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El Catoblepas, número 35, enero 2005
  El Catoblepasnúmero 35 • enero 2005 • página 12
Polémica

Eutanasia procesal, Derecho y Justicia indice de la polémica

José Manuel Rodríguez Pardo

En respuesta a José Antonio Cabo,
buscando aclarar conceptos oscuros y confusos

José Antonio Cabo ha respondido a mi réplica sobre la eutanasia procesal señalando algunas cuestiones que explicitan de forma más detallada su tesis, consideradas por él mismo suficientes para defender que no hay contradicciones en ella. Sin embargo, una vez leída su respuesta, he de señalar en primer lugar que nos movemos en posiciones muy opuestas, casi diametralmente, lo que hace necesario que aclare mi posicionamiento al respecto sobre algunos conceptos, so pena de acabar convirtiéndose este debate en una suerte de logomaquia. En concreto, intentaré señalar lo que concibo como eutanasia y como justicia, dada la implicación que tienen ambos conceptos a la hora de valorar el problema de la eutanasia procesal.

Eutanasia como concepto oscuro y confusionario

En primer lugar, José Antonio Cabo señala que, si es oscuro el concepto de pena de muerte criticado por mí, no lo es menos el de eutanasia procesal:

«Y no lo es porque inevitablemente se asocia a la eutanasia clínica que se aplica a ciertos enfermos terminales. Pero, mientras que la ciencia médica dispone de criterios científicos para clasificar a los enfermos físicos como 'terminales' o 'incurables', la filosofía moral, sin embargo, es obvio que no puede disponer de criterios de este tipo. A diferencia de las conclusiones de la medicina, las de la filosofía moral no son incontrovertibles. Las diferencias entre las conclusiones a las que llegarían filósofos como G. E. M. Anscombe y Peter Singer no son en absoluto comparables a las pequeñas diferencias que podrían darse entre los diagnósticos de dos oncólogos de similar prestigio. Quizá sería mejor llamar a la eutanasia procesal 'suicidio procesal asistido'.»

En primer lugar, José Antonio Cabo, señala que la eutanasia procesal es un término oscuro, algo en lo que estoy de acuerdo, pero esa oscuridad es claramente aplicable al primer término del sintagma, más que al segundo, al contrario de como señala Cabo. Y es que eutanasia, en tanto que «buena muerte» (de eu = bueno, y thanatos = muerte), no es reductible al contexto de la eutanasia clínica de enfermos terminales, pues no cabe interpretar de forma unívoca esa «buena muerte», como una traducción única en la forma denominada eutanasia clínica. Es cierto que los criterios de la Medicina no son los mismos que los de la Filosofía, pero ¿acaso podemos reducir la buena muerte a la eutanasia clínica? No por cierto.

En primer lugar, porque los criterios de la medicina no son científicos ni mucho menos, y basta con conocer superficialmente la realidad diaria de los hospitales y centros de salud para percatarse de ello. Los criterios fundamentales pueden ser económicos (por ejemplo, que la gerencia de un hospital considere muy costoso operar de corazón a un nonagenario que no tiene garantías de poder sobrevivir) e histórico-culturales. ¿Cuál es el criterio para desconectar a los enfermos terminales de las máquinas que los mantienen vivos? ¿Y el que sirve para separar a los siameses? En modo alguno pueden considerarse criterios científicos (en el caso de los enfermos terminales suelen ser los dictaminados por el gerente del hospital, es decir, económicos), sobre todo cuando tales criterios conllevan en muchas ocasiones la muerte de los dos sujetos unidos: son criterios basados en cánones sociales establecidos históricamente: en una sociedad bárbara, donde ni siquiera existe la Idea de Persona humana, los siameses serían exterminados por inútiles; en una sociedad industrial avanzada, donde la medicina ha alcanzado un grado de tecnificación tan elevado como el que hoy disfrutamos, separar el cuerpo de dos siameses para convertirlos en humanos canónicos tiene ciertas posibilidades de éxito.

Y precisamente por esa dependencia del contexto histórico-cultural de la medicina, que no es por lo tanto ciencia, nos sitúa en ambos casos en la oscuridad y ambigüedad de la buena muerte. Por lo tanto, tan legítimo podría ser hablar de la eutanasia a nivel clínico como a nivel procesal. Pero, como digo, más confuso es el concepto de bueno que se aplica en estos casos. Si vamos a definir la Idea de Bueno, el Bonum, ha de considerarse como un trascendental que tiene muchas modulaciones y muchos analogados: la pena capital era considerada como algo bueno en las sociedades históricamente dadas, para perseverar en el ser, sin que dejara de ser malo para quien «dejaba de ser». Buena muerte es también el hara-kiri o acto de abrirse el vientre de los caballeros samurais en el Japón tradicional o el fusilamiento de un oficial de un ejército que intenta dar un golpe de estado contra el gobierno legalmente constituido. Está claro que hablamos de criterios históricos para fijar lo bueno, que no puede estar establecido en principios metafísicos, ajenos a esa realidad. Hoy mismo, la democracia liberal y capitalista más pujante del mundo, Estados Unidos de Norteamérica, mantiene la pena capital, algo que, reitero, debería hacer reflexionar a José Antonio Cabo.{1}

La cuestión de la Justicia y su relación con el Derecho.

En su réplica, José Antonio Cabo también hace referencia al Derecho y la Justicia, como en el fragmento siguiente:

«Respecto a mi contradicción final, es cierto que, como observé en mi anterior artículo, la presunta desigual distribución étnica de la pena de muerte en países como EEUU no es tanto un argumento contra la pena capital en sí, sino contra la forma particular de aplicarla. La ejecución 'accidental' de inocentes, en contraste con lo anterior, mina las propias bases del concepto de justicia. Da la casualidad, además, de que la aplicación desigual de la justicia es probablemente imposible de evitar en todos los casos, salvo que renunciemos totalmente a hacer justicia hasta el hipotético día en que dispongamos de una 'justicia perfecta'. La ejecución, en cambio, de inocentes puede evitarse en todos los casos sustituyendo el castigo por una pena de prisión perpetua sin posibilidad de acortamiento, que podría ser revisada en caso de que las pruebas científicas (ADN, &cc.) así lo aconsejaran. A diferencia de esto, la ejecución no tiene 'marcha atrás'.»

Asimismo, Cabo señala que «El principio igualitario en la justicia es importante, pero no tan básico como el de castigar al culpable y defender al inocente. Un castigo puede ser aplicado de manera igualitaria e injusta, [...] La condición inexcusable para que un castigo sea justo es que sea merecido, [...] Por esto mismo, ejecutar a inocentes, lejos de ser un «mero accidente», es la antítesis de la justicia», y dice bien, porque la clave en este debate no es la de una justicia conmutativa, consistente en la igualidad ante la ley (el ejecutar a alguien habiendo cometido un delito, ya sea blanco o negro) sino de una justicia distributiva, que otorgue a cada uno lo suyo. Pero, paradójicamente, al insistir sobre los defectos de la justicia y la condena de inocentes, Cabo nuevamente cae en la perspectiva de la justicia conmutativa, que no sirve para analizar el problema de la eutanasia procesal, como veremos. Además, este «lo suyo» de la justicia distributiva depende de unos parámetros concretos. O, para decirlo más claramente, la justicia es una Idea funcional, no hay un criterio de justicia escrito en el cielo.

Asimismo, comparar la ejecución de inocentes con los accidentes de tráfico es algo plenamente legítimo, en tanto que consideramos que en ambos contextos se producen consecuencias negativas que difícilmente pueden evitarse. Tienen en común además que tanto el código de justicia como la conducción son pilares básicos de nuestro modo de vida, es decir, no meramente arbitrarios o contingentes, sino necesarios para entender nuestro mundo a día de hoy, el mundo civilizado, histórico (es decir, en el que es básica la palabra escrita, la ley –aquello que tiene que ser leído [legis]–, contrapuesto a las sociedades bárbaras o prehistóricas) de la globalización capitalista en el siglo XXI. Como observo que José Antonio Cabo entiende fenómenos como el de la conducción como algo que se efectúa de forma libre y contingente, ya que sugiere que una forma de evitar accidentes es no circular en coche, tengo que preguntar yo en consecuencia, apelando a parámetros domésticos: ¿es que los 20 millones de vehículos de nuestro parque automovilístico van a quedarse en sus cocheras para evitar los accidentes de tráfico?

Como es natural, si existe el vehículo a motor es debido a que en nuestra sociedad industrializada son cada vez más necesarios los desplazamientos lejanos, y sin ese vehículo muchos puestos de trabajo, incluidos los que se encuentran a más de 30 kilómetros, como solicitaba un decreto ley que el anterior gobierno finalmente modificó, quedarían sin cubrir. Por lo tanto, quien conduce lo hace no por libertad o capricho, sino porque le es necesario para poder subsistir. También podría desplazarse en autobús, pero los riesgos de morir en un accidente seguirían estando ahí; no salimos de la necesidad. En el caso de la pena capital, es evidente que si desapareciera de las legislaciones de todos los países, el peligro de ejecutar a un inocente se esfumaría en consecuencia: quien evita la ocasión evita el peligro. Pero esa no es la problemática a discutir, sino el saber por qué existe la pena capital y qué función cumple.

Está claro que, como ya señalé en mi anterior artículo, «Eutanasia procesal y daños colaterales», todas las sociedades humanas establecen límites sobre lo que se puede hacer o no. Y una sociedad como Estados Unidos, al mantener la pena capital, no lo hace por pura ociosidad, sino porque establece un límite claro para los delitos que conllevan un atentado contra el derecho a la vida y el bienestar de los ciudadanos: quien traspasa ese umbral, deja de ser; Cuando hoy se plantea, por ejemplo, la disyuntiva entre libertad y seguridad, se está ignorando que sin la seguridad de la legislación es imposible circular con libertad. ¿Cómo pasear tranquilamente por la calle si sabemos que la ley no va a ser aplicada y podemos morir a manos de cualquiera? En otra sociedad organizada por métodos opuestos, Cuba, quien intenta atacar al estado por medio de la violencia, es ejecutado sumariamente. Esos límites precisos marcan una fortaleza legal que pocos se atreverían a transgredir.

En cambio, cuando la legislación es demasiado liberal con delitos de sangre, como sucedió en España tras la revolución de Octubre de 1934 (por no citar la España actual), donde los cabecillas de la revolución no sólo no fueron ejecutados sino que fueron absueltos sin cargos, lo que hace no es sino animar a la repetición de los ataques contra la legalidad; legalidad que, en tanto que no se aplica correctamente, deja de tener capacidad coactica y, según el criterio de Kelsen, deja de ser legalidad. Preguntaremos entonces: ¿por qué existe la pena capital en determinadas sociedades políticas? Respuesta: porque es una condición necesaria para su «perseverar en el ser».

Además, si el propio Cabo me da la razón cuando digo que la sociedad española está moralmente enferma por permitir que Josu Ternera, asesino convicto y confeso, circule en libertad y sea parlamentario, tendrá que decirnos qué hacer con semejantes engendros: ¿debemos dejar que sigan en circulación? Si en España existiera la pena capital para los delitos de terrorismo, está claro que en casos como el de Ternera no cabe apelar a «errores» judiciales, a la justicia conmutativa, a no ser que todos seamos potenciales terroristas que atentan contra España. ¿Somos entonces todos potenciales enemigos del Estado? Creo que obsesionarse con los errores en el caso de conductas límite es excesivo, una reducción del Derecho procesal al Derecho subjetivo no autorizada. Como decía Santo Tomás, no han de penarse todos los delitos, sino sólo los más graves, y sin duda que asesinar a un español para hacer tambalear España podría ser un delito cuya pena sería la capital, como sucede en EEUU con casos similares (o en el nuevo Iraq sin Sadam Hussein).

Asimismo, no menos ambiguos dejan de ser los contraejemplos señalados por Cabo a propósito de los daños colaterales comparados con los errores judiciales:

«En cuanto a la analogía de los «daños colaterales» o víctimas inocentes de un bombardeo, debemos recordar los requisitos que hacen que la guerra sea justa y que son:
• Los objetivos de la guerra deben ser justos.
• No debe existir un medio mejor para conseguir dichos objetivos.
• El bombardeo de una zona donde puede haber víctimas civiles inocentes debe tener unos objetivos justo y que no pueden ser alcanzados por otros medios.
Análogamente, para que la pena capital fuese justa, deberían cumplirse también los siguientes requisitos:
• El objetivo de la pena, hacer justicia, debe ser justo. (Nada que objetar aquí).
• No debe existir un medio mejor que la ejecución para conseguir dicho objetivo. (Esto es manifiestamente discutible).
• Las ejecuciones concretas consiguen objetivos que no pueden ser alcanzados por otros medios más seguros. (Esto es muy discutible).»

Sin embargo, precisamente aquello en lo que no hay nada que objetar es en lo referente a los denominados fines justos que no puedan ser alcanzados por otros medios más seguros. ¿Desde qué parámetros se habla de justicia? La pena capital nadie podría considerarla injusta, si se atiene a Derecho, y a la justicia distributiva. Una vez establecidas unas normas sociales en un contexto histórico, lo justo o lo injusto dependerá de las mismas: en el Antiguo Régimen era justo que se le aplicasen latigazos a un esclavo, mientras era injusto que un siervo adquiriese los terrenos de su señor. A simile, también las ejecuciones producidas en Cuba en el año 2003 son justas, pues la justicia distributiva cubana, dar a cada uno lo suyo, les consideró culpables de acciones subversivas y terroristas contra el Estado, y en consecuencia les aplicó la correspondiente condena: fusilamiento al amanecer. ¿Hubo error en la aplicación de la pena? Sin duda que muchos consideran exagerado condenar un secuestro con la pena capital, pero los planteamientos de Cabo parecen dar por supuesto que la Justicia es siempre unívoca, y que sólo podría existir en algunas sociedades políticas.

Situándonos en el caso de las relaciones entre Estados, podemos preguntarnos: ¿era justa la guerra de Iraq? Para Estados Unidos sí, y con él para todo el orden internacional sustentado bajo sus cañones y bombas, porque el único medio de mantener ese orden es controlar el petróleo iraquí para evitar que sea propiedad de otros (los chinos por ejemplo), y a Sadam Hussein sólo podía desalojársele del poder por la fuerza y construir un estado democrático. Sin embargo, Francia, que obtenía el petróleo a bajo precio y sin enviar un solo soldado a la zona, consideraba que no eran necesarios los fines usados por EEUU: bastaba con la «tradicional amistad con el mundo árabe» para seguir estando surtidos del preciado líquido; desde el punto de vista francés, que no es el del orden internacional, los métodos norteamericanos son excesivos para mantener el petróleo circulando en el mercado. En resumen, que el problema de la Justicia sigue estando como cuando Platón en La República se lo planteó y no fue capaz de resolverlo, ni siquiera apelando a un Derecho natural (lo justo naturalmente, que es completamente ficticio) frente a un Derecho positivo (lo justo legal).

Por último, resaltar nuevamente la tendencia errada de José Antonio Cabo al considerar el tema de la eutanasia procesal desde la perspectiva del Derecho subjetivo, al hablar sobre todo de los perjuicios sufridos por los inocentes condenados, lo que le lleva en consecuencia a razonar desde la perspectiva de la justicia conmutativa, cuando lo que está en juego no son los derechos individuales, sino el propio mantenimiento en el ser del Estado, garante único de esos derechos. Además, el problema sobre si un reo confiesa su delito, no es un problema de culpa personal o colectiva, sino de la propia sociedad política, que ha de establecer límites precisos sobre lo que es tolerable o no, y de decidir en consecuencia si el reo ha de vivir como un animal o morir como persona; la propia ceremonia de la ejecución le reconoce una «dignidad» al sujeto que la recibe.

En cualquier caso, si un asesino convicto y confeso, como un etarra (que era el caso que prescribí, no otros más complejos; de ahí lo de considerar esos «errores judiciales» como «daños colaterales»), donde difícilmente pueden darse errores, pide ser ajusticiado, no lo hace porque intente escapar de un castigo como sugiere Cabo (algo absurdo, pues cualquier castigo siempre será inferior a la pena capital), ni confesar algo que no ha cometido (los terroristas han de dejar marca de sus acciones, hacer propaganda y apología de las mismas, de lo contrario su «propaganda por los hechos» no sería efectiva), sino en todo caso, si le queda algo de sindéresis moral, estará reconociendo la monstruosidad de sus crímenes y pidiendo morir, no como un animal, encerrado de por vida, sino como una persona, una muerte «digna» en tanto que ese entorno social le concede la posibilidad de morir según determinadas técnicas que le consideran humano. ¿Mataríamos a un perro o a cualquier otro animal con tanta ceremoniosidad como la que acontece en una ejecución capital? Es evidente que no, y la propia ceremonia demuestra que estamos ante algo típicamente de la sociedad de personas, y que al sujeto que sufre la ceremonia se le reconoce su personalidad, de la que quedarán recuerdos.

En consecuencia, hemos de considerar errónea y confusa la perspectiva de José Antonio Cabo, centrada de forma exclusivista en el Derecho subjetivo. Además, desde esa perspectiva, y en consonancia con las propias palabras proferidas por él, lo lógico es que José Antonio Cabo hubiera señalado que un encarcelamiento es un secuestro, y una multa un robo. Y sin embargo, explícitamente ha renegado de esta explicación desde el mismo Derecho subjetivo y ponerse en el punto de vista del ciudadano que sufre el error. Proceder extraño y contradictorio a mi juicio.{2}

Notas

{1} Para comprender mejor el análisis del concepto de eutanasia debe acudirse al texto base del mismo, que es la Lectura 3 de Gustavo Bueno, El sentido de la vida. Seis lecturas de filosofía moral. Pentalfa, Oviedo 1996, en concreto el punto XI, Muerte y fallecimiento. El problema de la eutanasia, págs. 200-236.

{2} Para comprender mejor el análisis de la Idea de Derecho aquí realizado, remitimos nuevamente a El sentido de la vida.

 

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