Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 36 • febrero 2005 • página 9
Una aproximación a la cuestión de la cientificidad del campo político, a través del contraste entre la teoría política propuesta desde el materialismo filosófico y la perspectiva supuestamente científico-positiva de la politología
Enfrentados a la expresión «ciencia política» nos situamos ante un campo de estudio que en el conjunto de las ciencias humanas resulta especialmente difícil de delimitar. La misma historia de la disciplina no proporciona respuestas esclarecedoras a partir de las pueda empezar a distinguirse lo que es ciencia política de lo que no lo es. En nuestro camino por dar con una definición apropiada de tal ciencia resulta pues obligado partir previamente de una concepción de ciencia determinada, la cual –no configurada obviamente hasta alcanzar ciertas cotas de ratificaciones experimentales generalizables en leyes– estará necesariamente en sintonía con la que se desprenda de los logros obtenidos en ámbitos científico-naturales. De ahí que el método adquiera, a ojos de los investigadores de la política, un papel nuclear como instrumento mediante el que salvaguardar el quehacer estrictamente científico, hasta el punto de que en él se haga residir el criterio por el que se sojuzgue el grado de cientificidad de toda aproximación. Así, de resueltas de la visión usual de la ciencia –entre newtoniana y popperiana– que la entiende como un conjunto de teorías racionales y coherentes que expresan mediante leyes deterministas una serie de regularidades basadas en la observación y sometidas permanentemente a una prueba de verificación empírica, se irá conformando una disciplina que, girando en torno de una temática recurrente –el poder, el Estado, el conflicto, los gobiernos–, pretende organizar un conocimiento sistemático mediante procedimientos destinados a proporcionar el mayor grado posible de confianza. Esta insistencia en el método científico irá unida sin embargo, y debido ante todo a la complejidad de un objeto «esquivo, indefinible, polisémico y, a la postre, inabarcable»{1}, a una tal profusión de sus modos, que acabará por ponerse en cuestión el criterio mismo de cientificidad que se pretendía regular. Y es que efectivamente resulta una tarea bastante más complicada de lo que pudiera parecer consultando la literatura, tallar una definición orientativa de la política bajo la que empezar a ordenar sus contenidos. No supone mayor dificultad decir que la política es aquella actividad que, ejercida en representación de los intereses colectivos de una comunidad dada en un territorio delimitado, los articula a través de la adopción de reglas de obligado cumplimiento; lo dificultoso será obtener de esta visión alguna guía acerca del método más adecuado para penetrar en su dinámica propia. Así, tan sólo dos polos opuestos parecen desprenderse como objetos de estudio propios de una actividad como la referida, la de los representantes de los intereses colectivos y la de los representados, con los que podrían apuntarse dos vías susceptibles de investigación, ya sea hacia el comportamiento político de los individuos autónomamente considerados, ya hacia el Estado que, como aparato vertebrador de la sociedad política caracterizado por estar dotado de la titularidad del poder, de territorio y de población, detenta el atributo axial de la soberanía, esto es, la capacidad de ser fuente de la ley. Ha de advertirse no obstante como un fenómeno de cariz más abstracto sobrevuela la definición y termina por focalizar sinópticamente las consideraciones sobre el objeto de la política: se trata del poder y, por tanto, de los conflictos que se generan a fin de adquirirlo. Así, el conflicto por el poder político se interpretará como el dinamizador esencial de las relaciones que se producen entre gobernantes y gobernados, o entre representantes y representados. Pero ¿cómo definirlo? Genéricamente como una relación de mando y obediencia que toma cuerpo institucional e históricamente a través de las organizaciones estatales, las mismas que precisamente se distinguirán por poseer, en última instancia, el monopolio legítimo de la fuerza, ultima ratio de la manifestación del poder. De este modo llegamos a una concepción de la ciencia política que la define cratológicamente, como el estudio que pretende encontrar las normas generalizables que en el ámbito de lo social se producen en las relaciones de mando y obediencia o, lo que es lo mismo, en el «ámbito en el que se dirimen los conflictos entre los grupos sociales por los bienes colectivos»{2}. Al estudio del poder –de su adquisición y utilización, de su concentración y distribución, de su origen y ejercicio–, habrá de añadírsele además el estudio de su justificación, lo que comúnmente se denomina legitimación. Y de la diversidad de situaciones en las cuales pueden producirse tales conflictos, de mayor o menor alcance territorial –internacional o local–, surgirán las diversas ramas politológicas –de las relaciones internacionales al comportamiento electoral, pasando por supuesto por la teoría del Estado– que son las que particularmente recurrirán a distintos métodos para explicar el carácter y desarrollo de las relaciones observadas. Por lo demás, pasados los tiempos de la legitimidad tradicional y carismática, el anhelo por encontrar un fundamento sustantivo de la legitimidad racional se verá reforzado a partir de la crisis en que cae el concepto de Estado desde el último tercio del siglo XX. Comprobamos pues como la naturaleza escurridiza del objeto conduce a una escisión metodológica que se plasma en la tensión existente entre una politología especializada en reunir y analizar minuciosamente datos relevantes en la práctica interna de los sistemas políticos en que se desarrollan –manteniéndose indiferente ante los ejes filosóficos por los cuales se ha transitado históricamente el conocimiento político, ignorando los aspectos simbólicos de su objeto y, según las escuelas más críticas, justificando el orden establecido–, frente a otra concepción que, vinculada a corrientes hermenéuticas, insiste en interpretar y comprender los datos acercándose a ellos sin embargo con una carga valorativa que termina por ligarla al terreno de la moral. Frente a esta concepción estérilmente dicotómica Weber postuló una visión sincrética por la que ambos enfoques vendrían a apoyarse mutuamente. Por su parte Gustavo Bueno tendrá otra forma de resolver tal cesura, pues ya desde el principio rechazará cualquier enfrentamiento simplista entre una ciencia política afilosófica y una filosofía política acientífica. Justamente será a partir del cuestionamiento sobre la unidad de la ciencia política de donde partirá el análisis de Gustavo Bueno, pero también de la sospecha de inconsistencia gnoseológica marcadas en las pretensiones científicas de los politólogos, que, en su esfuerzo por distanciarse de todo cuanto tenga que ver con la filosofía, se niegan a considerarla como una forma de conocimiento sistemática, racional y práctica. Por ello nuestro autor, a fin de «registrar las diferencias y desajustes»{3} que con respecto a su idea de ciencia positiva muestra la ciencia política, acude como modelo de referencia a las coordenadas de su teoría del cierre categorial.
El estudio de la ciencia política en Gustavo Bueno: entre la politología y la filosofía
La tesis de Bueno acerca de la cientificidad de la ciencia política es explícita desde el primer momento; de hecho queda establecida desde el inicio de su Primer ensayo sobre las categorías delas «ciencias políticas»: la ciencia política –o las «ciencias políticas», como él opta por nombrar, no sin razones–, no ha alcanzado ni puede alcanzar la estructura propia de las ciencias positivas, puesto que en su desarrollo interno es incapaz de establecer el sistema de operaciones cerrado que se conoce por cierre categorial, es decir, no logra entretejer por medio de cursos operatorios distintos un conjunto de construcciones proposicionales y objetuales verdaderas científicamente en forma de identidad sintética. En palabras de Bueno, la ciencia política:
«[...] no puede aspirar a alcanzar los resultados, incluso sistemáticos, que las ciencias más vigorosas han logrado obtener en sus respectivos campos categoriales –por ejemplo el «sistema periódico de los elementos químicos». Esto se debe, principalmente, a que la concatenación sistemática de las categorías políticas no puede llevarse a cabo en el recinto de un campo categorialmente cerrado; tal sistematización obliga a tomar conceptos de muchos otros campos –la etología, la biología, la lógica formal y material, la ontología o la historia–, es decir, a abandonar la estricta inmanencia que es propia de la forma de todas las ciencias genuinas y, por consiguiente, le empuja, si quiere mantener esa disciplina racional, a asumir la forma de construcción filosófica.»{4}
Así, apoyado en el requisito previo de sistematicidad de talante racional a que toda construcción filosófico cognitiva ha de estar sujeta, Bueno va a edificar un discurso político que, sin descuido de su impecabilidad lógica –es más: exigiéndola a cada paso–, considera necesariamente filosófico. En efecto, su concepción de la filosofía como saber de segundo grado, inconcebible sin estar nutrido de conocimientos prácticos, técnicos y científicos que le preceden y proporcionan –como saberes de primer grado– sus materiales de estudio conceptuales y temáticos, exige que esta actividad se guíe por un racionalismo tenaz y recurrente de carácter público –distanciado pues tanto de sabidurías privadas como de conocimientos místicos vertidos por fuentes sobrenaturales o mágicas; sujeto también a la crítica que la elaboración racional de sus pruebas y contrapruebas merezca–, a la vez que por un afán sistematizador que no puede confundirse con la ciencia. Sólo de acuerdo con esta línea cabrá aproximarse a sus consideraciones políticas. Y así, su introducción al campo de la política se centra en sopesar las eventuales divergencias que usualmente se establecen entre la filosofía política y la ciencia política. La estrategia para poner a prueba tal distinción consistirá en analizar meticulosamente la disciplina política que a su juicio resulta aproximarse con mayor bagaje a la categoría de ciencia: la Antropología política. Pues bien, según nuestro autor, el campo de la Antropología política siempre y sólo se organizará «lógicamente como una totalidad distributiva, como una clase cuyos elementos son (...) las sociedades políticas concretas»{5}, aisladas e independientes, pero al cabo restringidas a que su situación permanezca y se continúe en el tiempo, si es que la disciplina, conservando su campo –distribuido en estructuras equilibradas: las sociedades políticas particulares–, quiere conservar su cientificidad. Frente a este enfoque ditributivista se perfila el concepto de sociedad política pensado desde la lógica de la totalidades atributivas, propio de las sociedades políticas expansionistas, estudiado precisamente, según Bueno, por la filosofía política. Según sus palabras:
«Mientras que la antropología política mantendrá una escala adaptada a la situación «distribuida» de las sociedades políticas, la filosofía política, utilizaría una escala adaptada a situaciones cada vez más cercanas a una «totalidad atributiva» de las sociedades políticas.»{6}
La oposición, añadirá Bueno, tendrá mucho que ver por tanto a la que se da entre el pasado y el futuro no ya de las «sociedades particulares, sino de la sociedad humana en su conjunto» en la medida en que el campo de la antropología tiende a desaparecer para paso a un campo recubierto de relaciones internacionales. Esta postura proclamada desde el inicio no será óbice sin embargo para que Bueno, a fin de calibrar con más detalle el alcance gnoseológico de la ciencia política, aplique al campo político las coordenadas de su teoría del cierre categorial, en un ejercicio que tendrá la virtud de desvelar la carga ideológica de los problemas más acuciantes a que se enfrenta la disciplina, y sugerir las líneas de investigación por las que el autor se decantará en el desarrollo de su obra. Así, retomando los sectores del espacio gnoseológico a los que llega en su análisis sobre la estructura interna de las ciencias, los adecua en la medida de lo posible al material de estudio político. Ello no sólo le servirá para demostrar la inconveniencia de hablar de ciencia política, también le proporcionará argumentos de cariz positivo en tanto llega a resultados que le aproximan de forma más precisa a una conceptualización de los materiales de gran rigor analítico, otorgándonos un filtro conceptual mediante el cual podamos acceder con mayor claridad a las realidades políticas. Según, por tanto, los ejes establecidos en el espacio gnoseológico, nuestro autor recorrerá las cuestiones sintácticas, semánticas y pragmáticas referidas, en este caso, a la política.
Centrémonos en las consideraciones que nos sugiere Bueno sobre la estructura esencial del campo de la política localizada en su eje semántico. Esta habrá de dar cuenta de las relaciones conformadoras de una estructura política desmarcada de las líneas subjetivas por las que sin embargo se constituya; de lo que se trata por tanto es de hallar la estructura esencial de toda sociedad política implantada fisicalistamente. Y dicha tarea ha de principiar por la determinación del lugar en el que se fragüe la intraestructura de cualquier sociedad política, entendiendo por tal intraestructura el «centro de gravedad o atractor»{7} activado detrás de sus trayectorias empíricas, tanto reales como virtuales y, desde luego, múltiples. Partiendo del estudio de las relaciones que puedan mediar entre el orden de los fenómenos y el orden de la esencias, Bueno pretende desembocar en el lugar de cristalización de la estructura esencial o intraestructura en sí, ensayando la posibilidad científica de establecer el criterio de la verdad política. No obstante, los contenidos removidos en tal tarea –equivalente a la elaboración de toda una teoría del Estado– desbordaría con mucho la esfera de los conceptos estrictamente políticos, colocándonos sin más opción ante un programa de naturaleza filosófica. De ahí que la primera parte de la sección que Bueno dedica a la ontología política asuma el objetivo de definir el núcleo de la sociedad política, localizando entonces su esencia en una condición modélica, la eutaxia o capacidad para mantenerse en el tiempo, idea límite y abstracta capaz de orientar el ejercicio político de una sociedad y, por ello, de proporcionarnos el criterio de su verdad, siempre que se entienda tal verdad, no científica, sino filosóficamente; verdad filosófica y materialista que en ningún caso estaría dotada para ensamblar identidades sintéticas –cuyo significado es por tanto enteramente diferente al científico–, pero que en cierto modo es analógica y que, estando sin duda abierta y sujeta a evaluación histórica, posee la virtud –y tal es su potencia– de incorporar dialécticamente más elementos que cualquier otra perspectiva filosófica.
Analizado el campo político en función de la organización por la cual se ordenan los contenidos de las ciencias, podemos concluir afirmando que desde la perspectiva del cierre categorial no todos los contenidos del material político pueden ser incorporados en un único círculo de concatenaciones al modo óptimo de las realizaciones cerradas de las ciencias positivas; el cariz filosófico de las ideas que según Bueno atraviesan dicho material, amén de la imposibilidad de neutralizar el sujeto gnoseológico en él inserto, ratifica la tendencia de un enunciado anunciado por nuestro autor desde el principio. Su recorrido sin embargo depara un conjunto de consideraciones cruciales a la hora de colocarnos frente a la construcción teórico política que Bueno despliega, proporcionándonos además las pistas por las cuales comprender las estrategias emprendidas en su obra, e insinuándonos las líneas temáticas mediante las que desarrollará un modelo analógico-explicativo rigurosamente sistemático acerca de la naturaleza de la sociedad política o, vale decir, del Estado. Su filosofía política, como actividad de «segundo orden» guiada por el canon de racionalidad científica, trata de hallar los nexos estructurales de la sociedad política, no determinados quizá según una construcción rotundamente científica, pero tampoco dados a nivel meramente fenoménico; se dirá entonces que ontológico. De este modo la expresión «ontología política» empezará a cobrar el sentido de una teoría capacitada para desenvolver un sistema de ideas políticas –un conocimiento político sistemático– referido al funcionamiento del campo político.
Situados en el pórtico de tal filosofía política, no podríamos dejar de esbozar las líneas principales que Bueno aborda. Ante todo la elucidación del núcleo, origen, curso y cuerpo de la sociedad política, tarea que le conducirá a hallar la esencia de la política en el concepto de eutaxia, además de reelaborar una teoría del poder político y desentrañar el significado político de la noción de justicia, en lo que, en definitiva, constituirá la propuesta de una teoría del Estado propia, de raíz conflictual y expresamente desmarcada de la ética, alejada de los enfoques idealistas alemanes clásicos, pero en disputa también con las concepciones marxistas. A su vez, metido en el análisis del cuerpo de toda sociedad política entendida como entidad totalizada, presentará un modelo analítico de su estructura y dinámica interna articulado en una disposición trimembre –la teoría de las tres capas de la sociedad política–, lo que le servirá para dictar sus consideraciones acerca de 1) la división de los poderes políticos, 2) la representación política, 3) el concepto de soberanía, 4) la clase política y los partidos políticos, y 5) la democracia. Es reseñable constatar además el rol que adjudicará a la Administración pública como soporte o tejido intercalar mediante el cual podrán integrarse las capas entre sí, organizándose así el Estado en una suerte de unidad funcional. Asimismo cabe subrayar la aplicación que hace de su teoría al análisis de la caída del Imperio romano, como también el esfuerzo por retomar la misma idea de Imperio como clave nodal de la que partir en todo estudio macropolítico.
Notas
{1} F. Vallespín, «Viaje al interior de un gremio. De los politólogos y su proceloso objeto», Claves de razón práctica, nº 40, marzo 1994, pág. 32.
{2} Ramón García Cotarelo, «Objeto, método y teoría», en Manuel Pastor, Ciencia política, MacGraw Hill, 1989, op. cit., pág 7.
{3} Gustavo Bueno, Primer ensayo sobre las categorías de las 'ciencias políticas', Cultural Rioja (Biblioteca Riojana 1), Logroño 1991, pág. 52.
{4} Ibid., pág. 20.
{5} Ibid., pág. 45.
{6} Ibid., pág. 48.
{7} Ibid., pág. 88.