxito de la puesta en práctica de aquellas acciones que, con la vista vuelta hacia un objetivo, se derivan de nuestra elección.

La casualidad (feliz o desdichada) es una fuerza ciega: la suerte, por el contrario, es algo que acompaña (o no acompaña) a la acción nacida de un determinado propósito.

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Mas si grotesco resulta pensar que todo lo que nos acontece es fruto de una estúpida casualidad o de un destino inflexible, no menos ridículo es creer que los sucesos que van conformando nuestra vida son el resultado de la buena o la mala suerte. Con lo primero (apelar a la buena suerte) no hacemos sino rebajarnos con una modestia tan falsa como necia. Y al menos yo, como Sherlock Holmes, «no estoy de acuerdo con aquéllos que ponen a la modestia entre las virtudes», porque, como continúa diciendo nuestro detective: «Para la mente lógica todas las cosas han de verse exactamente como son, y cuando uno se minusvalora, se aparta tanto de la verdad como cuando exagera sus propios poderes». Y con lo segundo, es decir, cuando hacemos de la mala suerte comodín que justifique todos nuestros fracasos, ponemos de relieve o nuestra mezquina falsedad o nuestra imbecilidad más absoluta. La suerte, por lo demás, ni existe en abstracto ni actúa en el vacío, sino que se encuentra siempre ligada a un propósito y a una acción, y ésta depende de nuestras aptitudes y de nuestro carácter, de nuestro tesón y de nuestra voluntad, y de ningún modo debemos engañar, y menos aún engañarnos respecto a esos factores, haciendo de la mala suerte (como decía al principio) justificación de nuestra incompetencia o de nuestra pereza. Una vez que hayamos hecho todo cuanto se halla en nuestras manos, podemos desear y esperar que nos acompañe la suerte, pero no antes: sería como quien confía en ganar en el juego de la lotería sin haber jugado. «A Dios rogando y con el mazo dando», enseña uno de nuestros refrenes. Y yo que creo un poco en la suerte y nada en absoluto en Dios, diría más bien que para que las suerte nos visite debemos hallarnos con el mazo en la mano. Tal es la única forma de conjurarla o propiciarla, digan lo que digan los supersticiosos y los comerciantes de lo paranormal. «La fortune et l'humeur gouvernent le monde» [La fortuna y el temperamento gobiernan el mundo], afirma La Rochefoucauld. Algo así es lo que yo quiero decir.

Y cuando la suerte nos muestre su rostro más risueño, seamos prudentes y advirtamos que es imposible que vayamos a ser para siempre sus favoritos. Como se suele decir, no conviene tentarla en exceso. Aristóteles, que, como hemos señalado, no duda en hacer un lugar a la suerte en los asuntos humanos, y que, en consecuencia, considera razonable hablar de buena o mala suerte, ya nos ha advertido sobre este particular: «Se dice también –escribe– que la 'buena suerte' es inconstante, y con razón, ya que la propia suerte es inconstante; porque no es posible que algo debido a la suerte ocurra siempre o en la mayoría de los casos». Fortuna, en efecto, es inconstante, «diosa caprichosa», la denomina Boecio (Shakespeare prefiere llamarla «ramera»), y el mismo Boecio nos recuerda que «si te sometiste, pues, a la dirección de la fortuna, tendrás que adecuar tu conducta a esta señora. ¿Pretenderás, acaso, determinar el rumbo tan cambiante de su rueda? ¿No ves, ¡oh el más obtuso de los mortales!, que si la fortuna se detiene deja de ser lo que es?».

Mas como quiera que, deseándolo no, debemos por fuerza tratar con ella, yo no encuentro, en estas cuestiones, mejor directriz que la que nos recomienda Epicteto: «En lo que no depende del albedrío, confiar, y en lo que depende del albedrío, precaverse.»

 

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