Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas • número 35 • enero 2005 • página 8
Donde por fin se hace experimentación de la doctrina del doctor Einstein y se revisa toda la ciencia física con resultados tan espectaculares como sencillos
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Los alumnos que asistían en Noviembre de 1919 a la clase de física teórica en la Academia de Ciencias de Berlín, vieron sobresaltados cómo, rompiendo todas las normas de la rígida disciplina prusiana, una mano nerviosa abría con cinco minutos de antelación la puerta del aula e introducía apresuradamente dos ejemplares del diario que fueron pasando de mano en mano en medio del más absoluto silencio. El profesor había interrumpido su disertación y observaba perplejo aquel espectáculo, mucho más perplejo todavía cuando vio levantarse a sus oyentes que le dedicaron un largo aplauso ante la inesperada noticia. Después de cinco meses de minuciosos trabajos de laboratorio sobre las pruebas fotográficas obtenidas con motivo del eclipse de sol del pasado 19 de Mayo, los científicos ingleses de la Royal Society y de la Sociedad de Astronomía de Londres podían confirmar la teoría general de relatividad, tal como la había expuesto hacía tres años el profesor Albert Einstein.
—Estoy, como de costumbre, a su disposición y pueden disponer de todo mi tiempo, pero antes tienen que explicarme qué significa toda esta explosión de alegría ante la lectura de un diario, como no sea que el Parlamento les haya comunicado la abolición del servicio militar –dijo el mismo Einstein, mientras se sentaba en la tarima con un largo jersey deshilachado, unos pantalones viejos que permitían ver un par de piernas escuálidas y un pelo largo y rebelde, que hacía juego con unos enormes mostachos–. En cuanto a estas fotografías de las primeras páginas, tengo que confesar que están espléndidamente reveladas, pero mi teoría es tan elemental y tan simple que las observaciones no tienen más remedio que obedecerla.
Los alumnos hicieron un apretado semicírculo alrededor de su maestro, y le pidieron que les explicase, a ellos antes que a nadie, de una forma tan sencilla cómo según él era la propia teoría, tan descomunal descubrimiento y revolución de la física. Y si eso era posible, sin recurrir a complicadas fórmulas matemáticas, de tal forma que un hombre común pudiera vislumbrar, aunque fuese de lejos, el alcance de unas ideas en apariencia tan extrañas. El profesor Einstein les respondió que para eso era necesario retroceder en el tiempo muchos siglos, pero como al parecer allí nadie tenía prisa, ni mucho menos él, estaba dispuesto a explicarles algo que una mente joven, enemiga de viejos prejuicios, comprendería con suma facilidad.
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—Todo empezó, como de costumbre, hace dos mil quinientos años, cuando los geómetras griegos decidieron organizar sistemáticamente un espacio que sirviese de patrón de medida al universo artificial de sus ciudades. Fíjense en que este espacio ha de ser único y homogéneo, para asegurar la exactitud de sus cálculos y su aplicación a cualquier lugar a donde se trasladasen. Pero además tiene que ser recto, porque sólo así es posible construir calles donde el movimiento no se interrumpa y casas cerradas por cuatro paredes, un suelo y un techo, paralelos dos a dos.
—Nosotros mismos, que ahora nos disponemos a criticar esas medidas artificiales, estamos encerrados en un espacio homogéneo y recto, fuera del cual caminaríamos a tropezones y mantendríamos posiciones intolerables o por lo menos incómodas. Pero además todas las lecciones están limitadas por un reloj único, que señala de forma inapelable el comienzo y el fin de cada sesión, haciéndola coincidir con todas las demás y dando unidad a la Academia. Sin ese espacio y ese tiempo único, por muy artificiales que sean, en vez del orden necesario para la enseñanza y para la vida habría un caos indescriptible, donde ni siquiera los anarquistas más virtuosos estarían a gusto.
—Como la presunción del género humano es prácticamente infinita, los constructores de estas medidas que les servían para sus limitados designios no dudaron en convertirlas en patrones del lugar y el tiempo universales, colocando el mundo entero dentro de ellas. De esta forma el buen Dios llegó a ser un excelente arquitecto, que fabricaría un edificio igual que éste, sólo que mucho mayor, y que además señalaría la misma hora en cualquier punto de su creación con un cronómetro exacto. El mismo gran Euclides prefirió fundar su geometría sobre una patética petición de auxilio, antes que admitir la posibilidad de espacios diferentes al único que medía las casas y las calles trazadas a cordel en su Alejandría.
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—Los físicos del siglo pasado suponían que las ondas luminosas, como todas las ondas, se trasmitían a través de un medio al que, en una explosión de romanticismo, llamaron éter. Pero estaban tan aferrados a la antigua forma de ver el mundo que le aplicaron todas las propiedades del espacio, convirtiéndolo en un fluido único y homogéneo en el que los rayos de luz se trasmitían en línea recta. Como por otra parte a ninguno se le ocurrió dudar de la existencia de un cronómetro universal y de un tiempo absoluto, su ciencia, que había experimentado tan violentas revoluciones, seguía siendo en su última esencia una prolongación del modelo artificial de los griegos.
—La primera llamada de atención a esa física y esas matemáticas tan petulantes se manifestó hace relativamente poco tiempo, cuando tenía yo ocho años. Hasta entonces la vida en mi Baviera natal se había desarrollado con toda normalidad, como no sea que el médico al que acudieron mis padres diagnosticó que yo era desgraciadamente un retrasado mental, y los profesores de la escuela, mucho más benevolentes, me anunciaron que no sería nada en la vida. Todos estábamos ignorantes de que en aquel año de 1887 y en Norteamérica, prácticamente en la otra parte del mundo, dos científicos, Michelson y Morley, realizaban un experimento que cambiaría el destino de la física y de paso el mío.
—La experiencia es fácilmente traducible a un esquema cotidiano y a un aparato geométrico muy simple para quien sepa sumar números quebrados y aplicar el teorema de Pitágoras. Michelson y su ayudante suponían que al moverse la tierra con una velocidad de treinta kilómetros por segundo, su movimiento produciría un viento artificial en el éter que la rodeaba. En estas condiciones un rayo de luz proyectado en viaje de ida y vuelta en la dirección de la corriente, emplearía un mayor tiempo que un rayo transversal, aunque la distancia a recorrer y por supuesto la velocidad sean las mismas. El distinto tiempo de llegada de los dos rayos –y en consecuencia la existencia del viento etéreo y el éter– produciría una interferencia y disminuiría el grado de luminosidad recibido por los observadores.
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—Eso mismo era lo que esperaban los dos físicos, y quedaron muy sorprendidos cuando comprobaron que los dos rayos de luz coincidían en fase, produciendo un máximo de iluminación, como si la tierra se mantuviese inmóvil y la corriente artificial de éter no existiese. Pero como no estaban dispuestos a renunciar a una medida del movimiento absoluto, supusieron que el éter sería arrastrado por la masa de la tierra. Con esta esperanza repitieron la misma experiencia en un globo situado a gran altura, con idéntico resultado negativo.
—En el colmo de la desesperación, y queriendo salvar a toda costa la existencia de los dos patrones de medida de la mecánica clásica, un científico irlandés, con la exuberancia propia de su raza, afirmó que todos los cuerpos –todos– se contraían en la dirección de su movimiento, en la cantidad precisa para eliminar la desviación de las franjas de interferencia. Afortunadamente las experiencias realizadas mediante fuerzas eléctricas y magnéticas para comprobar esa hipotética y disparatada contracción fueron inútiles y confirmaron el éxito negativo de las mediciones de Michelson.
—Como suele suceder en la antevíspera de una nueva teoría, un físico holandés, Lorentz, al que todavía hoy me une profunda amistad, estableció un juego de ecuaciones, que sirven para medir el acortamiento de las distancias y el retraso de los segundos en un sistema en movimiento. Pero como respetaba demasiado la realidad del tiempo y el espacio absolutos de la física, no se atrevió a tocarlos, y consideró esas transformaciones como una pura ficción matemática. Pero desconfíen ustedes, porque las matemáticas, igual que las utopías, terminan cumpliéndose.
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—Mientras todo esto sucedía yo, que al parecer había superado mi fase de retraso mental, me trasladé con mi familia a Suiza y me gradué en la Escuela Politécnica de Zurich a pesar de mi anarquismo intelectual. Desgraciadamente los catedráticos –incluso quienes me habían animado en un primer momento a seguir aquellos estudios– no quisieron aceptarme de ayudante, probablemente porque sospechaban, y desde luego tenían mucha razón, que era completamente incompetente para borrar el encerado y tener siempre a disposición del docente un buen equipo de yesos.
—A principios del siglo actual, y después de fracasar en mis iniciales intentos de trabajar, mi vida empezó a tomar forma sin que yo tuviese mucha parte en esa organización. El 1902 mis amigos me consiguieron un empleo en la Oficina Federal de la Propiedad Industrial, para controlar el alcance de los nuevos inventos y aceptar las patentes de los que ofrecían cierta seguridad. Me dijeron –porque de eso yo no entiendo gran cosa– que era un trabajo no demasiado bien pagado, pero al menos coincidía un poco con mis preocupaciones y me dejaba tiempo libre para dedicarme a mis experimentos imaginarios. Mi primera mujer, Mileva Maric, era una excelente matemática, pero sobre todo respetaba en silencio mi necesaria soledad.
—En 1905, después de una reclusión de muchos días, que habría hecho perder la paciencia a un ánimo menos templado que el suyo, terminé un breve tratado que explicaba de forma nueva los efectos, al parecer contradictorios, del comportamiento de la luz en un sistema en movimiento uniforme. Son tan sencillos que casi me da vergüenza explicárselos, y cuando reflexiono sobre ellos me doy cuenta de que no estaba muy descaminado aquel doctor que en mi primera infancia me había diagnosticado un retraso mental. De todas formas tuve el atrevimiento de enviarlos a una revista científica tan prestigiosa como los Annalen, eso sí, pidiendo perdón por mi impertinencia con una sentencia de modestia elemental: «Mire a ver si puede hacer algo con esto.»
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—Como las cosas son como son y no como nosotros queremos, no tuve más remedio que prescindir del éter cósmico, que suministraría un sistema universal de referencia para el movimiento por el espacio. Sólo tiene sentido decir que los cuerpos se trasladan unos respecto a otros con velocidad uniforme en relación doble y simétrica, de tal forma que cada uno de ellos puede servir indiferentemente de centro de coordenadas para medir el movimiento de los demás.
—En vista de la experiencia de Michelson, que se imponía repetidamente con la terquedad propia de lo real, me vi obligado a aceptar también que la luz se traslada con la misma velocidad, tanto en un sistema en reposo como en otro que se mueva uniformemente con relación a él. Para que esto sea posible es preciso que en el sistema en movimiento los metros sean más cortos y los segundos se retrasen en la medida exacta para compensar la desviación de los rayos luminosos. Por supuesto que el efecto es recíproco.
—En una palabra el espacio y el tiempo, en vez de ser absolutos, únicos, universales y homogéneos, son relativos, infinitos en número, locales y heterogéneos. Y no por un capricho de una mente desbocada o por una ingeniosa construcción matemática, sino todo lo contrario, por un respeto casi sagrado a los hechos.
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—Por favor, no me pongan mala cara cuando les comunique mi admiración por los centros de enseñanza superior de los franceses. Sí, es verdad que les han ganado una guerra, y lo que es mucho peor, que se han comportado en su papel de vencedores de una forma poco elegante. Pero todos ellos, y sobre todo sus investigadores, igual que hacían los atenienses, se preocupan por encima de todo de conocer la última novedad. Sin esta curiosidad al parecer nativa, es probable que mi trabajo estuviese todavía en el fondo de un cajón o por lo menos tuviese que esperar unos cuantos años antes de ser admitido universalmente.
—Un ejemplar privilegiado de los Annalen llegó a la Sorbona donde Madame Curie, que había heredado de su marido la cátedra de física general, se reunió con Henry Poincaré, titular de la plaza de mecánica física y física matemática, para comentar mis heréticas proposiciones. Marie Curie demostraba un creciente interés por una teoría que le recordaba las hazañas y el atrevimiento de su paisano Copérnico. Por su parte Poincaré descubrió un aire de familia entre la relatividad y sus propias hipótesis, que sin embargo se habían mantenido dentro del campo de las matemáticas puras sin contaminarse con la realidad.
—Gracias al empujón inicial de los dos grandes científicos, mi doctrina dejó de ser un juego de salón para entretenimiento de ociosos e hizo su solemne entrada en sociedad. Es verdad que encontró inicialmente una fuerte resistencia, pero los años de desconcierto en que la física se debatió sin encontrar salida a sus problemas habían preparado a los espíritus para aceptar una doctrina, por muy alejada que estuviese de una milenaria forma de pensar.
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—Desde entonces mi cursus honorum fue constante. Profesor adjunto en Zurich, donde sólo asistían a mis clases cuatro amigos, catedrático de física teórica en la Universidad de Praga en 1910, profesor de matemáticas superiores en el politécnico de Zurich en 1912 gracias a los buenos oficios de Madame Curie y Poincaré, y finalmente profesor de física y matemáticas en la Academia prusiana desde 1913, esta vez por recomendación de Max Planck. En todos estos años mi obsesión por la nueva investigación fue tan intensa y duradera que mi mujer Mileva, con muy buen gusto, no pudo soportarme y tomando a sus dos hijos puso tierra por medio.
—Mi primer principio de relatividad se refería únicamente al movimiento uniforme, y si me hubiese parado en él habría tenido paz en mi casa y con mis amigos científicos. Pero eso era demasiado pedir, pues como casi desde su formulación inicial me pareció insuficiente, quise ampliarlo al movimiento acelerado y al efecto del campo de gravedad. Pronto me llamaron la atención fenómenos paradójicos –como la caída a igual velocidad de dos cuerpos de diferente peso– o leyes complicadas como la marcha inercial en línea recta de los astros, necesariamente compensada por la atracción a distancia. Mis estudios duraron más de diez años, pero fueron mucho más intensos cuando me quedé solo en Berlín en 1914 y 1915.
—Como los cuerpos caen con movimiento acelerado, en uno de mis queridos experimentos imaginarios supuse que una cámara cerrada, navegaba entre las estrellas, sin que los cuerpos contenidos en ella se moviesen en ningún sentido por la ausencia de gravedad. Si mediante un motor a reacción imprimo a la cámara una aceleración uniforme, los objetos que están en su interior desconectados de las paredes del cohete –lo mismo la pluma de ave que el plomo– chocarán al mismo tiempo con el suelo como si fuesen atraídos por él. Esta equivalencia de aceleración y gravedad no puede ser una pura coincidencia y tiene que tener consecuencias decisivas a la hora de explicar la estructura del universo.
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—Recuerden que en 1905, la constancia de la luz había definido tiempos y espacios locales, más o menos dilatados o contraídos, según que dos sistemas en movimiento uniforme mantuviesen el uno respecto al otro una mayor o menor velocidad. Ahora me puse a pensar –siempre siguiendo razonamientos elementales y casi infantiles– cómo se comportaría la luz que atraviesa una cámara en movimiento acelerado, o lo que es igual, en un campo gravitatorio, y pronto descubrí que trazaba una parábola muy abierta. Por consiguiente las visuales en este campo son curvilíneas y el espacio local correspondiente tiene curvatura positiva, de forma que los ángulos internos de un rectángulo son mayores que dos rectos.
—Por ese camino pude suprimir una noción tan irracional y poco geométrica como es la fuerza de gravedad, y explicar que los cuerpos se mueven siguiendo una trayectoria curva, que resulta ser la línea más corta en la región que atraviesan. Esta curvatura está definida por la masa que produce una deformación en el espacio-tiempo y determina los fenómenos de gravedad. Mi teoría ampliada es una continuación del elemental estudio de 1905, pues una vez suprimido el romántico éter y cualquier otra referencia absoluta, sólo fue cuestión de tiempo sustituirlos por una geometría de tiempos y espacios locales –contraídos o dilatados, rectos o curvos– que definen geométricamente todos los fenómenos del mundo físico.
—Mi teoría general de la relatividad apareció en los Annalen en el año 1916, y a pesar de la brillante defensa que de ella había hecho Max Planck fue acogida en los ambientes científicos con incredulidad y casi con hostilidad. Es verdad que estaba privada de todo soporte experimental y no explicaba ningún fenómeno paradójico como las observaciones de Michelson y Morley. Pero era tan sencilla y tan estética que nunca tuve dudas de su verdad, y le daba razón al viejo Pitágoras, cuando decía que el universo dibuja la figura geométrica más perfecta.
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—Como hay gente que si no ve no cree, dos astrónomos ingleses, Frank Dyson y Eddington proyectaron el año pasado, cuando la guerra aún no había terminado, una doble expedición científica a la isla de Príncipe en Guinea y a la aldea de Sobral en Brasil, para observar el último eclipse de sol. Efectivamente, la velocidad de la luz impide comprobar su desviación sobre la superficie de la tierra, pero en cambio es perfectamente posible en un día tan excepcional, conocer si en la vecindad del sol los rayos luminosos provenientes de las estrellas siguen en línea recta o por el contrario se curvan entre uno y dos segundos de arco, aproximadamente 1,75, según mis cálculos.
—Eddington volvió de Guinea con el precioso negativo de dieciséis fotografías, y en espera de conocer su resultado me comunicó que la experiencia había sido decisiva. Durante cinco meses los científicos ingleses, guardaron secreto hasta estar bien seguros de sus mediciones, pero ya en Septiembre Lorentz me envió un telegrama, donde me comunicaba que coincidían con mi teoría con un error mínimo de una décima de segundo de arco, debida con toda seguridad a los instrumentos. Por cierto que no les dije nada a ustedes, pero estaba tan seguro de mi teoría y soy tan distraído que me olvidé por completo de este pequeño detalle.
—Y por favor no me aplaudan antes de tiempo, porque todavía me falta lo más importante: extender mis principios a los campos electromagnéticos y de esta forma unificar definitivamente la física. Y no sé por qué siento oscilar sobre mi cabeza como una espada de Damocles mi otro descubrimiento del año 1905, los corpúsculos de luz que entonces llamé fotones o fotoelectrones, porque estoy seguro de que me darán más de un disgusto.
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Karl Raimund Popper era –al revés de lo que los médicos diagnosticaron a Einstein– un niño verdaderamente precoz. Cuando todavía no había cumplido dieciocho años asistía en su Viena natal a las experiencias de psicología infantil del doctor Adler, y estaba integrado en un pequeño círculo marxista, que seguía con interés la marcha de la Revolución rusa de 1917. Conocía también la doctrina de Möritz Schlick, que ese mismo año había escrito un brillante artículo sobre la nueva idea del espacio en la primera teoría de la relatividad, dando rango de enunciados científicos a las observaciones idealmente posibles y a las leyes generales comprobadas a través de ellas.
Pero aquel día de Noviembre de 1919, Popper estaba particularmente irritado contra los incondicionales del psicoanálisis, para quienes el sentimiento de inferioridad se debía a que los niños habían sido mimados, o desatendidos, o en todo caso pequeños, por lo cual su doctrina siempre quedaba bien comprobada y segura. Por su parte sus amigos espartaquistas tenían la misma seguridad en la verdad del socialismo, sobre todo después de haber leído media docena de revistas socialistas. Ni siquiera se libraban de su mal humor Schlick y sus discípulos, que se dedicaban a comprobar una teoría científica, mucho después de haber sido descubierta.
Abrió el periódico, y se consoló un poco de su mal humor, pensando que por lo menos ya no tendría que sufrir las crónicas dedicadas a la guerra, donde se comprobaban victoriosamente los constantes avances, o resistencias frente al enemigo, o audaces retiradas estratégicas de los ejércitos del emperador Francisco José. Cuando estaba a punto de cerrarlo, sus ojos cayeron sobre una breve noticia a dos columnas, donde se daba cuenta de la experiencia de Arthur Eddington, que había puesto a prueba la teoría de Einstein de 1916, fotografiando la curvatura de la luz en la cercanía del sol. Mucho después, y todavía en los últimos años de su larga vida, Popper recordaría aquel momento mágico, cuando vino sobre él la iluminación que decidiría todo su pensamiento científico y moral.
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Lo que sobre todo le llamó la atención no era la perfección de la geometría de cuatro dimensiones, ni tampoco las magistrales observaciones de los astrónomos ingleses, ni siquiera el hecho de la comprobación de la teoría general de la relatividad, sino algo que le pareció mucho más decisivo, porque permitía definir los enunciados verdaderamente científicos. Frente a la vaporosa doctrina del psicoanálisis, o de los políticos marxistas o nacionalistas tan prudentes todos ellos que siempre tenían razón y nunca se equivocaban, un individuo aislado se había atrevido a poner a prueba su teoría. Habría bastado con que a lo largo de los años, una experiencia, una sola, estuviese en contradicción con las posibles expectativas derivadas de esa doctrina, para que quedase definitivamente rechazada.
Popper cayó entonces en la cuenta de que la ciencia es un territorio donde caben todos y solos los enunciados generales que pueden ser rechazados por una posible observación. Pero además pensó con razón que este mismo principio de falsación proporciona al ámbito definido por él una lógica interna y asimétrica. Pues por muchas que sean las comprobaciones de una ley, nunca podría afirmarse con seguridad absoluta, mientras que para negarla con el rigor de un razonamiento deductivo, bastará con que deje de cumplirse nada más que una vez. Y este principio podía aplicarse sin temor también al mundo social.
Cuando al día siguiente asistió, como de costumbre, a su tertulia de jóvenes marxistas, escuchó cómo uno tras otro de sus amigos alababan las excelencias de la dictadura del proletariado, un régimen destinado a terminar con los últimos residuos del capitalismo burgués. Popper tomó después de todos la palabra, y afirmó con mucha seriedad que sólo era políticamente válido el régimen en que los gobernantes se sometían periódicamente a una votación y donde el pueblo decidiese su posible rechazo. Todos cuantos le rodeaban quedaron perplejos, pero en vista de la cara de felicidad que había puesto, nadie se atrevió a llevarle la contraria.
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En los años 24 y 25, pero sobre todo en la primavera de 1926, se cumplieron los más negros pronósticos de Einstein. Esta vez no se trataba sólo de la imposibilidad de integrar en una fórmula única el movimiento uniforme, la gravedad y los fenómenos electromagnéticos, sino de algo infinitamente más grave. No uno ni dos, sino una numerosa constelación de físicos, pertenecientes a casi todos los pueblos de Europa, emprendieron el estudio del comportamiento de las partículas elementales del átomo, llegando a consecuencias verdaderamente intolerables. Todos ellos alcanzaron el premio Nobel, Heisenberg en 1932, un año después Schrödinger y Dirac, el italiano Fermi en 1938, todo ello sin contar con el danés Niels Bohr (1922), en cuyo instituto de física teórica tuvo origen el movimiento.
Su afirmación común era a primera vista desconcertante. Cuando se observa el mundo infinitamente pequeño del átomo –y antes de una observación no hay fenómenos, ni tiene sentido hablar de ellos– no se puede determinar al mismo tiempo la velocidad y posición de una partícula elemental, ni siquiera con un experimento imaginario. Y este indeterminismo no se debe a una circunstancia contingente y superable, sino a la propia constitución del mundo físico, que en su capa más profunda se ve sometido a un juego de azar. En el átomo no funciona ni el principio lógico de causalidad, puesto que una misma experiencia repetida produce efectos observables distintos, ni el de tercio excluso, ya que las partículas elementales se comportan al mismo tiempo como ondas y como corpúsculos.
Einstein se dio cuenta de que en la base de este pensamiento había una filosofía y una forma de enfocar la ciencia polarmente distinta a la suya. Mientras que en sus dos teorías de la relatividad buscaba un mundo geométrico de acuerdo con el postulado casi místico de la máxima sencillez, los nuevos físicos se ceñían a los datos de observación sin detenerse ante consecuencias que no sólo atacaban ese principio elemental sino que además rompían con un desparpajo verdaderamente herético el universo sagrado de la lógica. Y se dedicó a combatir esa doctrina con toda la fuerza de su imaginación y su razonamiento.
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La primera batalla de esa guerra sin sangre tuvo lugar en 1927 con ocasión del Congreso Solvay de Bruselas. Los científicos de los dos bandos residían en el mismo hotel, donde a la hora del desayuno Einstein llegaba al comedor con un contraejemplo, formulado en forma de experimento mental, destinado a refutar el principio de indeterminación. Durante todo el día Heisenberg discutía con sus compañeros tal propuesta y a la hora de la cena ya podían demostrar que esa observación imaginaria no contradecía las relaciones de su física atómica. Einstein lo admitía de mala gana, pero al día siguiente volvía a aparecer con un nuevo ejemplo y con idénticos resultados negativos, de forma que al final del congreso, después de esta enérgica purga, los nuevos físicos podían sentirse seguros de su teoría.
En el 1930 se celebró un nuevo Congreso Solvay, también en Bruselas, con los mismos asistentes y discusiones parecidas. Esta vez Einstein, además de sus experimentos, sacó a relucir la filosofía de Espinosa, cuyo determinismo panteísta aseguraba una perfecta construcción del universo natural y un riguroso seguimiento de la conducta moral. «Dios no puede ser tan perverso que juegue a los dados» repetía incansablemente, a lo que Niels Bohr contestó en una ocasión: «¿Y quienes somos nosotros para prescribir a Dios la forma con que debe dirigir el mundo?»
Los dos grandes maestros de la física del siglo XX todavía se encontraron el año 1937 en la Universidad de Princeton, donde Einstein enseñaba después de abandonar Europa, y prosiguieron la vieja polémica. «Para ver esas bolas que son los electrones hace falta bombardearlas con fotones, que son botas de luz –dijo Bohr recordando con nostalgia sus años escolares de futbolista– y golpearlas y moverlas, de tal forma que cualquier observación modifica sin remedio el fenómeno observado. En realidad el principio de indeterminación es tan simple como todos los descubrimientos verdaderamente grandes y no tenemos la culpa nosotros si usted ha hablado el primero, allá en 1905, de los paquetes de energía luminosa, o los fotoelectrones.»
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En 1929, John Dewey preparaba su cercano retiro en la biblioteca de la Columbia University. En su larga vida docente había enseñado en las universidades de Michigan, de Minnesota y Chicago, donde contribuyó al nacimiento de una escuela de influencia decisiva en el pensamiento de los Estados Unidos. Además durante sus últimos veinticinco cursos en Nueva York había publicado dos obras que le pusieron en la primera línea de la filosofía norteamericana: Reconstrucción filosófica y Experiencia y naturaleza. Pero, a pesar de todo ello y de sus setenta años, estaba convencido de tener por delante mucho tiempo para pensar y para escribir sus trabajos más importantes.
Sobre la mesa de su estudio fue distribuyendo cuidadosamente los libros en tres montones. A su derecha puso la teoría de la relatividad especial y una serie de tratados que aclaraban y desarrollaban el pensamiento de Einstein. Frente a él, bien subrayados, los recientes escritos sobre los descubrimientos de Heisenberg y los físicos de la escuela de Copenhague. Finalmente en el otro extremo, el Ensayo de Locke, la Crítica de Kant y un resumen de los Principia de Newton, que defendían de las formas más variadas la teoría clásica del conocimiento. Todos estos papeles habían llevado en las estanterías una vida indiferente, pero cobraron un nuevo sentido cuando Dewey los separó de todos los demás y los pudo tener juntos ante su mirada.
Haciendo un poco de historia, el filósofo se dio cuenta de que tanto el viejo Aristóteles en su Metafísica, como Locke y los primeros empiristas partían de un supuesto común, a pesar de la distancia abismal de sus pensamientos. Todos afirmaron sin dudar que los objetos existen previamente al acto de conocer, que no les afecta en absoluto, como si la inteligencia fuese una entidad totalmente despegada de la naturaleza. A primera vista esto es algo evidente, pues de otra forma el turista que visitase Atenas quedaría convencido de que su viaje y su contemplación admirativa es la causa de la construcción del Partenón. El conocimiento, según el punto de vista tradicional, es algo diferente, separado y superior a la acción.
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Dewey reflexionó cómo según el mismo Newton, antes de que el físico construya su ciencia, existen átomos con masa, inercia y extensión fija, y por debajo de todos ellos un espacio y un tiempo absoluto, pero frente a esta forma de pensar, vio también cómo Einstein eliminaba estos patrones de medida del movimiento, haciéndolos depender del punto de vista de la acción de observar. Comprobó después cómo sus comentaristas eran más contundentes y claros, pues según ellos, y para empezar por lo más simple, el concepto físico de longitud era equivalente a la serie de operaciones con que se determina la longitud. Y Arthur Eddington generalizaba esta idea diciendo que el conocimiento físico consiste en actos de medición «y nada más», con lo cual desapareció definitivamente la antigua separación entre conocimiento y acción.
El pensador americano determinó comenzar su vida de ocio creador escribiendo un libro sobre la verdad en cuanto efecto de la acción de observar, o lo que es igual sobre la certeza. Pero debió corregir este intento al darse cuenta de que el principio de Heisenberg introduce un margen de incertidumbre, pues si se fija por un acto de medición la posición de una partícula, la velocidad correspondiente sólo admite un límite de probabilidad. Y Dewey se dio cuenta de algo que confirmaba su filosofía, ya que no sólo la teoría y la práctica son inseparables, sino que, por lo menos en el mundo de lo infinitamente pequeño, la acción de observar se adelanta a su objeto, transformándolo.
Faltaba todavía ampliar esta filosofía a la moral, y en este punto Dewey introdujo una distinción entre los gozos, que se experimentan inmediatamente de una forma casual, y los valores que son gozos, pero producidos por una acción inteligente y repetible. El filósofo llegó así a la conclusión de que tanto los objetos de las ciencias como los de la ética dependen formalmente de la actividad humana, cualquiera sea su contenido. Y en vista de los resultados de la nueva física y de sus propias reflexiones quedó contento con la obra que preparaba y con las que proyectaba en el futuro.